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Sebastián de Covarrubias Orozco

Biografía

Covarrubias Orozco, Sebastián de. Toledo, 7.I.1539 – Cuenca, 8.X.1613. Lexicógrafo, emblematista.

Perteneció a una familia que está cuajada, por ambas ramas, de destacados personajes del mundo de las letras, las artes, el derecho, la política y la Iglesia.

Era hijo del licenciado Sebastián de Horozco (u Orozco), hombre de leyes, poeta, autor teatral, recopilador de refranes y cronista de Toledo; se ha especulado con la posibilidad de que Horozco fuera de linaje cristiano nuevo, pero no hay pruebas seguras de ello. Por parte de su madre, María Valero de Covarrubias, se vincula a la poderosa familia de los Covarrubias: el padre de María, Marcos de Leiva y Covarrubias, era hermano de Juan de Covarrubias y del arquitecto Alonso de Covarrubias y Leiva, padre, a su vez, de los jurisconsultos Diego de Covarrubias y Leiva (que fue obispo de Ciudad Rodrigo y de Segovia, figura destacada del Concilio de Trento y presidente del Consejo de Castilla) y Antonio de Covarrubias y Leiva. Por otra parte, un hermano de Sebastián de Covarrubias, Juan de Horozco y Covarrubias, fue canónigo de Sevilla, obispo de Agrigento y de Guadix y autor de unos Emblemas morales (1589).

Juan de Covarrubias asumió en su casa de Salamanca tanto la educación de sus dos sobrinos carnales (Diego y Antonio de Covarrubias y Leiva) como la de su sobrino nieto Sebastián de Covarrubias “y otros sobrinos que salieron personas tan señaladas y conocidas”, como se lee en una breve biografía manuscrita de Covarrubias que se conserva en la catedral de Cuenca y fue redactada por su sobrino Francisco de Alarcón y Covarrubias. Por lo demás, hay constancia del paso de Sebastián de Covarrubias por las aulas de la universidad salmantina, en la que se graduó en Cánones y Teología.

En 1567, fue ordenado sacerdote en Pedraza por su tío segundo, Diego de Covarrubias. Fue racionero de Salamanca por resignación de Juan de Covarrubias, su tío abuelo, y comisario del Santo Oficio de la Inquisición de Valladolid (más adelante, en 1602, fue consultor en la Inquisición de Cuenca).

Siguió a la Corte siendo Diego de Covarrubias presidente de Castilla, y, según la citada biografía, “Filipo segundo puso los ojos en él para maestro del Príncipe Don Fernando, lo cual con su modestia y natural encogimiento divirtió [es decir, rechazó] el Presidente, como otros aumentos que dejó de alcanzar D. Sebastián”.

Fallecido Diego en 1577, Covarrubias fue hecho capellán de Su Majestad, marchó a Roma con una carta del Rey y allí consiguió que Gregorio XIII le concediera un canonicato en Cuenca, con dos mil ducados de beneficios simples.

A partir de 1579, Sebastián de Covarrubias fijó su residencia en Cuenca. Es posible seguir sus actividades y alguno de sus viajes a través de las actas capitulares.

En 1581, por ejemplo, el cabildo le da licencia para ir a Barcelona con el obispo de Cuenca, en la jornada que el Rey hacía para recibir a su hermana la Emperatriz.

En 1596, Covarrubias recibe el encargo de ejecutar, como comisario apostólico, la dotación y erección de rectorías o curatos en los lugares de moriscos del arzobispado de Valencia —una misión evangelizadora cuyo fracaso, achacable a la maraña de intereses que la obstaculizaron, abrió el camino a la expulsión de 1609—. Ello le llevó a residir durante cuatro años en la ciudad del Turia, y le acarreó no pocas tensiones en su relación con el cabildo conquense, motivadas por las continuas peticiones de renovación de la licencia concedida para abandonar temporalmente sus obligaciones como canónigo. En cualquier caso, al término de su misión, Covarrubias fue recompensado por Clemente VIII, a petición de Felipe III, con la dignidad de maestrescuela de la catedral de Cuenca, y tomó posesión como tal el 3 de marzo de 1602. Todavía en 1606-1607 hubo de regresar a Valencia, en un nuevo intento de ejecutar aquel encargo.

