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Fernando de Rojas

Biografía

Rojas, Fernando de. La Puebla de Montalbán (Toledo), ú. t. s. XV – Talavera de la Reina (Toledo), 1541. Escritor castellano, autor de La Celestina.

Por una vez, se muestra obligado partir de la trama y del texto de la obra para llegar hasta su autor. La Celestina, en efecto, dramatiza una historia de amor entre dos jóvenes de familia acaudalada que termina en una desgracia fatal. Para empezar, el introspectivo Calisto, enamorado de Melibea, la cual lo rechaza tras una entrevista en un “conveniente lugar”, decide buscar la ayuda de Celestina, vieja maestra en artes de seducción y hechicería, siguiendo los consejos de su criado Sempronio. Acude el mozo a casa de la alcahueta, donde se encuentra su amante Areúsa encamada con Crito, al que ha de esconder atropelladamente, y sella una asociación con Celestina, a la espera de conseguir ganancias del atolondrado Calisto.

Éste, a su vez, desoye las recomendaciones de Pármeno, otro sirviente que conoce desde la infancia a la correveidile, quien, experta en su oficio, logra atraerlo con promesas de dinero y sexo. Poco después, Celestina realiza un conjuro a Plutón para que influya en los sentimientos de Melibea y, con el mismo fin, unta un hilado con un mejunje venenoso. Con la disculpa de vender el hilado, la vieja se encamina a la residencia de Melibea, donde saluda a su madre, Alisa, y a su criada, Lucrecia, y, cuando logra hablar con la muchacha, le manifiesta la verdadera razón de su visita, si bien, ante la airada reacción de Melibea, se limita a rogarle una oración y un cordón para curar el dolor de muelas de Calisto. De esta manera, tras varias peripecias secundarias, Celestina logra vencer la oposición inicial de la arrogante e hipócrita Melibea y arregla un encuentro con Calisto, en el que ambos se confiesan su amor a través de las puertas y deciden que la noche siguiente el joven saltará las paredes del jardín. Ampliamente recompensada por Calisto, la codiciosa y egoísta vieja discute con los desleales criados del muchacho, los cuales, por haberle ayudado a esquilmar al amo, exigen su participación en las ganancias (cien monedas de oro, un manto, una cadena de oro). Al oponerse a tal pretensión, los mozos asesinan a la vieja, pero enseguida pagan su crimen con el ajusticiamiento. Calisto conoce estos sucesos, cuando se despierta por la mañana, a través de su criado Sosia, pero no le preocupan en exceso, de modo que, aquella misma noche, realiza una nueva visita a Melibea, consumando sus deseos eróticos, tras penetrar en el huerto con una escala. Unos días más tarde, Elicia y Areúsa, pupilas de Celestina y amantes de los sirvientes muertos, traman vengarse de los ricos enamorados por considerarles la causa de los desastres acaecidos. Las dos rameras encargan a un nuevo amante de Areúsa, el rufián Centurio, que asesine a Calisto, pero aquél, comido por la cobardía, contrata a su vez a unos matones, al mando de Traso el Cojo, para realizar la labor. Marchan éstos a casa de Melibea, con el intento de sorprender juntos a los amantes durante uno de sus colquios amorosos, a los que llevaban entregándose con asiduidad desde hacía un mes; Calisto, al oír en la calle los ruidos provocados por el enfrentamiento de Tristán y Sosia con Traso y sus hampones, decide acudir en ayuda de los mozos, pero tropieza en la escala del jardín y muere sin confesión.

Melibea, presa de la desesperación, se dirige a la torre de la casa, desde donde se lanza al vacío tras confesar sus amores a su padre Pleberio, quien relata los hechos a su mujer Alisa, ante la cual y el cadáver de la hija recita un dolorido planto, en el que conjuga la queja contra el desorden y la crueldad del mundo con la maldición de los estragos causados por el amor.

