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José Carrasco (o Carrascosa) Gamboa

Biografía

Carrasco (o Carrascosa) Gamboa, José. El Ma­ruso. El Arahal (Sevilla), c. 1832 – Pruna (Sevilla), 15.XI.1870. Bandolero.

Dos hechos fundamentales precipitaron la extinción del bandolerismo tradicional a partir de la segunda mitad del siglo xix: la fundación de la Guardia Civil y la introducción del ferrocarril; a esto, años después, se añadieron el telégrafo y el teléfono. A partir de en­tonces, los bandoleros —definitivamente alejados de la ética justiciera y reivindicativa— se fueron convir­tiendo en bandidos.

En estos años se fueron generalizando delitos mu­cho más graves que el robo, el secuestro y el asesinato, tanto en el entorno del más mísero proletariado ur­bano, como en el campo. Iniciada la práctica del se­cuestro en Cataluña, acabó por generalizarse en An­dalucía a partir de la década de 1860. El terrible mal arraigó con fuerza en Córdoba sobre todo y, poco después, en las provincias colindantes de Sevilla, Má­laga y Granada.

Para luchar contra esta plaga, el Gobierno envió en 1870 a Julián de Zugasti y Sáenz como goberna­dor de Córdoba, dotándole de plenos poderes, que incluían cierta limitada jurisdicción sobre las pro­vincias de Málaga y Sevilla (tan sólo en el segundo semestre de 1870 se instruyeron en la Audiencia de Málaga más de mil sumarios por bandolerismo).

Robusto, moreno, ojos negros, vivos y saltones, cara redonda, nariz gruesa y ancha, y de aspecto más sim­pático que repulsivo, José Carrasco (o Carrascosa), apodado el Maruso, había participado en numerosos delitos, bien el solo, bien en compañía de otros forajidos, como Francisco Fernández Baena, el tío Martín, o Francisco Lechuga Martín, el Sastre Lechuga. Se ha­bía escapado de presidio, lo cual constituía entonces más signo de respeto que de temor. Mantenía muy buenas relaciones con las cuadrillas de Benamejí, Ca­sariche, Campillos, Alameda, Sierra de Yegua, etc., que le tenían por un leal y buen amigo. Gozaba de grandes simpatías entre el campesinado por su “buena sombra” y sabía pagar con esplendidez los favores que le hacían.

Vivía en El Arahal con su mujer, Carmen Martín, y su hijo Antonio (nacido en 1859) y se permitía en­trar y salir de la localidad siempre que le parecía. Por estas fechas, el Maruso y el Sastre, personaje este úl­timo cruel y felón, detentaban el liderazgo del bando­lerismo andaluz. Mientras tanto, Zugasti había pro­cedido, sin reparar en medios y usando, en numerosas ocasiones, un rigor poco escrupuloso —ya que aplicó en gran escala la “ley de fugas”— a perseguir tan in­quietante fenómeno, dejando cerca de un centenar de cadáveres de estos facinerosos tendidos en los campos y sierras, saltando por encima de los tribunales ordi­narios y de sus cárceles, de donde no era imposible escapar.

La noche del 7 de julio de 1870, el Maruso y dos de sus hombres penetraron mediante engaños en el cortijo del Pilar, no lejos de El Arahal, propiedad de Manuel Rubio, y tras golpear y encerrar al guarda y a unos gañanes que allí estaban, secuestraron al hijo del dueño Enrique, de dieciocho años y se lo llevaron amordazado, atado y con los ojos vendados de un si­tio a otro; le obligaron a escribir una carta en la que solicitaban del padre diez mil duros por su rescate. No pudiendo el hacendado reunir tal suma, avisó a la Guardia Civil y envió a uno de sus más fieles ser­vidores, llamado Rodrigo, a negociar con Carrasco la libertad de su hijo.

Aprovechando el suceso, Zugasti discurrió un plan tan tortuoso como realista para acabar con el Maruso y el Sastre, lo que se llevó a cabo en la madrugada del viernes 22 de julio. Unos agentes de Zugasti irrum­pieron en la casa del Maruso en El Arahal y fingieron secuestrar a su hijo, golpearon a la madre y profirieron terribles amenazas; luego compelieron al niño a escri­bir a su padre una carta en que se le exigía, a cambio de su libertad, la del hijo del cortijero. Al principio creyó el Maruso que Antoñito —que estaba siendo tratado con todo género de consideraciones— es­taba en poder de Manuel Rubio; pero no tardó —por ciertos detalles de la carta y por falsas confidencias hábilmente difundidas por espías de la Policía— en convencerse de que su hijo estaba en poder de un tal Miguelito, notorio cómplice de Lechuga, quien se­gún el propio Antoñito, no podía ver a su padre “por ser más valiente que él”; además, el propio Sastre se había ofrecido como intermediario entre Carrasco y el hacendado. Poco antes había tenido la desfachatez de solicitar su admisión —decidido a todo con tal de librarse de la acción de la justicia— en una Partida de Seguridad creada por el propio Zugasti a fin de acabar con el bandolerismo; naturalmente, no fue ad­mitido.

Preocupado el Maruso por la suerte que pudiera correr su hijo, se dirigió con su banda a Benamejí, donde sorprendió a Lechuga y, tras llevarle a un lu­gar desierto y someterle a atroces torturas para que revelase lo que no podía saber —el paradero de Anto­ñito— le dio muerte. Días después, apareció su cadá­ver bajo un olivo con este letrero: “Muerto por trai­dor y espía”.

Zugasti soltó entonces al niño. Pero estrechó aún más el cerco en torno del padre, cuya cuadrilla sufría continuas bajas y cuyo porvenir no se presentaba muy prometedor. Tras aceptar una parte del cuantioso res­cate (seis mil duros), puso en libertad a Enrique Rubio, al que había tenido secuestrado dos meses, lle­vándolo de un lugar a otro y sometido a todo género de vejaciones. Luego disolvió su pandilla y burlando a la Guardia Civil llegó hasta su casa del El Arahal, tal vez con el propósito de cambiar de vida.

Sin embargo, desde el mes de septiembre venía el capitán de la Benemérita, Trinidad Mantilla Ga­llardo, siguiéndole muy de cerca. Trató de huir, pero a las nueve y media de la mañana del martes 15 de noviembre, fue localizado en el caserío llamado La Rábita, situado en el término de Pruna. Se le con­minó a la rendición, pero Carrasco Gamboa —que no era un cobarde— se hizo fuerte y abrió fuego con­tra la Guardia Civil, que hubo de abatirle. Le fueron ocupados un retaco de dos cañones, un descomunal cuchillo, un revólver y abundante munición.

 

Fuentes y bibl.: Dirección General de la Guardia Civil (Madrid), Servicio de Estudios Históricos; Información aportada por A. Bachs y GalíA. Opisso, La Guardia Civil y su Tiempo, Barcelona, Moli­nos y Maza Editores, s. f.; L. Alonso Tejada, Gente de Tra­buco, Barcelona, Editorial Bruguera, 1976.

 

Fernando mez del Val

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