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Lope de Aguirre

Biografía

Aguirre, Lope de. El Tirano. Oñate (Guipúzcoa), 1511 – Barquisimeto (Venezuela), 27.X.1561. Soldado en las guerras civiles de los conquistadores del Perú y, más tarde, rebelde y vesánico asesino en la jornada de Omagua y El Dorado que encabezó Pedro de Ursúa.

Blasonaba de hidalgo, aunque no hay certeza de que lo fuera. No se sabe la fecha de su paso a las Indias. Es posible que fuera en marzo de 1539, fecha en la cual figura en un registro de la Casa de Contratación. En el Nuevo Mundo no encontró colocación en ninguna empresa descubridora y, para ganarse la vida, se dedicó a “domar potros ajenos y quitarles los resabios”. Finalmente pudo sentar plaza en la hueste del capitán Diego de Rojas, que partía a la conquista de los Chunchos, comenzando en 1540. Esta “entrada” fue un terrible fracaso y Lope de Aguirre pudo sentirse bien pagado con haber salvado la vida. Posteriormente fue soldado de Perálvarez Holguín cuando este conquistador del Perú reunía gente para ponerla a las órdenes del gobernador Cristóbal Vaca de Castro que en la batalla de Chupas derrotó a los hombres de Diego de Almagro, el Mozo.

Durante la Gran Rebelión de Gonzalo Pizarro, Lope de Aguirre estuvo al servicio del virrey Blasco Núñez Vela hasta que éste fue hecho prisionero por orden de los oidores. Aguirre, que tenía como protector al rico encomendero Melchor Verdugo, lo siguió junto con otros soldados y un clérigo llamado Alonso de Henao en un peligroso viaje hasta Nicaragua. La carabela en que iban estuvo a punto de naufragar y luego de una serie de estratagemas Verdugo y Aguirre, capitaneando a una raleada hueste, lograron tomar el puerto de Nombre de Dios, para ponerlo al servicio de los leales del Rey. Mas al poco tiempo una fuerte partida de soldados pizarristas, procedentes de Panamá, los obligó a huir luego de una terca resistencia. Lope de Aguirre intentó formar en la hueste del licenciado Pedro de la Gasca, cuando éste controló Nombre de Dios y Panamá, con el deseo de seguirlo hasta el Perú. No debieron de ser buenos los informes que tenía Gasca sobre Lope de Aguirre, pues se negó siquiera a recibirlo. “Quejoso de la ingratitud de Pedro Gasca —escribió José Antonio del Busto— y dolidísimo del desaire inferido a su persona, Lope llenó su corazón de odio. Sentía que al mundo se le había acabado la justicia y que a él se le estaba acabando la paciencia. Pensaba que de nada le había servido ser un leal servidor del Rey, y que el éxito sería siempre de los pícaros, truhanes y bellacos; que nada se sacaba siendo bueno, que ser malo era lo mejor. Y con este y otros pensamientos, maldiciendo su falta de ventura, se juntó a otros soldados resentidos y “se halló en muchos bandos y motines que no tuvieron efecto”.

Lope de Aguirre, después de la derrota de Gonzalo Pizarro en 1548, logró pasar nuevamente al Perú y estuvo primero en el Cuzco y luego en Charcas, donde fue uno de los que alborotaron la villa de la Plata mientras otros asesinaban a su Corregidor, Pedro de Hinojosa. Estuvo entre los que proclamaron como caudillo del motín a Sebastián de Castilla y también fue uno de los conjurados en su asesinato. Luego de esto, Lope de Aguirre “anduvo muchos días huido y escondido, y llamado a pregones y sentenciado a muerte”.

