Castilla, Enrique de. El Senador. Castillo de Muñó (Burgos), III.1230 – Roa (Burgos), 11.VIII.1303. Infante de Castilla y León, senador de Roma, embajador del sultán de Túnez en Aragón, guarda y tutor de los reinos de Castilla y León.
Cuarto de los varones nacidos del matrimonio entre Fernando III, rey de Castilla y de León, y de su primera esposa, Beatriz de Suabia, hija del emperador Felipe y de la princesa bizantina Irene Angelos.
Su primera infancia apenas consta documentalmente, aunque se sabe que se encuentra vinculada al caballero Pedro Gómez y a su esposa Teresa Fernández. Gracias a un diploma de 1238, relacionado con las Huelgas de Burgos, conocemos el nombre de su ayo: Juan Marcos, y la especial ligazón que le une con su hermano menor Felipe.
La muerte de su madre, Beatriz, le sorprende con cinco años de edad. Poco después del óbito su progenitor contrae un segundo matrimonio, en esta oportunidad con la dama francesa Jeanne de Ponthieu, conocida en las fuentes castellanas como Juana de Pontis. Entre ambos, el niño y su madrastra, se establece una relación cercana y estrecha que, con el tiempo, dará mucho que hablar y provocará más de un conflicto.
Su presencia en la Corte, a partir de los diez años, le permite asistir a algunas de las conquistas más significativas del reinado de su padre, como el cerco y toma de Sevilla (1248), en los que destacará por su valor y arrojó como un excelente caudillo militar, ganándose los afectos del maestre de la Orden de Calatrava, Fernando Ordóñez, y de un poderoso sector de la nobleza, entre los que se incluyen el alférez real y el mayordomo real.
Sus hazañas justifican la recompensa que le promete su padre: el señorío de Arcos, Lebrija, Morón y Medina Sidonia, lo que le convertía en el más poderoso noble de esas tierras del sur, además de en frontero del rey Ibn al-Aűmar de Granada, con quien mantenía ciertos lazos de amistad.
Esta fama, justamente ganada en combate, le enemista con su hermano Alfonso, el heredero de Fernando III. En Sevilla surgirán los primeros desencuentros entre ambos, llegando al extremo de negarse a besar la mano del sucesor en presencia de su padre.
La muerte del rey, en 1252, y la inmediata coronación de Alfonso como monarca de Castilla y León, exigen que Enrique preste el necesario vasallaje a su señor. Pero el infante aprovecha los deseos de la Reina viuda, Juana de Ponthieu, de regresar a su tierra en Francia para desaparecer durante unos meses. Camino hasta Abbeville (Ponthieu, Francia), atraviesa las tierras de Aragón, entrando en contacto con el rey Jaime I. Entre los dos se establece una corriente de mutua simpatía, hermanados por sus recelos hacia Alfonso.
De vuelta a la Península asistirá a la boda de su hermana Leonor con Eduardo, primogénito del rey Enrique III de Inglaterra. En la Corte conoce la noticia de que ha sido desheredado por Alfonso X y planea su venganza. Apoyado por nobles gallegos, leoneses y algunos castellanos, como el señor de Vizcaya, acude al encuentro de Jaime de Aragón, cuya ayuda solicita.
El Monarca le promete auxilio militar hostigando la frontera soriana y, en prenda, compromete la mano de su hija Constanza, según las crónicas la dama más hermosa y gentil de su tiempo, a cambio de que Enrique conquiste una Corona. Existe un reino, Niebla, y un señorío prometido por su padre que equivale por sí solo a un estado. El infante regresa a Andalucía dispuesto a cumplir su parte del acuerdo negociado en Calatayud y en Maluenda.
En 1255 estalla la revuelta en diversos puntos al mismo tiempo. En Galicia algunas de las tierras del arzobispo de Compostela son atacadas, en la comarca de Ágreda (Soria), los fieles a Enrique queman y destruyen a su paso, y el propio cabecilla se alza en Andalucía, siendo combatido con saña por Nuño de Lara, favorito de Alfonso X, en los campos de Morón. Ambos resultan heridos y don Enrique se ve forzado a partir, abandonando la empresa, de la que se conservan restos incluso de acuñación de moneda propia.
