Enrique y Tarancón, Vicente. Burriana (Castellón), 14.V.1907 – Valencia, 28.XI.1994. Obispo de Solsona, arzobispo de Oviedo, Toledo y Madrid, cardenal, teólogo, presidente de la Conferencia Episcopal.
Hijo de padres labradores, hizo los primeros estudios en el Colegio de Religiosas de Nuestra Señora de la Consolación y en la escuela particular que el sacerdote Francisco Linares tenía en Burriana. Desde 1917 a 1928 estudió Humanidades, Filosofía y Teología en el Seminario Conciliar de Tortosa (Tarragona). De 1928 a 1930 obtuvo la licenciatura y el doctorado en Teología en la entonces Universidad Pontificia de Valencia. Ordenado sacerdote en 1929, en Tortosa, desde 1930 hasta 1933 fue coadjutor-organista de Vinaroz. Centró su trabajo pastoral especialmente en la juventud, colaboró asiduamente en un semanario parroquial de gran difusión y promovió el canto gregoriano y la participación del pueblo en la liturgia. Desde 1931 se integró en la Casa del Consiliario de Madrid, institución ideada por el futuro cardenal Ángel Herrera Oria para la formación de sacerdotes dedicados a la promoción de la Acción Católica. Con este motivo, realizó viajes a Francia, Bélgica e Italia para conocer el funcionamiento de la Acción Católica en esos países y al regresar a España prolongó su formación hasta 1938, dirigiendo semanas, cursillos, conferencias y actos de propaganda en la zona nacional durante los años de la Guerra Civil. Desde 1938 hasta 1943 fue arcipreste de Vinaroz y realizó una intensa labor parroquial. En 1943 fue nombrado arcipreste de Villarreal de los Infantes, donde prosiguió su ministerio con mucho entusiasmo. También fue, simultáneamente, consiliario diocesano de las jóvenes de Acción Católica y consiguió formar una escuela de propagandistas de la que brotaron vocaciones religiosas contemplativas.
El 25 de noviembre de 1945 fue nombrado obispo de Solsona por Pío XII y en esta diócesis estuvo dieciocho años. Según afirmó él mismo en alguna ocasión, la causa de tan prolongada permanencia fue su carta pastoral, titulada El pan nuestro de cada día, que disgustó a algunos políticos. En estos años desarrolló una intensa actividad: organizó semanas y convivencias trimestrales para el clero, culminó un sínodo diocesano (1949), construyó el seminario mayor y hubo años que llegó a dirigir hasta treinta tandas de ejercicios espirituales para hombres. Cultivó igualmente el apostolado de la pluma a través de cartas pastorales. Además, su dinamismo y capacidad de organización quedaron patentes en el Congreso Nacional de Espiritualidad y en la Comisión Nacional de Liturgia, que presidió, así como en el Secretariado de la Junta de Metropolitanos, que desempeñó, como un preludio de lo que había de ser su labor años más tarde en la Conferencia Episcopal de España, y como viceconsiliario nacional de la Acción Católica. En 1964 fue nombrado arzobispo de Oviedo. En aquel año la Iglesia estaba celebrando el Concilio Vaticano II y el nuevo arzobispo fue incansable pregonero de los nuevos aires conciliares, que exigían un nuevo talante eclesial y el profundo cambio de la pastoral diocesana. Recorrió la diócesis dando conferencias sobre los decretos conciliares, reorganizó la curia diocesana dándole un sesgo netamente pastoral, dividió la diócesis en zonas pastorales, revisó los arciprestazgos y constituyó el primer Consejo del Presbiterio, según las disposiciones conciliares. El sistema de gobierno pastoral que estableció en Oviedo se caracterizó por un marcado tono participativo o de “gobierno en equipo”, primero con los vicarios y provicarios y después con los vicarios generales y episcopales, con los que mantenía una reunión de consulta todas las semanas. Desde 1966 vino utilizando el Consejo Presbiteral y su Comisión Permanente. Esta última se encargaba de los nombramientos para distintos cargos. Realizó igualmente un ensayo de pastoral obrera con sacerdotes obreros diocesanos y religiosos en la zona minera de Langreo. Su figura comenzó a despuntar en la Conferencia Episcopal como miembro de la Comisión Permanente. Ocupó la presidencia de la Comisión Episcopal de Liturgia (1964‑1971) coincidiendo con el tiempo de la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II, durante el cual fue miembro de la Comisión para la Disciplina del Clero y Pueblo Cristiano.
