Alfonso VI. ?, 1047/1048 – Toledo, 30.V.1109. Rey de León, Castilla, Galicia Asturias y Nájera, conquistador de Toledo e imperator totius Hispaniae.
Entre los grandes monarcas de nuestra Edad Media, que marcaron con huella indeleble la génesis de nuestra nación, un puesto de honor corresponde sin duda a Alfonso VI (1065-1109). Durante su largo reinado de cuarenta y tres años y medio, dos fueron las aportaciones más notables de este rey leonés a la configuración de España: la primera de ellas es la de haber hecho progresar la frontera meridional de su reino desde el río Duero hasta el río Tajo, avance simbolizado en la conquista de Toledo; la segunda, la de haber puesto fin a un aislamiento cultural de tres siglos y medio y haber incorporado plenamente su reino a la Cristiandad europea.
Alfonso VI había nacido infante leonés con sangre navarra y castellana; su padre Fernando I, rey del gran reino de León, que comprendía también Castilla y Galicia, era hijo de Sancho el Mayor, rey de Pamplona, y de la condesa castellana Muniadonna; la madre de Alfonso VI era la infanta leonesa doña Sancha, en quien había recaído el reino leonés en 1037 a la muerte de su hermano, el rey de León Vermudo III. El futuro Alfonso VI era uno de los cinco hijos del matrimonio regio de Fernando I y de doña Sancha.
Como es frecuente en los monarcas de la Alta Edad Media, no consta en ninguna parte ni el lugar ni el día, ni tan siquiera el año de su nacimiento, pero sí se sabe que era el cuarto de los hermanos y el segundo de los varones. El orden de los cinco hermanos, según lo han conservado las crónicas y las fuentes documentales, fue el siguiente: Urraca, Sancho, Elvira, Alfonso y García. A Alfonso se le ha venido asignando una fecha de nacimiento en torno al 1040 o 1041, sobre la base de una copia de un documento interpolado, pero un testigo tan autorizado como el autor de la Primera crónica de Sahagún, que asistió personalmente a la muerte de Alfonso en Toledo, dice expresamente que en ese momento el monarca difunto hacía los “sesenta y dos annos de hedad” y que estaba en el “quarenta y quatro annos de su reino”, lo que se traduce en que nuestro monarca habría nacido en el segundo semestre del año 1047 o en el primero de 1048. No son muchos los datos que se tienen acerca de la infancia y adolescencia del futuro monarca; únicamente nos consta por la Historia Silense que su hermana la infanta doña Urraca lo amó con especial predilección desde su más tierna infancia y que lo alimentaba y lo vestía como podía hacer una madre; también se conoce el interés que puso su padre Fernando I en que su hijos fueran formados e instruidos en las disciplinas humanas de la época, que se agrupaban en el trivium y quatrivium.
A la muerte de su padre (27 de diciembre de 1065) el reino leonés quedó dividido entre los tres hijos varones; Castilla correspondió a Sancho, León a Alfonso y Galicia a García; la paz entre los hermanos duró hasta la muerte de su madre la reina doña Sancha (7 de noviembre de 1067). El primogénito Sancho tomaba las armas y el 16 de julio de 1068 derrotaba a Alfonso en Llantada (Palencia), pero el vencido pudo refugiarse en León; el año 1071 con la connivencia de Alfonso, su hermano Sancho atacaba y apresaba a García apoderándose de Galicia, y a comienzos de 1072 vencía de nuevo a Alfonso en Golpejera (Palencia) ocupando también el reino de León y apresando a su hermano, a quien por ruegos de Urraca permitió marchar como exiliado al reino moro de Toledo.