Sin contar con los “papeles” del “antiguo auctor”, la obra ha llegado en dos estados, el primero de los cuales corresponde a una versión primitiva, representada por sucesivas ediciones en Burgos, por Fadrique de Basilea, casi con seguridad en 1499; en Toledo, por Pedro Hagenbach, en 1500; y en Sevilla, por Estanislao Polono, en 1501. Las tres constan de dieciséis actos, a los que anteceden los argumentos, que Rojas denunciaría luego como adición de los impresores; pero el texto de las ediciones de Toledo y Sevilla va precedido además de una serie de preliminares, ausentes en la de Burgos, en la que falta el cuadernillo inicial: título (Comedia de Calisto y Melibea); subtítulo explicativo; epístola de “el auctor a un su amigo”, en la que aquél confiesa haber hallado unos “papeles” anónimos que ha decidido completar, al tiempo que embute algunas noticias sobre él mismo; once coplas acrósticas, donde revela su nombre, su lugar de nacimiento y otros datos sobre su persona y los “papeles” encontrados; incipit (“Síguese...”); y Argumento, conocido como general por exponer el contenido de toda la obra. Las ediciones toledana y sevillana agregan aún, a continuación del acto decimosexto, seis coplas epilogales de Alonso de Proaza, quien se presenta como corrector, con alabanzas sobre la comedia y pistas sobre su lectura, salvo la última estrofa que hace las veces de colofón con la fecha y el lugar de publicación, datos que luego se adaptarían en las sucesivas impresiones. La composición de este texto hubo de ser muy cercana a la fecha de las ediciones conocidas y, en cualquier caso, posterior a 1496, año en que salieron de las prensas de Basilea las Opera de Petrarca que Rojas usa profusamente.

La versión larga o definitiva presenta un título diferente (Tragicomedia de Calisto y Melibea); y, en los paratextos preliminares, amén de algunas alteraciones, se mecha tras las coplas acrósticas un prólogo en prosa con diversas consideraciones. En cuanto al texto, se amplifica hasta veintiún actos, intercalándose los cinco nuevos, conocidos más tarde como Tractado de Centurio, después de la primera cita de Calisto y Melibea, en casa de la muchacha, entre el XIV y el XV de la versión primitiva, cuyos restantes actos, salvo el primero que sólo recibe unos mínimos retoques verbales, incluyen unos ciento treinta cambios entre adiciones, supresiones y variaciones de más o menos monta; lógicamente, la suma de cinco actos hace mudar el desarrollo argumental respecto a la Comedia. Terminada la obra, se añaden tres octavas, bajo el rótulo “Concluye el auctor”, para insistir en la moralidad del libro, y de seguido vienen las coplas de Proaza, aumentadas en una, en la que se pide al lector solidaridad con el fin trágico de los protagonistas. No se ha llegado a un consenso crítico sobre varios problemas planteados por esta versión, en especial la fecha de su primera estampa que algunos han fijado en 1500. En cualquier caso, tuvo que circular antes de 1505, año en que la tradujo al italiano Alfonso Ordóñez, aun cuando la atestación más vieja conocida corresponda a la impresión de Zaragoza, por Jorge Coci en 1507, a la que faltan los preliminares, de manera que el ejemplo más antiguo con todas las añadiduras lo sigue representando la edición publicada en las prensas valencianas de Juan Joffre, en 1514.

A los testimonios de ambas versiones impresas hay que añadir una porción manuscrita del acto I, no ha mucho descubierta (Faulhaber, 1990) y cuyo valor, pese a la diversidad de juicios que ha suscitado, parece innegable para los primeros estadios de vida de La Celestina. Aún en 1526, el éxito imparable del libro se manifestó en la adición de un nuevo acto, rotulado “Aucto de Traso”, que apareció por primera vez en la edición de Toledo (Ramón de Petras, 1526) y se repitió al menos en seis más hasta 1560, embutido entre los actos XVIII y XIX de la Tragicomedia; pero su carácter espurio respecto a la tradición textual es indudable.

Todas estas cuestiones han tenido su reflejo a la hora de editar el texto, cuyo último intento destacable es el de F. Lobera y G. Serés (Barcelona, 2000).

Por fin, el examen textual de la obra, unido a numerosas argumentaciones de muy diversa índole, lleva también a dar como cierta la declaración de Rojas en las piezas preliminares, aduciendo que la compuso a partir de unos “papeles” hallados en Salamanca, cuyo contenido agrupó en el acto I (minucioso resumen y bibliografía en Salvador Miguel, 1991), si bien faltan fundamentos para ahijar la autoría de esa parte a Juan de Mena o Rodrigo de Cota, nombres también sugeridos por el propio Rojas (Salvador Miguel, 1991; Pérez Priego, 2001). No puede ocultarse, con todo, que unos cuantos defienden aún una autoría única (De Miguel Martínez, 1996).

