Sancha Raimúndez. ?, c. 1095 – León, 28.II.1159. Infanta y reina de Castilla y León.
Hermana del emperador Alfonso VII, Rey de Castilla y León (1126-1157), y por tanto hija de la reina doña Urraca (1109-1126) y de su primer marido, el conde Raimundo de Borgoña (fallecido en 1107). Nació todavía durante el reinado de su abuelo Alfonso VI (1165-1109) y mientras sus padres gobernaban Galicia, pero se crió en León bajo el amparo de su tía-abuela la infanta Elvira, hermana del conquistador de Toledo. Cuando esta última murió, en 1102, dejándole algunas posesiones en herencia, las primeras de un extenso infantado del que acabaría siendo dueña, se trasladó a vivir a Galicia con sus padres. Allí asistió en 1105 al nacimiento de su hermano Alfonso, el futuro Monarca, y dos años después al entierro de su padre en la catedral de Santiago. Al año siguiente murió también su abuelo, el rey Alfonso VI, y su madre, convertida en reina, volvió a casarse, esta vez con el rey de Aragón, Alfonso I el Batallador.
No se sabe prácticamente nada de la vida de la infanta durante aquellos años turbulentos de intrigas y guerras civiles, por lo menos hasta que su padrastro se alejó de la Corte leonesa y repudió a doña Urraca en 1114. Para entonces, Sancha tenía ya casi veinte años y se había visto obligada a vivir muy de cerca las terribles consecuencias del estrepitoso fracaso del segundo matrimonio de su madre. A pesar de todo, no dejó de recibir una educación bastante elevada, por encima incluso de la que se solía proporcionar por entonces a las infantas, contando entre sus maestros a Pedro de Agen, obispo de Segovia, y a Bernardo, monje benedictino y futuro obispo de Zamora. Su inteligencia clara y su fortaleza de carácter, de la que hablan los cronistas y dan prueba algunos hechos relacionados con su vida, propiciaron esta educación y contribuyeron, sin duda, a que se convirtiera en un buen ejemplo, no es el único, de lo que podía llegar a ser una mujer noble, culta e inteligente, en el siglo XII.
Mientras su madre vivió, Sancha permaneció a su lado, sometida a su arbitrio y residiendo en León. Allí convivió también con otras infantas, sus tías, Sancha y Elvira, dueñas del Infantado de San Pelayo, que ella acabaría heredando. Ambas, las tías, se casaron antes de 1120, con Rodrigo González de Lara y Roger II de Sicilia respectivamente. Sin embargo, Sancha decidió permanecer soltera, cosa poco habitual en su época, sobre todo entre las de su condición; tanto más cuanto tampoco quiso entrar en religión, ni ingresar en ninguno de los monasterios a los que protegió, como hubiera sido lo más lógico.
La soltería y la independencia de Sancha, que le llevó a administrar un importantísimo patrimonio, el que acabó correspondiéndole como infanta soltera, tiene su principal explicación en su fuerte personalidad. L. García Calles, su principal biógrafa, le atribuye una clara inteligencia, unida a indudables dotes de mando; por lo que niega la visión que dan de ella algunos cronistas, entre ellos Lucas de Tuy, de simple solterona dedicada a obras piadosas. Tampoco acepta esta autora que la causa principal de no llegar a casarse o de no querer hacerse monja, pudiera haber sido el mero apego a los bienes materiales que fue acumulando como infanta.
En realidad, cualquier juicio que se haga al respecto es incierto; queda sólo el hecho de una vida que, por lo que se sabe, resulta ser la de una persona particularmente estable y generosa, que supo adaptarse en todo momento a las situaciones en las que le tocó vivir, sin dejar de ganarse el respeto de sus contemporáneos y alcanzando fama de mujer de personalidad relevante. El primero en reconocer estos extremos fue su propio hermano, el rey Alfonso VII, quien, al llegar al Trono de León, en 1126, ordenó que la llamasen reina, título que a partir de entonces se le atribuyó en muchos documentos reales. No es ni el primero ni el único caso de una infanta-reina, pero sí uno de los más significativos. Bien es verdad, que hasta que no murió la reina Urraca, a Sancha no le fue reconocida esta dignidad; incluso parece que la relación poco afectiva entre madre e hija, provocada por la turbulenta vida de la Soberana, tras el fracaso de su segundo matrimonio, impidió que la infanta pudiera iniciar su vida pública, con la plena administración de los bienes que le correspondían, hasta que no se inició el reinado de su hermano Alfonso.