Embarca junto con algunos de sus hombres en la población que más tarde se conocerá como El Puerto de Santa María (Cádiz) con destino a Valencia, donde espera reencontrarse con don Jaime, cuya ayuda jamás llegó, para exigirle que cumpla su promesa. De camino hacia allí, su barco recala en las costas granadinas, recibiendo del Monarca de aquellas tierras un salvoconducto para el sultán de Túnez, a cuyo servicio puede ofrecerse si su alejamiento de la Corte es finalmente sancionado por la Corona.
Al llegar a Aragón descubre que la reina Violante se ha adelantado con engaños a sus planes y que don Jaime, deseoso de mantener la paz, ha cedido ante los ruegos de su hija mayor. Este cambio de rumbo supone el destierro definitivo de Enrique, la confiscación de todos sus bienes y el matrimonio de Constanza con el infante Manuel, cuyo enlace se celebra entre grandes medidas de precaución.
Enrique parte hacia el destierro en 1256. Se conoce su estancia en Francia, donde contacta con el príncipe Carlos, conde de Provenza. Allí, en Francia, entrará al servicio, junto con sus hombres, de Eduardo de Inglaterra, esposo de Leonor de Castilla, a los que acompañará cuando regresen a su país, y cuyo sustento ambos garantizarán.
En Inglaterra Enrique III le propone que despose con una de sus propias hijas, a lo que se niega el castellano.
Durante sus años de estancia, el Monarca anglosajón intentará por todos los medios conseguir la paz entre ambos hermanos, pero todas las tentativas concluyen en fracaso. Finalmente, en 1260, Enrique trasladará al Soberano inglés sus deseos de partir para la Cruzada o, al menos, África. Enrique III le concede las galeras que necesita a condición de no atacar las costas castellanas en su camino.
Entre los años 1260 y 1266, Enrique combatirá bajo las órdenes del califa tunecino al-Mustanşir, a cuyo servicio entra en calidad de mercenario, cuya confianza y amistad pronto conquista. Pronto se sumará a su compañía un nuevo caballero. Se trata de su propio hermano, Fadrique, despechado con Alfonso X por sus deseos de coronarse Emperador del Sacro Imperio.
Al frente de un nutrido grupo de caballeros, conocidos como “los caballeros de la muerte”, quizás por la costumbre de utilizar gualdrapas negras en sus caballos, Enrique consigue fama y renombre, despertando el recelo de algunos nobles procedentes de las tierras hispanas. Éstos, preocupados por la creciente influencia del caballero ante el sultán, buscarán su muerte con diversas argucias, la más conocida, por haber sido incorporada a la cronística y a otras fuentes, es la del episodio de los leones.
Durante su estancia en Túnez, además, adquiere una enorme fortuna, que confía a los banqueros genoveses y a la que, en diversas ocasiones, recurrirán algunos príncipes. Así, con ocasión de los problemas surgidos en Inglaterra tras la batalla de Lewes y la prisión de Eduardo, responde a la acuciante petición de su hermana Leonor para que le envíe el dinero suficiente para conseguir, mediante sobornos, la liberación de su marido. Por su parte, el conde francés Carlos, solicitará su ayuda económica en 1262, cuando se encontraba inmerso en los preparativos que le conducirán hasta la Corona de Sicilia con los beneplácitos papales.
En 1266, Fadrique de Castilla acude en ayuda de su pariente Manfredo de Sicilia, a quien hostiga Carlos de Anjou. Con un nutrido grupo de caballeros de su mesnada, y el apoyo de arqueros tunecinos, participará en la batalla de Benevento, junto a las armas de Manfredo, un encuentro en el que las tropas enemigas, las de Carlos, son financiadas en parte por las ricas arcas de don Enrique que, sin embargo, prefiere continuar en Túnez a la espera de los resultados, inmersos ambos hermanos en una guerra ajena pero de la que esperan obtener beneficios combatiendo en ambos bandos.
