Valdés, Juan de. Cuenca c. 1505 – Nápoles (Italia), 1541. Humanista heterodoxo.
Nació en Cuenca a finales del siglo XV o principios del siglo XVI. El padre, Fernando, regidor de la ciudad, era de familia hidalga de origen asturiano. Débil fue la ascendencia judía por parte paterna, mientras la rama materna procedía manifiestamente de conversos (un hermano de la madre, Fernando de la Barrera, murió quemado en la plaza pública por judío relapso). De los demás hijos de Fernando de Valdés y María de la Barrera (en total fueron siete varones y cinco hembras) tampoco se conocen exactamente las fechas de nacimiento; una tradición persistente ha asociado el nombre de Juan al de su hermano Alfonso de Valdés, también escritor y secretario del emperador Carlos V. Sin embargo, la indudable semejanza física y la estrecha relación entre ellos no autoriza a considerarlos gemelos. No hay documentación fehaciente al respecto, y se supone que Alfonso era mayor que Juan. Por su común vinculación al erasmismo y la consiguiente transmisión a veces manuscrita y clandestina de los escritos de ambos, las figuras de Alfonso y de Juan han estado a menudo asociadas y confundidas; tampoco quedó clara la atribución de las respectivas obras hasta la primera mitad del siglo XX, cuando estudios historiográficos muy sólidos consiguieron por fin deslindar lo que pertenece a uno u otro. Sin contar con que la autoría de la obra literaria más valiosa y editada, el Diálogo de la lengua, en 1919 le fue negada a Juan de Valdés por el padre Miguélez, que la atribuyó a Juan López de Velasco, dando lugar a una conocida polémica con Cotarelo; y más recientemente ha sido de nuevo puesta en duda, junto con la de otras obras, a favor de Juan Luis Vives; autoría, en realidad, poco plausible para los estudiosos.
No hay noticias de su infancia. En 1523 consta la presencia de un Juan de Valdés adolescente en Escalona (Toledo), en el séquito —tal vez como paje— del marqués de Villena, Diego López Pacheco. A este último, el Juan de Valdés escritor le dedicará unos años después la primera y única obra impresa en vida, el Diálogo de Doctrina Christiana; por ello, tradicionalmente se ha supuesto que se trate del mismo Juan de Valdés que estuvo a su servicio. La corta edad induce a atribuir a esta etapa su temprana afición a la lectura de los libros de caballería, que él mismo comentaría en el Diálogo de la lengua como propia de los mejores años de su vida. Pero esa misma tierna edad lo haría influenciable y sensible a la predicación laica de Pedro Ruiz de Alcaraz, de gran aceptación en el entorno del marqués, el cual, con su protección, impulsaba en Castilla la difusión de la corriente de los llamados iluminados, o, mejor, alumbrados. El contacto de estos últimos con las ideas difundidas por la Reforma europea no parece demostrado, pero se sabe que, por otras vías, llegaron a posiciones análogas de heterodoxia en cuanto al rechazo de algunos sacramentos y al desprecio por las ceremonias exteriores, en aras de un cristianismo practicado como experiencia religiosa interior. La estancia en Escalona del joven Juan de Valdés y su precoz atracción por la problemática religiosa aparecen mencionadas en las actas del proceso de Ruiz de Alcaraz, arrestado por la Inquisición en 1524. Tras ese arresto Juan dejó el servicio del marqués, y no hay documentación segura sobre los dos años siguientes; J. C. Nieto supone que completaría su formación religiosa como autodidacta, en Cuenca o tal vez en Madrid; Á. Alcalá le supone ya estudiando en la universidad de Alcalá. Pero su estancia en ese centro no se encuentra documentada hasta 1526. Seguramente no estudió allí teología, sino artes liberales, perfeccionando asimismo sus conocimientos de hebreo y griego; ello no excluye, sin embargo, que pudiera asistir como oyente a algunas clases de teología, que se impartían con orientación escotista, como exigía el espíritu de su fundador, el cardenal Cisneros. Se descarta en la actualidad que fuera discípulo de Cipriano de la Huerga, como en su día sostuvo E. Asensio. En la ciudad de Alcalá ve la luz la primera obra