Ubilla y Medina, Antonio Cristóbal de. Marqués de Ribas de Jarama (I). Madrid, 28.XI.1643 – 16.X.1726. Consejero de Indias y secretario de Estado y del Despacho Universal.
Nació en el seno de una familia hidalga: su padre, Antonio de Ubilla e Izaguirre, natural de Fuenterrabía (Guipúzcoa), llegó a ser nombrado secretario de Su Majestad, así como a desempeñar el cargo de oficial mayor de la Secretaría de Estado, parte de Italia; y su madre, Antonia de Medina y Vega, era hija de Cristóbal de Medina, gentilhombre de la Casa del cardenal-infante, y hermana del regidor madrileño y familiar del Santo Oficio del mismo nombre.
A comienzos de 1648, cuando apenas contaba con cuatro años, quedó huérfano de padre. Por lo que, desde entonces, Antonio de Ubilla permanecería en compañía de su madre en las casas principales que los Medina tenían en las inmediaciones del madrileño Colegio de San Ildefonso. Con sólo dieciocho años, por merced de Felipe IV en consideración a los servicios prestados por su padre, se incorporó al servicio real como oficial de la parte de Italia en la referida Secretaría de Estado. Y sólo dos años después, en 1663, obtuvo merced del hábito de Santiago. A partir de entonces su carrera fue una continua acumulación de puestos y cargos, prueba palpable de las oportunidades que la administración de la Monarquía hispánica brindaba a la pequeña nobleza en el tránsito entre los siglos xvii y xviii. Desempeñó diversas secretarías: primero la del Consejo de Cruzada, después la del Consejo de Órdenes y, finalmente, la concerniente a la parte del Perú en el Consejo de Indias; primero en gobierno y luego en propiedad (13 de julio de 1695). En enero de 1698 fue llamado al Despacho Universal, recibiendo el 1 de junio de ese mismo año el nombramiento de secretario de Estado para las negociaciones de Italia. Unos puestos que lo situarían en la cumbre del sistema administrativo español, lo que le permitiría estar al tanto de las intrigas e influencias que se sucedían en el entorno real.
En el reinado de Carlos II, a diferencia del de su progenitor, no es posible hablar de personajes de la talla e importancia del conde duque de Olivares o de Luis de Haro. Al contrario, este período fue una etapa de gobierno de primeros ministros y de desorden administrativo, que ha sido acertadamente definida como poliarquía. En él, el anquilosamiento del sistema de consejos se fue agravando, acumulándose los asuntos y papeles en sus secretarías y dilatándose las resoluciones en un cúmulo de conflictos de procedimientos y jurisdicción. Todo estaba paralizado. La administración se caracterizaba por su extremada lentitud, su alto coste y su poca eficacia; y ello sin mencionar la omnipresente corrupción, tan arraigada que se mostraba como un mal verdaderamente endémico.
Asimismo, la ausencia de ímpetu y constancia del Rey, unidas a sus habituales enfermedades, hicieron que éste nunca llevase completamente, a pesar de sus intentos, las riendas del gobierno. Una situación que se agravaría desde 1689, pues la nueva reina, Mariana de Neoburgo, siempre trató de participar activamente en política, siéndole muy beneficiosa para ello la estrategia de mantener la esperanza de poder alumbrar un heredero para el Trono. El resultado fue, en palabras de Oropesa, un “ministerio duende”, una forma de gobierno en la que había una ausencia absoluta de referencia política; un sistema incapaz de precisar quién y cómo habría de gobernar. Sólo la figura de la Reina estaba siempre subyaciendo, consiguiendo con ello que la forma de gobernar fuese un caos anárquico.