Para suerte de Lope de Aguirre ocurrió entonces la rebelión de Francisco Hernández Girón y la Real Audiencia decretó amnistía general para todos los que habían estado involucrados en el motín y asesinato de Sebastián de Castilla. Lope de Aguirre se alistó en el ejército leal comandado por el mariscal Alonso de Alvarado. Éste se enfrentó con los gironistas en Chuquinga, donde fue derrotado. En dicho encuentro Lope de Aguirre fue herido por un tiro de arcabuz en la pierna derecha. Pese a los cuidados que se le prodigaron ya no pudo caminar normalmente, sino con una inocultable cojera. Esta secuela, que lo acompañó hasta la muerte, terminaría por dar una imagen definitiva de Lope de Aguirre. Era de pequeña estatura, mal agestado, los ojos vivaces y, generalmente, inyectados de sangre. Sin duda le costaba caminar, pero su espíritu era tan fuerte que se sobreponía a sus dolores sin que nadie escuchara una sola queja.

Derrotado Francisco Hernández Girón, Lope de Aguirre fue uno de los miles de soldados vagabundos dispuestos a cualquier fechoría por un poco de dinero. Pronto se hizo tan conocido que “no cabía en ningún pueblo del Perú y de todos los más estaba desterrado”. Los propios soldados sin fortuna como él “no le sabían otro nombre que Aguirre el loco”. Esto acrecentó su pesimismo sobre los hombres. Conocía a todos, pero no confiaba en ninguno. Él y sólo él, ése era el nuevo lema de su vida; los demás eran encubiertos enemigos a quienes tenía que adelantarse para evitar le hicieran algún daño.

Con medio siglo de vida sobre su encorvada espalda, Lope de Aguirre emprendería su última y vesánica aventura con la que entró sangrientamente en la historia. En 1553, Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey del Perú, organizó una expedición o jornada cuyo destino era la tierra de Omagua y el mítico El Dorado (véase la biografía de Pedro de Ursúa). La idea fundamental consistía en dar ocupación a más de dos mil soldados malcontentos y dispuestos a cualquier motín o alboroto. Al frente de la expedición estaba Pedro de Ursúa, joven y apuesto hidalgo que había prestado importantes servicios a la Corona en el Nuevo Reino de Granada y en Panamá.

Los aprestos de la “entrada” se hicieron en muchas ciudades del Perú y se armó un pequeño astillero en un lugar llamado Topesana, a la vera del río Huallaga. Hasta allí fueron llegando muchos hombres y, entre ellos, Lope de Aguirre, acompañado de una hija pequeña y mestiza llamada Elvira. Finalmente el 26 de septiembre de 1560 una heterogénea flotilla se puso en marcha. Desde un primer momento habían surgido múltiples problemas, varios de los navíos se “quebraron” al ser ingresados al río. Por su parte, Pedro de Ursúa llevo consigo a la bella mestiza Inés de Atienza, a quien dedicó la mayoría de su tiempo dejando de lado sus obligaciones de conductor de la nutrida hueste. Esto tuvo como consecuencia que comenzaran las murmuraciones que, en poco tiempo, se convirtieron en francas críticas contra Ursúa. Uno de los más beligerantes era Lope de Aguirre, a quien seguían numerosos mílites, pues el vizcaíno, pese a su desmedrado aspecto, tenía condiciones de líder, un líder muy especial, pues fundamentaba su prédica apelando constantemente a la violencia e incluso incitaba a dar muerte a quienes se opusieran a sus designios.

El 7 de octubre la armadilla hizo su ingreso en el río Marañón, nombre que más tarde tomarían los seguidores de Lope de Aguirre, los “marañones”. El día 19 llegaron a la desembocadura del río Ucayali y el 28 ya navegaban en el inmenso Amazonas. El 5 de noviembre llegaron a la isla de García, donde descansaron una semana. El 23 los dos maltrechos bergantines que todavía estaban en condiciones de navegar entraron en Machifaro, donde encontraron abundantes tortugas para saciar el hambre. En este punto el descontento alcanzó sus cotas más altas. Lope de Aguirre había sido nombrado “tenedor de bienes de difuntos”, cargo de confianza, pero pese a ello era el que más agitaba el descontento. Así, pues, se conjuró con Fernando de Guzmán, Juan Alonso de la Bandera, Lorenzo de Salduendo, Alonso de Montoya, Miguel Serrano de Cáceres, Pedro de Cáceres, Pedro de Miranda, Pero Hernández, Alonso de Villena y Juan Vargas. El 1.º de enero de 1561 los conjurados ingresaron en la tienda de Pedro de Ursúa y sin darle tiempo a defenderse lo mataron con una feroz estocada en el pecho. Lope de Aguirre incitó a los presentes para que también hundieran espadas y dagas en el cadáver de Ursúa para quedar definitivamente comprometidos en el crimen.

