Manrique de Lara y Sandoval, Pedro. Duque de Nájera (I) y conde de Treviño (II), señor de Amusco, Navarrete y Villoslada. ?, c. 1443 – Nájera (La Rioja), 1.II.1515. Adelantado mayor y notario mayor del reino de León, capitán general.
Pedro Manrique de Lara era nieto del gran Pedro Manrique —en cuyo honor ostentaba su nombre—, que se presentaba tanto como descendiente directo del primer rey Trastámara como miembro de la Casa condal de Lara y, por lo tanto, de la antigua nobleza castellana. Fue también señor de Amusco, Navarrete y Villoslada entre otros lugares. A lo largo de su agitada vida ostentó, entre otras, las dignidades de adelantado mayor del reino de León, notario mayor del reino de León, y tenente de fortalezas caso de Davadillos. También ejerció el cargo de capitán general de la frontera de Jaén y del reino de Navarra. Pedro era hijo de Diego Manrique, I conde de Treviño y adelantado del Reino de León, y de María de Sandoval, hija del conde de Castro y de Beatriz de Avellaneda. Del matrimonio nacieron también dos hermanas: Beatriz —esposa del I señor de Fuenteguinaldo— y Juana —esposa del I conde de Oñate—.
La primera noticia relacionada con Pedro se remonta a su niñez y puede explicar la mala relación que siempre tuvo con su madre. Su padre murió en 1458 y su tío, el conde de Paredes, hermano del difunto, quiso actuar como su tutor. La madre de Pedro, apoyada por su amante, el conde de Miranda, Diego de Stúñiga, resistió esa intervención contando con la ayuda inestimable del propio Enrique IV, que respaldó a la condesa viuda y obligó al de Paredes a devolver Treviño, autorizándole sólo a plantear una reclamación por vía judicial.
Aun cuando su actuación se afianzó a partir del principado de Isabel —desde 1468—, durante el reinado de Enrique IV, el joven Pedro comenzó a gozar de cierto protagonismo. Dos cuestiones —personales— le llevaron al primer plano de la vida del reino: su matrimonio y la tormentosa relación con su madre.
María de Sandoval, a pesar del gran afecto que profesaba a su esposo Diego —un matrimonio por amor, según rezan las fuentes de la época—, se convirtió, dos años después de enviudar, en la amante del conde de Miranda, que, con el tiempo, se convirtió, como buena parte de su clan, en un ferviente alfonsino. Eso puede explicar el trasvase a las filas enriqueñas de Pedro Manrique en 1467 a pesar de que el linaje Manrique era incondicional de la causa alfonsina y el propio conde de Treviño había recibido mercedes del rey Alfonso.
Uno de los episodios más llamativos y relatados por los cronistas —particularmente Palencia— se produjo tras la batalla de Olmedo, en el verano del 1467. Pedro estaba ya en las filas enriqueñas y se dirigía con parte de las tropas a Segovia, ciudad que había sido tomada por los alfonsinos. Al pasar por Íscar, pidió permiso para tomar la fortaleza donde se encontraba su madre. Aunque tiempo después la cincuentona condesa viuda se casaba con su amante —que, a su vez, había abandonado a su joven esposa por ella—, eso no aplacó las iras de su hijo. Pedro la prendió e intentó despojarla de sus bienes, comenzando entonces un interminable pleito por haberse hecho Pedro con bienes por valor de 8.000.000 de maravedís. El Consejo Real condenó al Manrique a abonar las indemnizaciones correspondientes, lo que le obligó a desprenderse del Adelantamiento de León así como de ciertas villas alavesas. Aunque en 1479, su madre le entregó varias villas a cambio de una renta para su sostenimiento, Pedro invadió —seguramente en connivencia con el mariscal García de Ayala— la casa donde ella se hallaba, conduciéndola presa a Nájera. De nuevo viuda, su hijo la acosó hasta recluirla en un convento, y no en el que su madre hubiera querido profesar, sino en otro en donde pudo controlarla mejor.
Una segunda cuestión personal referente al conde fue su matrimonio con la supuesta favorita del rey Enrique IV, una dama de la reina portuguesa Juana, llamada Guiomar. Esta dama, hija del conde portugués Álvaro de Castro, fue utilizada por el Rey —interesado en desmentir su impotencia—, que la presentó como su amante. Los escándalos en la Corte, relacionados con Guiomar, eran bastante frecuentes y el Monarca comenzó a cansarse de ella, desterrándola a Guadalupe por orden de la Reina y de Beltrán de la Cueva. Pero, en el fondo, Enrique IV quería recompensarla con un matrimonio importante. La ocasión se le presentó propicia cuando el joven —debía de ser mucho más que su futura mujer— Manrique se enamoró —tal vez interesadamente— de aquella mujer de fama maltrecha y aún grandes influencias. Pedro ya había intentado casarse con una hija de Juan Pacheco, el marqués de Villena, que fracasó, lo que le sumió en la frustración y también puede explicar su postura cambiante en la guerra civil de 1465, cuando se mudó del campo alfonsino al enriqueño. Antes de casarse con Pedro, Leonor le había prometido que trabajaría sin descanso para arruinar al favorito —en vano— de Enrique IV, si se desposaba con ella. Y el II conde de Treviño lo hizo en secreto con una novia realzada con una impresionante dote del propio Rey.