Designado para ocupar la sede primada de Toledo el 30 de enero de 1969, dos meses más tarde, el 28 de marzo de 1969, Pablo VI le creó cardenal del título de San Juan Crisóstomo in Montesacro. Recién llegado a Toledo envió a todos los sacerdotes un documento titulado “Sugerencias para un programa pastoral”, para que fuese estudiado individualmente y en grupo. En él se analizaban los cambios sociales y la necesidad de renovación eclesial dentro de una cierta continuidad. Aludía a los instrumentos pastorales, inspirados en el Concilio y ya iniciados por su predecesor el cardenal Pla y Deniel. Visitó personalmente todas las parroquias de la capital, realizando visitas similares a conventos, y tuvo encuentros con casi todos los sacerdotes diocesanos. Afrontó los problemas económicos de la catedral, remodeló la curia diocesana, renovó la dirección del seminario diocesano, reestructuró los arciprestazgos y se dio nueva concepción a las figuras de los vicarios y arciprestes.
A la muerte del arzobispo de Madrid-Alcalá, Casimiro Morcillo, que era también presidente de la Conferencia Episcopal Española, ocurrida el 30 de mayo de 1971, la Santa Sede le confió provisionalmente la diócesis de la capital de España como administrador apostólico. Durante seis meses, dividió su tiempo entre Toledo y Madrid hasta que el 4 de diciembre de ese mismo año se hizo pública la noticia de su traslado definitivo a la sede de Madrid. Según confesiones personales, ésta fue decisión personal de Pablo VI, quien le dijo: “Éste es un momento muy difícil para la Iglesia española. Usted va a ser presidente de la Conferencia Episcopal. Y necesitamos en Madrid y en la Conferencia una persona de confianza”. El 10 de enero de 1972, hizo su entrada en la capital de España, donde continuó imprimiendo un sello de diálogo y de confianza en sus colaboradores. Dos meses más tarde fue elegido presidente de la Conferencia Episcopal Española, de la que ya era vicepresidente desde febrero de 1969 y en la que, de hecho, ya ejercía como presidente “en funciones” desde la muerte de monseñor Morcillo. Como tal presidente en funciones, presidió la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes, celebrada en 1971, que tan importante papel jugó en una nueva mentalización del clero español. En una de sus proposiciones, la asamblea pidió perdón por no haber sabido la Iglesia ser instrumento de reconciliación durante los años de la Guerra Civil y de la persecución religiosa republicana de 1936. Esta Asamblea, sin duda alguna el acontecimiento eclesial más decisivo del postconcilio español, desencadenó una fuerte batalla entre sus detractores, amparados por el Gobierno y promovidos por la Hermandad Sacerdotal y otras asociaciones integristas, y sus acérrimos defensores, encabezados por el cardenal Tarancón y los organizadores de la misma. No se ahorró ninguna intriga y se llegó a la calumnia pública. El argumento que se comenzó a manejar desde ese momento y que creció en los años sucesivos, manejado hábilmente por el Gobierno, fue el de “desviación doctrinal” de la Conferencia Episcopal e incluso desobediencia a la Santa Sede. La Secretaría de Estado declaró que las consideraciones y las conclusiones del mencionado documento no tenían carácter normativo ni habían recibido la aprobación del Papa, “a quien por lo demás no habían sido sometidas”. La Asamblea Conjunta produjo un tremendo impacto positivo en la vida religiosa del país: multiplicación en las jóvenes generaciones apostólicas de la esperanza de que la mentalidad del Concilio podía encarnarse en nuestro país; crecimiento de la confianza del clero joven en su jerarquía y de la confianza de ésta en sus sacerdotes; posibilidad de diálogo superando los malentendidos de los años 1966-1970; consiguientemente la práctica desaparición de la “contestación” de tipo radical-progresista y la manifestación clara por parte de la Iglesia de unos sinceros deseos de independencia ante todo grupo de poder civil o humano; la elaboración de un programa concreto y realizable de renovación pastoral y apostólica. Como factor positivo hay que señalar también que la asamblea permitió que el pueblo viera con claridad que la Iglesia estaba buscando con valentía —e incluso con un cierto riesgo— una real independencia, y borrando en gran parte la idea, tan difundida entre los españoles, de que la Iglesia estaba sometida al Estado y a su servicio. La fama de Iglesia como freno al desarrollo social fue desapareciendo; incluso los que eran anticatólicos porque eran antifranquistas comenzaron a revisar sus ideas, percibiendo que se trataba de dos fenómenos independientes. Pero los resultados negativos de la Asamblea conjunta fueron la multiplicación de las tensiones en el seno de la Iglesia: los diferentes enfoques pastorales que existían entre los obispos se hicieron visibles y aparentemente agresivos; estas tensiones fueron más evidentes entre sectores del clero.