Luego, los conjurados llamaron a una junta donde se repartieron los cargos de mando. Capitán general fue nombrado el hidalgo Fernando de Guzmán, lugarteniente, Juan Alonso de Bandera, Lope de Aguirre, sin duda el autor intelectual del gravísimo delito, maestre de campo. Acto seguido se trató de justificar la muerte de Ursúa por medio de un documento que se enviaría al Rey. Lope de Aguirre escuchaba estas razones con desdén. Sabía que había ido demasiado lejos; para ellos no habría perdón. El cronista Vásquez Almesto describe este momento: “En esa junta, la mayor parte de los oficiales y capitanes de campo, ansí de los matadores del Gobernador como de los demás aliados, fueron de acuerdo y parescer que se debía buscar la tierra y noticia que Pedro de Orsúa traía, y que la debían buscar y poblar, y que por este servicio Su Majestad perdonaría a los matadores del buen Pedro de Orsúa, y que para eso debían hacer una información con los más principales del campo, de cómo Pedro de Orsúa iba remiso y descuidado en buscar la tierra, y que no la pretendía buscar ni poblar, y otras mentiras y maldades; y que conforme á esto, todos los del campo diesen su parecer, firmado de todos, y que se guardaría para su descargo cuando fuese tiempo; y el tirano Lope de Aguirre y otros de su opinión, callaron por entonces, y no dieron parescer en ello; y los que más esto procuraban eran D. Fernando de Guzmán, y Alonso de Montoya y Juan Alonso de la Bandera. Fecha y puesta dicha información como ellos la quisieron pintar, para la autorizar las firmas y paresceres de todo el campo, firmó primero D. Fernando de Guzmán, general, y el segundo, Lope de Aguirre, maese de campo, el cual puso en su firma: Lope de Aguirre, traidor; y mostrándolo á los otros dijo: ‘¿Qué locura y necedad era aquella de todos que, habiendo muerto un Gobernador del Rey, y que llevaba sus poderes y representaba su persona, pensaban por aquella vía quitarse de culpa?’”

El propio Lope de Aguirre se había puesto el remoquete de “traidor” y, en efecto, eso sería hasta su desastrada muerte. Los “marañones”, pues ya se les puede llamar de este modo, levantaron su campamento y aportaron a un punto al que pusieron por nombre “Pueblo de los Bergantines”, donde se detuvieron para construir dos barcos. Allí permanecieron entre el 7 de enero y el 30 de marzo de 1561. En este lapso Lope de Aguirre mató a Juan de la Bandera y proclamó príncipe a Fernando de Guzmán, un verdadero títere en manos de Aguirre. Allí éste, el verdadero jefe de la empresa, dio a conocer su plan de acción. Seguirían navegando por el Amazonas hasta salir al mar y luego apostarían a Tierrafirme para pasar al Mar del Sur, u Oceáno Pacífico. En este lugar harían una gran armada para retornar al Perú que sería convertido en un reino marañón. ¿Cómo podía Lope de Aguirre cautivar a la mayoría de sus hombres? Obviamente con el terror, pero debió tener una elocuencia muy especial. A propósito de ello los psiquiatras peruanos Juan B. Lastres y Carlos Alberto Seguín en su libro Lope de Aguirre, el Rebelde, dicen lo siguiente: “Suponemos que Lope de Aguirre fue un orador, o mejor arengador que convence a su tropa escuálida con más eficacia que Ursúa y Guzmán, por lo espectacular de su gesto. El orador popular, como dice Gregorio Marañón, no convence con el razonamiento sino que conmueve con los accesorios de la oratoria. Es lo que llama Huarte ‘el meneo y los gestos’. Así suponemos que fue la oratoria de Lope, llena de gestos de su pequeña cara, fea, chupada, con los ‘ojos encarnizados’ y variaciones de la tonalidad de voz. Le pintan sus contemporáneos como bullicioso y amigo de arengar a la tropa. Hernández dice que pasaban los días ‘contentos con Aguirre... cierto todos le querían bien y le tenían en mucho porque platecaua muy bien la guerra’”.