Encubierta durante cuatrocientos años, la identidad de Fernando de Rojas quedó desvelada, de forma concluyente, por los documentos que exhumó, hace un siglo, M. Serrano y Sanz (1902), completados luego por otras investigaciones, en especial las de Valle Lersundi (1925 y 1929). Sobre tales bases, más dos procesos de 1584 y 1616, incoados respectivamente por el nieto Hernando de Rojas y por Juan Francisco Palavasín y Rojas, Gilman intentó, en un grueso y publicitado libro (1972), engranar la personalidad de don Fernando en las circunstancias de su tiempo, pero el resultado, como consecuencia de transformar en tesis lo que no pasa de hipótesis y suposiciones reiteradas, es una fantástica biografía en la que se le inventan a Rojas una genealogía y unas conexiones judaicas insostenibles, aunque retomadas acríticamente por muchos.

Varios datos complementarios de gran interés ha allegado Valverde Azula (1992 y 2001).

Un pormenorizado examen crítico de las aportaciones anteriores, tamizado por los juicios propios, ha permitido a Salvador Miguel (2001) situar con más precisión los testimonios sobre Rojas, quien, en los primeros años del último tercio del siglo XV, nació en La Puebla de Montalbán (Toledo), tal como asevera el acróstico y corroboran diversos testimonios de los siglos XVI y XVII (las Relaciones geográficas, compiladas desde 1574 por orden de Felipe II; las declaraciones de varios testigos en el proceso de 1584; la Historia de Talavera, de Cosme Gómez de Tejada, del primer tercio de la decimoséptima centuria). Resulta incluso muy probable que la niñez y la adolescencia, vividas verosímilmente en La Puebla, marcaran algunos recuerdos paisajísticos y geográficos que por trasposición artística pasaron a La Celestina. El testimonio de su suegro, Álvaro de Montalbán, en un proceso que le incoó la Inquisición entre mayo de 1525 y octubre de 1526, revela una ascendencia conversa que podía ser más o menos remota, ya que esa denominación se aplicaba también a hijos y nietos de cristianos.

En cualquier caso, la desconexión de Rojas con el judaísmo casa además con los pocos datos biográficos que se conocen y con la sinceridad cristiana que se desprende de su testamento.

En el acróstico Rojas se denomina “bachjller”, mientras que en la carta de “El auctor a un su amigo”, como luego en otros momentos, se enorgullece de ser “jurista” y afirma preciarse más de sus estudios “de los derechos” que de haber compuesto La Celestina.

En 1500, por tanto, era bachiller en Leyes; y, aunque no quede prueba documental, el aserto de haber encontrado en la ciudad del Tormes la parte correspondiente al “antiguo auctor” se ha tomado por todos como prueba de que fue en la Universidad salmantina donde llevó a cabo el aprendizaje. Para iniciar esos estudios, llegaría a Salamanca hacia 1490-1493, pertrechado de la obligatoria y competente formación gramatical en latín, aunque no necesariamente del bachillerato en Artes, de acuerdo con las Constituciones de Martín V (20 de febrero de 1422), las cuales estipulaban que el bachillerato en Leyes duraba seis años y, para obtener el grado, debían exponerse diez lecciones.

De acuerdo con estos datos, Rojas contaría entre veinte y veintitrés años cuando escribió La Celestina como obra “ajena de mi facultad” y por “recreación de mi principal estudio”, si bien los conocimientos jurídicos, tanto de carácter civil como penal, afloran de cuando en cuando. Ese ambiente universitario debió propiciar también el acceso de Rojas a las diversas lecturas de las que quedan reminiscencias en su obra.

