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Antonio de Castro y Casaléiz

Biografía

Castro y Casaléiz, Antonio de. La Habana (Cuba), 30.III.1856 – Viena (Austria), 3.X.1918. Diplomático.

Nacido en La Habana en 1856, con veinte años fue enviado, como secretario de embajada, ante la Santa Sede (en 1876). Entre 1885 y 1898 sirvió, en labores consulares, en París, Viena, Guatemala, Caracas y El Cairo. En 1899 fue nombrado director de la Sección de Política —para Europa y África—, en el Ministerio de Estado. En 1902 era ascendido al rango de ministro plenipotenciario y designado subsecretario.

Senador electo (por el tercio de Corporaciones y Provincias) en 1903 lo fue en representación de Castellón.

Designado embajador en el Quirinal, permaneció en Roma sólo ocho meses (de marzo a octubre de 1905), cesando a petición propia. Su carrera parecía así concluida, pero dada su condición de Rey de Armas de la Orden del Toisón de Oro, se mantenía en excelentes relaciones con la familia real. Sus modales afables, su perfeccionismo para cuanto se relacionaba con el protocolo no pasaron desapercibidos a la reina María Cristina, quien lo recomendó para dirigir la embajada de España en Viena.

Castro presentó sus credenciales, el 20 de marzo de 1914, en el palacio de Schönbrunn, al emperador Francisco José I. Pronto se granjeó el afecto de las familias archiducales. Bienintencionado y no poco ingenuo, más predispuesto al servicio de la buena armonía entre las dinastías que al cálculo de la oportuna maniobra política, Castro quedó sorprendido por las fobias austrohúngaras tras el magnicidio de Sarajevo (28 de junio), que costó la vida al heredero imperial, archiduque Francisco Fernando, y a su esposa, a los cuales conocía en persona. La belicista trama austro-alemana —integrada por el conde Berchtold, ministro de Exteriores, el conde Hoyos-Sprinzestein y Tschirsky, embajador alemán en Viena— resultó asunto tan velado (en julio de 1914), para Castro, como los intentos pactistas del último Habsburgo coronado, Carlos I, en mayo de 1917.

Ante la magnitud de la contienda, Castro quedó aislado en su sede, obligado a cursar sus despachos confidenciales vía Roma o París (con el recurrente peligro de intervención de su correspondencia por los servicios secretos aliados). Esta amenaza recortó aún más sus iniciativas, lo que le condujo hacia un conservadurismo en sus planteamientos donde lo cortesano —las tribulaciones de las familias archiducales— o lo doméstico —la escasez de medios con los que atender las necesidades de su embajada— estuvieron a punto de anular su misión como representante de la tutela de pueblos y familias que mantenía la Corona española. Aquellas situaciones le apartaron de un propósito de Estado, fundamental tanto para los Habsburgo como para los Borbones: reducir la omnipresente influencia alemana en la Corte austríaca.

De haberse atrevido Castro —y haberse sincerado el emperador Carlos I con el embajador español—, tal vez hubiese sido otra la suerte de la monarquía habsbúrgica, pues para tal empeño contaba el embajador con el firme apoyo de Alfonso XIII y el de su madre, doña María Cristina.

En el plano asistencial, Castro tardó en reaccionar pero afrontó, con honestidad, sus primeros viajes de inspección a los campos de prisioneros (de diciembre de 1914 a febrero de 1915). El drama humano al que se enfrentaba fue ampliándose desde un espacio social con el que no había contado: las familias austríacas y húngaras. Miles de ellas recurrieron a su amparo personal dada la enormidad de los ejércitos austrohúngaros en cautividad —sesenta mil hombres internados en Serbia; otros cuatrocientos noventa mil en Rusia, masa ésta que llegaría a superar (en 1916) el millón de cautivos—. Falto de secretarios, Castro se vio obligado a contestar, él mismo, gran parte de la correspondencia —promedio de sesenta telegramas y cien cartas por día— para tramitar las ayudas hacia colectividad tan inmensa como dispersa. Las duras críticas de los embajadores de Estados Unidos y Serbia (en Bucarest y en Madrid), acusándole de inoperancia ante las autoridades imperiales en Viena, mucho le afectaron. El desengaño minó su salud, deteriorada por la diabetes que padecía.

Si poco lograba en el terreno diplomático, Castro triunfaba en lo humanitario cuando su acción tutelar debía personalizarse ante situaciones límite. Un talante como el suyo resultó idóneo para resolver la causa sumarial instruida (de noviembre de 1915 a abril de 1917) en Banja Luka (Bosnia Herzegovina) contra 156 servobosnios sentenciados a muerte, más los dos procesos sumarísimos habidos en Viena (de enero de 1916 a abril de 1917) contra otros veintitrés súbditos austrohúngaros condenados a la pena capital. De esta masa de penados, las gestiones españolas de clemencia redujeron a treinta y nueve los presos —seis austríacos, dieciséis bosnios y diecisiete rusos— en espera de ser ahorcados. Castro no desfalleció en su salvación y, aunque se beneficiase de la buena relación existente entre Alfonso XIII y el emperador Carlos I, los méritos —en la tramitación delos recursos y las alegaciones, en el apoyo a las familias de los reclusos— fueron de él.

La irrupción de la marea revolucionaria bolchevique en los bordes septentrionales del Imperio —Bohemia, Moravia y Galitzia—, junto al estrechamiento del anillo ofensivo italo-francés en las fronteras surorientales —frentes del Trentino-Friuli y de Salónica—, abatieron su espíritu. En septiembre de 1918, al hacer presa en su debilitado organismo la gripe que devastaba Europa, cayó en una larga agonía. Un colapso puso término a su vida en la mañana del 3 de octubre de 1918. Su funeral, presidido por el archiduque Federico, fue uno de los últimos actos a los que asistió, en pleno, el Gobierno imperial. El embalsamado cadáver de Castro fue expuesto, durante tres días, a la ciudadanía vienesa antes de ser inhumado en el Zentralfriedhof, el gran cementerio de la capital. Las cartas de Castro a sus personas de máxima confianza, el conde Aguilar de Ynestrillas, Agustín Carvajal de Quesada, secretario de la reina María Cristina y Emilio de Torres, secretario de Alfonso XIII, componen la más detallista —también entrañable— correspondencia diplomática española que se conoce de la Gran Guerra.

 

Bibl.: V. Espinós Moltó, Espejo de Neutrales. Alfonso XIII y la guerra, Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1917; J. Pando Despierto, Un Rey para la esperanza. La España humanitaria de Alfonso XIII en la Gran Guerra, Madrid, Temas de Hoy, 2002, págs. 30, 43, 64, 145- 149, 151-160, 216, 220-228, 338-341, 378-381, 407-409 y 431-432.

 

Juan Pando Despierto

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