Las noticias llegan con prontitud hasta las tierras hafsidas: por un lado, la victoria de Carlos, ahora Rey, y la muerte en el campo de batalla de su enemigo, amén de la prisión de su esposa, Elena, y de los hijos del difunto Monarca. Por otro, los deseos ardientes de Carlos de conceder un señorío a Enrique a cambio de no pagarle la deuda.
La promesa de este feudo, y la mano de la propia Reina viuda, Elena, animan a Enrique a cruzar a Sicilia, donde es recibido con los mayores honores y cuyo lento itinerario por la isla ha quedado recogido en diversas fuentes, todas ellas probatorias del afecto, o del miedo, que Carlos sentía hacia el príncipe castellano.
Durante varios meses Enrique aguardará la respuesta de Carlos. Hasta que, por fin, al no llegar, la exige en Nápoles, durante un turbulento episodio que acaba con la enemistad a muerte entre ambos príncipes, pues Carlos se niega a conceder nada a su antiguo benefactor.
Desairado, Enrique acude ante el Papa, demandando el señorío prometido por Carlos, o, en su defecto, la Corona de Cerdeña, o la de Etruria. Finalmente, el Pontífice le ofrece la dignidad de senador de Roma, que acepta con rapidez, instalándose en el monasterio de los Cuatro Santos Coronados.
Su excelente y equilibrado gobierno, que no favorece ni a güelfos ni a gibelinos, despierta ciertos recelos en la Curia y aún más en el propio Carlos. Por fin, don Enrique se decanta por un bando: el de su pariente Conrado de Suabia, más conocido por Conradino, legítimo heredero del Imperio y de la Corona de Sicilia conseguida en batalla por Carlos. Temeroso del prestigio de su adversario, Carlos intentará en dos ocasiones matarle a traición, aunque ambas conspiraciones serán descubiertas a tiempo y castigadas de manera sangrienta.
Después de unas semanas y gracias a su apoyo logístico, Conrado es recibido sano y salvo, siendo aclamado a su llegada a Roma. En pago a su apoyo a la causa güelfa, el Papa excomulga a don Enrique mientras Conrado le nombra capitán general de la Toscana y le promete la corona de Sicilia si derrotan a Carlos.
En la batalla conocida como “de Tagliacozzo”, aunque tuvo lugar en los Campos Palentinos, entre Scurcola y Alba Fucens, se encuentran los dos ejércitos.
Las primeras escaramuzas conceden la victoria a don Enrique, que manda la vanguardia de las tropas del suabo. Pero una añagaza del caballero Valery provoca el desconcierto de la hueste y cambia el rumbo de un combate en el que, según todas las crónicas que relatan estos sucesos, el verdadero héroe de la jornada fue el príncipe castellano. Derrotados, muertos muchos de sus caballeros, entre ellos el propio alférez de don Enrique, Gonzalo Martínez de Novaes, Conrado huye junto a Federico de Austria, el conde Lancia y algunos otros. Por su parte, Enrique es capturado en el monasterio de San Salvatore Maggiore, cerca de la villa de Concerviano, por el caballero Sinibaldo Aquilone.
De camino a Roma es mostrado cargado de cadenas y dentro de una jaula, pues Carlos busca humillar a su más duro enemigo de esta manera. En Nápoles, Conrado, Federico de Austria y don Enrique son condenados a muerte, siéndole conmutada la pena en el mismo patíbulo por la de prisión perpetua, encadenado y sin contacto alguno con el exterior sino aquellos autorizados por el propio rey Carlos.
Entre 1268 y 1277 Enrique permanecerá encerrado en el castillo de Canosa, donde recibe algunas visitas destinadas a conocer su verdadero estado de salud. Comienzan a componerse canciones y trovas en las que se ruega su libertad, llegando a reprochar a Alfonso X su escaso interés en luchar por su hermano preso, a quien, sin embargo, ya ha perdonado su rebelión.
De su estancia en Italia se conserva, al menos, una composición suya, vinculada estilísticamente a la escuela siciliana, en la que clama por su perdida libertad, caracterizando la falta de virtudes de un Monarca que así se comporta con quien siempre se ha mostrado un cumplido caballero.
En 1277 será trasladado a Castel del Monte, cerca de Andria, donde permanecerá hasta 1291 junto con otros prisioneros reales. En 1291, gracias a las gestiones de Eduardo I de Inglaterra, consigue la añorada libertad.