El año 1072 Sancho había reconstruido el reino de su padre, pero en Zamora su hermana Urraca, que ostentaba el señorío de la ciudad, probablemente cedido por su hermano Alfonso, se negaba a reconocer su autoridad, lo que hizo que Sancho pusiera sitio a la ciudad. Durante el asedio un zamorano, de nombre Bellido Dolfos, dio muerte a traición al rey Sancho el 7 de octubre de 1072, sin que exista ningún argumento ni indicio de que Alfonso hubiera sido en algún modo inductor de tal muerte. Llegada la noticia de la muerte de Sancho a Toledo Alfonso, regresó rápidamente a Zamora y de aquí a León, donde habiendo convocado una curia o asamblea extraordinaria del reino fue reconocido y aclamado como Rey no sólo de León, sino también de Castilla y de Galicia, sin que nada nos obligue a dar crédito a la leyenda juglaresca de una previa jura en la iglesia de Santa Gadea de Burgos. El rey García que se hallaba desterrado en Sevilla regresó también a Galicia, donde pretendió ser aclamado como Rey, pero, apresado por su hermano Alfonso el 13 de febrero de 1073, fue recluido en el castillo de Luna (León) hasta su muerte el 22 de marzo de 1090. De este modo Alfonso consolidaba la obra de su hermano y reunificaba por segunda vez el gran reino leonés.
La inesperada muerte de Sancho II había puesto en manos de su hermano Alfonso todo el reino que un día había sido del padre de ambos; cuatro años más tarde otra muerte igualmente imprevista, el asesinato de Sancho García IV de Navarra el 4 de junio de 1076, dio ocasión a Alfonso VI para extender las fronteras de su reino por la totalidad del condado de Castilla, por la Rioja, por toda Vizcaya, por la mayor parte de Guipúzcoa e incluso por parte de Navarra.
Alfonso VI fue el afortunado monarca a quien dos regicidios le pusieron en sus manos un territorio que se extendía desde el Atlántico hasta orillas del río Ega en Navarra y el Urumea en Guipúzcoa. Frente a este poderoso reino con su capital en León los musulmanes se presentaban divididos en una veintena de reinos taifas, frecuentemente hostiles entre sí, y de los cuales los más poderosos eran los de Zaragoza, Toledo, Badajoz, Sevilla y Granada. Ya su padre Fernando I en vez de ampliar su territorio a costa de esos reinos había preferido ante el déficit demográfico que padecía someterlos al pago anual de unas parias o tributo a cambio de protección y de no ser hostilizados.
Alfonso en un principio seguirá la misma política de su padre, únicamente aumentando la cuantía de las parias, pero a la muerte el 28 de junio de 1075 de al-Ma’mūn, el rey de Toledo que le había brindado hospitalidad en su exilio, Alfonso VI iniciará una nueva política respecto de este reino taifa, que comenzó con la ocupación de importantes fortalezas en su interior y la extensión sobre el mismo de un protectorado que conduciría el 25 de mayo de 1085 a la rendición del reino a cambio de colocar a su rey al-Qādir, nieto del gran al-Ma’mūn, como rey en Valencia.
La conquista y toma de posesión de Toledo por Alfonso VI constituyó no sólo un hito decisivo en el avance de la Reconquista, sino también sobre todo fue un símbolo, un presagio de que se acercaba el fin del dominio islámico sobre la Península Ibérica. Los reyes de las taifas de Sevilla, Badajoz, Málaga y Granada conmocionados por la pérdida del reino de Toledo y sintiéndose en peligro ante el poderío del Rey leonés reaccionaron de inmediato acudiendo a solicitar el auxilio del caudillo almorávide Yūsuf b. Tāšufīn (1062-1106), que acababa de someter a Ceuta (agosto de 1084) a la vista ya de al-Andalus.