La residencia habitual de Sancha, antes y después de la muerte de su madre, fue León, la Corte regia. Desde allí, comenzó a administrar, con ayuda de un mayordomo, los bienes que le correspondían como parte de su infantado; al principio tan sólo algunas posesiones en Tierra de Campos, como Grajal y Bamba, o en el Bierzo; o sea, aquellas que le había dejado en herencia su tía-abuela Elvira. Los primeros actos jurídicos documentados, a título propio, que se conocen de Sancha son tres donaciones: una al monasterio de San Isidoro de Dueñas y otras dos a otros tantos servidores, realizadas entre 1118 y 1120. Sin embargo, durante aquellos años era bastante más habitual que la infanta acompañase discretamente a su madre, en los documentos que la reina ordenaba elaborar mientras permanecía en la Corte. Son los años en los que, como ya se ha indicado, el posible protagonismo de Sancha se ve todavía eclipsado por el de doña Urraca, que incluso retuvo para sí muchas de las posesiones y bienes que le hubieran correspondido a la infanta.
Se sabe, sin embargo, que, todavía en vida de su madre, la infanta poseía ya propiedades tan importantes como el monasterio de San Miguel de Escalada, que al parecer quiso ceder a Cluny y a su famoso abad Pedro el Venerable, sin que esté muy claro que llegara a hacerlo. A pesar de que no entrara en religión, Sancha tuvo siempre una particular devoción por la vida monástica, como corresponde a una mujer culta y piadosa, partidaria de los grandes movimientos espirituales de su tiempo. Entre los monasterios que pertenecieron a su infantado, destacan los de San Pelayo y San Isidoro de León, de los que tomó posesión tras la muerte de la reina Urraca, enterrada precisamente en el Panteón Real. Ella misma había residido en San Pelayo sin ser monja, en vida de su madre; pero quiso sobre todo reforzar el papel de San Isidoro convirtiéndolo en una comunidad de canónigos regulares, que cuidaran del Panteón y de la Colegiata. Aunque fue este un asunto complicado, al final la infanta-reina acabaría saliéndose con la suya y en 1149 consiguió que un grupo de canónigos regulares al mando de Pedro Arias, que habían pertenecido a la canónica de la catedral de Santa María del mismo León, antes de ser secularizada, se instalaran en San Isidoro, mientras que las monjas de San Pelayo eran trasladadas a Carvajal.
El tesón y la determinación de Sancha en éste y en otros muchos asuntos refuerzan la imagen de una mujer particularmente activa y capaz. Desde su palacio leonés, junto a la iglesia de San Isidoro, atendió a la administración de sus posesiones, que llegaron a ser muchas e importantes, repartidas por tierras de León, el Bierzo, Asturias y Galicia, además de Tierra de Campos y Covarrubias. En León, además de San Isidoro y San Pelayo, Sancha poseyó los monasterios de San Miguel de Escalada, San Pedro de Eslonza y Vega. También era dueña de casas y calles enteras en la propia ciudad. En el Bierzo le pertenecían algunos lugares como Villafranca y Villabuena, además del monasterio de Carracedo. En Asturias tenía sus principales posesiones, pues incluía el monasterio de San Pelayo de Oviedo y el territorio de Gozón, que se extendía por Pravia y Candamo. En Galicia poseía algunos lugares entre los ríos Ulla y Tambre, aunque los acabó cediendo a la Iglesia de Santiago.
El infantado de Covarrubias era muy antiguo y como muchas de las posesiones de doña Sancha, las que tenía en señorío y no en plena propiedad, gozaba de inmunidad, es decir sólo a ella correspondía allí el dominio real y directo de granjas, pueblos y personas, incluidas las eclesiásticas salvo en su cometido ministerial. No en vano, la mayor parte de los señoríos tenían un monasterio a la cabeza; por lo que la infanta, que poseía también potestad legislativa en sus territorios, la solía ejercer con la anuencia de los abades o por su cuenta. Así ocurrió al dar fuero a Covarrubias en 1148 y a San Miguel de Escalada en 1155.
Además, Sancha gozaba en muchos de sus territorios de la exención de rentas y servicios que pudieran corresponder al rey, cuando no era ella la beneficiaria de los mismos, como los de horno, lagar y molino, típicos de muchos señoríos. Incluso podía imponer y quitar tributos y, por supuesto, administrar justicia, cosa que hizo con cierta frecuencia. Además de mediar en los típicos conflictos entre monasterios y laicos, llegó a dictar sentencias tan curiosas como la del 27 de octubre de 1139, que prohibía a los vecinos de Grajal pescar en una presa que pertenecía a los monjes de Sahagún. Como los vecinos de aquella localidad no hicieron caso de la sentencia, Sancha les impuso una fuerte multa.
Para atender a estos y otros muchos aspectos de administración y gobierno, Sancha contó, como una verdadera reina en sus estados, con una curia calcada o muy parecida a la curia regia de su hermano el rey Alfonso. También ella nombraba merinos que administraban sus bienes en los distintos territorios y, por supuesto, un mayordomo que los controlaba a todos y que se llamaba Nicolás Peláez.