Poco después embarca en el puerto de Trani con destino a Túnez, retomando el servicio de los sultanes de aquellas tierras. En 1294, Abū Űafs le envía, en calidad de embajador plenipotenciario, a la Corte de Jaime de Aragón, para que negocie con el Monarca un nuevo tratado de amistad y alianza. Firmado éste, Enrique regresa a Castilla, siendo acogido por Sancho IV con verdadero afecto.
La prematura muerte de éste, en 1295, convierte a don Enrique en el más sólido apoyo de la Reina viuda y del joven heredero, cuyos derechos son discutidos y aún atacados por Alfonso de la Cerda, o su propio tío el infante Juan, señor de Valencia de Don Juan (León).
Tutor del niño Fernando IV, al que lleva hasta las gradas del trono el día de su coronación, guarda de los reinos, adelantado mayor de Andalucía, mayordomo mayor del Soberano, sus relaciones con María de Molina a veces se vuelven un tanto tortuosas. Dicen las crónicas aragonesas que don Enrique era un anciano muy sabio, quizá por ello prefirió durante sus últimos años de vida la negociación antes que el enfrentamiento abierto con los concejos o la nobleza.
Unas iniciativas no siempre bien comprendidas por la Reina viuda y sus consejeros más cercanos.
Durante este último período de su vida establecerá una más que cordial relación con el magnate don Juan Manuel, hijo de su hermano Manuel, a través de cuya pluma conocemos algunas referencias históricas y personales del propio don Enrique.
Señor de Roa, Écija, Medellín, Berlanga, San Esteban de Gormaz, Calatañazor, Almazán, Atienza, Dueñas y otras muchas villas y lugares más, el infante, que nunca había contraído matrimonio, pese a las ofertas recibidas a lo largo de su vida, decide emparentar con los Lara, intuyendo que este enlace no sólo le complacería a él, sino, también, contribuiría a un mayor acercamiento de este linaje a la Corona.
En 1299 desposa con la joven Juana Núñez de Lara, a quien se conoce por el apodo de “la Palomilla”.
A lo largo de sus postreros años de vida se produce un alejamiento de María de Molina y de Fernando IV, a pesar de los intentos de don Enrique por no perder ni un ápice del poder conseguido. Cuando acudía a entrevistarse con doña María, a finales de julio de 1303, se sintió enfermo. Ordenó que le trasladasen a su villa de Roa. Allí pierde la conciencia, dándosele por muerto, una oportunidad que aprovecha don Juan Manuel, que espera convertirse en heredero del príncipe. Pero don Enrique recupera el conocimiento y dicta un testamento en el que vela por todos los suyos, incluidos los servidores. Ruega ser enterrado en el convento de San Francisco de Valladolid y, poco después, el 11 de agosto de 1303, entrega su alma.
Al conocer su muerte, don Juan Manuel ordena cerrar todas las puertas y se apodera de los sellos y diplomas reales que custodiaba el viejo infante para servirse de ellos en su propio beneficio. Luego, con una falta de decoro que llamará la atención, parte el cortejo fúnebre hacia Valladolid. Apiadada ante aquella escasa muestra de respeto, María de Molina ordena cubrir su ataúd con ricos paños oscuros de terciopelo, y que las colas de los caballos sean cortadas en señal de duelo. Ella misma, junto a su hija, acompañará el cadáver hasta que reciba digna sepultura, en la misma tumba que el infante Pedro.
Don Enrique dejó al menos un hijo natural, de su relación con la dama mayor Rodríguez Pecha. Se llamaba Fernando Enríquez y de éste procede el linajeconocido como Enríquez de Sevilla. Según algunas otras fuentes, dos fueron los hijos habidos en esta dama: el ya referido Fernando y otro concebido en Italia y llamado Enrique Enríquez. No obstante, la descendencia del infante quedó garantizada y constatada históricamente a través de Fernando Enríquez y, a lo largo de los siglos bajomedievales, encontraremos a su progenie entre la prima nobilitas del reino.
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Margarita Torres Sevilla-Quiñones