Hacia 1500 o muy poco después, una vez graduado en Leyes, Rojas debió de volver a La Puebla, lugar donde su padre poseía bienes y hacienda y del que, al igual que sus descendientes, nunca se desligó, si bien hacia mediados de 1508 estableció su residencia en Talavera de la Reina, en cuyo Ayuntamiento va a ejercer como alcalde mayor, vale decir como administrador de justicia, y como letrado. En el primer cargo se encuentra testimoniado aproximadamente entre junio y octubre de 1508, de febrero de 1511 a enero de 1512, desde agosto hasta septiembre de 1523 y cinco semanas en 1528. Por lo que atañe a su labor como letrado del Ayuntamiento, a quien correspondía defender los pleitos de la villa, además de su intervención esporádica en 1514, Rojas actuó como tal durante los períodos de 1525-1526 y 1539-1540; pero, asimismo, se encargó de pleitos de jurisdicción en 1521 con los alcaldes de Halía y de otros procesos específicos en 1522, 1523, 1527 y 1535. Además, Rojas conectó bien con la ciudad: allí se casó con Leonor Álvarez, de cuyo matrimonio nacieron cuatro hijos y tres hijas; allí se le documenta como testigo en algún proceso; allí y en sus alrededores constituyó, según se desprende del inventario de sus bienes realizado entre el 8 de abril y el 21 de junio de 1541, un lucido patrimonio de casas, villas y colmenas, cuyo conjunto cabría valorar en unos 400.000 maravedís, y reunió una biblioteca notable para lo que era habitual en la época. El 3 de abril de 1541, Fernando de Rojas, “estando enfermo del cuerpo e sano de la memoria”, dictó su testamento con diversas disposiciones espirituales y materiales, entre las que destaca su manda de ser enterrado con el hábito de San Francisco “en la yglesia del monesterio de la madre de Dios desta villa de Talavera”, como así se cumplió. Puesto que en el inventario de sus posesiones, iniciado el 8 de abril de 1541, el escribano cita a Rojas como fallecido, es indudable que su muerte se produjo entre el 3 y el 8 de abril de ese año.

Volviendo a la obra, aunque La Celestina se desarrolla exclusivamente a través del diálogo, su desconexión evidente con las formas dramáticas del momento produjo desde el siglo XVIII una discusión sobre el género, de manera que unos pocos la han definido como novela, “arte de amores” o diálogo puro. A favor de la concepción dramática convergen, no obstante, tanto la visión del propio Rojas y del corrector Proaza como razones de crítica literaria externa e interna, tal como asentó magistralmente Lida (1962). En efecto, La Celestina conecta con la tradición de la comedia romana y la comedia elegíaca, cuyos rasgos se incorporaron casi en su totalidad a la comedia humanística, surgida en Italia, con Petrarca, a principios del siglo XIV, y destinada, por lo común, a un recitado público en círculos universitarios (Stäuble, 1968; Canet, 1993).

Con algunas de esas comedias humanísticas conecta la Tragicomedia en la forma en prosa, la división clásica en actos, la evolución pormenorizada de la trama, el enfoque detenido de escenas y personajes, la pintura minuciosa de caracteres, el reflejo verista de las circunstancias coetáneas y el argumento, centrado en la historia de un amor ilícito con intervención de una medianera. Además, de la misma comedia humanística deriva una serie de recursos técnicos, como el empleo de la acotación implícita, el uso de monólogos en boca de personajes bajos, la utilización del aparte como pensamiento interior y el recurso a la geminación de personajes, dichos y situaciones. A todo ello hay que sumar, en coincidencia también con el teatro medieval, una concepción fluida, libérrima y verista del lugar y del tiempo, sólo supeditados a la lógica del tema, sin intervención de ningún factor externo.

Pero, frente a tales semejanzas, resaltan como peculiaridades de La Celestina el uso de la lengua vulgar, el estilo trabajado de la prosa y la reducción de la intriga; además, la tradición culta se reelabora con múltiples notas sacadas de la realidad social castellana y de nuestra propia tradición literaria y se palpa una relativa valoración espiritual del amor y una violencia pasional, cuya fusión provoca el trágico desenlace final, opuesto al final feliz de la comedia humanística.

Mas, aparte de esa comedia humanística, tanto Rojas como el primer autor aprovecharon una gama plural de fuentes, cuyo minucioso asedio, conocido hoy como Celestina comentada, procuró ya en la segunda mitad del siglo XVI un anónimo jurista (ms. 17631 de la Biblioteca Nacional de Madrid), si bien fue desde el siglo XX cuando las indagaciones han fructificado en libros de carácter global (Castro Guisasola, 1924, aún imprescindible) o en monografías que se ocupan de las huellas de un solo escritor (por ejemplo, Deyermond, 1961, sobre Petrarca). Salvo unas pocas fuentes privativas del primer autor, Rojas, además del inevitable influjo de la Biblia y de Terencio, acudió a una de las antologías arropadas bajo el rótulo de Proverbia Senecae, en la que se integran proverbios de origen diverso (Publio Siro, Séneca, etc.), si bien la fuente doctrinal de mayor relieve se encuentra en las obras latinas de Petrarca o, más bien, en un índice principalium sententiarum que contenía la edición de Opera (Basilea, 1496), ya que la lectura directa de Rojas parece limitarse a dos libros (De remediis utriusque fortunae y De rebus familiaribus). También conoció la Fiammetta de Boccaccio a través de la traducción castellana (Salamanca, 1497), y de la literatura en esta lengua procede el grueso de sus lecturas: romances, múltiples poetas cancioneriles, libros sentimentales (Cárcel de amor, de Diego de San Pedro) y doctrinales (Arcipreste de Talavera, de Alfonso Martínez de Toledo), así como distintas antologías, polianteas y florilegios, de donde tanto Rojas como el primer autor tomaron sentencias y refranes.