Enrique y Tarancón fue el representante claro del sector más abierto a la renovación eclesial de la Conferencia Episcopal Española. Tras haber desempeñado la presidencia interina de varios meses, fue presidente de la Conferencia desde 1972 hasta 1981, pues fue reelegido como presidente en dos ocasiones, el máximo que permiten los estatutos de la Conferencia Episcopal, a pesar de que en la tercera elección tuvo que superar los dos tercios de los votos que estatutariamente se requieren para un tercer mandato. Así pues, dirigió al episcopado español durante los últimos años del Régimen de Franco y los primeros de la Transición. Luchó por la independencia de la Iglesia del poder político; por la no identificación de la Iglesia con el Régimen y por la reconciliación de los españoles, superando definitivamente las heridas de la Guerra Civil. Defendió la renovación del Concordato de 1953; impulsó los acuerdos parciales del Estado español con la Santa Sede, firmados en 1979; se opuso a la creación de un partido político confesional y se esforzó por extender la renovación conciliar en la Iglesia española. La polémica fue unida a su figura porque su actuación suscitó no pocas contradicciones, debido a las peculiares circunstancias socio-políticas y eclesiales que enmarcaron su actividad y que le condujeron a situaciones conflictivas de solución difícil. Algunos sectores del régimen confesional se oponían a la evolución política del mismo, lo que fue motivo de algunos conflictos que forman parte inseparable de la biografía del cardenal. El día 20 de diciembre de 1973 fue asesinado el almirante Carrero Blanco, presidente del Gobierno. Durante el entierro, el arzobispo de Madrid fue increpado con las voces de “¡asesino!” y “¡Tarancón, al paredón!” por grupos de personas violentas. Este hecho fue recordado por el cardenal como uno de los días más amargos de su vida.
Unos meses después, el 3 de marzo de 1974, era informado de que un avión esperaba en el aeropuerto de Sondica para expulsar de España al obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, a causa de los contenidos de una homilía que había mandado leer en las parroquias de su diócesis, en la que se aludía a las peculiaridades de los vascos. Tarancón se negó a colaborar con el Gobierno en esta operación y reunió al Comité Ejecutivo. Éste elaboró un borrador de decreto en el que se recordaba la pena de excomunión prevista en el Código de Derecho Canónico para los que “directa o indirectamente impiden la jurisdicción eclesiástica de un obispo”. En aquellos días, el Ministerio de Exteriores llegó a tener redactada una nota de ruptura de reacciones con el Vaticano, operación que el general Franco finalmente frustró. El cardenal expresó públicamente sus ideas sobre España en la homilía pronunciada el 27 de noviembre de 1975, al concelebrar la misa del Espíritu Santo, tras la entronización del Rey de España. En ella pidió a don Juan Carlos que fuera el Rey de todos los españoles, como expresión abierta de una opción por el pluralismo político de los católicos.
