‘Abd Al-Raḥmān I: Abū l-Muẓaffar ‘Abd al-Raḥmān b. Mu‘āwiya b. Hišām b. ‘Abd al-Malik b. Marwān al-Dājil (el Emigrado), apodado también El sacre de Qurayš. Villa de al-‘Ulyà, lugar de Siria entre Palmira y Damasco (Siria), 113 H./731 C. – Córdoba, 25 rabi´ii de 172 H./30.IX.788 C. Fundador y primer emir Omeya de Córdoba (independiente), urbanizador del territorio, organizador de la administración y de los ejércitos del emirato, poeta, orador elocuente e ingenioso y hombre de gran cultura.
No se sabe exactamente dónde nació, unos dicen que en Dayr Ḥanīna y otros, como Ibn Ḥayyān (por cuya opinión nos inclinamos), en al-‘Ulyà, villas ambas relativamente cercanas a Damasco. Nieto del califa Hišām b. ‘Abd al-Malik, reinante entre 105/724 y 125/745, su padre Mu‘āwiya murió bajo el reinado del citado califa. Su madre Rāh (Alegría) era una esclava bereber originaria de la tribu Nafza; este vínculo norteafricano explica en buena medida la huida hacia Occidente, donde en un principio intentó hacerse con el dominio de un territorio o de una provincia.
Poco se sabe de su niñez y adolescencia. Cuando los abasíes mataron al último califa omeya, Marwān II, el 7 de Julio de 750, Abderramán apenas llegaba a los 20 años. Los abasíes, deseosos de acabar con cualquier pretendiente omeya, proclamaron una falsa amnistía para los miembros de la familia reinante; pero fue violada, produciéndose la matanza de Abū Fuṭrus, no lejos de Jaffa en Palestina, donde cerca de ochenta omeyas perdieron la vida, escapando sólo los nietos del califa Hišām que no habían creído en tal amnistía.
Con todo, uno a uno fueron cayendo, no librándose más que el joven Abderramán, sus dos hermanas, Umm al-Aṣbag y Amat al-Raḥmān, y su hijo Sulaymān de tan sólo cuatro años, y algunos de sus fieles, entre ellos sus clientes Badr y Sālim Abū Šuŷā‘. Primeramente, huye hacia el Éufrates, quizá con el propósito de despistar a sus perseguidores, antes de dirigirse por el istmo de Suez a Egipto, donde sus hermanas se radicaron. Abderramán continúa su huida hacia el Oeste con su hijo, en compañía de sus clientes más fieles se refugia en Barqa (Cirenaica), desde allí se dirige a Ifrīqiya (actual Túnez), pensando recibir buena acogida del gobernador del territorio, ‘Abd al-Raḥmān b. Ḥabīb al-Fihrī —pariente cercano de Yūsuf al-Fihrī, valí de al-Ándalus— en su capital del al-Qayrawān. Receloso, sin embargo, de las ambiciones de poder de los príncipes omeyas —pues antes habían venido otros de su estirpe al país— y por más que se hubiera declarado contrario al cambio de régimen y a la dinastía abasí, tenía la intención de aprovecharse de las circunstancias para transformar su provincia en estado independiente e inaugurar su propia dinastía. Obviamente intentó deshacerse del Emigrado que, avisado, buscó refugio entre los Banū Mugīṭ, clientes del califa omeya ‘Abd al-Malik b. Marwān. Mas, sintiéndose inseguro, pasó a territorio de los beréberes Miknasa. Aposentado en el lugar de Bāra, en medio de grandes dificultades se salvó gracias a la mujer de Abū Qurra Wānsūs al-Barbarī, buscando refugio en Sabra, entre los beréberes Nafza, contríbulos de su madre, donde obtiene ayuda monetaria de sus clientes.