Los débitos librescos de La Celestina no impiden conseguir una representación verosímil (y hasta realista) de la sociedad castellana del momento. La verosimilitud no se fundamenta, sin embargo, en el diseño ambiental de una urbe real, ya que la acción se desarrolla en una ciudad genérica, perfilada con elementos específicos que pueden convenir a lugares distintos y que, en casos, se convierten en escenarios de la acción: las casas de Celestina, Calisto, Pleberio, Areúsa, Centurio; las calles de paso a distintos lugares.

En varias ocasiones, además, se sugieren lugares que remachan el ambiente urbano y que, aun cuando sin incidencia dramática, comunican, a modo de acotación implícita, informaciones complementarias. La impresión de que todo sucede en un mundo vivo se completa con el tratamiento verista del tiempo, mediante el cual se busca situar los sucesos con precisión cronológica, y con unos personajes perfectamente individualizados, pese a que todos coinciden en unos rasgos comunes que se hacen omnipresentes en la obra: el ímpetu pasional, la imaginación y el afán erudito.

El último aspecto enlaza con una cierta afectación estilística que se sorprende en el habla de todos y que debe interpretarse como un convencionalismo literario de época, ya que, a su vez, cada uno discurre con propósito de convicción, adapta los materiales anteriores a su discurso personal y mezcla varios registros lingüísticos de acuerdo a las distintas situaciones, lo que presupone un aprendizaje en los manuales de retórica (Samonà, 1953).

Entre las muchas preguntas que asaltan al lector u oidor de La Celestina, sobre todo cuanto más alejado de su composición, se encuentra la referida al peculiar desarrollo de los amores entre Calisto y Melibea.

Ambos son jóvenes, ricos, de buena familia y están enamorados; pero, en contraste con lo habitual en aquella situación histórica y con la verosimilitud de la obra, ninguno hace la menor referencia al matrimonio e incluso Melibea, al conocer que sus padres planean casarla, rechaza airada tal posibilidad. También el lector u oidor se interroga por las razones por las que Calisto recurre a una alcahueta para conseguir sus deseos, pese a que la escena inicial sugiere que conocía a Melibea y, según la misma muchacha en el acto final, también a su familia; y sigue planteándose la causa del trágico fin de los protagonistas. Evidentemente, suscitar estas cuestiones supone adentrarse en la intencionalidad del libro, sobre el cual, como ocurre con toda obra maestra, se han acumulado múltiples tesis, según ya previó el propio Rojas. No obstante, parece posible integrar las variadas explicaciones en dos grupos, según prime la búsqueda de una interpretación intemporal o se intente bucear en los propósitos de los autores y en la visión contemporánea.

Entre los primeros, caben las visiones psicologista, existencialista (Gurza, 1977), irónica (Gilman, 1972), semiótica (Cantalapiedra, 1986) y otras que, aun cuando legítimas, se despreocupan del engarce de la obra en una situación concreta.

Entre los enfoques de los segundos, el más disparatado, aunque muy difundido desde mediados del siglo XX, al socaire de las brillantes y exageradas teorías de A. Castro sobre el pasado hispánico, es el que inquiere en la Tragicomedia presuntas claves judaicas, a las que se deberían cuantas particularidades de la obra parecen de difícil comprensión. Así, para unos La Celestina refleja las dificultades para contraer matrimonio de dos personas de diverso origen religioso: la conversa Melibea y el cristiano Calisto, si bien para otros Calisto resulta el converso y Melibea la cristiana vieja; lo cierto es, sin embargo, que ningún detalle de la obra autoriza a ahijar a uno de los protagonistas una índole conversa, lo que, además, no hubiera impedido el casamiento que siempre se consideró lícito entre cristianos y conversos e incluso fue habitual en la época de La Celestina. También se ha rastreado en el remoto origen converso de Rojas la causa del suicido de Melibea, como si no se juzgara tan condenable en la religión judía como en la cristiana, amén de haber constituido un motivo recurrente en la novela sentimental coetánea; la equiparación que hace Calisto con Dios de Melibea y otras expresiones similares, que no pasan de ser ejemplos de hipérbole sagrada; y otros detalles menudos (véase examen minucioso y abundante bibliografía en Salvador Miguel, 1987).

