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Juan Portocarrero y Enríquez de Cisneros

Biografía

Portocarrero y Enríquez de Cisneros, Juan. Juan de Santa María. Benavente (Zamora), 1550 o 1551 – Madrid, 18.XI.1622. Franciscano (OFM) descalzo, polemista e historiador.

Era hijo de Gonzalo Portocarrero y de Isabel Enríquez de Cisneros, ambos miembros de distinguidas familias de la ciudad. Se comprometió a temprana edad a seguir la vocación de franciscano descalzo y tomó los votos en Benavente, casi con certeza en 1569.

En 1585 escribió el primero de sus numerosos libros, Registro y libro de memoria de la fundación de las provincias de los descalzos de San José y San Pablo.

Nunca se publicó pero circuló entre los franciscanos de la provincia de San José. Es muy probable que esto llamara la atención de sus hermanos sobre él, ya que casi con seguridad no fue coincidencia que el 29 de septiembre de 1585 el capítulo general de la provincia de San José lo eligiera como ministro provincial. Para asombro de sus compañeros, Santa María declinó el honor. En realidad, su protesta fue tan vehemente que el presidente del capítulo ordenó que fuera encarcelado por demostrar públicamente desobediencia a la voluntad colectiva de la Orden. De mala gana, se dejó persuadir por sus amigos, entre ellos el marqués de Villena y Andrés Pacheco, para que aceptara el cargo, pero protestó ante el Papa después por la irregularidad del procedimiento por el que se le había nombrado.

El incidente fue un presagio de lo que sería su carrera, a lo largo de la cual Santa María se enzarzó animosamente en acaloradas disputas dentro de su Orden (como haría más tarde en la Corte de Felipe III y en la de Felipe IV). Es más, llegó a convertirse en un tótem dentro de la Orden a cuyo alrededor se centraron las controversias entre los descalzos y los observantes.

Él mismo escribió en una ocasión sobre su “sequedad”, pero lo cierto es que era tremendamente combativo. También es muy posible que fuera de temperamento melancólico, que se deprimiera con los contratiempos, pero que tuviera la suficiente fuerza residual como para recuperarse con el objetivo de reformar su Orden.

Por lo tanto, probablemente no le sorprendió que, cuando su etapa como ministro provincial llegó a su fin en 1588, le amonestaran en el nuevo capítulo general por su conducta. Se asumió el compromiso de no presentar cargos en su contra y se le permitió volver al oficio en un día señalado, el 7 de mayo de 1589 (el día en que su sucesor fue elegido). En 1593 fue elegido como definidor de la provincia de San José, pero sus oponentes comenzaron a acosarle y consiguieron echarle del cargo y exiliarle en el Convento de Nuestra Señora del Hoyo. Una vez más, la desgracia fue sólo temporal; fue puesto en libertad tras cuatro meses, y en 1595 el capítulo general le declaró inocente de los cargos en su contra.

Puede que por la intensidad de las emociones vividas en estas disputas el capítulo general decidiera recopilar y codificar las leyes de la provincia de San José, quizá con la esperanza de que las controversias futuras pudieran tutelarse desde una práctica establecida. A Santa María se le encargó la responsabilidad de compilar la “recopilación”, y en 1597 publicó las Ordenaciones provinciales para el buen govierno de las provincias de los descalzos de San José y San Pablo, basado en su estudio de 1585 sobre la fundación de las provincias.

Santa María decidió no asistir al capítulo general de 1598 y, a su pesar, volvió a ser elegido ministro provincial.

Sirvió el oficio durante tres años, hasta 1606. Sin embargo, parece que hubo nuevos intentos de que fuera despedido, coordinados por sus opositores; en 1599 fue designado por la Corona para la diócesis de Santiago de Chile, pero declinó la oferta. Todo indica que volvió a ser designado para las diócesis de León y Zamora —¿quizá con la esperanza de que así pudiera distanciarse de las disputas dentro de la Orden Franciscana?—, pero se cree que también rechazó estas propuestas. Es ciertamente probable que sus opositores en la Orden de San Francisco estuvieran tras los intentos de echarle.