de Juan de Valdés, el ya mencionado Diálogo de Doctrina Christiana, que sale de las prensas de Miguel de Eguía en 1529, sin mención expresa del autor, que figura en la portada como “un religioso” (a pesar de ello parece que debe excluirse que Juan llegara a ser nunca sacerdote ordenado más allá de las órdenes menores; según J. C. Nieto, el estilo severo de vida que llevaban los estudiantes de la Universidad de Alcalá explicaría tal calificativo). Esta obra juvenil fue definida por M. Bataillon un moderado catecismo “érasmien”. Erasmista era, en efecto, el ambiente universitario complutense en esos años; erasmista era el editor Miguel de Eguía (de cuya prensa había salido la traducción española del Enquiridion), posteriormente procesado; y con el propio Erasmo había cruzado Juan una cierta correspondencia, aunque no demasiado intensa (tan sólo se conservan tres cartas de Erasmo a él); en el momento de la publicación, erasmistas fueron los que apoyaron el libro, que sin embargo no tardó en ser prohibido. Es cierto que, como sugiere J. C. Nieto, a veces el nombre de Erasmo, algo menos sospechoso que el de Lutero, pudo encubrir en la época posiciones mucho más avanzadas y comprometidas. Por otra parte, las indagaciones de C. Gilly han evidenciado en la obra extensos pasajes que reproducen literalmente escritos luteranos; se sabe, asimismo, que ya antes de que el manuscrito fuera entregado al editor, el canónigo doctor Hernán Vázquez eliminó del texto afirmaciones heterodoxas. Con todo, no puede negarse que Juan de Valdés se pronunciase, en esta su primera obra impresa, a favor de una reforma religiosa promovida desde la propia jerarquía de la iglesia —hay que recordar que viene propuesta por un arzobispo santo, principal interlocutor del diálogo— con un optimismo, además, y una confianza en la fuerza expansiva del mensaje que rozan la ingenuidad; rasgos todos muy afines a las posiciones del roterodamense.
Tras la publicación de esta polémica obra, a Juan de Valdés se le prepara entre 1529 y 1531 un primer proceso por herejía, a cuyas consecuencias se anticipa prudentemente trasladándose a Italia. Según Á. Alcalá, antes de trasladarse a Italia, sabiendo de la existencia de una comisión investigadora, pudo buscar seguridad con alguno de sus hermanos: “recluirse discretamente en Cuenca con Andrés o en Cartagena con Diego, o sobre todo, ampararse a la vera de Alfonso”. Una carta de Juan Ginés de Sepúlveda le supone en Roma en 1531. Un salvoconducto de 1532 del papa Clemente VII documenta que formó parte de su séquito en Roma; en él, el Papa le llama “dilectum filium Johannem Valdesium Camerarium nostrum”. Puede que tuviera, además, cometidos especialmente delicados y secretos, al ser hermano del secretario del Emperador, que tal vez siguiera desconfiando del Papa. Pero durante unos años Juan se encuentra, al parecer sin problemas, al servicio de Clemente VII, hasta la muerte del Pontífice en 1534 (con el paréntesis de una breve estancia en Bolonia, y otra, brevísima, en Nápoles para ocupar un efímero cargo de archivero); estos servicios se interrumpen con el sucesor, Pablo III, de la familia de los Farnesio, enemiga de los Médicis; en efecto, este nuevo Papa, al subir al solio pontificio, renueva totalmente el equipo de sus colaboradores. Por consiguiente, a partir de septiembre de 1535, Juan se encuentra en Nápoles; en este año se inicia su carteo con el cardenal Ercole Gonzaga que, junto con las cartas posteriores remitidas a De los Cobos, muestran a un Juan de Valdés inmerso en intrigas mundanas y políticas. En estas cartas abundan asimismo críticas feroces al Papa y a su entorno. Esta faceta mundana del gentiluomo di spada et cappa (así se le define en textos contemporáneos a él) que desempeña los cargos burocráticos y administrativos de “preceptor de las significatorias y veedor de los castillos”, resulta sin duda la faceta menos conocida; ha causado incluso cierta perplejidad, pues puede parecer en desacuerdo con el apacible mensaje evangélico de su doctrina. En realidad, aunque posteriormente se hayan inspirado en el valdesianismo sectores