En los últimos años, se ha vuelto a insistir en viejos aspectos (el uso del acróstico, el empleo del término “limpieza”, supuestas acusaciones veladas a la Inquisición), mientras se hacía converso a Pármeno, se concebía a Celestina como una parodia de la Virgen o se conectaba la obra con el radicalismo averroísta de las aljamas, entre otras lindezas (detenido estudio y bibliografía en Salvador Miguel, 2002). Mas, pese al emperramiento de algunos por mantener ideas semejantes, casi sin excepción como producto de una inopia cultural y de un magro bagaje bibliográfico, la aclaración del argumento de La Celestina como reflejo de un problema racial no se apoya en el más mínimo fundamento; tampoco existe base alguna para pensar que la Tragicomedia plantee una protesta social contra la situación de los conversos; la actitud del autor no deja al descubierto ningún flanco de supuesto ataque a la Inquisición; ningún aspecto del libro se aclara desde la perspectiva del Rojas converso. Todo ello coincide, en definitiva, con lo percibido por los lectores durante siglos, de modo que, si no constara documentalmente tal origen del bachiller, sería imposible inferirlo de la obra, como atestigua el hecho de que nadie sugiriera una interpretación de ese tipo con anterioridad a 1902, cuando Serrano y Sanz publicó el documento en que su suegro (o acaso el escribano que levanta el acta) lo cataloga como “converso”.

Para otros estudiosos (Aguirre, 1962; Hall Martin, 1972, y varios más), La Celestina pretende condenar los excesos del amor cortés, mostrando los errores de las costumbres amorosas de su tiempo, moldeadas según esa moda que en Castilla se había expandido a través de los libros sentimentales y, principalmente, de la poesía cancioneril. Tanto Calisto (servidor, atormentado, triste, enajenado) como Melibea (bella, esquiva, de alta condición) comparten hasta cierto punto los rasgos de los amantes cortesanos, se sirven de unos conceptos y un vocabulario típicos (galardón, servicio, catividad, dolencia o enfermedad de amor sólo curable con medicinas apropiadas) y se entregan a su pasión con rotunda oposición al matrimonio. Pero la recurrencia a una alcahueta, la publicidad de sus amores y la consiguiente falta de secreto, la perversión de Calisto al dirigirse a la vieja con palabras corteses, la capacidad de los criados para experimentar unos sentimientos parejos a los de sus amos o el cambio de actitud de Melibea tras su entrega a Calisto desvalorizan esa raigambre y convierten a los protagonistas en una parodia de los amantes cortesanos, mediante los que Rojas parece criticar la literatización de la vida. Así, la burla del amor cortés se aúna con la lección moral.

Mucho más cercanos al texto se encuentran quienes insisten en que, de las declaraciones de Rojas, concordantes con la tradición didáctica de la literatura medieval, se deduce el propósito ético de censurar el amor desordenado y, de manera muy secundaria, la confianza en alcahuetas y criados desleales (Bataillon, 1961; Green, 1969, y tantos más). La crítica de las pasiones desbocadas, según Rojas, constituía ya un objetivo en la obra del antiguo autor, hasta el punto de que él se movió “a acabarla” por pensar que podría servir a su amigo, “cuya juventud ser presa de amor se me representa haber visto e de él cruelmente lastimada, a causa de le faltar defensivas armas para resistir sus fuegos” (epístola); y por “ver ya la más gente/ vuelta y mezclada en vicios de amor” (acróstico). Un propósito que Rojas asume plenamente al proseguir el texto inicial para “reprehensión de los locos enamorados que, vencidos en sus desordenados apetitos, a sus amigas llaman y dicen ser su dios” (incipit), buscando ayudarles a vencer sus pasiones (“amantes, que os muestra salir de cativo”, “oh damas, matronas, mancebos, casados,/ notad bien la vida que aquestos hicieron,/ tened por espejo su fin cuál hobieron:/ a otro que amores dad vuestro cuidado”: acrósico); “pues aquí vemos cuán mal fenecieron/ aquestos amantes, sigamos su danza” (epílogo). Esta intención, que culpabiliza el desarreglo sexual que puede derivar hacia la locura y explica el final desgraciado, resultó indiscutible a los lectores más tempranos de La Celestina, pues el argumento del acto XIX, enseguida colocado por algún impresor, indica, al resumir el final de Calisto, que “los tales este don [la muerte] reciben por galardón y por esto han de desamar los amadores”. Y en línea similar, Proaza comenta sobre la obra: “harás al que ama amar no querer,/ harás no ser triste al triste penado”. Numerosos fueron asimsimo los editores, traductores e imitadores coetáneos que insistieron en la lección moral inherente a la obra; y, aunque también muchos la condenaron, los más fueron “clérigos y frailes, es decir escritores ascéticos que desconfían sistemáticamente de la literatura de entretenimiento” (Chevalier, 1976).