Durante su ocupación de ministro provincial, consiguió reconocimiento internacional como escritor. Al final de 1597, llegaron a España noticias espantosas sobre las crucifixiones de veintiséis cristianos en Nagasaki (Japón) el 5 de febrero de ese año. El hecho suscitó gran indignación; seis de las víctimas eran franciscanos —cuatro de ellos españoles— y otros tres eran miembros de la Compañía de Jesús, dirigidos por un jesuita japonés, Paul Miki. Fueron los primeros mártires cristianos de Asia, y Santa María aprovechó la oportunidad para conmemorar su fe y su fortaleza; en 1599 publicó en España y en Italia su Relación de el martyrio que seis padres descalzos franciscos, tres hermanos de la Compañía de Jesús, y diez y siete Japoneses cristianos padecieron en Japón. En 1601 se realizó la primera de sucesivas reimpresiones de la obra. Aunque Santa María había logrado renombre para la Orden, le benefició bien poco, ya que, cuando en 1601 expiró su etapa como ministro provincial, fue de nuevo amonestado por el capítulo general por su conducta.

Las disputas en las que Santa María se había visto envuelto durante veinte años se habían ampliado y profundizado convirtiéndose en un conflicto institucional general que incluso llegó hasta el Papado. A finales de 1603 y comienzos de 1604, el general de los franciscanos nombró a Santa María comisario general, con total autoridad sobre las siete provincias de descalzos de España y Portugal. Constituía tal honor que el general confiaba lo suficiente en que Santa María aceptara publicar los documentos en los que le designaba para el oficio. Sin embargo, una vez más, fray Juan rehusó aceptar tan alta posición. En esta ocasión es evidente que tenía segundas intenciones, ya que insistieron, él y sus aliados en que las siete provincias Ibéricas tenían que estar unidas en una única entidad bajo control de un vicario general, que sería una figura independiente y no un mero agente del general.

La propuesta desencadenó el conflicto más fiero (y sostenido) que Santa María vivió en su vida.

El rey Felipe III apoyaba enérgicamente la propuesta, y en esto sin duda estuvo influido por su valido, el duque de Lerma, quien puso un interés especial en el ascenso de los descalzos, franciscanos y carmelitas. En realidad, el Rey se mostró tan entusiasta que envió a padre Diego de Vera a Roma para apremiar el establecimiento de la vicaría general. Pero la propuesta encontró la oposición sostenida de padre Rada, procurador general de la Orden, y el papa Clemente VIII se vio forzado a comprometerse con éste; el 6 de junio de 1604 emitió el brebe Exposcit debitum pastoralis officii, en el que declaraba que aprobaría el establecimiento del oficio de vicario general sólo si los representantes de la Orden, en una reunión de capítulo ante el nuncio papal, se declaraban a favor del mismo.

El brebe del Papa provocó una violenta discusión.

Santa María ya sabía que el general de los franciscanos había declarado públicamente que cualquier miembro del capítulo que apoyara la propuesta cometería pecado mortal e incumpliría las enseñanzas del propio san Francisco. No podía haber condena más dura. No sorprendió que el general recibiera el apoyo del nuncio papal, quien declaró que la propuesta era una invención creada por espíritus disidentes e inquietos de la Orden.

Santa María no se doblegó. El 4 de septiembre de 1604 escribió al marqués de Villena, en ese momento embajador de España en Roma, que el Papa debería haber sabido: “que nunca se hizo reformazión con la voluntad de los mismos, que han de ser reformados”.

Reconoció que sería necesario un milagro para que la reforma llegara a implementarse (“milagro sera hacer algo”). Y continuó: “Yo estoy harto afligido de las extraordinarias diligencias que hacen, persuadiendo que pecan mortalmente los que aceptaren el Brebe y fauorecieren a ello”. Con palabras que eran casi un eco de aquellas empleadas por Martín Lutero en la Dieta de Worms, Santa María se mantenía en sus trece: “aqui estoi, que no puedo huir el golpe”. Lerma demostró la firmeza de su apoyo a la propuesta permitiendo que la congregación general se celebrara en su Convento de San Diego, que estaba dentro de los terrenos del Palacio Real en Valladolid. Pero ni siquiera su apoyo fue suficiente: diecisiete miembros votaron en contra de la propuesta de Santa María y sólo diez lo hicieron a favor. El nuncio ordenó que no se volviera a hablar del asunto. El ministro general les tendió la mano a los reformistas al sugerirles que apoyaría cualquier propuesta de reforma que quisieran exponerle al Papa.