Viendo la imposibilidad de hacerse con un reino en Ifrīqiya y en el Magreb Extremo es cuando el Emigrado piensa en la posibilidad de desplazarse a al-Ándalus. Ante el continuo fracaso de sacar provecho de la empresa, su cliente Sālim lo abandona para volver a Siria, lo cual lamentó no poco Abderramán, puesto que era “conocedor de al-Ándalus por haber entrado con [Mūsà] b. Nuṣayr, o después, y había participado en las campañas [de conquista]”. Trasladándose a territorio zanāta, el omeya se aposentó en Mugīla, a orillas del Mediterráneo. Desde allí ordena a su liberto y cliente Badr, que se ha convertido en su mano derecha, que se ponga en contacto con los clientes omeyas residentes en al-Ándalus. Éste se entrevista con notables del ŷund (concesión territorial a gentes de armas sujetas a servicio militar) de Damasco y de Qinnasrīn, que representaba una fuerza de quinientos hombres de armas, los cuales, conscientes de sus deberes de clientela para con el príncipe desterrado, convinieron en ganarse el apoyo del qaysí (árabe del norte) al-Ṣumayl, aparente adlátere del valí Yūsuf al-Fihrí, en realidad hombre fuerte del país y jefe de la Marca Superior con sede en Zaragoza, donde se hallaba sitiado por una coalición de kalbíes (yemeníes o árabes del sur, mayoritarios en al-Ándalus y sin ningún poder) y de beréberes del noroeste peninsular. Aprovechando la ocasión, una delegación de clientes omeyas reunidos con Badr se unió a las filas del ejército qaysí que fue en ayuda de al-Ṣumayl. Éste, una vez salvada la situación, prometió apoyo al Emigrado, pero comprendiendo que aquello sería el final de las “libertades tribales” no tardó en desdecirse con aquella frase archiconocida: “Me parece que [ese ‘Abd al-Raḥmān] pertenece a una familia tal, que, si cualquiera de sus miembros mea en la Península, tanto nosotros como vosotros nos ahogaremos en su meada”.
Badr y los clientes omeyas radicados en el país, favorables a la causa del Emigrado, buscaron el apoyo de los kalbíes, que accedieron a prestarle su ayuda. Una delegación de ellos fue a buscar a su señor en una barca de pesca, la más grande que se pudo hallar, y tras pagar a los bereberes zanāta para que lo dejaran marchar, Abderramán desembarcó en Almuñécar en septiembre del año 755. Su odisea había durado unos cinco años.
El valí de al-Ándalus, sabiendo que una fuerza armada de trescientos jinetes protegía al recién venido, intentaría neutralizarlo ofreciéndole su hija en matrimonio y concediéndole el gobierno de las coras de Ilbīra y el Reiyo (Granada y Málaga). Mas el Emigrado, que se sabía apoyado por los árabes kalbíes, no aceptó el arreglo. Cabe reseñar que siendo Abderramán un árabe del norte, los apoyos de los árabes qaysíes fueron de mucha menor importancia. Contando ya con una fuerza de 2000 hombres, amén de algunos clanes beréberes, y con alianzas más seguras, se proclama Emir de al-Ándalus ante sus partidarios el 8 de marzo del año 756. Reconocido por los notables de Sevilla, hizo su entrada en la ciudad, donde recibió el 12 de marzo juramento de fidelidad de toda la población. Permaneció allí reuniendo tropas venidas del Algarbe y de otras coras y recibiendo a todos aquellos que se adherían a su causa; cuando se sintió lo suficientemente fuerte, se dirigió a Córdoba el 6 de mayo con el ejército que había formado, contando ya con 3000 jinetes, entre los que se hallaban destacados jefes y notables árabes.