Un contexto desolador que permitiría al secretario del Despacho Universal acrecentar su importancia. Ciertamente, ni Ubilla ni sus antecesores en esta secretaría desplegaron una actividad política como tal (ello sólo ocurriría a partir de 1705), pero empezaron a cobrar un papel más brillante y dejaron de someterse tan fácilmente a los favoritos. La ya mencionada inexistencia de validos sensu strictu durante este reinado les llevó a ocupar un primerísimo lugar entre los que tenían el limitado privilegio de comunicarse directamente con el Rey. Gradualmente, la posición de este cargo como intermediario entre el primer ministro (el presidente del Consejo de Castilla) y el Rey se iría afianzando más y más. Ningún otro personaje de la Corte tendría entonces un trato tan directo con el Monarca, de ahí su importancia en el complejo juego de partidos y facciones que en estos años finiseculares se disputaban la sucesión de la Monarquía para su correspondiente candidato.
Obviamente, ello movería a todas estas facciones cortesanas a tratar de atraerse a Ubilla a su causa, pero parece que éste nunca se decantó firmemente por ningún bando. Ello incluso a pesar de iniciativas tan interesantes como la del partido austracista, liderado por la Reina, que en 1699 logró que se concediesen las encomiendas de Quintana y Peso Real (Valencia) en la Orden de Alcántara.
Como notario mayor del Reino, otorgó el último testamento de Carlos II, que abrió y leyó a su fallecimiento (1 de noviembre de 1700) ante el Consejo de Estado en un acto bastante concurrido y al que asistió, en calidad de juez, Antonio Ronquillo. Este documento de última voluntad nombraba heredero de la Corona española al duque de Anjou y disponía que, entre tanto, se personara éste en la Corte madrileña y se estableciera una Junta de Gobierno de la que Ubilla sería secretario.
A su llegada a Madrid, en febrero de 1701, Felipe V lo confirmó en todos sus cargos, proceder bastante lógico, ya que, ciertamente, Antonio de Ubilla se antojaba a todos como un individuo imprescindible en los primeros años de reinado del primer Borbón español, pues nadie conocía mejor que él la Administración de la Monarquía española. Un hecho que, a la par, no dejó de granjearle los recelos y hasta el odio de otros destacados personajes.
Por su cargo, acompañó al Rey en su estancia en Cataluña y durante su posterior viaje a Italia, circunstancia que le permitió ganarse inicialmente el afecto del joven Monarca. Baste indicar, como prueba de ello, que le otorgó en agosto de 1701 el título de marqués de Ribas de Jarama y que al año siguiente le concedió asiento en el Despacho, pues, al igual que sus predecesores en el cargo, había despachado con el Rey hasta entonces de rodillas sobre una almohada.
Sin embargo, mientras Felipe V permaneció fuera de la Península, en la Corte madrileña se produjeron muchos cambios. La reina María Luisa Gabriela de Saboya había quedado como gobernadora, asistida por un Consejo de Gabinete compuesto por el cardenal Portocarrero, Manuel Arias, los duques de Medinaceli y Montalto y el marqués de Villafranca; pero sería la princesa de los Ursinos la que realmente manejó la situación. El profundo afecto y la dilatada confianza que la jovencísima Reina sentía por su camarera mayor le permitirían extender toda una red de intrigas. Así, al igual que en los últimos años del reinado de Carlos II, Madrid se vio invadido por facciones y grupos enfrentados entre sí.
Un panorama con el que tuvo que enfrentarse el Rey tras regresar, en enero de 1703, de su periplo italiano. La situación había llegado a ser tan tensa que el cardenal Portocarrero, enfrentado abiertamente a la Reina y a su camarera mayor, le pidió inmediatamente el ser descargado de la obligación de asistir al Despacho; y Felipe, sin mediar las habituales consultas a su abuelo, accedió.