El emir almorávide respondió favorablemente a los ruegos de sus correligionarios de al-Andalus y habiéndose hecho previamente entregar Algeciras atravesó el Estrecho con su ejército dirigiéndose por Sevilla a Badajoz acompañado por varios reyes de taifas con sus tropas. En el campo de Zalaca o Sagrajas, unos kilómetros al norte de Badajoz, tuvo lugar el encuentro con Alfonso y su ejército el 23 de octubre de 1086, sufriendo éste una terrible derrota en la que incluso el Rey cristiano resultó herido de una puñalada en el muslo; era la primera derrota en batalla campaña que las tropas del Rey de León sufrían desde el año 1008. La batalla tuvo una importancia decisiva en el reinado de Alfonso, no por lo que fue en sí misma, ya que el emir almorávide tuvo que regresar en el acto a África sin explotar su victoria, al recibir la noticia de la muerte de su hijo y heredero que había quedado al frente de Marruecos, sino porque Zalaca vino a dividir en dos partes su reinado. Hasta esa fecha Alfonso VI había paseado su superioridad militar por toda España; después de Zalaca el resto de reinado se convertirá en un duelo titánico con el imperio almorávide en el que el Rey leonés sufrirá una serie de graves y sangrientas derrotas sin ninguna ganancia territorial, aunque logró mantener incólume la línea defensiva del Tajo con Toledo y Talavera como bastiones inexpugnables.
El año 1088 regresaba Yūsuf a España dirigiendo sus esfuerzos a apoderarse del castillo de Aledo, no lejos de Lorca (Murcia), desde donde una guarnición cristiana raziaba una buena parte de las tierras levantinas; Alfonso VI logró forzar el cese del asedio y la retirada del Emir africano, que atribuyó el fracaso a las rencillas y a la poca decisión de los taifas. Para acabar con esta situación atravesaba Yūsuf el Estrecho el año 1090 y entre ese año y 1094 procedía a deponer personalmente o mediante sus generales a todos los reyes taifas, con excepción del de Zaragoza que en algún modo estaba protegido por la presencia de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, en Valencia.
En 1097 volvía por cuarta vez Yūsuf b. Tāšufīn a España, dirigiendo sus fuerzas contra Toledo, pero los cristianos pudieron mantener todas sus posiciones, aunque su ejército dirigido personalmente por el rey Alfonso sufriera una grave derrota en Consuegra (Toledo) el 15 de agosto de 1097; el Rey leonés pudo refugiarse en el castillo de esta villa, donde sufrió el asedio almorávide durante algunos días. En este encuentro, combatiendo al lado de su Rey, murió el joven Diego Rodríguez, el único hijo varón del Cid Campeador, que, reconciliado con Alfonso VI, le había enviado a su hijo.
Otro ejército almorávide dirigido por MuÊammad b. Aisa, hijo de Yūsuf, a quien su padre había confiado el gobierno de Murcia, marchó contra tierras de Cuenca, donde infligió también una severa derrota a Álvar Fáñez, sobrino del Cid e insigne jefe militar a quien el Rey había confiado el gobierno y la defensa de las tierras de Alarcón, Cuenca, Huete, Uclés y Santaver, que antes habían pertenecido a al-Qªdir y ahora eran designadas como tierras de Álvar Fáñez. No parece que el magnate castellano perdiera plaza alguna, ya que el ejército musulmán se retiró tras raziar aquellas tierras. También habían sufrido sendas derrotas los dos yernos borgoñones del Rey, don Ramón y don Enrique, a los que Alfonso VI había confiado el gobierno de Galicia al primero y el de Portugal al segundo. Don Ramón conocería el amargo sabor de la derrota en noviembre del año 1094 junto a Lisboa, cuando los almorávides ocuparon esta ciudad y Cintra, y don Enrique de Borgoña sería igualmente derrotado el año 1100 en las cercanías de Malagón. Pero la derrota más terrible que sufrirían los ejércitos de Alfonso VI a manos de las huestes africanas estaba todavía por venir, ya que tuvo lugar el 29 de mayo de 1108 en los campos próximos a Uclés (Cuenca), y en ella perecería el único hijo varón del rey leonés, el infante Sancho, adolescente a quien su padre había dejado al frente del Toledo mientras él se retiraba a León. Como consecuencia de la derrota de Uclés se perderían las tierras de Cuenca y la mayor parte de Guadalajara. La tragedia de Uclés haría sentir al rey Alfonso el mismo dolor que un día afligió al Cid Campeador, ya que ambos vieron morir a su único hijo varón a manos de los almorávides, perdiendo por igual toda esperanza de sucesión masculina.
