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Alfonso Fernández de Córdoba

Biografía

Fernández de Córdoba, Alfonso. Alfonso de Aguilar. Titular de la casa de Córdoba (VIII), señor del estado y mayorazgo de Aguilar (V). ?, 1447 – Sierra Bermeja (Málaga), 1501. Noble, caballero.

Hijo y heredero de Pedro Fernández de Córdoba. Cuando murió su padre contaba sólo ocho años de edad, por lo que su madre, Elvira de Herrera, asumió la tutoría, por voluntad de su esposo, durante el período de la minoridad. A partir de su mayoría, Alfonso Fernández de Córdoba, conocido habitualmente como Alfonso de Aguilar, se situó en primera línea no sólo de la nobleza cordobesa, sino del grupo altonobiliario andaluz y, en general, de la alta nobleza castellanoleonesa.

La documentación que ilustra sobre las distintas facetas de su vida —su activa trayectoria política, su capacidad de control del Concejo cordobés, su complejo marco de relaciones internobiliarias, así como su intensa vida militar y su gestión al frente del patrimonio y estado señorial— es muy abundante y suficientemente precisa, de modo que, sobre todo a partir del tercer cuarto del siglo XV, se puede seguir con detalle su actividad en todos esos ámbitos.

La actuación política del señor de Aguilar atravesó varias etapas. La primera corresponde al reinado de Enrique IV, y concretamente a la guerra civil, enmarcada por la rebelión nobiliaria que derrocó al Monarca en efigie, para coronar al infante don Alfonso, en un golpe de fuerza, en Ávila, en junio de 1465. Después de un período de titubeos, y de una neutralidad expectante, Alfonso de Aguilar se integró en el amplio sector de nobles alfonsinos, protagonistas de la fuerte resistencia frente a Enrique IV, aunque no tanto por razones puramente políticas o ideológicas, sino, por encima de todo, en busca de su provecho particular. En palabras de Ramírez de Arellano, “si don Alfonso fue partidario del infante, no lo fue sino en apariencia. Él no era partidario más que de sí propio”.

En efecto, su sintonía política con Pedro Girón y con el marqués de Villena, a la cabeza de los rebeldes frente el Rey, estuvo condicionada, básicamente, por las promesas recibidas; entre ellas, la devolución de la tenencia de Alcalá la Real, que habían desempeñado sus antecesores, y la entrega de los alcázares de Córdoba a su hermano, Gonzalo Fernández de Córdoba, el futuro Gran Capitán.

Su gran deseo era lograr el dominio de Córdoba, y para ello nada mejor que trasplantar a la ciudad las turbulencias del reino, enfrentándose a sus oponentes, los nobles enriqueños cordobeses, acaudillados por su gran rival, y al mismo tiempo, pariente, el conde de Cabra, titular de una de las líneas familiares desgajadas del tronco común de la casa de Córdoba. Ambos se convirtieron en cabezas de los dos bandos nobles que, abrazando cada una de las opciones políticas del reino, se enfrentaron a lo largo de todo este período en la ciudad y su tierra, y que, utilizando sus respectivos nombres, bien podrían ser identificados como “aguilaristas”, es decir, alfonsinos resistentes frente al Monarca, y “cabristas”, o seguidores de Enrique IV.

Durante esa etapa, Alfonso de Aguilar promovió el estrechamiento de lazos con sus vasallos, criados y clientes para integrarlos en una estructura de relación vertical, de sentido básicamente clientelar. Con ellos reforzó su bando, partido o facción, en el que, además, se alinearon numerosos miembros de la nobleza cordobesa mediante la firma de pactos, alianzas, y, en suma, confederaciones. En éstas participaron, entre otros, su pariente el alcaide de los Donceles, el señor de Santa Eufemia y Luis Méndez de Sotomayor. Los enfrentamientos, que se tradujeron por toda la ciudad en reyertas callejeras, en las que se utilizaba como fuerza de choque a los sectores populares, e incluso a los desclasados, se desplazaron también a las villas dependientes de la jurisdicción ciudadana y a los señoríos de los nobles cordobeses.