El 14 de mayo, tras un enfrentamiento victorioso con las tropas del valí Yūsuf al-Fihrī y de al-Ṣumayl, Abderramán entró rápidamente en la capital para evitar saqueos y poner de su parte a la población, demostrando a la vez con ello que no era un ocupante, sino el legítimo gobernante y fundador de un nuevo régimen. Acto seguido fue reconocido por las gentes de Córdoba como emir, tomando posesión del dār al-imāra (casa del mando) tres días después. Luego que los familiares de Yūsuf lo hubieran desalojado; otra muestra más de su fino sentido político. La derrota de los qaysíes en al-Muṣāra no terminó con los problemas; pues, por más que hubiera terminado con un número importante de notables de los árabes del norte, no había acabado con Yūsuf ni con al-Ṣumayl. Refugiados el uno en Toledo y el otro en Jaén enrolaban en sus ejércitos a cuantos podían. Mientras el Emigrado, sacando partido de las rivalidades de los musulmanes andalusíes, afirmaba su poder. Finalmente se consigue el cese de las hostilidades por ambas partes. Se redacta un pacto según el cual sus rivales debían entregarle el mando, y si bien les aseguraba el disfrute de sus bienes y concedía un amán a ellos y a sus partidarios, el emir se quedaba con el mando y sus rivales eran obligados a vivir en Córdoba y a entregar rehenes. Sus dos jefes residirían en adelante en Córdoba. Yūsuf tendría que presentarse todos los días ante el nuevo emir, a más de entregarle en rehenes a dos de sus hijos, que estarían en dorado cautiverio en el alcázar cordobés. Una vez enderezados los asuntos serían puestos en libertad. Al-Sumayl, mientras, viviría en su casa del arrabal. El acuerdo se firma el 5 de julio de 756. A partir de ese momento, Abderramán inaugura un reinado que va a durar más de 32 años, periodo este que se le iría sobre todo en consolidar el estado cordobés naciente.
Comienza por organizar al-Ándalus estructurando la administración y el ejército, según el modelo del antiguo califato de Damasco. Al-Ándalus deja de ser con él la lejana provincia de un imperio para convertirse en un emirato independiente. No es ya un valí, un gobernador más quien rige en un determinado territorio, sino un emir que se titula Ibn al-jalā’if, “hijo de califas”, y tiene la pretensión de fundar una nueva dinastía, que de alguna manera es la continuación de la oriental. Su éxito en llevar a cabo su designio contra cualquier imponderable causó gran impresión en Oriente, tanto que el califa abasí Abū Ŷa‘far al-Mansūr, fundador de Bagdad, le daría al Emigrado el nombre de saqr Qurays, “sacre de Qurays”.
Efectivamente, Abderramán supo implantar unas medidas políticas, fiscales, administrativas, institucionales y militares en al-Andalus en circunstancias nada fáciles. Según el historiador P. Chalmeta, fue entre los años 756 y 757 cuando se sentaron los pilares de lo que será durante siglos el sistema andalusí. Sistema montado sobre una base económica regular y estable, e iniciar hacia el 767 las emisiones monetarias argénteas. El Emigrado intensificó la arabización o, mejor cabría decir, la sirianización de al-Ándalus, fomentando la inmigración de omeyas y clientes, lo cual dio lugar al surgimiento del ahl Quraŷs, “la gente de Qurays”, como grupo socioeconómico y la aparición de un núcleo de familias clientes, en las cuales se reclutarían los grandes cargos de la administración militar y civil andalusí durante el emirato y el califato. La reestructuración fiscal, judicial y del ejército conformará la evolución posterior del estado cordobés, al tiempo que sus edificios constituirán el modelo seguido durante siglos en el Magreb.