pacifistas del protestantismo (como los cuáqueros o los familistas), los historiadores modernos consideran la figura de Juan de Valdés no tanto dentro de una vaga espiritualidad, sino más bien en el ámbito de una concreta voluntad de reforma doctrinal, vivida y practicada dentro de la sociedad de su tiempo, a la espera constante de un deseado Concilio que ofreciera soluciones doctrinales —además de disciplinarias y pastorales —a los problemas religiosos de la época. No menos importante, y totalmente acorde con el espíritu de la Reforma, es su faceta de humanista erudito y docto en cuestiones lingüísticas, que se manifiesta en el Diálogo de la lengua, escrito en Nápoles en 1535, pero inédito hasta el siglo XVIII. Este diálogo, pequeña joya de la prosa castellana, surgió en Italia, en la estela de las discusiones humanistas en torno a la famosa questione della lingua, aunque su enfoque es mucho más vivaz que en los tratadistas italianos, que a menudo se perdían en teorías y a veces no mostraban ese dominio de diferentes competencias lingüísticas que le viene al autor de su anterior preparación universitaria de Alcalá. En el marco apacible de una conversación informal entre dos italianos y dos españoles, no exenta a veces de ciertos tonos de polémica y fina ironía —algo bien diferente a las gramáticas o artes exclusivamente normativas como la de Nebrija—, afloran en esta obrita de carácter misceláneo conceptos importantes para la época sobre la lengua castellana, su origen y evolución diacrónica; asimismo, se perfila un primer esbozo de la historia de su literatura, con juicios valorativos que reconocen la producción italiana como modélica, pero también reivindican la autonomía y originalidad de la tradición castellana. El diálogo utiliza el esquema literario del escribano secreto que ha ido registrando la conversación, que se supone haya tenido lugar realmente, remedando, así, una situación habitual. Al ser el propio autor el interlocutor principal de la obra, los demás personajes le admiran y reconocen como maestro en cuestiones lingüísticas, pero aluden a veces a “otras” reuniones y a sus enseñanzas en otros ámbitos. Las relaciones sociales, vertiente “mundana” representada por esta obrita, y la actividad evangelizadora de Juan de Valdés parecen de este modo simultáneas; surgió, sin embargo, la hipótesis —propuesta en 1938 por E. Cione— de que hubiera un momento de desilusión y fracaso político que lo llevara a decantarse por una meditación exclusivamente religiosa; hipótesis no suficientemente documentada.
De lo que no cabe duda es de que, en los últimos seis años de su vida, transcurridos en Nápoles (1535-1541), la reflexión religiosa se intensifica y cuaja en una considerable cantidad de obras de gran densidad y extensión. De éstas, únicamente el Alfabeto cristiano —del que sólo se conserva la versión italiana— está escrita en forma de diálogo entre el propio Valdés y su discípula predilecta, Giulia Gonzaga, sobrina del cardenal amigo del autor. En las restantes obras de esta etapa se decanta por el tratado breve, o el comentario a un texto bíblico (como el extenso Comentario al Evangelio de Mateo, conservado en castellano y también en la traducción italiana); en cuanto a la reflexión principal en torno a los temas teológicos debatidos en la época (redención por el sacrificio de Cristo, valor discutible de las obras y de los sacramentos, devotio moderna etc.), Valdés la filtra a través de su particular amalgama de razón y fe, y la expone como “consideración”. La obra titulada Ciento diez divinas consideraciones constituye, sin duda, la más importante desde el punto de vista de la doctrina religiosa; su circulación fue amplia, aunque clandestina, en el proceso de expansión del valdesianismo a partir de la zona de Nápoles y, sucesivamente, desde Viterbo. Estas Consideraciones, escritas originariamente en castellano, fueron traducidas tempranamente al italiano por Celio Secundo Curione y fueron editadas en español en el siglo XIX por L. de Usoz (lo que se llama una “retroversión”, revisada sobre un manuscrito de Hamburgo, pero con