Nunca tuvo otra mujer legal que Guiomar.
Muerto Alfonso XII (1468), se produjo el acto de Guisando en donde Enrique IV reconoció a su hermana Isabel como heredera de Castilla. El II conde de Treviño se presentaba como un enriqueño seguro, pero su acercamiento a los príncipes fue cada vez más tangible, influido también por hermanos y sobrinos.
Su papel en Vizcaya y en la frontera de Navarra en 1471 fue esencial —instando al retorno de la alianza con los beamonteses herederos y continuadores del príncipe de Viana— para el reconocimiento de los futuros Reyes Católicos. A Fernando no se le pasó por alto el detalle y el 22 de diciembre de 1472 le expresaba su agradecimiento. El 6 de febrero de 1475 se le nombró tesorero del condado de Vizcaya y Encartaciones.
Antes de esa situación, el conde de Treviño había sido clave para que se pudiera llevar a cabo el matrimonio de los futuros Reyes Católicos. Permitió, entonces, el paso de la expedición —en donde iba disfrazado Fernando al encuentro de Isabel— que franqueaba sus tierras El alcaide de Osma avisó de la llegada del príncipe a su señor jurisdiccional. El conde de Treviño cabalgó a su encuentro para dar la bienvenida y proteger con sus lanzas a su primo segundo y le anticipó el tratamiento de Castilla en nombre de Isabel. Protegido por las lanzas y con sus ropas prestadas, Fernando llegó a tiempo a contraer matrimonio.
Pero el apoyo a los príncipes no le resultó fácil. En el conflicto por la posesión de la villa de Carrión, antiguamente solar de los Mendoza y parte del señorío del conde, Enrique IV no dudó en confiscársela como castigo por haber reconocido a los príncipes como herederos frente a su hija Juana.
Si había algo que caracterizaba al conde de Treviño no era precisamente su espíritu pacífico, sino el guerrero, que lo utilizó no sólo en los enfrentamientos armados sino en las luchas surgidas dentro de su patrimonio.
Sirva de ejemplo el caso de Navarrete, que, en la década de los noventa, sufrió la presión del duque para controlar al concejo, algo que lograría provocando el descontento de buena parte de los habitantes de la villa.
Como maestro en la guerra, destacó haciendo gala de una gran destreza militar particularmente en la Guerra de Granada. En aquella contienda tomó parte en las campañas y sitios de Tájara, Coín, Cártama, Vélez, Málaga, Loja, Baza. Su contribución en hombres de guerra de diferentes tipos —jinetes y espingarderos— y la participación de algunos de sus hijos le valieron el 30 de agosto de 1482 la dignidad ducal sobre la ciudad de Nájera, capital de su condado de Treviño.
La muerte de la Reina Católica (1504) provocó un cambio drástico en la actitud del siempre violento Pedro.
Y así, retó a un verdadero pulso a su primo el Rey regente organizando un frente antifernandino.
Quería imponer a cinco Grandes, incluido él, en el Consejo Secreto de Castilla. Consecuentemente, se decantó por Juana y Felipe; no en vano era padrino de su hijo Fernando, nacido en 1503. Frente a Cisneros y al duque de Alba, el de Nájera, en palabras del cronista Zurita, “sin ningún medio comenzó a hacer muy grande contradicción, cuanto pudo, con sus amigos y deudos, y fue el que se declaró más en procurar que otros Grandes no viniesen en ello”. Una vez desaparecido Felipe el Hermoso del escenario, Pedro Manrique, con su partido, se mostró favorable a que el heredero Carlos, tutelado por su abuelo el emperador Maximiliano y no por su otro abuelo, Fernando, se hiciera cargo del gobierno. Incluso, en plena furia entre partidos, ayudó al ilustre prisionero de Estado, César Borja, a huir del castillo de La Mota y ponerse a las órdenes de Juan de Albret. No sirvió que la reina Juana —bajo la influencia, sin duda, de Cisneros— revocara mercedes que su marido había entregado a los miembros del partido antifernandino, entre los que se encontraba el duque de Nájera.