Por los mismos años en que Alfonso, aunque lograba resistir exitosamente en la línea del Tajo toledano, sufría él o sus fuerzas reiteradas derrotas frente a los ejércitos africanos, el Cid Campeador, que había conquistado Valencia el 16 de junio de 1094, se enfrentaba siempre victoriosamente contra esos mismos ejércitos. Esto sucedía en enero de 1094 cuando uno de estos ejércitos dirigido por Abū Bakr, uno de los mejores generales lamtuníes llegaba hasta Almusafes (Valencia) y se retiraba sin atreverse a atacar al Cid, que en ese momento se encontraba asediando la ciudad de Valencia; o ese mismo año 1094, el 21 de diciembre, cuando, ocupada ya Valencia, otro gran ejército almorávide, enviado para recuperar la ciudad, a las órdenes de Abū ‘Abd Allāh MuÊammad b. Tāšufīn, sobrino del emir Yūsuf, era deshecho en Cuarte, a las mismas puertas de Valencia; o en enero de 1097 cuando un tercer ejército que, bajo el mando del mismo Emir derrotado en Cuarte, intentaba cortar la retirada a Rodrigo Díaz de Vivar en Bairén, junto a Gandía (Valencia), era prácticamente aniquilado por el Cid y su aliado el rey Pedro I de Aragón.
El 10 de julio de 1099, cinco días antes de que los cruzados de la Primera Cruzada entraran en Jerusalén, moría en Valencia en su lecho Rodrigo Díaz de Vivar; su señorío sobre Valencia y su comarca eran heredados por su viuda, doña Jimena; durante dos años más se mantuvo Valencia en poder de doña Jimena y la hueste cidiana. Pero a mediados del año 1101 el general lamtuní MuÊammad al-MazdalÌ pasaba el Estrecho de Gibraltar con nuevas tropas de refresco, que marcharon directamente contra Valencia, a la que ponía sitio a principios de septiembre. Doña Jimena con la hueste de su marido resistió con éxito más de cinco meses, pero llegado marzo de 1102 solicitó el socorro de su rey Alfonso, que no dudó un instante en responder a la llamada presentándose personalmente con un ejército. Vista la situación militar, consideró Alfonso VI que no compensaban los beneficios que podían obtenerse con el esfuerzo requerido para conservar en su poder una ciudad tan alejada de Castilla y en consecuencia ordenó la evacuación de la ciudad el 5 de mayo de 1102 y el regreso a Castilla de su ejército y de la hueste cidiana. Cuando el año 1085 Alfonso VI recibía la rendición del Reino de Toledo, la recuperación y restauración de las tierras de la cuenca del Duero, asoladas un siglo antes por Almanzor, apenas si había rebasado hacia el sur el curso de ese gran río con la vuelta a la vida de algunas villas próximas al Duero, como Maderuelo, Sacramenia, Peñafiel, Cuéllar, Íscar, Olmedo o Medina del Campo. Entre estas plazas restauradas por Fernando I o por el propio Alfonso VI y las tierras del reino de Toledo se extendía un gran espacio casi desierto de un centenar de kilómetros de profundidad, y a rellenar ese espacio y a dotarle de una organización eficaz dedicó también el rey leonés toda su atención, repoblando tres importantes ciudades a las que convirtió en cabeza de un gran término de varios miles de kilómetros cuadrados. Estas tres ciudades fueron Salamanca, Ávila y Segovia; en su repoblación trabajó eficazmente don Raimundo de Borgoña, no en los primeros años, sino con posterioridad al año 1092, fecha de su venida a España y matrimonio con doña Urraca, hija del rey Alfonso.