Lógicamente toda esta organización repercutió en una mayor presión fiscal afectando de distinta forma a los musulmanes y a los protegidos (cristianos, pronto mozárabes, y judíos) lo cual dio lugar a numerosas revueltas de todo tipo, de árabes, de beréberes, de neoconversos, etc. Los levantamientos fueron en sus años de reinado incesantes. Los favorecidos por el antiguo régimen se resignaban mal al nuevo estado de cosas. Yūsuf al-Fihrī residió en principio en Córdoba, más tarde, sin embargo, escapó violando su promesa y alzándose en franca rebelión en la zona de Mérida en 758, donde reclutó un ejército de 20.000 hombres, en su mayoría beréberes y baladíes, o sea, conquistadores de primera hora; pero fue derrotado en su camino a Córdoba por los gobernadores leales de Sevilla y Morón, aun contando con menos tropas, no más de 1.500 hombres, pero con mayores capacidades combativas estratégicas, algo que caracterizó largo tiempo a los sirios venidos con Balŷ al país en una segunda oleada. Yūsuf entonces se dirigió hacia tierras de Toledo por las que anduvo errante durante varios meses, siendo finalmente traicionado por sus partidarios que lo asesinaron en 759 y enviaron su cabeza al Emir, el cual no tardó en desembarazarse de al-Ṣumayl, que poco antes había sido encarcelado, siendo estrangulado en prisión en el mismo año.
Eso no le evitó el tener que hacer frente a sucesivas rebeliones de tipo diverso: Por un lado, se darían las provocadas por aquellos que habían perdido la preponderancia de otrora y por los nostálgicos del viejo régimen, bastante menos opresivo; por otro lado, los yemeníes que habían izado al nuevo emir llevaron mal no ser llamados para ejercer el poder; por otra parte los beréberes soportaban mal verse relegados y, en fin, otros se aliaron con enemigos exteriores.
A los tres años de la muerte del último valí de al-Ándalus, en efecto, Toledo se levantó al mando del jefe fihrí Hišam b. ‘Urwa, que gobernaba por su cuenta la antigua capital de los visigodos. Este alzamiento no sería sofocado hasta el año 764 en que el ejército omeya, mandado por Badr y Tammām b. ‘Alqama, restableció el nuevo orden. Los principales sediciosos fueron llevados a Córdoba donde serían crucificados. Todavía a fines del reinado de Abderramán, el único hijo superviviente de Yūsuf al-Fihrī, el ciego Abū l-Aswad Muḥammad, se levantó en Toledo contra el poder omeya; mas sería derrotado por el emir en persona el 11 de septiembre de 785.
Abderramán I también hubo de luchar contra los árabes yemeníes o kalbíes, sus aliados de primera hora, al no ver recompensado su apoyo como esperaban y sin poder ejercer ascendiente alguno sobre el soberano, tomaron parte en no pocas conjuras contra su régimen. En 763 el jefe árabe al-‘Alā’ b. Mugīṭ se levantó contra el emir en el distrito de Beja (sur de Portugal) enarbolando la bandera negra de los califas abasíes. Provisto de dinero e instrucciones precisas por el califa al-Mansūr había desembarcado en al-Ándalus con la promesa de obtener el gobierno del país si lograba destronar al usurpador omeya. Esto le atrajo no pocos partidarios especialmente yemeníes, el emir omeya llegó a estar sitiado en Carmona, pero una afortunada salida le dio la victoria, al-‘Alā’ pereció en el combate, así como destacados jefes de la insurrección. Las cabezas de todos ellos fueron embalsamadas y metidas en un saco, junto con el diploma de investidura y la bandera negra abasí. Un comerciante se encargó de dejar semejante regalo durante la noche en el mercado de al-Qayrawān (actual Túnez), dominio del abasí por entonces. Parece que el califa al saber la noticia en Bagdad exclamó: “Loado sea Dios, que ha puesto el mar entre ese demonio y yo”.
No por eso los yemeníes perdieron la esperanza de sacudirse el yugo del emir omeya y siguieron participando en otras rebeliones (Sevilla en 766; intento de la toma de Córdoba en ausencia del emir en 774). Se puede decir que los alzamientos yemeníes no cesaron hasta el año 780.