Sus discursos eran piezas cáusticas, tendían a hacer la guerra, a aliviar las fatigas de la jornada, a inyectar savia y optimismo a la lánguida expedición y a ofrecer un país rico, en vez de uno idealizado como el Dorado.

Fray Reginaldo de Lizárraga dice, refiriéndose a la voz y los ademanes de Lope: “Vi a este Lope muchas veces, siendo yo seglar, sentado en la tienda de un sastre vizcaíno, que en comenzando a hablar hundía toda la calle a voces”. Luego añade que en Venezuela, persuadía a su tropa “como un cicerón” empleando una dialéctica clara y concisa. Debió de ser elocuente, afirma Ispizúa, quien en su elogio exagerado de Aguirre le reconoce ser de genio agudo y burlón, que se mofaba de los reyes llamándoles “menores de edad”, igual actitud que la de su homólogo Francisco de Carvajal frente al virrey Núñez Vela y Gasca. Predominó seguramente en su elocuencia, el tono irónico y socarrón. “Busca el ridículo de los que censura con felices y oportunas contraposiciones de conceptos” (Ispizúa). Usó y abusó seguramente de garrulería para convencer a su gente. En su carta a Montesinos le dice irónicamente de su oficio: “mas por nuestros hados solo sabemos hazer pelotas y amolar lanzas”. En otra ocasión exclama como Carvajal: “¡Oh, pese tal señor, que hay por aquí muchos y buenos árboles!”. A uno que acababa de mandar a ahorcar dice: “venga agora el rey y resucítelo” y le manda poner un letrero: “por habladorzillo”. A otros ahorca por amotinadores y “porque se hablaban de oydo”.

En otras ocasiones, como gran artista, se presenta ante su tropa y dice que si no cumpliera con sus promesas “con esta me saquen el corazón [...]” poniéndose la daga en el pecho. Y en un arranque para explicar los motivos de su crueldad, exclama: “si hasta aquí hubo algunas muertes entiendan que las hice por la salud de todos [...]”.

Luego de la amenaza pasa a la súplica. Aproximándose el final, cuando comenzó el desbande, dice: “Por amor de Dios les suplico no permitan seamos vencidos desta gente de cazabí y de arepas [...] y que si piensan pasarse al Rey sea en el Perú, que yo, ya que muera, moriré en aquella gloriosa tierra donde gozarán y descansarán mis huesos lo que el cuerpo tanto ha trabajado y padecido.”

En Burburata, cuando estaba con el ánimo exaltado exclama amenazadoramente: “Por vida de tal potestado adorado y glorificado que os he de matar a todos o habéis de cumplir mis ordenes...” E irónicamente agrega: “mirad que teneis las piedras del Perú tintas en sangre de los capitanes que habeis dejado en los cuernos del toro [...] que primero os tengo que matar a todos pues al que me quiera merendar yo le tengo que almorzar”. “Dios si algún bien me has de hazer agora lo quiero, y la gloria guárdala para tus santos.”

Una de sus importantes arengas políticas, es la que pronuncia después de Machifaro: “caualleros hermanos míos, bien creo que estareis espantados de cómo este negocio se hizo y algunos de vuestras mercedes nos pongan culpa lo vno por no darles parte lo otro por que no se hizo mas presto [...]”.

Se ve, por todo lo expuesto, que nuestro Lope conocía bien el arte oratorio de los campamentos y supo aprovechar sus especialísimas habilidades de político, para imponer su autoridad durante un corto período.