Mientras las viejas tierras al norte del Duero eran organizadas en distritos regidos por merinos del Rey y recibían el nombre de merindades, en los nuevos espacios entre el gran río y la Cordillera Central surgía por obra de Alfonso VI una nueva estructura apoyada en los concejos ciudadanos de villa y tierra con un novedoso régimen jurídico, del que el concejo de Sepúlveda sería el pionero y arquetipo. El conjunto de esas tierras recibiría el nombre de Extremadura, no con el significado de Extrema Dorii, como erróneamente se ha afirmado, sino como un abstracto para designar los Extremos o la tierra de los Extremos; así se formarán dos Extremaduras: una castellana integrada por las tierras de Soria, Segovia y Ávila y otra leonesa formada por las comarcas salmantinas. En la Extremadura castellana iniciará su andadura histórica la nueva ordenación territorial que se asentaba en la autoridad del concejo o conjunto de los vecinos de una villa fuerte o murada. En el concejo o conjunto de los vecinos delegaba el Rey su autoridad al mismo tiempo que le otorgaba el dominio o propiedad de toda la tierra de una extensa comarca en torno a la villa. Dentro de ese término el concejo era el titular de los poderes dominicales y jurisdiccionales que ejercía a través de las autoridades de la villa: juez, alcaldes y sayón, elegidas por el propio concejo.
El ámbito de la autonomía de que gozaban estos concejos era muy amplio y se extendía no sólo a las cuestiones gubernativas, judiciales y económicas, sino también a las militares, porque los hombres del concejo acudían a la guerra a llamamiento del Rey, pero bajo la enseña del concejo y a las órdenes inmediatas de su adalid, que era el jefe de la milicia concejil. Ésta era la organización territorial, tan distinta de la vigente al norte del Duero, bajo la que Alfonso VI distribuirá las tierras ubicadas entre el Duero y la Cordillera Central; en la Extremadura castellana se organizarán más de cuarenta concejos de villa y tierra y en la Extremadura leonesa y su Trasierra otros quince concejos más.
Al anexionarse el Reino de Toledo, Alfonso VI se encontró ante sí con una novedad que no había conocido ninguno de sus antecesores: la incorporación de una ciudad y de unos pueblos y aldeas habitados por una población musulmana que en virtud de las capitulaciones podía permanecer libremente en sus casas y haciendas; ciertamente los que lo deseaban podrían marcharse vendiendo sus bienes y heredades y llevándose consigo todos los bienes muebles que pudiesen transportar. Inicialmente el régimen jurídico del nuevo Reino de Toledo tenía que reflejar la diversidad de su población; en primer lugar, los mozárabes, cristianos que habían vivido trescientos setenta y cuatro años bajo la dominación islámica como dimmíes, esto es, como sometidos o simplemente tolerados. A los mozárabes se unieron los pobladores cristianos llegados del norte del Duero, que recibieron el nombre genérico de castellanos, aunque se tratara de leoneses; a los castellanos se añadían los francos, gentilicio que designaba a todos los llegados del otro lado de los Pirineos y que formaron una comunidad diferenciada en la ciudad.
Ante la nueva situación bélica creada por la llegada de los almorávides a la Península y sus campañas por el Reino de Toledo en unos decenios se produjo un vaciamiento casi total de la población musulmana, que haciendo uso de su libertad de emigrar prefirió marchar hacia las tierras controladas por sus hermanos de religión; el experimento de la convivencia en Toledo de gentes de las tres religiones tuvo muy corta duración.
Alfonso VI tuvo también que repoblar y organizar la parte del reino toledano que había conservado en su poder, pero aquí no tendrá que crear una red de villas de nueva planta como había hecho en las zonas desérticas de la Extremadura; aquí le bastará utilizar la red de ciudades o villas importantes recibidas de la época musulmana para crear en ellas unos concejos, no muy distintos en su organización interna de los concejos de villa y tierra de la Extremadura, aunque con una mayor orientación artesanal y urbana heredada de la época musulmana y transmitida quizás por la población mozárabe, menos orientada hacia el campo, la ganadería y la guerra que sus hermanos del norte.