En 1610, Covarrubias se encuentra en Madrid, ocupado en las gestiones para la impresión en el establecimiento de Luis Sánchez de sus dos únicas obras: los Emblemas morales, que aparecieron ese mismo año, y el Tesoro de la lengua castellana o española, que ve la luz en 1611.

Los Emblemas morales de Sebastián de Covarrubias, como la obra homónima —pero veintiún años anterior— de su hermano Juan, se sitúan en la rica estela de publicaciones desencadenada en Europa por el Emblematum liber de Alciato. En la emblemática, género esencial para la comprensión del Siglo de Oro, lo visual y lo literario se dan la mano, al servicio de un simbolismo filosófico y moral o del adoctrinamiento político y religioso. Cada uno de los Emblemas de Covarrubias, divididos en tres “centurias” o grupos de cien, consta de un grabado en madera que incluye un mote (en latín, generalmente; pero también hay motes en español, y hasta en griego y francés) y va acompañado por un octava real; al dorso figura un breve comentario en prosa, con la explicación y procedencia del mote. Todas las páginas van bellamente orladas. En la dedicatoria de la obra al duque de Lerma, virrey de Valencia, escribe el autor: “me mandó [Vuestra Excelencia] le sirviesse con algún poema que fuesse de entetenimiento y gusto; halleme con solo un quaderno de las niñerías de mi mocedad, y assí procuré ocupar algunas horas ociosas en cosa de más consideración, y pareciome serían a propósito unas emblemas morales, hallando entonces quien dibuxasse mis pensamientos pero no quien supiesse abrir en estampa sus figuras, hasta agora que unos oficiales estrangeros me las abrieron en madera”.

En esa misma dedicatoria, escribe Covarrubias que tras esas “primicias de mis trabajos”, publicará “el Tesoro de la lengua Castellana, con que sirvo a su Magestad, a cuya cuenta deve estar el ampararla y autorizarla”.

El contrato para la impresión del Tesoro lo firman Covarrubias y el impresor el 16 de agosto de 1610, y la fe de erratas lleva fecha de 19 de octubre de 1611 (Covarrubias había regresado a Cuenca en el mes de mayo). Ahora bien, la obra habría tenido, lógicamente, un largo proceso de elaboración; así, se sabe por declaración del propio autor que el 25 de noviembre de 1606 se encontraba redactando, en Valencia, el artículo “Catalina”.

El Tesoro de Covarrubias es el primer diccionario monolingüe de envergadura de una lengua moderna.

El salto, cualitativamente decisivo, de la lexicografía bilingüe a la monolingüe, lo dio Covarrubias tal vez sin plena conciencia de su importancia. El Tesoro surge con una finalidad de carácter no práctico (a diferencia de la que tenían los dos diccionarios bilingües de Nebrija: el aprendizaje del latín), sino erudito: Covarrubias quiere hacer un diccionario etimológico, un repertorio alfabético de las etimologías castellanas, en emulación de las Etimologías latinas de san Isidoro. De hecho, en el contrato de edición que el autor firmó con el impresor, y en alguno de los preliminares del libro, éste aparece nombrado con el título de Etimologías.

Pero, naturalmente, del diccionario de Covarrubias, tan manejado por filólogos y anotadores de textos, lo que menos interesa hoy son precisamente esas sus fantasiosas etimologías, muy condicionadas por el prejuicio hebraísta que aqueja al autor; y lo que más, el que, al hilo de ellas, se brinda el más rico inventario de significantes (unos 18.000) y significados de la lengua española en un momento clave de la historia literaria.