Asimismo, Abderramán tuvo que hacer frente a diversas revueltas beréberes en Santaver (provincia de Cuenca), en Levante, en Coria, etc. La más importante fue la insurrección promovida por “el fatimí” Šaqyā b. ‘Abd al-Wāḥid al-Miknāsī en 768, que llegaría a dominar la región que se extiende entre las cuencas del Tajo y del Guadiana. Después, desde la ciudad de Santaver se apoderó de las plazas de Coria, Medellín y Mérida, radicándose en Sopetrán (actual provincia de Guadalajara). El emir sólo pudo acabar con esta rebelión por medio de la traición y el soborno. Saqya fue asesinado por dos de sus partidarios en el año 776. Estas rebeliones hablan tanto de antagonismos raciales, como del malestar de los berberiscos verse relegados, habiendo sido ellos los primeros conquistadores de al-Ándalus.
Se constata, sin embargo, que gran parte del norte de la Península y la totalidad del cuadrante del noroeste peninsular tras el Sistema Central, escapan al dominio de Abderramán. “El primer emir independiente ya no pudo dedicarse a conquistar la parte del territorio que se le escapaba, de haberlo hecho, jamás habría fundado una dinastía. Tuvo, en efecto, que luchar contra demasiado disidentes, contrarrestando al tiempo las fuerzas centrífugas que amenazaban sus alianzas”. Incluso en ocasiones los propios dignatarios marwāníes intentaron destronarlo, vulnerando las reglas de la hospitalidad y de la lealtad, como ocurrió en el año 779-780 con el omeya ‘Abd al-Salām b. Yazīd y el propio sobrino del emir, ‘Ubayd Allāh b. Aban, que pagaron su audacia con la vida. Cuatro años después, el hijo de su hermano al-Walīd, al-Mugīra y un hijo de al-Ṣumayl conspiraron contra el emir, siendo por ello ejecutados.
Abderramán tuvo en fin que asegurar la frontera superior de la que ya Septimania no formaba parte, sobre todo su centro, o sea, la ciudad de Zaragoza, cuyos señores árabes Husayn b. Yaḥyā al-Anṣārī y su socio Sulaymān b. Yaqẓān para evitar el domino del omeya, este segundo, propuso buscar la ayuda de Carlomagno, por medio de Ibn al-‘Arābī, un notable de quién había partido la idea. La intervención de Carlomagno en al-Ándalus acaeció en mayo del año 778, sin los resultados esperados; ya que esperando no encontrar resistencia en Zaragoza, no venía pertrechado con máquinas de guerra para tomarla. Tras sus muros Husayn b. Yaḥyā al-Anṣārī que no había participado en los pactos de sus adláteres con Carlomagno, sabiendo que en última instancia lo despojarían de sus dominios, se alió con Abderramán decidiendo la resistencia. Carlomagno al encontrar una resistencia inesperada y considerándose traicionado, llevóse a su país a Sulaymān y a Ibn al-‘Arābī, retirándose a través de un desfiladero del valle de Echo, donde parte de la retaguardia del segundo ejército “fue detenida primero y aniquilada después”.
Tras el episodio de la invasión franca el emir organizó una campaña desde Zaragoza en el año 781 y se dedicó a recorrer las tierras atravesadas por los francos en su retirada, con el claro propósito de restablecer la hegemonía andalusí sobre esas regiones, imponiendo de paso tributos y obligando a los magnates locales a entregar rehenes. Las zonas sojuzgadas entonces fueron la Ribera, la Rioja, Navarra y Cerretania, que las fuentes tachan de tierra de infieles, y que, en efecto, estaban más allá de los límites de al-Ándalus, y constituían tierras de frontera (tagr), quedando fuera de la formación político-social y cultural de lo que será al-Ándalus. Años después (782-783) Abderramán debió tomar por la fuerza la ciudad de Zaragoza, batiéndola con almajaneques. Sus habitantes fueron expulsados por unos días de la ciudad. Ḥusayn fue ejecutado, así como sus cómplices, nombrando a su tío paterno ‘Alī b. Ḥamza como gobernador de Zaragoza para ser relevado no mucho tiempo después.