Rodrigo Jiménez de Rada nos recordará en su Crónica esta ingente labor repobladora y organizativa de Alfonso VI en las nuevas tierras tanto de la Extremadura como del Reino de Toledo cuando enumera entre las nuevas ciudades incorporadas al reino de este afortunado Monarca a Toledo, Medinaceli, Talavera, Coimbra, Ávila, Segovia, Salamanca, Sepúlveda, Coria, Coca, Cuéllar, Íscar, Medina del Campo, Canales (Toledo), Olmos (Toledo), Olmedo, Madrid, Atienza, Riba de Santiuste (Guadalajara), Osma con Río Pedro (Soria), Berlanga, Mora, Escalona, Hita, Consuegra, Maqueda y Buitrago. El reino leonés había adquirido con Alfonso VI nuevas dimensiones.
Ya se ha indicado cómo fueron dos las grandes realizaciones que dan un realce especial al reinado de Alfonso VI; de la primera de ellas, de la actividad militar y de la ampliación del reino con nuevos territorios así como de su organización, simbolizadas en la conquista de Toledo y la creación de los grandes concejos de villa y tierra, ya se hecho referencia. No menos trascendental para el futuro de su reino fue la decisión de Alfonso VI de orientar y favorecer en sus tierras la más total asimilación e integración de las corrientes, usos y modos culturales dominantes en Europa. Con Alfonso VI se produce un cambio decisivo: se abandona el reducido ámbito cultural peninsular en el que con escasas excepciones habían vivido encerrados desde la invasión musulmana para integrarse en la gran familia cultural europea, como un miembro más.
El aislamiento cultural en que había vivido el reino astur primero y el leonés más tarde se extendía también al ámbito religioso, incluso a la inexistencia de relaciones con la cabeza del catolicismo, con el obispo de Roma y Sumo Pontífice de la Iglesia. Desde el año 711 hasta bien entrado el siglo XI no nos consta de ninguna carta auténtica, de ninguna intervención o mensajero o legado de los papas de Roma.
Será Sancho el Mayor de Pamplona, abuelo de Alfonso VI, el primero en abrir sus tierras castellanas y leonesas a las corrientes culturales del norte de los Pirineos a través de sus relaciones con monjes y obispos de Cataluña; esta tímida apertura se trocará en la estrecha colaboración de Fernando I (1038-1065) con la abadía benedictina de Cluny para introducir en el reino leonés las reformas eclesiásticas que se estaban aplicando en la Iglesia europea. Sin embargo, será con Alfonso VI cuando desde el Trono leonés no se ahorre ningún esfuerzo para conducir al monacato, al clero, a las diócesis y a la totalidad de la Iglesia leonesa a asumir los modos, formas y reformas vigentes en Europa, y a renunciar a sus más antiguas y venerables tradiciones. Con Alfonso VI comenzará la incorporación a Cluny de casas y monasterios: unos adoptando como propias la regla, los usos, costumbres y observancias de la abadía borgoñona, otros sometiéndose como prioratos a la obediencia de Cluny, única abadía de todos los monasterios unidos en la Congregación. Entre los monasterios que recibieron monjes de Cluny para introducir la regla, usos y observancias de la abadía se encontraba el monasterio de Sahagún elegido por Alfonso VI para panteón propio y de sus esposas. La devoción del Rey por Cluny le llevará a doblar en 1077 el censo anual prometido por su padre Fernando I y elevarlo hasta 2.000 mizcales de oro; este censo y otros donativos hicieron de Alfonso el mayor benefactor de dicha abadía.
Del mismo modo durante su reinado comenzaron a llegar a León legados pontificios que con frecuencia convocaban concilios de los obispos del reino presididos por el legado de turno, concilios en los que se reforzaban las relaciones con Roma y se tomaban decisiones acordes con la reforma de la Iglesia propugnada por Gregorio VII. Entre monjes de Cluny y otros clérigos franceses fueron elegidos los obispos de la mayor parte del reino, lo que contribuyó a modelar la Iglesia leonesa conforme a las pautas del resto de la Iglesia europea, hasta llegar el año 1080 en un concilio celebrado en Burgos a la abolición, no sin importantes resistencias, de la tradicional y ancestral liturgia visigodo-mozárabe y sustituirla por la liturgia romana. Igualmente diez años después, el 1090, otro concilio de León ordenó que “en adelante todos los escritores en los libros litúrgicos utilizasen únicamente la letra francesa omitiendo la toledana”; esto condujo en pocos decenios a la sustitución de la letra visigótica por la carolina.