Con este planteamiento, el argumento de La Celestina entra en la categoría de los “exempla vitanda” y, por tanto, Rojas puede emplear el prólogo para insistir en la moraleja, según proceder frecuente en la comedia humanística y habitual en los textos medievales, donde, mediante la técnica del “exemplum ex contrariis”, se relataban con fecuencia historias y situaciones como paradigmas que rechazar. Con rotundidad se adscribe Rojas a esta tendencia cuando, a partir de la manida metáfora del azúcar que recubre “la píldora amarga”, se pronuncia: “De esta manera mi pluma se embarga,/ imponiendo dichos lascivos, rientes,/ atrae los oídos de penadas gentes;/ de grado escarmientan y arrojan su carga” (acróstico; y véanse las coplas epilogales). También reitera Rojas su pretensión de denostar a las alcahuetas y criados desleales, a quienes coloca en un mismo plano tanto en el texto del antiguo autor (donde ya halló “avisos y consejos contra lisonjeros y malos sirvientes y falsas mujeres hechiceras”) como en el suyo: contiene “avisos muy necesarios para mancebos, mostrándoles los engaños que están encerrados en sirvientes y falsas alcahuetas” (subtítulo); “estos amantes les pornán temor/ a fiar de alcahueta ni falso sirviente” (acróstico); “hecha en aviso de los engaños de las alcahuetas y malos y lisonjeros sirvientes” (incipit). El propósito lo resaltó también Proaza (“no dibujó la cómica mano/ de Nevio ni Plauto, varones prudentes,/ tan bien los engaños de falsos sirvientes/ y malas mujeres en metro romano”).

Pero, pese al éxito alcanzado por la medianera, cuyo nombre llegó a sustituir al título primitivo, no se me alcanza que la crítica a la misma y a los criados constituyera sino un propósito subsidiario de Rojas, por más que lo destacaran también algunos coetáneos (verbigracia, Wirsung, en 1520 o, con palabras textuales de La Celestina, Luis de Miranda, en 1554). De cualquier manera, sirvientes y alcahueta resultaban indispensables en una trama amorosa que no habría progresado sin ellos, porque, si la vieja interviene por el apresuramiento de Calisto y por su intento de conseguir a Melibea como un trofeo, sin procurar rendirla por otros medios, los sirvientes son parte activa e interesada en la relación de los amantes. Además, los tres, como las rameras y Centurio, coinciden también en comportamientos lujuriosos, tan condenables como el de los protagonistas. El rosario de muertes (Celestina, Pármeno, Sempronio, Calisto, Melibea) alcanza, así, un cierto valor simbólico, significando terminar con la amoralidad que anega a los personajes, cuyo comportamiento conduce a un trágico final; los cinco, incluso Celestina, madrugaron a morir.

Mas, por supuesto, el didactismo conlleva un calado de más amplia dimensión social, en cuanto que la censura de Rojas se convierte en una sátira pesimista y amarga contra los convencionalismos sociales, literarios y religiosos que predominan en un mundo regido por el caos, donde cada uno lucha por sus propios deseos e intereses sin que parezca existir el freno de una providencia moral, cuya ausencia se muestra como uno de los rasgos más modernos y perennes, contribuyendo a que la lección ética que se desprende de La Celestina pueda tener una aplicación universal y no estrictamente cristiana. De ahí, su éxito ininterrumpido en las lenguas y las culturas más diversas desde muy pocos años después de su aparición hasta considerarse hoy por opinión unánime de los estudiosos como la obra más relevante de la literatura española después del Quijote.