ortografía lamentable); finalmente en el siglo XX se ha descubierto otra versión original castellana más completa, que ha sido publicada por J. I. Tellechea Idígoras. Con toda seguridad, cada una de estas “consideraciones” fue escrita antes o después de su exposición oral en un círculo de adeptos. Respecto a la composición de este círculo, consta que se adhirieron a él personajes destacados de la aristocracia y de la cultura local, con una notable participación femenina (entre estas damas, además de Giulia Gonzaga, la más conocida es Vittoria Colonna, poetisa amiga de Miguel Ángel); y la actitud esencialmente nicodemista de estos disidentes de la iglesia de Roma, caracterizada por la disimulación y la prudencia, contribuye a esta visión moderada e intimista. Pero estudios recientes y rigurosos tienden a desechar la imagen de un cristianismo de élite (es decir, limitado a la interioridad de almas refinadas), basándose en una documentación que da fe de cierto activismo proselitista totalmente comprometido por parte de los valdesianos. Además, una prueba segura de que la difusión de la doctrina valdesiana penetraba peligrosamente en capas populares, es que los escritos de Juan de Valdés servían de guiones o esquemas para los sermones del predicador capuchino Bernardino Ochino, famosísimo en toda Italia, que acabaría refugiándose en Suiza, y sucesivamente en Polonia y en Moravia. Y que el valor subversivo del valdesianismo no fuese sólo teórico, lo demuestran las persecuciones de la Inquisición a sus seguidores, con las que ha quedado afianzada, desde luego, su tradicional figura de hereje (reflejada, con gran parcialidad, principalmente en la Historia de los heterodoxos españoles de M. Menéndez Pelayo). De salud delicada y frágil, la muerte le sobrevino a Juan de Valdés en 1541, cuando al parecer se le estaba preparando un segundo proceso en Italia; pero la persecución más fuerte se inició con una bula de 1542, que provocó la diáspora de algunos valdesianos (Pierpaolo Vergerio, Pietro Martire Vermigli, Bernardino Ochino) y el procesamiento de otros (entre ellos Pietro Carnesecchi, sospechoso por sus contactos con Valdés en 1540, acabará quemado en la hoguera en 1567). La temprana muerte del maestro (llorado como un compiuto uomo por el humanista Iacopo Bonfadio), en palabras de J. C. Nieto, “frustra a los eruditos valdesianos, pues no vivió lo suficiente para afrontar aquel momento crucial”; es decir, no nos es dado saber cómo habría reaccionado. La escasez de la documentación sobre la biografía de Juan de Valdés (cuyos datos esenciales han sido recabados de su correspondencia, y sobre todo de las declaraciones de testigos en procesos inquisitoriales de la época: en España los de Pedro Ruiz de Alcaraz, María de Cazalla, Juan de Vergara; en Italia el proceso de Pietro Carnesecchi) queda así unida a su desaparición repentina, a la transmisión clandestina de sus obras y a la extrema discreción con que, contadas veces, él mismo aludió a detalles concretos de su actividad. Todo ello ha generado las valoraciones más dispares: su adscripción a un catolicismo crítico, a un erasmismo con matices, a sectores muy específicos de la Reforma, a una posición personalísima de “primer valdesiano”... Por encima de ello, sin duda, hay aspectos de su figura que no ofrecen lugar a discusión. Tales son: la importancia de su producción literaria, desde la sensibilidad con que tradujo del hebreo (su versión castellana del Salterio ha merecido los elogios de su detractor M. Menéndez Pelayo), hasta la gracia de la prosa original del Diálogo de la lengua; asimismo, la aportación a la historia de la cultura de su profunda reflexión sobre la vivencia de la fe (resumida en la famosa frase “todo el negocio cristiano no consiste en ciencia, sino en experiencia”); su preparación humanista, acrecentada por el contacto con Erasmo y con las mentes más fecundas de Italia y de Europa; su considerable apertura intelectual y su talante reformista dentro de la general inquietud religiosa del Renacimiento español.
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Cristina Barbolani