Una vez que los nuevos bergantines estuvieron bien aparejados, Lope de Aguirre ordenó continuar la navegación hasta que el 8 de abril llegaron al que se llamaría “Pueblo de la Matanza”, pues allí Aguirre mató al “príncipe” Fernando de Guzmán, a Lorenzo de Zalduendo y a la bella y codiciada Inés de Atienza. Todo indica que hubo otros muertos que no registran las crónicas. El 25 de mayo tornaron a navegar. Lope de Aguirre actuaba como un poseso, casi no dormía, siempre estaba armado y la menor cosa era causa suficiente para mandar ejecutar a uno o más desdichados. Por fin el 4 de julio de 1561 los dos bergantines salieron al Mar del Norte, habían navegado todo el río Amazonas.

El 21 de julio llegaron a la isla Margarita, que Lope de Aguirre tomó por asalto dando muerte al gobernador Juan de Villandrando. Aguirre seguía asesinando a los suyos y a los desdichados habitantes de la isla. Allí comenzaron también numerosas deserciones que encontraron refugio en Santo Domingo. Lope de Aguirre dejó la isla Margarita el 31 de agosto de 1561 y doce días más tarde desembarcó en Borburata y continúo a Nueva Valencia (actual Venezuela). En Barquisimeto se organizó la resistencia contra los “marañones”, gracias al valeroso gobernador Pedro Pablo Collado. Fue en esta coyuntura donde Lope de Aguirre escribió su famosa carta al rey Felipe II, en el tono más insolente y declarando que tanto él como los “marañones” se habían desnaturalizado de España.

He aquí algunos fragmentos de esta singular misiva:

“Rey Felipe, natural español, hijo de Carlos Invencible:

”Lope de Aguirre, tu mínimo vasallo, cristiano viejo, de medianos padres, hijodalgo, natural vascongado, en el reino de España, en la villa de Oñate vecino, en mi mocedad pasé el mar Océano a las partes del Perú, por valer más con lanza en la mano y por cumplir con la deuda que debe todo hombre de bien; y así, en veinticuatro años te he hecho muchos servicios en el Perú en conquistas de indios y en poblar pueblos en tu servicio, especialmente en batallas y reencuentros que ha habido en tu nombre, siempre conforme con mis fuerzas y posibilidad, sin importunar a tus oficiales por paga, como parecerá por tus reales libros.

”Bien creo, excelentísimo rey y señor, aunque para mí y mis compañeros no has sido tal, sino cruel e ingrato a tan buenos servicios como has recibido de nosotros; aunque también creo que te deben de engañar los que te escriben de esta tierra, como están lejos. Avísote, rey español, adonde cumple haya toda justicia y rectitud para tan buenos vasallos como en esta tierra tienes, aunque yo, por no poder sufrir más las crueldades que usan tus Oidores, Virrey y Gobernadores, he salido de hecho con mis compañeros, cuyos nombres después diré, de tu obediencia, y desligándonos de nuestras tierras, que es España, y hacerte en estas partes la más cruda guerra que nuestras fuerzas pudieran sustentar y sufrir; y esto, cree, rey y señor, nos ha hecho hacer el no poder sufrir los grandes pechos, premios y castigos injustos que nos dan tus ministros que, por remediar a sus hijos y criados, nos han usurpado y robado nuestra fama, vida y honra, que es lastima, ¡oh rey,¡ y el mal tratamiento que se nos ha hecho. Y así, yo, manco de mi pierna derecha, de dos arcabuzazos que me dieron en el valle de Chuquinga, con el mariscal Alonso de Alvarado, siguiendo tu voz y apellidándola contra Francisco Hernández Girón, rebelde a tu servicio, como yo y mis compañeros al presente somos y seremos hasta la muerte, porque ya de hecho hemos alcanzado en este reino cuán cruel eres y quebrantador de fe y palabra; y así tenemos en esta tierra tus perdones por de menos crédito que los libros de Martín Lutero. Pues tu Virrey, marqués de Cañete, malo, lujurioso, ambicioso tirano, ahorcó a Martín de Robles, hombre señalado en tu servicio, y al bravo Tomás Vásquez, conquistador del Perú, y al triste de Alonso Díaz, que trabajó más en el descubrimiento de este reino que los exploradores de Moisés en el desierto; y a Piedrahita, que rompió muchas batallas en tu servicio, y aun en Pucará, ellos te dieron la victoria, porque si no se pasaran, hoy fuera Francisco Hernández rey del Perú. Y no tengas en mucho el servicio que tus Oidores te escriben haberte hecho, porque es muy gran fábula si llaman servicio haberte gastado ochocientos mil pesos de tu Real caja para sus vicios y maldades. Castígalos como a malos, que de cierto lo son.