Desde entonces, el monarca español, preocupado por atenuar ante los ojos de sus súbditos la dependencia existente de Luis XIV, comenzó a despachar solo con Ubilla. Parece ser que en esta decisión, que alarmó profundamente a Versalles, pues alejaba de su conocimiento y control las tareas de gobierno en España, tuvo alguna influencia la princesa de los Ursinos. Sin embargo, esta forma de gobernar no duró mucho. Por un lado, el monarca francés presionó a su nieto para que volviese a llamar al Despacho a Portocarrero, con lo que también podría entrar en él, sin demasiados recelos, el embajador francés; petición a la que Felipe V accedió, ordenando al cardenal que regresase al referido Despacho aunque sólo fuese durante algunos meses. Y, por otro, muy pronto el marqués de Ribas perdió la confianza de la princesa y, por tanto, la de la Reina; de ahí que no se opusiesen a la petición del Rey Sol. Es bastante probable que la Ursinos tratase inicialmente de atraer a Ubilla a su juego de intrigas cortesanas, pero no lo logró, circunstancia que la llevó desde entonces a tratar de forjar la desgracia de este burócrata. Y, ciertamente, en muy poco tiempo sus manejos comenzaron a dar resultados.
Dos meses antes de la partida del Consejo de Despacho de los cardenales Portocarrero y D’Estrées, ocurrida en noviembre de 1703, tuvo lugar una importante reforma en la Secretaría del Despacho. Sus asuntos se repartieron entre el marqués de Canales (al que se entregaron los asuntos de Guerra), muy apreciado por la Reina, y el marqués de Ribas (al que se dejaron todos los demás). Sin embargo, no se trató de una división de esta secretaría para constituir dos autónomas; fue un simple reparto de asuntos, motivado sobre todo por la guerra, de la que estructuralmente seguía siendo una única oficina.
Pero la mala gestión de Orry y Canales en el conflicto bélico llevó, algunos meses después, a Luis XIV a sugerir a su nieto que devolviese al marqués de Ribas el control de todos los asuntos del Despacho; haciendo del Consejo de Gabinete el verdadero centro de decisión de su Monarquía. Pero la Reina no estaba dispuesta a permitir lo primero, pues detestaba a Ubilla. En este sentido, el 26 de julio de 1704, Felipe V representará a su abuelo su disconformidad para acceder en el asunto del marqués de Ribas; aceptaba la revocación de Canales, pero se comprometía a reemplazarlo por otro de su agrado. Sin embargo, el Rey Sol no admitió la propuesta y se reafirmó en sus palabras. Felipe quería obedecer, pero María Luisa permaneció inquebrantable; lo cual suponía tensar en exceso las relaciones con Versalles.
Y en esta delicada coyuntura, un hecho vino a ser providencial. La caída de Gibraltar el 4 de agosto de 1704 en manos de los ingleses precipitó la situación. La gravedad del suceso hizo que Felipe V tomase la medida de formar una junta que, a juicio del embajador francés, Grammont, debía componerse por el cardenal Portocarrero, por el conde de Montellano y los miembros del Despacho. Pero la Reina se opuso a que formasen parte de ella tanto el cardenal como Ubilla. Sin embargo, al día siguiente no le quedó más remedio que reconocer que España no podía prescindir de los recursos de Luis XIV, por lo que llamó al marqués de Ribas y le comunicó que todos los problemas entre ellos quedaban olvidados.
Volvía pues, de este modo, Antonio de Ubilla al manejo de todos los asuntos de la Secretaría del Despacho. Un trabajo en verdad excesivo para un único individuo, pero que en esta ocasión tuvo que compaginar, además, con los durísimos ataques que desde septiembre le profirió el embajador francés. Éste sostenía que había nacido pícaro y no sabía más que actuar con rectitud; decía palabras, pero no hacía profesión de mantenerlas; era interesado, y las ventajas del Estado nunca se comparaban con la suya; quería prosperar y enriquecerse, lo demás le importaba poco.
Unas presiones que finalmente fueron efectivas. Felipe V, el 20 de diciembre de 1704, le indicaría a su abuelo que fue una equivocación el que el marqués de Ribas dirigiese los asuntos de guerra. Por su parte, la Reina tampoco dejó de hacer oír su voz. Así pues, finalmente el Rey Sol acabó cediendo al cambio de titular en la Secretaría del Despacho.