Varias veces señala el autor que se dirige a lectores latinistas —y mejor aún si además saben griego y hebreo—, no a los meros “romancistas”; de ahí que no traduzca las numerosas citas que inserta en el cuerpo de los artículos. Los elementos más constantes en ellos son la etimología y la definición, con límites borrosos entre ambas. Abundan las digresiones eruditas y la información enciclopédica. Ahora bien: el Tesoro contiene ya algunas “autoridades” castellanas: las Partidas, Juan de Mena, las Coplas de Mingo Revulgo, Garcilaso y (lo que es de extraordinario interés para los folcloristas) numerosas canciones y romances de tipo tradicional (“con tanta autoridad y gravedad —escribe Covarrubias, s. v. ‘cerca’— se puede alegar el divino Garcilasso, en comprovación de la lengua española, como Virgilio y Homero en la latina y griega; y qualquier romance viejo o cantarcillo comúnmente recebido; y assí yo no me desdeño quando viene a propósito de alegarlos por comprovación de nuestra lengua”). No obstante, muchísimo más numerosas que las españolas son en el Tesoro las citas latinas, cuyo cúmulo le pareció a Quevedo “desaliñada erudición”. Y es que junto a la obsesión etimologista, otro rasgo característico del Tesoro es su propensión al enciclopedismo, la tendencia a desplazar el interés desde la palabra a la “cosa”, al “referido” del signo lingüístico.

Así, el artículo elefante se extiende a lo largo de diez densas páginas empedradas de referencias eruditas.

Como es normal en los diccionarios antiguos, no discrimina el de Covarrubias a los nombres propios y geográficos, por lo que incluye artículos sobre Sevilla, Francia, Isidoro o Elena intercalados entre el léxico común.

La tarea era de tal envergadura que Covarrubias llegó a temer que las fuerzas y la salud no le alcanzaran para darle cima, y así lo confiesa en alguna ocasión; para justificar, por ejemplo, la inclusión en el artículo “catarro” del proverbio “No huelo nada, que estoy romadizada”, escribe: “Puse esto aquí, verbo catarro, sinónimo de romadizo, por si no pudiere llegar a sacar en limpio la letra R, que la obra es muy larga y la vida corta; proseguiré hasta donde Dios fuere servido”.

De ahí que el resultado no sea uniforme en lo que a la macroestructura se refiere: las primeras letras del alfabeto ocupan mucho más (contienen más artículos y artículos más extensos) que las últimas.

Ahora bien, después de la aparición de la obra, el trabajo del autor se prolongó en la redacción de un Suplemento que llega hasta la letra M y se conserva manuscrito en la Biblioteca Nacional de Madrid (ms. 6159). Inédito hasta fecha reciente (2001), tiene menos interés para la lengua española que el cuerpo principal de la obra, pues incluye sobre todo nombres propios. En cuanto a la fortuna posterior del Tesoro, fue más bien discreta (téngase en cuenta que era obra carente de una finalidad pedagógica inmediata): los mil ejemplares que del diccionario se imprimieron en 1611 —según el contrato de edición— fueron suficientes como para no hacer necesaria otra edición hasta 1674, año en que el padre Benito Remigio Noydens lo publicó de nuevo, con algunas adiciones; entre 1670 y 1676 hizo fray Juan de San José un Epítome manuscrito del Tesoro. Modernamente, la edición de Martín de Riquer (1943), varias veces reimpresa, ha alcanzado gran difusión y ha prestado valiosos servicios a los filólogos.

Según declaración propia, Covarrubias tenía escrito “un tratado de cifras” y había traducido las Sátiras de Horacio, pero ambos textos se han perdido. En cuanto a las poesías de juventud, algunas de ellas han sido publicadas recientemente, junto con el Suplemento al Tesoro.

Covarrubias otorgó testamento en Cuenca, en cuya catedral fundó una capilla, el 14 de julio de 1613, y falleció en la misma ciudad pocos meses más tarde.

 

Obras de ~: Emblemas morales, Madrid, Luis Sánchez, 1610 (ed. facs., con intr. de C. Bravo-Villasante, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1978); Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, Luis Sánchez, 1611 (ed. de M. de Riquer, Barcelona, Horta, 1943; ed. integral e ilustrada de I. Arellano y R. Zafra, Pamplona-Madrid-Frankfurt, Universidad de Navarra- Iberoamericana-Vervuert-Real Academia Española, Centro para la Edición de Clásicos Españoles, 2006); Suplemento al Tesoro de la lengua española castellana, ed. de G. Dopico y J. Lezra, Madrid, Polifemo, 2001 (incluye una “Biografía documental” y varios apéndices y estudios).

 

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Pedro Álvarez de Miranda

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