Durante muchos momentos, el señor de Aguilar se convirtió en dueño absoluto de Córdoba, y desde allí movía los hilos para asegurar el dominio de las grandes urbes andaluzas por el partido del infante.

Cuando, a la muerte de éste, Enrique IV recuperó el control, Alfonso de Aguilar, de forma tan astuta como su valedor Juan Pacheco, del que fue, además, yerno, modificó su opción política y se situó a la sombra del perdón regio, para acomodarse a las circunstancias.

Así, con ocasión del viaje del Rey a Córdoba, en junio de 1469, formó parte, en posición destacada, de los nobles que firmaron, en la presencia regia, una concordia con la que prometían pacificar la ciudad, acabando con las luchas de bandos, lo que le supuso la pérdida de algunos derechos, como el control de la torre de La Calahorra y del alcázar, que fue entregado de nuevo al conde de Cabra, pero recibió del Monarca algunas concesiones, como la tenencia de Antequera. La política conciliadora del Rey no produjo en Córdoba los resultados apetecidos y la fuerte rivalidad entre el señor de Aguilar y el conde de Cabra no desapareció.

La chispa que hizo estallar de nuevo el enfrentamiento la provocó Alfonso que, valiéndose de una estratagema, mandó tomar como rehenes a dos hijos del conde en octubre de 1469, para hacerse de nuevo con La Calahorra y el alcázar. El asunto provocó un famoso desafío del conde a celebrar en un lugar entre sus respectivos señoríos de Cabra y Aguilar, como árbitro el rey de Granada, y que, ante la incomparecencia de Alfonso de Aguilar, acabó en una bufonada.

Durante esta época, el de Aguilar protagonizó también fuertes tensiones con el obispo de Córdoba, Pedro Solier, entre otras razones por su sintonía con los judíos conversos, que molestaba profundamente al obispo, y que derivaron, al fin, en un violento incidente en el otoño de 1471. En los comienzos del siguiente, el señor de Aguilar se hizo jurar fidelidad por los jurados cordobeses, poniendo de manifiesto su indiscutible autoridad en la ciudad. No obstante, nuevos enfrentamientos con el conde de Cabra que provocaron, entre otros episodios, el apresamiento por éste del hermano de Alfonso, Gonzalo Fernández de Córdoba, pusieron en peligro la posición de fuerza del señor de Aguilar, hasta que, en junio de 1475, se firmó una tregua por un año para acabar con las tensiones entre los bandos y restablecer el orden en la ciudad.

A la muerte de Enrique IV, la crisis sucesoria que estalló en el reino tuvo su escenario también en la ciudad y la tierra de Córdoba, donde la actuación de Alfonso de Aguilar siguió siendo muy destacada, desde su posición de resistencia antiisabelina, y, opuesta, por tanto, al conde de Cabra y los suyos, seguidores de Isabel. A punto de finalizar la guerra de sucesión, el viaje de los Reyes a Andalucía, en el verano de 1477, supuso el fin de la resistencia nobiliaria, y Alfonso de Aguilar tuvo que ceder en su oposición, para someterse a la autoridad regia, como se puso de manifiesto ya desde la estancia de los soberanos en Sevilla, desde donde recibió órdenes de entregar el alcázar, la torre de La Calahorra y algunas villas cordobesas de las que se había apoderado.

A la llegada real a Córdoba, en el otoño del año siguiente, el de Aguilar se dispuso al recibimiento, aunque, al parecer, con gestos de cautela para poder huir rápidamente, por temor a una reacción adversa de la Monarquía, que no se produjo. Finalmente, el 11 de diciembre de 1478, Alfonso participó, con el resto de miembros de la nobleza cordobesa, en la concordia firmada ante la Reina, por la que confirmaban la que se produjo en 1469, bajo Enrique IV, dando fin, de momento, a las banderías nobiliarias en Córdoba y su tierra.