Santa María y sus aliados respondieron exponiendo nueve propuestas (el 30 de septiembre), pero seguro que no se sorprendieron cuando supieron que no se hizo nada con ellas. Con certeza, Santa María estaba muy enfadado con el trato que se le había dispensado; obedeció literalmente la orden del nuncio de no decir nada sobre el voto, pero el 2 de octubre de 1604 le escribió a Villena apuntando que “siempre son los menos los que tratan de reformazión”. Villena seguro que entendió perfectamente lo que Santa María le estaba diciendo (Pérez, 1974: 177-178).

Santa María puede que decidiera en ese momento retirarse de las sucesivas polémicas dentro de la Orden.

En su lugar, se centró en la Corte. Quizá estuviera molesto porque el duque de Lerma no le apoyara lo suficiente, lo cierto es que se implicó con la reina Margarita y sus partidarios en las Descalzas Reales en Madrid, quienes dirigían la campaña contra Lerma.

Cuando Margarita murió en 1611, Santa María traspasó su lealtad a fray Luis de Aliaga, un dominicano confesor del Rey, quien entonces proseguía una férrea y sistemática campaña para persuadir al Rey de que despidiera a Lerma como valido.

En 1615 publicó dos obras principales que reflejaban su implicación en las intrigas franciscanas y palaciegas.

Las dos primeras partes de la Chronica de la provincia de San José de los descalços desarrollaban sus estudios previos sobre la historia y estructura de la provincia, mientras que la Républica y Policia Christiana para Reyes y Principes y para los que en el govierno tienen sus veces debatían los derechos y deberes del monarca español. Con ello, apuntó sus flechas al favorito real en persona. El pequeño folleto fue todo un éxito; se publicó en Barcelona en 1616, 1617, 1618 y 1619, en Valencia en 1619, en Lisboa en 1621 y en Nápoles en 1624. La primera traducción al italiano apareció en Venecia en 1619 y en 1632 se publicó una versión en inglés. Al igual que Miguel de Cervantes (que publicó la Segunda Parte de Don Quijote en 1615), Santa María había escrito todo un superventas internacional, aunque uno muy corto, eso sí.

La República y Policia Christiana para Reyes y Príncipes estaba pensada para guiar a Felipe III en su reinado y ayudarle en la educación del príncipe Felipe, que se había casado en 1615 y quien tenía un séquito propio aunque sólo contaba con diez años de edad. Adquirió el formato de una súplica personal al Rey: “lealo V.

Magestad, suplicoselo, que es trabajo endereçado al seruicio de Reyes, de sus priuados, y ministros, y no le digan que son Matafisicas, y cosas impracticables, o casi imposibles”. Santa María apremiaba, desde el optimismo, a Felipe III (de treinta años) a que se diera cuenta de que era razonable pensar que tenía un largo reinado por delante y debía plantearse, consecuentemente, reformar su método de gobierno. Le animó a prescindir de los servicios de su valido y a gobernar solo: ocho de los treinta y ocho capítulos del libro se concentraban directamente, por lo tanto, en las obligaciones del Rey. Santa María insistía en que el Rey tenía la obligación de estudiar sus responsabilidades a conciencia y comprometerse, después, a trabajar duro para afrontarlas. Estaba obligado a ganarse el amor y el respeto de sus súbditos y debía darse a los placeres sólo con moderación y únicamente una vez cumplidas sus obligaciones, una incómoda referencia directa al amor de Felipe III por la caza y a las largas ausencias de la Corte que se había permitido a instancias de Lerma. El Rey tenía que evitar que la amistad lo confundiera, una alusión explícita a la relación de Felipe III con Lerma (“priuado es lo mismo que amigo particular, y como la amistad ha de ser entre ygaules, no parece q[ue] le puede[n] tener los que son vasallos, o criados con su Rey y Señor ...”). Los dieciséis capítulos siguientes se concentraban en la elección de mentores y consejeros y otros ocho en el favorito propiamente.

