Saint-Aubin y Bonnefon, Alejandro. Madrid, 20.I.1857 – 24.V.1916. Pintor, crítico de arte, periodista, diputado, hombre polifacético.
Español, a pesar de sus padres franceses, llegó a ser calificado de “madrileño de pura cepa” (entre otras iniciativas suyas, creó la fiesta anual del Sainete). El Diccionario francés de Bénézit trae hasta once “Saint-Aubin” antecesores suyos (padre, tíos, abuelos, bisabuelos), pintores, grabadores y dibujantes, singularmente importantes los del siglo XVIII. Su principal maestro fue Ángel Lizcano. Destacó en la pintura costumbrista e histórica. Participó en numerosas exposiciones, tanto en las Nacionales de Bellas Artes, en las que obtuvo una tercera medalla en la de 1895 y una segunda medalla en la 1897, como en las del Círculo de Bellas Artes, los Salones de Otoño y otras muchas colectivas. Su taller de pintor era el más espacioso y lujoso de Madrid, pleno de materiales, cuadros, estatuas de escayola; a veces se convertía en salón de tertulias; otras, servía de taller de aprendizaje a jóvenes promesas, a las que el maestro, con total desinterés, ayudaba, con sus dotes pedagógicas (y hasta con su dinero). Este mecenazgo también lo hizo con jóvenes promesas de la música. Desde joven simultaneó sus pinturas con el periodismo, especialmente la crítica de arte y de teatros. Y siendo crítico de arte en Heraldo de Madrid pasó a director del mismo. Benefactor constante, marchó a la campaña de Melilla, en 1893, donde instaló el llamado “hospital de El Heraldo”. También fue a la guerra de Cuba, en 1898, como cronista. Fue delegado regio en varias Exposiciones Nacionales de Bellas Artes. Muy amigo y, finalmente, hermano político de José Canalejas, entró en política, sin vocación para ella, siendo nombrado diputado en dos legislaturas, por Villena y por Brihuega. Al ser asesinado Canalejas en 1912, abandonó la política. Pocos años después, en 1916, adquirió una “terrible enfermedad” que le postró en cama, aunque mantuvo su colaboración diaria en El Heraldo hasta dos días antes de su muerte. Tenía, al morir, cincuenta y nueve años. Por sus diversas actividades poseía la Medalla de Cuba, varias Cruces rojas del Mérito Militar, blanca del Mérito Naval y otras; era Caballero de la Legión de Honor francesa.
Murió en estado de soltero. Cuidaba de él su hermana Rosa, “la que a su lado fue la madrina de todas las obras nobles que apadrinaba Saint-Aubin” (Colombine, en Heraldo de Madrid, 24 de mayo de 1926).
Algunas enciclopedias escriben su segundo apellido Bonnefou en vez de Bonnefon.
Obras de ~: Un Paisaje, 1880; Una sorpresa, 1880; Una serenata, 1883; La buenaventura, 1895; Burlado y vencido, 1897; La querida del agonizante, 1899; De guitarreo, 1899; En mi estudio, 1899; Cazadores infantiles, 1899; De vuelta al trabajo, 1899: El gran trío de Beethoven, 1899; Emboscada a la puerta, 1899; Las seguidillas.
Bibl.: M. Ossorio y Bernard, Ensayo de un Catálogo de Periodistas Españoles del siglo XIX, Madrid, Imp. y Lit. de J. Palacios, 1903-1904, pág. 408; VV. AA., “Muerte de Alejandro Saint-Aubin”, El Heraldo de Madrid, 24 de mayo de 1916, pág. 1; “Alejandro Saint-Aubin”, en El Liberal, 24 de mayo de 1916, pág. 1; J. Larios de Medrano [“noticia”], en El Liberal, 24 de mayo de 1916, pág. 4; “Necrología. Alejandro Saint-Aubin”, en ABC, 24 de mayo de 1916, pág. 16; VV. AA., Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana, vol. LII, Madrid, Espasa.Calpe, S. A., 1926, pág. 1.467; F. Bénézit, Dictionnaire critique et documentaire des Peinares,... Nouvelle édition, vol. IX, Paris, Librairie Gründ, 1976, pág. 232; B. de Pantorba, Historia y crítica de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes. Ed. revisada…, Madrid, Jesús Ramón García-Rama, J., 1980, págs. 475, 156 y 163; L. Sastre: “Sainte-Aubin et Bonnefou [sic], Alejandro”, en VV. AA., Cien Años de Pintura en España yPortugal (1930-1930), Madrid, Antiqvaria, vol. X, 1992, págs. 398-399; L. Caruncho Amat: “Saint-Aubin y Bonnefou [sic], Alejandro”, en VV. AA., Diccionario de Pintores y Escultores Españoles del Siglo XX, vol. XIII, Madrid, Forum Artis, S. A., 2000, pág. 232.
Fernando Rodríguez de la Torre