La otra vertiente de su actuación se centró en la frontera granadina. Ya desde el reinado de Enrique IV, mientras se encontraba implicado muy directamente en la política local, Alfonso de Aguilar no olvidaba su posición de destacado noble fronterizo.

Allí ocupó la tenencia de la importante plaza de Antequera y prestó servicios, en la línea seguida por sus antecesores, en las relaciones entre Castilla y Granada, firmando, por encargo de Enrique IV, treguas con los musulmanes. Pero, sobre todo, destaca su activa y constante participación en la gran empresa de la conquista de Granada bajo los Reyes Católicos.

Puede detectarse su intervención desde las primeras campañas preparatorias, en 1482, manteniendo un elevado número de jinetes, lanceros y ballesteros, a la vez que extendía su aportación a la guerra con la venta de cereal, que obtenía de sus tierras y señoríos, y, sobre todo, con la entrega a la Monarquía de un préstamo de siete millones de maravedís, por lo que los Reyes le concedieron la fortaleza de Montefrío, con la jurisdicción. Como consecuencia de su relevante intervención en la conquista del reino nazarí, Alfonso de Aguilar recibió, el 23 de junio de 1492, los señoríos de Armuña, El Sierro, Suflí y Lúcar; extendió así su estado señorial hacia estas tierras almerienses. Como era habitual en el caso de los miembros de la alta nobleza, estas villas incorporadas, pequeñas y poco pobladas, eran meros apéndices de sus grandes estados señoriales, pero tenían un significado especial, en el contexto de la organización del nuevo reino recién incorporado, a partir de la fórmula señorial, que pusieron en práctica numerosos nobles castellanos, y, en especial, los andaluces.

A partir de ese momento, Alfonso de Aguilar vivió, sobre todo, en sus dominios, interesado por la administración de su patrimonio, que experimentó un importante incremento durante su titularidad, y por la buena marcha de los asuntos internos de la casa. Pero los últimos momentos de su vida estuvieron marcados, de nuevo, por su actividad militar frente al Islam: en 1501, para atajar la rebelión de los moriscos de las Alpujarras, los Reyes lo nombraron, junto con el conde de Cifuentes, caudillo del ejército encargado de reprimir la rebelión. Acompañado de su primogénito, Pedro Fernández de Córdoba, llegó al escenario de la lucha, a mediados de marzo, y decidió adentrarse con los suyos en la Sierra Bermeja, de forma imprudente, ya que cayó en una celada en la que su hijo resultó herido y él murió a manos del ferí de Ben Estepa. Su cadáver quedó en el campo de batalla, pero pudo ser rescatado por su criado Luis de Nicuesa, al que el heredero y la viuda del señor de Aguilar recompensaron después generosamente. El suceso de su muerte fue inmortalizado en romances populares, en los que se alude a la trascendencia de su fama en el futuro, y ha quedado recuerdo en un pendón conmemorativo que se conserva en Priego.

Había casado con Catalina Pacheco, hija del marqués de Villena, y tuvo con ella cinco hijos. Redactó su testamento en La Rambla, el 8 de mayo de 1498, por el cual instituía un nuevo mayorazgo, compuesto por los señoríos conseguidos por merced regia en el reino de Granada, junto con casas y otros bienes en Córdoba y Granada, para su segundo hijo, Francisco Pacheco, que inició la línea de los futuros marqueses de Armuña. La sucesión en la casa de Aguilar recayó en el primogénito, Pedro Fernández de Córdoba, que recibió de los soberanos el título de marqués de Priego en 1501, poco después de su intervención, junto con su padre, en el episodio militar de Sierra Bermeja, en una manifestación de la gracia regia, que, sin duda, trataba de reconocer y premiar también los méritos del propio Alfonso de Aguilar.

 

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María Concepción Quintanilla Raso