También con Alfonso VI se potenciarán muy especialmente las peregrinaciones a Santiago de Compostela, convirtiéndose el Camino de Santiago no sólo en una gran vía de renovada piedad con nuevas devociones, fiestas religiosas y advocaciones de santos, sino también en un camino cultural por el que penetraron en el reino las corrientes literarias, tanto épicas como líricas, la arquitectura y la escultura románica. En el Camino se establecieron numerosos grupos de francos que reanimaron el comercio y la industria artesanal, así como otros fenómenos económicos como el cambio de monedas. Se puede afirmar que el Camino de Santiago se convirtió en este reinado en la gran vía abierta a la europeización de España y un elemento esencial de nuestra vinculación y unión con el resto de la cristiandad.
Unas palabras finales acerca de la vida familiar del rey Alfonso VI; tuvo este Monarca cinco mujeres legítimas sin contar un primer acuerdo matrimonial el año 1067 con una princesa inglesa, Ágata, hija de Guillermo el Conquistador. El primer matrimonio con Inés, hija del duque de Aquitania Guido Guillermo VIII, duró cuatro años, de 1074 a 1078, por fallecer la esposa sin descendencia. Viudo de su primera esposa, una noble dama berciana, Jimena Muñiz (o Muñoz), le dio dos hijas: Elvira, que casó con el conde Raimundo IV de Tolosa, y Teresa, la futura reina de Portugal. El 1079 contraía segundas nupcias con Constanza, hija del duque de Borgoña y sobrina de san Hugo el Grande, abad de Cluny. El matrimonio duró trece años, de 1080 a 1093; de los seis hijos del matrimonio sólo sobrevivió a su madre una hija, la futura reina Urraca. En este momento aparece en la vida de Alfonso VI la mora Zaida, esposa de al-Ma’mūn, hijo del Rey taifa de Sevilla, que murió el 27 de marzo de 1091, defendiendo Córdoba frente a los almorávides. Zaida, que había buscado refugio en el reino cristiano, dio un hijo, Sancho, al rey Alfonso, probablemente durante su viudez. La viudez del Rey acabó en 1095 con la llegada de la tercera esposa, llamada Berta, hija probablemente del conde de Saboya Amadeo II, matrimonio que duró cuatro años y medio, muriendo Berta sin descendencia a finales de 1099. Apenas cinco meses después reaparece la mora Zaida, ahora bautizada con el nombre de Isabel, y como cuarta esposa legítima de Alfonso VI. Por el matrimonio de los padres fue legitimado el hijo Sancho y declarado heredero del rey leonés; ya tenía Alfonso VI el ansiado heredero varón. Zaida moriría el 12 de septiembre de 1107 de sobreparto habiendo dado al Rey otras dos hijas: Sancha, que casaría con Rodrigo González de Lara, y Elvira, que contraería matrimonio en Sicilia con Roger II. Todavía contraería en 1108 Alfonso VI un quinto matrimonio con Beatriz, hija del duque Guillermo IX de Aquitania; el enlace apenas duró un año por muerte del Rey en 1109; la joven viuda regresaría a Aquitania casando al año siguiente en 1110 con el conde de Maine, Elías de la Fleche.
Cinco matrimonios y en 1109 moría Alfonso VI sin descendencia varonil; el único hijo, Sancho, en quien tenía puestas sus ilusiones, había muerto en el desastre de Uclés un año antes; la sucesión recaería en su hija Urraca, viuda a su vez de Raimundo de Borgoña.
Seriamente enfermo el rey Alfonso, el problema sucesorio requería una solución, la elección de un marido para Urraca; dos fueron las candidaturas que se manejaron: una, la de un magnate del reino, el conde castellano Gómez González; otra, la de un rey vecino, el de Navarra y Aragón, el que por su conquista de Zaragoza sería llamado Alfonso el Batallador. La elección de Alfonso VI recayó sobre este segundo.
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Gonzalo Martínez Díez, SI