Su acción tuvo una especial relevancia en la década de los setenta. La vida de la Iglesia durante estos diez años estuvo agitada por graves divisiones internas en la acción pastoral y en la misma doctrina de la fe, disminución de vocaciones, crisis de valores morales, al par que sostenida por una profunda y positiva renovación de la catequesis, de la pastoral litúrgica, de estructuras pastorales, de clarificación de la misión de la Iglesia ante la sociedad civil. La vida política y social de este período se ha caracterizado por los conflictos sociales, el auge del terrorismo, la transición política del Régimen del general Franco al sistema democrático. La actuación del cardenal Tarancón en este período, al frente de la Conferencia Episcopal, fue de decisiva importancia para que la transición política se hiciera de forma pacífica. En este período las tensiones internas de la Iglesia tuvieron múltiples conexiones con las tensiones de la vida política. La acción del cardenal se orientó a promover la concordia, el diálogo, la reconciliación, el respeto a los derechos humanos, la independencia y autenticidad de la misión de la Iglesia. En realidad fue el fiel ejecutor de las orientaciones pastorales que el papa Pablo VI impartió para conseguir la evolución de la Iglesia en España a través de una renovación profunda de la mentalidad del episcopado, del clero y de los católicos hacia la aceptación de las nuevas realidades sociopolíticas de la nación. Diez años antes de que comenzara la Transición política, la Iglesia, gracias a la inspiración de Pablo VI y al impulso personal del cardenal Tarancón, consiguió hacer su propia Transición, pues fue separándose paulatinamente del Régimen y preparándose para la Democracia.
El 14 de mayo de 1982, al cumplir la edad reglamentaria, el cardenal presentó su dimisión al Papa como arzobispo de Madrid-Alcalá. Le fue aceptada el 12 de abril de 1983. Después vivió retirado en su ciudad natal, aunque se dedicó a la predicación sagrada y a dar conferencias sobre temas sociopolíticos y religiosos hasta pocos días antes de su muerte. Fue también escritor fecundo y autor de muchas exhortaciones, alocuciones, homilías, circulares y cartas pastorales publicadas en los boletines eclesiásticos de la diócesis de Solsona (1945-1964), Oviedo (1964-1969), Toledo (1969-1971) y Madrid (1971-1983).
Obras de ~: La nueva forma de apostolado seglar, Vigo, M. Roel, 1937; Jesús, maestro de apóstoles, Santiago de Compostela, Imprenta del seminario, 1938; Curso breve de Acción Católica, Madrid, Edit. Católica Toledana, 1941; Religión, moral, historia y liturgia, Barcelon, Edit. José Vilamala, 1941; Devocionario de Jóvenes de Acción Católica y Comentarios y aplicación del evangelio, Barcelona, Edit. de Arte Católico, 1942, 2 vols.; Recuerdos de juventud, Barcelona, Grijalbo, 1980; La Iglesia del futuro, Madrid, PPC, 1994; Cristianos en la sociedad secular, Madrid, PPC, 1994; Hombres y mujeres de Dios, Madrid, PPC, 1994; Cultura y sociedad, Madrid, PPC, 1994; Confesiones, Madrid, PPC, 1997.
Bibl.: J. L. Martín Descalzo, Tarancón, el cardenal del cambio, Barcelona, Planeta, 1982; M.ª T. Fernández Teijeiro y J. Martín Velasco, Al servicio de la Iglesia y del pueblo. Homenaje al Cardenal Tarancón en su 75 aniversario, Madrid, Narcea, 1984, págs. 311-350; M.ª L. Brey, Conversaciones con el cardenal Tarancón, Bilbao, Mensajero, 1994; C. de Blas, Tarancón, el cardenal que coronó al Rey, Madrid, Editorial Prensa Ibérica, 1995; B. Piñar López, Mi réplica al Cardenal Tarancón, Madrid, FN, 1998; V. Cárcel Ortí, Pablo VI y España, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1997; La Iglesia y la Transición Española, Madrid, Edicep, 2003.
Vicente Cárcel Ortí