 

Obras de ~: Comedia de Calisto y Melibea, Burgos, Fadrique de Basilea, 1499 (ed. fac. de E. de Miguel Martínez, 1999); Toledo, Pedro Hagenbach, 1500 (ed. fac. de D. Poyán, Cologny- Gèneve, 1961); Sevilla, Estanislao Polono, 1501 (ed. de J. R. Rank, Chapel Hill, 1978); Tragicomedia de Calisto y Melibea, Zaragoza, Jorge Coci, 1507 (ed. facs. de J. Martín Abad, 1999); Valencia, Juan Joffre, 1514 (ed. facs. y paleogr. de N. Salvador Miguel y S. López-Ríos, 1999).

 

Bibl.: M. Serrano y Sanz, “Noticias biográficas de Fernando de Rojas, autor de La Celestina, y del impresor Juan de Lucena”, en Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 6 (1902), págs. 245-299; F. Castro Guisasola, Observaciones sobre las fuentes literarias de “La Celestina”, Madrid, 1924 [19732]; F. del Valle Lersundi, “Documentos referentes a Fernando de Rojas”, en Revista de Filología Española (RFE), 12 (1925), págs. 385-396; “Testamento de Fernando de Rojas, autor de La Celestina”, en RFE, 16 (1929), págs. 366-388; C. Samonà, Aspetti del retoricismo nella “Celestina”, Roma, 1953; M. Bataillon, “La Célestine” selon Fernando de Rojas, Paris, 1961; A. Deyermond, The Petrarchan Sources of “La Celestina”, Westport, 1961 [19752]; J. M.ª Aguirre, Calisto y Melibea, amantes cortesanos, Zaragoza, 1962; M.ª R. Lida de Malkiel, La originalidad artística de “La Celestina”, Buenos Aires, 1962; A. Stäuble, La commedia umanistica del Quatrocento, Florencia, 1968; O. H. Green, España y la tradición occidental. El espíritu castellano en la literatura desde el Cid hasta Calderón, Madrid, 1969; J. Hall Martin, Love’s Fools: Aucassin, Troilus, Calisto and the Parody of Courtly Lovers, London, 1972; M. Chevalier, Lectura y lerctores en la España de los siglos XVI y XVII, Madrid, 1976; E. Gurza, Lectura existencialista de “La Celestina”, Madrid, 1977; S. Gilman, La España de Fernando de Rojas. Panorama intelectual y social de “La Celestina” [1972], Madrid, 1978; F. Cantalapiedra, Lectura semiótico formal de “La Celestina”, Kassel, 1986; N. Salvador Miguel, “El presunto judaísmo de La Celestina”, en A. Deyermond e I. Macpherson (eds.), The Age of the Catholic Monarchs. Literary Studies in Memory of Keith Whinnom, Liverpool, 1989, págs. 162-177; Ch. Faulhaber, “Celestina de Palacio: Madrid, Biblioteca de Palacio, MS 1520”, en Celestinesca, 14-2 (1990), págs. 3-39; N. Salvador Miguel, “La autoría de La Celestina y la fama de Rojas”, en Epos, 7 (1991), págs. 275- 290; J. Valverde Azula, “Documentos referentes a Fernando de Rojas”, en Celestinesca, 16-2 (1992), págs. 81-102; J. L. Canet Vallés, De la comedia humanística al teatro representable (“Égloga de la tragicomedia de Calisto y Melibea”, “Penitencia de amor”, “Comedia Thebayda”, “Comedia Hipólita”, “Comedia Serafina”), Valencia-Sevilla, 1993; E. de Miguel Martínez, “La Celestina” de Rojas, Madrid, 1996; N. Salvador Miguel, “La identidad de Fernando de Rojas”, en “La Celestina”. V Centenario. Actas del Congreso Internacional, Cuenca, 2001, págs. 23-47; M. A. Pérez Priego, “Mena y Cota, los otros autores de La Celestina”, “La Celestina”, V Centenario. Actas del Congreso Internacional, op. cit., págs. 147-164; I. Valverde Azula, “Testimonios del autor de La Celestina en Talavera de la Reina”, ibid., págs. 541-549; N. Salvador Miguel, “De nuevo sobre el presunto judaísmo de La Celestina”, en El legado de los judíos al Occidente europeo. De los reinos hispánicos a la monarquía española (Cuartos encuentros judaicos de Tudela), Pamplona, 2002, págs. 83-112; “La Celestina”, en Historia del teatro español. I. De la Edad Media a los siglos de Oro, dir. J. Huerta Calvo, Madrid, 2003, págs. 137-167; revista Celestinesca, desde 1977.

 

Nicasio Salvador Miguel