Se puede decir que la vida pública de Sancha fue muy intensa, pues no se limitó tan sólo a sus dominios, que incluían villas tan importantes como las de Olmedo, sino que vivió y siguió muy de cerca todos los asuntos de la Corte y de los reinos que gobernaba su hermano: asistió a las bodas reales de este último con doña Berenguela; acogió en su casa y educó desde muy pequeño a uno de los miembros del cortejo de su nuera, llamado Poncio de Minerva, que acabaría convirtiéndose en una de las principales potestades del reino; asistió a los concilios que presidía y reunía el Monarca, algunos tan importantes como el de la coronación imperial de Alfonso VII en León el año 1135.
Dice la Crónica del Emperador que el rey nunca tomaba una decisión sin consultar primero con su hermana Sancha, pues confiaba mucho en su rectitud de juicio. Lo cierto es que hubo bastante complicidad y cercanía entre ambos, comenzando por el hecho de que la infanta-reina formó parte de la comitiva regia en muchos de los desplazamientos del Monarca y confirmó muchos de los documentos que elaboraba la Chancillería de Alfonso VII.
En momentos especialmente conflictivos y duros, en 1127, a comienzos del reinado, Sancha fue con su hermano a Galicia y estuvo especialmente contemporizadora con el poderoso arzobispo Gelmírez, a quien prometió enterrarse en su catedral y donarle el monasterio de San Miguel de Escalada, aunque luego no pudo o no quiso cumplir ninguno de sus dos compromisos. También estuvo Sancha al lado de su hermano en Asturias, en 1132, en plena sublevación de otro poderoso, Gonzalo Peláez. En este caso, al apoyo político se unió el personal pues la infanta-reina terminó por hacerse cargo, para educarla, de la hija natural que Alfonso tuvo con una matrona asturiana. Con el tiempo, en 1144, esa hija, llamada Urraca, se casó con García Ramírez de Navarra, gracias a los buenos oficios y a la organización que de la boda hizo su valedora, la infanta-reina.
Ni siquiera fue ajena Sancha al desarrollo de las campañas militares que entonces se realizaban contra los musulmanes. Más de una vez, a comienzos de verano, acompañó al rey hasta Toledo, cuando éste se dirigía a supervisar los preparativos de una gran expedición. No en vano, la ciudad del Tajo era entonces la punta de lanza de la Cristiandad en la Península; todos debían aportar los medios y recursos necesarios para defenderla e, incluso, para propiciar el avance de sus fronteras. Quizá por eso, en 1143, la infanta-reina entregó todo lo que poseía en aquella ciudad —una almunia, algunos molinos, viñas, aldeas y casas— a su Iglesia, pues eran los arzobispos toledanos los principales administradores de los recursos que llegaban de todas partes.
De todos y los muchos negocios que llevó entre manos doña Sancha, y de los que ha quedado testimonio documental —cambios, donaciones, sentencias, cartas de población o fueros—, debió tener especial relevancia para ella la solemne consagración de la iglesia de San Isidoro de León el 5 de marzo de 1149. La inauguración del edificio reformado para la llegada de los nuevos canónigos regulares culminaba su gran proyecto eclesiástico en la Corte leonesa. Alfonso VII, que acababa de quedarse viudo de doña Berenguela, presidió con sus hijos, Sancho y Fernando, el acto. Ninguna otra fundación, incluida la del monasterio de La Espina, donde hizo depositar muchas y abundantes reliquias, entusiasmó tanto a la infanta-reina.
No mucho después, hacia 1150, Sancha entregó incluso a los canónigos de San Isidoro su propio palacio, el que le había servido de residencia en la Corte desde la muerte de su madre, para que lo convirtieran en dependencias monásticas. Para entonces, es seguro que tenía ya programado su enterramiento en el Panteón Real de la Colegiata leonesa, desechando la opción de Santiago, donde se limitó a fundar un aniversario por su alma.
Después de la muerte de su hermano el rey Alfonso VII, al que sobrevivió casi dos años, Sancha continuó ocupando un puesto preponderante cerca de los herederos de dos Reinos, el castellano y el leonés, en que se dividió la Monarquía. Incluso tuvo que asistir a la dolorosa muerte del heredero de Castilla, Sancho III, su sobrino, el 31 de agosto de 1158. Ella falleció el 28 de febrero del año siguiente, siendo sepultada en el Panteón de la Real Colegiata de San Isidoro, como estaba previsto.
Bibl.: E. Flórez, Memoria de las Reinas Católicas de España, vol. I, Madrid, Aguilar, 1945; L. García Calles, Doña Sancha hermana del Emperador, León-Barcelona, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1982; B. F. Reilly, The Kingdom of León-Castilla under King Alfonso VII (1126-1157), Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1998; M. Recuero Astray, M. González Vázquez y P. Romero Portilla, Documentos Medievales del Reino de Galicia: Alfonso VII (1116-1157), La Coruña, Xunta de Galicia, 1998; M. Recuero Astray, Alfonso VII (1126-1157), Burgos, La Olmeda, 2003 (col. Corona de España, 19. Reyes de León y Castilla).
Manuel Recuero Astray