Fue sin duda como recompensa por ayudar al Rey a reunir fuerzas para despedir a Lerma que el 13 de julio de 1618 Santa María fue nombrado confesor de la infanta María. Es probable que se le ofreciera el puesto de confesor de las monjas en las Descalzas Reales y que, una vez más, rechazara tan gran honor.

En cambio, Santa María volvió entonces a involucrarse en temas de política franciscana, pero esta vez de manera algo ortodoxa. En la Corte española comenzaba a crecer el apoyo a la beatificación de fray Pedro de Alcántara, un ascético reformador que había creado la custodia de San José, que con el tiempo se había convertido en la provincia de San José. Fray Pedro era un tema principal para Juan de Santa María, y en 1619 publicó una vida del santo que evidentemente estaba pensada para apoyar la causa de la beatificación.

Santa María vivió para ver el éxito de su campaña; Gregorio XV beatificó a fray Pedro el 18 de abril de 1622.

Puede que el prestigio de Santa María en la Corte le animara a aventurarse una vez más en las luchas intestinas de su Orden. Quizá, además, quería coronar su carrera ganando la batalla con el establecimiento de la Vicaría General. Felipe IV (que llegó al Trono en 1621) le apoyó desinteresadamente y el 24 de noviembre de 1621 el papa Gregorio XV emitió la bula Ex injuncto Nobis desuper, según la cual aprobaba el establecimiento del oficio de vicario general. Nombró a Santa María comisario apostólico y le otorgó la autoridad para convocar a la congregación encargada de elegir al vicario general. La congregación se inició el 11 de enero de 1622, pero la oposición de los líderes de la Orden fue tan feroz que el nuncio se vio obligado a suspender la autoridad que el mismo Papa había concedido. Santa María entregó su renuncia al Papa, quien la aceptó. El padre Jerónimo de Planes fue elegido como vicario general (el 22 de febrero de 1622) y llevó a cabo una venganza contra Santa María que oscureció los últimos meses de su vida. Murió el 18 de noviembre de 1622 en el Convento de San Bernardino en Madrid.

 

Obras de ~: Registro y libro de memoria de la fundación de las provincias de los descalzos de San José y San Pablo (inéd.) de circulación privada en 1585; Ordenaciones provinciales para el buen govierno de las provincias de los descalzos de San José y San Pablo, Madrid, 1597; Relación de el martyrio que seis padres descalzos franciscos, tres hermanos de la Compañía de Jesús, y diez y siete Japoneses cristianos padecieron en Japón, Madrid, 1601 y 1618 (ed. F. de Lejarza, Madrid, 1966); Crónica de la Provincia de San Ioseph de los Descalzos de la Orden de Menores de San Francisco, Madrid, en la Imprenta Real, 1615-1618, 2 vols.; República y Policia Christiana para Reyes y Principes y para los que en el govierno tienen sus veces, Madrid, 1615 (Barcelona, 1616 y 1618; Lisboa, 1621; Nápoles, 1624); Vida, excellentes virtuedes y obras miraculosas del S. Fray Pedro de Alcántara, Madrid, 1619.

 

Bibl.: I. Vázquez Janeiro, “Jean de Sainte-Marie” y J. Pirotte, “Jean de Sainte-Marie”, en A. Baudrillart (dir.), Dictionnaire d’histoire et de géographie ecclesiastiques, vol. XXVII, n.os 888 y 889, Paris, Letouzey et Ané, 1912, págs. 562-564 y pág. 564, respect.; J. Pérez, “Los custodios y provinciales de la Provincia de San José”, en Archivo Ibero-Americano, XXXI (1924), págs. 171- 186; A. Abad Pérez, “El P. Juan de Santa María y la Fundación de Salamanca”, en Archivo Ibero-Americano, XLIII, n.os 171-172 (julio-diciembre de 1983), págs. 397-401.

 

Patrick Williams

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