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Diego de Sandoval y Rojas de la Cerda

Biografía

Sandoval y Rojas de la Cerda, Diego de. Conde de Saldaña (IX). ?, ¿1587? – 7.XII.1632. Noble y patrón literario.

Segundo hijo varón de los entonces marqueses de Denia, Francisco Gómez de Sandoval y Rojas y Catalina de la Cerda, Diego de Sandoval accedió al condado de Saldaña merced a su matrimonio con la condesa Luisa de Mendoza, heredera de la VI duquesa propietaria del Infantado, Ana de Mendoza, y de su marido Juan Hurtado de Mendoza y Luna. Fallecido el V duque del Infantado, Íñigo López de Mendoza, en 1601, que era contrario a emparentar con el linaje de los Sandoval —representado en la figura del marqués de Denia, duque de Lerma, valido de Felipe III—, el camino quedó preparado para llevar a cabo el casamiento. Previamente se habían entablado conversaciones con el VI duque de Medinaceli, Juan Luis de la Cerda y Aragón, sobrino carnal de la duquesa de Lerma, Catalina de la Cerda, para casar a su hija y hasta entonces heredera, Juana de la Cerda y de la Cueva, con Diego de Sandoval. Aquellas negociaciones fracasaron propiciando finalmente el enlace con la casa del Infantado, mucho más ventajoso. De aquella unión, celebrada con la magnificencia que la ocasión merecía en la ciudad de Valladolid el 30 de agosto de 1603, nació en 1614 el heredero, Rodrigo de Mendoza, futuro VII duque del Infantado. Fallecida precozmente la condesa el 22 de agosto de 1619, desaparecieron para Diego de Sandoval las esperanzas de convertirse en el próximo duque del Infantado. Pese a que el título de conde de Saldaña desde aquel momento pertenecía a su hijo Rodrigo, heredero de su abuela la duquesa Ana de Mendoza, Diego de Sandoval continuó utilizándolo hasta su muerte, mientras su vástago hacía uso del de conde del Cid.

Una escueta semblanza de Diego de Sandoval llega de la pluma de Lope de Vega, quien en septiembre de 1617 escribía a su patrón, el duque de Sessa, mencionándole un encuentro casual con el conde a quien describía como “un retrato de su padre, discreto, amoroso, cortés, dulçe, afable y digno de particular consideración en esta edad”. Erudito y refinado, aunque algo vehemente, el conde padeció en varias ocasiones los rigores de las justicias del Rey por su apasionamiento. En 1605 fue recluido en la fortaleza de Ampudia, lugar de su padre, al propiciar una algarada contra unos músicos en las calles de Valladolid. En la refriega que le enfrentó a él y a su compañía con los asaltados fue herido en el pecho y a punto estuvo de perder la vida de no ser porque fue reconocido. En otra ocasión desafió al adelantado mayor de Castilla en Madrid en 1612 haciéndose de nuevo acreedor de una orden de destierro en la villa de Lerma. Gracias a la mediación del embajador extraordinario de Francia, el duque de Mayenne, a ambos se les alzó el castigo.

El conde de Saldaña, como fue siempre conocido, alcanzó gran notoriedad cortesana al tiempo que su padre se convertía en flamante duque de Lerma en 1599, conseguida la privanza casi exclusiva sobre Felipe III. Diego de Sandoval fue honrado con la encomienda mayor de la Orden de Calatrava, con un asiento de gentilhombre de la cámara del Rey y posteriormente con el oficio de caballerizo mayor del príncipe Felipe, futuro Felipe IV, cuando se constituyó su casa en 1615. Siempre ajeno a los asuntos de Estado, tomó sin embargo partido por su padre a quien disputaba el poder su hermano mayor el duque de Uceda. Pese a que sus deseos se dirigían a la obtención de la Grandeza, toda vez que su esposa heredara el título ducal, Saldaña se entregó por entero a lo que fue su mayor inclinación, su pasión literaria. Generoso patrón y protector de poetas, amparó a destacados ingenios como Lope de Vega, Cervantes, Luis Vélez de Guevara, Soto de Rojas, Salas Barbadillo o Antonio Hurtado de Mendoza, en su academia madrileña, fundada en dos ocasiones, en 1605 y 1611 respectivamente.

Pese a su aparente docilidad política Saldaña padeció igualmente la desgracia que azotó a toda su familia a la muerte de Felipe III iniciada por el clan de los Zúñiga-Guzmán-Haro, encabezado por Baltasar de Zúñiga y por su sobrino el conde de Olivares, entonces dueño de la voluntad del nuevo Monarca.

Mientras a su padre el duque de Lerma, cardenal de San Sixto desde el otoño de 1618, se le ordenaba permanecer lejos de la Corte, a su hermano el duque de Uceda se le abrió un proceso judicial que acabó con su condena y un largo destierro que concluyó con su triste muerte, acaecida en Alcalá de Henares en 1624, después de haber rechazado el ofrecimiento que Felipe IV le hizo del virreinato de Cataluña. Diego de Sandoval fue privado de su oficio de caballerizo mayor del Rey que se otorgó a su suegro el duque consorte del Infantado. Sus amores con Mariana de Castilla y Córdoba, dama de la infanta María, facilitaron al conde de Olivares la excusa perfecta para retirarle su llave dorada de gentilhombre y ordenar su destierro a la villa de Pastrana. La desigualdad de los amantes no fue razón suficiente para obstaculizar su enlace, de tal manera que, pese al escándalo generado, ambos contrajeron matrimonio en 1621. Intentando conjurar su infortunio aceptó una misión en Flandes, hacia donde marchó con una ayuda de costa de 6000 ducados. Congraciado de nuevo con el conde duque de Olivares regresó un lustro más tarde para recibir de Felipe IV su nombramiento como gentilhombre de su cámara y la encomienda mayor de Calatrava, de la que también había sido despojado. Rehabilitado políticamente, apenas disfrutó de su nueva posición cortesana, pues falleció temprano, en 1632.

 

Bibl.: A. Gónzalez de Amezúa (ed.), Epistolario de Lope de Vega Carpio, vol. III, carta 348, Madrid, Real Academia de la Hsitoria, 1941, pág. 341; J. Sánchez, Academias literarias del Siglo de Oro español, Madrid, Gredos, 1961; L. Cabrera de Córdoba, Relaciones de las cosas sucedidas en la corte de España desde 1599 hasta 1614, pról. de R. García Cárcel, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1997; H. Sieber, “The Magnificent Fountain: Literary Patronage in the Court of Philip III”, en Bulletin of the Cervantes Society of America, 18-2, (1998), págs. 85-116.

 

Santiago Martínez Hernández

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