Pedro, sin embargo, siguió contumaz en su enfrentamiento con Fernando, lo que no le impidió actuar como militar y también, por su avanzada edad, como embajador, ante el enemigo, en las campañas que llevarían a la anexión de Navarra. Pedro Mártir de Anglería no duda en compararle a Gonzalo Fernández de Córdoba. En una de las campañas de Pamplona, los franceses, que abandonaban la ciudad sabiendo “de la fama e gloriosa memoria que en las armas sabía”, se encontraron con un gesto de magnanimidad. Vencidos en retirada, el duque, capitán general en Navarra, se negó a masacrarlos aludiendo al dicho “a enemigo que fuye, puente de plata”. La actuación desagradó profundamente al Rey, que le obligó a entregar todas las fortalezas al duque de Alba también a modo de castigo por su rebeldía y negativa a aceptarle como gobernador del reino. Era el año de 1507 y se marcaba el ocaso militar de aquel hombre ávido de gloria, del que existen noticias sobre su persona en Navarra hasta 1512.
Su vida familiar fue tormentosa. Tuvo nueve hijos con su única esposa, Guiomar de Castro, pero no menos de quince con otras mujeres. En la mayoría de los matrimonios de sus hijos intervino de forma expeditiva.
Así actuó en el doble matrimonio aragonés de su heredero en el mayorazgo, Antonio, y de su hija Francisca.
Los hermanos Manrique se casaron con los hijos del duque de Cardona y marqués de Pallars, Juana y Fernando Folch. Fiel a su estilo, Pedro Manrique le impuso a su suegro que renunciara en su yerno algún título suyo.
Con el resto de sus hijas legítimas no dejó escapar la posibilidad de aumentar patrimonio, poder, y hasta saldar deudas. Brianda fue esposa del conde de Lerín, Luis de Beaumont; Isabel abadesa el monasterio de Las Huelgas de Burgos; Juana, esposa de Víctor de Guevara; Leonor, esposa del conde de Ayamonte, Francisco de Zúñiga. Su hija María se casó con Luis, primogénito del III conde de Castañeda. En 1488 a su hija Guiomar la desposó con Carlos de Arellano, conde de Aguilar, para finiquitar la querella que con aquel linaje tenía y que, de no haberse producido el matrimonio, estaba obligado a indemnizar. La indemnización se convirtió en dote.
Tal fue la enajenación que hizo de su mayorazgo para las dotes de sus hijas que los Reyes Católicos se vieron obligados a intervenir, en 1489, para defender los legítimos derechos de su hijo Antonio, verdaderamente aterrorizado por el carácter de su padre. En 1493 el I duque consiguió el privilegio de que todos los primogénitos sucesores en el condado pudieran usar el título de conde de Treviño. Su hijo Antonio fue el primero en disfrutar de esa condición, si bien murió relativamente joven, en 1535 no sin antes haber ostentado el título de virrey, gobernador y capitán general de Navarra. Fue, asimismo, caballero de la Orden del Toisón de Oro.
De las diez hijas bastardas, sólo una contrajo matrimonio —Marina, con el señor de Amaya, Diego—.
Otras siete profesaron como religiosas —Amaya, Aldonza, Ana, Juana, Teresa...— y de dos no se sabe más. A su hija, también bastarda, Ana —habida, junto con Luis, de su prima hermana María— le entregó 4.000.000 de maravedís siempre que se casase con la voluntad de sus tutores.
Todos sus hijos destacaron como expertos militares —desde Jorge, que se llamaba como su pariente, el poeta— hasta sus otros muchos bastardos, a saber, Claudio, Felipe, Lorenzo, todos ellos destacados capitanes tanto en Granada como en las campañas navarras.
Luis, señor de Alensanco, fue caballero de la Orden de Alcántara, y García ostentó la dignidad de canónigo y tesorero de la iglesia de Toledo.
Sus últimos años los pasó el duque enfrentándose a sus alborotados vasallos, ya que la participación en las operaciones militares le condujeron al establecimiento de un protectorado sobre Navarra e incluso Logroño se sintió amenazada y la ciudad de Nájera se levantó contra él. Y, como no podía ser de otra manera, fue conflictivo incluso a la hora de ser enterrado.
Pedro Manrique hizo testamento, el mismo año de su muerte, el 22 de enero de 1515. Su patrimonio era extraordinario. En su Corte, a modo de la regia, no faltaba ni el último oficial. En su testamento dejó claro quiénes de sus hijos quedarían al servicio de la Iglesia —encomiendas de órdenes militares incluidas— y quiénes debían servir en la Corte. Finalmente decidió, como buena parte de sus parientes, ser enterrado en el monasterio de Santa María la Real de Nájera. Pero, otra vez, sostuvo una tormentosa relación con la institución al inmiscuirse en su proceso de reforma y, a pesar de sus muchas donaciones, el monasterio se negó a que fuera enterrado dentro de sus muros, porque había elegido un lugar más alto que el propio altar mayor, donde se hallaba el sacramento y los santos mártires. A pesar de la resistencia del monasterio, su primo y adversario el Rey Católico hubo de interceder y consiguió que Pedro, el violento I duque de Nájera, reposara donde él deseaba. Fue su última imposición.
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Dolores Carmen Morales Muñiz