”Mira, mira, rey español, que no seas cruel a tus vasallos, ni ingrato, pues estando tu padre y tú en los reinos de Castilla sin ninguna zozobra, te han dado tus vasallos, a costa de su sangre y hacienda, tantos reinos y señoríos como en estas partes tienes. Y mira, rey y señor, que no puedes llevar con título de rey justo ningún interés de estas partes donde no aventuraste nada, sin que primero los que en ello han trabajado sean gratificados.”

Era el comienzo del fin de la loca y sangrienta aventura. El 22 de octubre Lope de Aguirre y sus “marañones” llegaron a Barquisimeto. El gobernador Pedro Pablo Collado y su maestre de campo García de Paredes esperaban cautelosos. Aumentaron las deserciones en el campo de Lope de Aguirre. Estando las fuerzas de los leales y de Aguirre frente a frente, los hombres de éste dispararon sus arcabuces con puntería muy alta, para no causar el menor daño a sus contrincantes. La mayoría de ellos, por no decir todos, arrojaron sus armas por tierra y corrieron a ponerse debajo del real pendón, suplicando se perdonara sus crímenes. Dice el cronista Toribio de Ortiguera: “Mas como Lope de Aguirre reconoció su perdición, habiendo visto que los suyos dispararon la ruciada de arcabucería por alto, sin hacer daño a los nuestros, luego se tuvo por perdido y con ánimo y furia infernal, dejando las cosas en este estado se salió de los suyos y fue donde estaba una hija suya doncella, que había traído a esta desastrada y miserable jornada, la cual estaba acompañada con una dueña llamada Torralba, y otra María de Arriola, y Antón Llamoso en su guardia. Y como se viese perdido y que en ninguna manera se podía escapar, con un despecho más atroz y cruel tirano que jamás hasta él se vio, se fue para su única y hermosa hija, echando mano a un puñal que traía en la cinta, diciendo: ‘Hija mía, muy amada, bien pensé yo casarte y verte gran señora; no lo han querido mis pecados y gran soberbia, siéndome la fortuna tan contraria como has visto en esta batalla donde todos se pasan al rey y me van dejando solo. Confiésate, hija mía, con Dios, y ponte bien con él, que no es justo que quedes en el mundo para que ningún bellaco goce de tu beldad y hermosura, ni te baldone llamándote hija del traidor Lope de Aguirre’. La triste doncella se le hincó de rodillas, derramando muchas lágrimas diciéndole: ‘Señor y padre mío, ¿yo tengo culpa de lo que vos habéis hecho? No será justo que deis semejante pago a hija tan querida y que tanto os ha servido. Yo me meteré monja adonde no me vea el cielo, ni el sol, ni luna, pues mis pecados y los vuestros me han traído a tan miserable y triste tiempo. Allí rogaré a Dios por vos y por mí’. Estas y otras palabras le decía la más que infortunada doncella, con muchas lágrimas que derramaba de sus ojos, a lo cual le ayudaban las dos dueñas que con ella estaban hincadas de rodillas delante deste malaventurado y terrible tirano, suplicándole que se doliese de su propia sangre; pero no fue posible, antes las amenazó diciéndoles que si más le rogasen las había de matar, y vista su crueldad procuraron dejarle con su hija huyéndose lo mejor que pudieron al campo del rey. A esto comenzó a dar a su hija muchas puñaladas, con que la dejó muerta, estando presente Antón Llamoso; hasta que la vio expirar no se quiso quitar de allí, aunque los suyos se iban pasando al campo del rey a más andar. Con esta última muerte dio este malaventurado fin a su crueldad y tiranía con que acabó de echar