A finales de enero de 1705, el II marqués de Mejorada, Pedro Cayetano Fernández del Campo, por propuesta del conde de Montellano, fue nombrado como sucesor de Ubilla (que pasó a ocupar, por título fechado en 25 de enero, un puesto de consejero de capa y espada del Consejo y Junta de Guerra de Indias). Ahora bien, si todo el trabajo que este cargo acarreaba difícilmente había podía ser asumido por Ubilla, era imposible que alguien recién llegado a la secretaría lograse desempeñarla eficientemente; por lo que sólo unos meses después, en virtud del Real Decreto de 11 de julio de 1705, se optó por dividirla en dos oficinas distintas. Así, los asuntos relativos a Guerra y Hacienda se encomendaron a José González de Grimaldo, mientras que el resto continuaron en manos de Mejorada.
En 1706, coincidiendo con la primera entrada del archiduque Carlos en Madrid, Ubilla se pasó al bando austracista; por lo que, al regreso de Felipe V, tuvo que exiliarse, no volviendo a la Corte hasta el nacimiento del príncipe de Asturias el 25 de agosto de 1707. Desde entonces, desempeñó diversas ocupaciones en el mencionado Consejo de Indias, destacando el hecho de haber llegado a ser uno de los dos camaristas nombrados tras la reforma de 1717. Finalmente, murió en Madrid el 16 de octubre de 1726, siendo enterrado en la capilla que su familia materna poseía en el Convento madrileño de San Francisco. Del prestigio de Antonio de Ubilla ante sus contemporáneos es buena muestra la afirmación del duque de Saint-Simon, que lo hacía “un hombre honesto, dotado de capacidad y penetración para los negocios; únicamente orientado al bien, al esplendor y a la conservación de la monarquía”. Una opinión que también han compartido eruditos e historiadores. Este es el caso, por ejemplo, de Alfred Baudrillart, destacado historiador francés de la segunda mitad del siglo xix, que diría que “nadie estaba más capacitado que él para trabajar; nadie más dotado de facilidad, de penetración, de una memoria más sorprendente; los asuntos más espinosos, parecían un juego para un ministro tan inteligente, tan activo, tan resuelto”.
Ubilla casó tres veces, la primera, en 1675, con Gerónima Calvo, la cual falleció en 1678; la segunda, en 1680, con Ana María de Sobremonte y Carnero, hermana del conde de Villafranca de Gaitán; y la tercera con Ana María de Mesa y Sousa. Pero no logró descendencia de ninguna, y el título de marqués que le fue concedido pasó, a su muerte, a la Venerable Orden Tercera de San Francisco de Madrid.
Obras de ~: Juramento y pleyto omenage que los reinos de Castilla y León, por medio de sus Capitulares y los Prelados, Grandes y Títulos, y otras personas, hicieron el día 8 de mayo de 1701 en el Real Convento de S. Gerónimo, extramuros de la villa de Madrid, Madrid, Juan García Infanzón, 1701; Sucesión del rey Felipe V, Nuestro Señor, en la Corona de España. Diario de sus viajes desde Versalles a Madrid, el que executó para su feliz casamiento; jornada de Nápoles, a Milán, y a su exercito; sucesos de la campaña y su buelta en Madrid, Madrid, Juan García Infançón, 1704.
Bibl.: J. A. Álvarez y Baena, Hijos de Madrid ilustres en santidad, dignidades, armas, ciencias y artes. Diccionario histórico por el orden alfabético de sus nombres, vol. I, Madrid, Oficina de don Benito Cano, 1789, págs. 174-176; A. Morel-Fatio y H. Leonardon (eds.), Récueil des Instructions donnés aux ambassadeurs et ministres de France depuis les traités de Westphalie jusqu’à la révolution française. XII: Espagne. 2: 1701-1702, Paris, 1898; P. Delgado Albert, Antonio de Ubilla y Medina, Marqués de Rivas: politico e historiador, tesis de licenciatura, Universidad de Deusto [1974]; J. A. Escudero, Los secretarios de Estado y del Despacho, Madrid, 1979, Instituto de Estudios Administrativos 1976.
Adolfo Hamer Flores