Abderramán I tuvo que procurar dinero a clientes y a omeyas, sobre todo tierras, de ahí que intentara recuperar las propiedades estatales; también, como señala Chalmeta, redujo las fincas de Artobás, descendiente de Witiza, pasando de 899 ó 599, a veinte, y suprimió el enclave cuasi-independiente de Tudmir (Teodomiro), reconocido mediante un pacto durante la conquista de al-Ándalus; lo cual trajo mayores bienes disponibles para el emir, pero también disidencias. Disidencias que serían conjuradas mal o bien mediante el alistamiento de un ejército privado. El emir comprendió que si quería hacerse con un poder estable e independiente tenía que tener una fuerza que sólo dependiera de él. Desde la victoria de al-Muṣāra (138/756) que le dio el dominio de Córdoba, advertido Abderramán que sus aliados yemeníes tramaban asesinarlo, se rodeó de una guardia de 700 hombres reclutada entre sus clientes, cordobeses, beréberes e incluso neoconversos; éste sería el núcleo de sus tropas de elite. Ocho años más tarde, con el propósito de acabar con Hišām b. ‘Urwa sublevado en Toledo, el emir ordenó prolongar los turnos permanentes de las tropas bajo las armas durante seis meses en lugar de tres.
Más tarde, en el año 764, luego de terminar con la última gran revuelta yemení, empezó a comprar esclavos (mamālik) y a reclutar masivamente beréberes para su ejército, llegando sus efectivos entre unos y otros a cuarenta mil, según algunos; cosa que llevaría al declive del ejército tradicional, reclutado dentro del país y a la paulatina substitución del mismo por mercenarios, esenciales en las posteriores victorias califales de la época de Almanzor. El mantenimiento daría lugar a mayores requerimientos fiscales, así como al establecimiento de un sistema de concesiones territoriales (iqtā‘āt).
Es obvio, por otro lado, que la transformación de una provincia en un reino o estado independiente traía consigo exigencias de diverso tipo, como son las defensivas, urbanísticas y suntuarias. Se repararon las murallas de Córdoba y de otras ciudades, especialmente las de las marcas o fronteras. Se construyeron residencias palaciales extraurbanas (al-Rušāfa y Munyat al-Nā‘ūra). El emir edifica, remodela, estructura. Erige el centro político-administrativo del alcázar de Córdoba, tras el derribo y remodelación del antiguo dār al-imāra, la “casa de mando”, primitivo palacio visigodo. Se encarga de erigir así mismo una casa de postas (dār al-burud) y de la urbanización y de la distribución de los mercados. Finalmente, el emir levanta el edificio que, tras sucesivas ampliaciones, por su influencia arquitectónica posterior, sería el más importante de la historia de al-Ándalus. Efectivamente, en el año 785 se edificó la primera mezquita aljama, en el solar de la basílica de San Vicente (derribada ésta, luego de la compra de la mitad de la misma que todavía se conservaba en manos cristianas desde la época de la conquista) gastando en su construcción la cifra de ochenta a cien mil dinares de oro.
Las reformas de Abderramán I fueron muchas y de desigual calado sin que se puedan precisar fechas y las modalidades de aplicación. Parece seguro que hubo una redistribución administrativa creándose una serie de provincias o coras, de lo que antes formaba una única provincia. Es indudable que durante su reinado se intensificaron la urbanización y la arabización de al-Ándalus y que sus edificios y muchas de sus medidas administrativas serían imitadas, en mayor o en menor medida, por diversas formaciones sociales, tanto norteafricanas como europeas durante el medievo.
Se puede concluir diciendo que la larga duración del emirato de Abderramán I (138/756-172/788), el fundador de la dinastía omeya de Occidente, así como su energía y saber hacer permitió el desarrollo del Estado andalusí sobre unas bases firmes y seguras, dando nueva vida con su restauración al desaparecido régimen omeya de Damasco, subvertido en Oriente por la revolución iranizante abasí, si bien en otro espacio y tiempo.
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Felipe Maíllo Salgado