el sello a todas sus maldades, pues viendo que había de morir, fuera bien arrepentirse de sus pecados para que Dios le perdonara y hubiera merced de su ánima, y no hacer una crueldad tan grande, que fue harto bastante indicio de desesperación de sí propio, y de su propia sangre se quiso vengar antes que muriese no quiriendo perdonar a su propia hija. A este tiempo volvieron los cien arcabuceros que habían ido por el bagaje y comidas, que como viesen la crueldad que había hecho y el desbarate del campo, y como se iban pasando todos a la parte del rey, todos comenzaron a hacer lo propio con otros que estaban escondidos, que no se habían osado pasar ni hallarse en la batalla; en tal manera fueron pasando que cuando fueron las tres de la tarde se halló este malaventurado tan solo, que no se halló con él más que Antón Llamoso, que como hombre tan culpado no se osó ir al campo del rey, sino morir en su tiranía. A este tiempo llegó el capitán Diego García de Paredes a tiro de arcabuz de donde estaba el tirano Lope de Aguirre, y habiéndolo descubierto, como le viese tan solo, preguntó si era Lope de Aguirre, el cual respondió: ‘Si soy, por mis pecados; confieso que debo la cabeza al rey a quien tanto he deservido. Lo que, señor Diego García, os suplico es que, pues me tenéis en vuestro poder y sois caballero, no me mateis sin confesión, para me pueda arrepentir y pedir a Dios perdón de mis pecados’. Respondióle Diego García con una crueldad extraña: ‘No es justo que quien ha dado la muerte a tantos caballeros y gente noble, sin confesión, la pida, ni se le otorgue’. Mucho se holgaron la gente de su compañía que estaban con Diego García, los cuales como oyesen respuesta tan resoluta, los tres dellos señaladamente llamados Rangel, Guerrero y Galindo, le tiraron a un tiempo tres arcabuzazos, de los cuales le acertó el uno en un muslo, de qué cayó de rodillas, diciendo con un ánimo terrible: ‘No me habeis hecho nada’. Luego acudieron otros dos de los suyos propios y segundaron con otros arcabuzazos, con los cuales le dieron en el cuerpo, de que le acabaron la vida con que tantas había quitado. Diéronse tanta priesa a le matar, porque se entendió que si le llevaban vivo al campo del rey condenara a muerte en su confesión a todos o a los más que se habían pasado, por la mucha culpa que tenían, y porque no fuesen descubiertos sus delitos. De la suerte que se ha visto acabó la vida este infelice y atrevido tirano con tanta infamia cuanta merecían sus malas y perversas obras. Llevaron el cuerpo arrastrando al real, donde fue recebido por el gobernador con gran contento. Cortáronle la cabeza, la cual llevaron a Tocuyo, cabeza desta gobernación, donde la pusieron en el rollo, donde estará en memoria de su tiranía hasta que el tiempo la consuma, y aun después habían de poner otra de bronce para perpetua recordación de semejante hecho y de la lealtad desta tierra.”

Así terminó la terrible aventura de los “marañones” y de su irrepetible y sanguinario jefe: Lope de Aguirre. Era el 27 de octubre de 1561.

 

Bibl.: E. Jos, Ciencia y Osadía sobre Lope de Aguirre, el Peregrino, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1950; J. A. del Busto, Lope de Aguirre, Lima, Biblioteca Hombres del Perú. Tercera Serie, 1965; E. Mampel Gonzales y N. Escandell Tur, Lope de Aguirre. Crónicas. 1559- 1561, Barcelona, Ediciones Universidad de Barcelona, 1981.

 

Héctor López Martínez

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