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Antonio Ramón Ricardos y Carrillo de Albornoz

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Biografía

Ricardos y Carrillo de Albornoz, Antonio Ramón. Barbastro (Huesca), 12.IX.1727 – Madrid, 13.III.1794. Militar del Arma de Caballería, capitán general.

El nacimiento de Ricardos tuvo lugar en Barbastro, plaza en la que se hallaba de guarnición el Regimiento de Caballería Malta, del que su padre era sargento mayor en aquel año de 1727. Aunque la oriundez tanto de los Ricardos como de los Carrillo de Albornoz, apellido de su madre, no tenía su entronque en aquella ciudad aragonesa, la familia, sin embargo, dejó allí un recuerdo perdurable con la fundación y subsiguiente protección de un convento de monjas capuchinas, en el que profesaron dos de las hermanas del futuro general Ricardos.

Cádiz era la ciudad de su ascendencia por la doble línea familiar. En ella había contraído matrimonio, a finales del siglo xvii, el abuelo paterno, Jacobo Richards, un oficial de la Marina Real Inglesa, procedente de suelo irlandés, cuyo apellido se conoce a través de su castellanización en el de Ricardos. En Cádiz se habían fijado también los lares de su ascendencia materna, ya que su abuelo el duque de Montemar, Juan José Carrillo de Albornoz, el conquistador de Orán y vencedor, posteriormente, de los austriacos en Bitonto, habiendo llegado a alcanzar la graduación militar de capitán general, tenía allí su residencia habitual, continuada por sus descendientes. A esta ciudad de tanta y compleja resonancia en la historia de España durante los siglos xviii y xix, fue llevado Antonio Ramón Ricardos y Carrillo de Albornoz y entregado a su familia, para que velara por su educación, cuando, a los pocos años de su nacimiento, su padre hubo de marchar a Italia con el Regimiento Malta para luchar contra Austria, al lado de Francia, como consecuencia del Primer Pacto de Familia.

Los años gaditanos no debieron de ser estériles para su formación. Un tío suyo, principal responsable, procuró para él un preceptor, sacerdote, que se encargó de instruirlo en latinidad y en alguna otra materia.

Un biógrafo suyo, Nieto Lanzos, añade que adquirió también algunos conocimientos de matemáticas y que, según información autorizada, de este tiempo data su afición a la lectura y la iniciación en la lengua italiana, estimuladas ambas por un criado de la casa.

Otra fuente, utilizada expositivamente por el Estado Mayor Central del Ejército (EMCE), indica que la educación militar estuvo a cargo de su familiar el duque de Montemar, noticia que habría que interpretar en el sentido de que, durante aquellos años de niñez y preadolescencia, aprovechó enseñanzas, ocasionales al menos, de un gran general, su abuelo el duque de Montemar, sin que haya que excluir la posibilidad de otros contactos posteriores del mismo carácter.

El aprendizaje más directo y práctico en relación con la milicia, lo adquirió Ricardos como oficial al lado de su padre, que mandaba el Regimiento Malta de Caballería en Italia, durante la guerra de Sucesión de Austria.

Ricardos había recibido el despacho de Capitán de Caballería, a la edad de catorce años, a título de nobleza y, probablemente, en reconocimiento también a los méritos de su padre. La incorporación a su unidad, sin embargo, no fue realizada de inmediato, sino que continuó otros tres años en Cádiz, nada despreciables para su preparación técnica. Incorporado a su Regimiento, dentro quizá del año 1744, demostró en la Campaña, según la citada fuente (EMCE), “gran valor e inteligencia en el servicio [...] singularmente en la batalla de Piacenza (junio de 1746) y en las sangrientas jornadas que la siguieron” en agosto del mismo año, a orillas del Tedone.

Aquella guerra terminó en 1748 con la Paz de Aquisgrán. El rey de España, Fernando VI, obtuvo para su hermano don Carlos —el futuro Carlos III— el reconocimiento de la posesión del Reino de las Dos Sicilias y para su otro hermano, el príncipe don Felipe, los ducados de Parma, Plasencia y Guastalla. Ricardos volvía a España después de su participación en la guerra durante unos cuatro años, con veinte cumplidos y con el empleo de coronel, al mando de su mismo Regimiento, que dejaba su padre por ascenso.

Hay un tiempo, después de la campaña de Italia, durante el cual el jovencísimo coronel no aparece relacionado con una notable actividad profesional. Fueron varios años de sosiego, dedicados al estudio de temas militares, estimulado, en su atención a ellos, por la experiencia reciente en los campos de Italia.

Como tantos militares de su tiempo, siguió admirativamente la táctica del rey de Prusia Federico II y la estudió seriamente. Se ha escrito, a este respecto, que un estudio de la Campaña del Rosellón permite advertir en sus realizaciones y en particular con el empleo del Arma de Caballería, su cabal conocimiento de las acciones llevadas a cabo por Ziethen y por otros generales prusianos.

Después de un período neutralista del reinado de Fernando VI y consiguientemente al Tercer Pacto de Familia (1761), España sigue vinculada a Francia, cuyas vicisitudes de política internacional va a compartir en la tensión y en la guerra con otra potencia, Gran Bretaña, tanto en el continente europeo como en el americano. Es en este desafortunado marco de ruptura de la neutralidad con los británicos, en el que volvemos a ver a Ricardos en una acción de guerra, esta vez contra Portugal (1762), aliado de Gran Bretaña.

Aunque fue una campaña que no ha pasado a la historia como sobresaliente, ya que el cuerpo de ejército que intervino, mandado primeramente por el marqués de Sarriá y posteriormente por el conde de Aranda, ocupó sin esfuerzo algunas poblaciones portuguesas y, ante algunos reveses inesperados, se replegó con cierta dignidad sobre Extremadura, Ricardos fue ascendido a brigadier, como recompensa por su acierto en la realización de alguna misión que debió de entrañar dificultades.

Su ascenso a mariscal tuvo lugar al año siguiente, con ocasión de su campaña en el norte de África, decidida por los ataques de los marroquíes a plazas españolas y por la piratería de los argelinos. Su promoción a mariscal tuvo carácter de recompensa por la herida que recibió en Orán durante dicha campaña.

En los años que siguieron se le encomendó a Ricardos otro tipo de misiones, nada extrañas a otra gran dimensión de su vida: su capacidad tanto organizativa como administrativa. Así, en septiembre de 1764 salió de Cádiz hacia Veracruz con la misión de reorganizar el Ejército de Nueva España y, a los cuatro años, se le nombró para una comisión que, en contacto con otra militar francesa, debía estudiar y precisar la línea fronteriza entre ambas naciones. Según alguna fuente, debió de ser muy próximo el siguiente ascenso, ya que, a tenor de tal información, las dos misiones indicadas las realizó dentro del empleo de teniente general, aunque algún autor sitúa en 1770 el año de tal ascenso.

Llega un momento en que los años de estudio, mando y experiencia del general Ricardos cuentan con el reconocimiento necesario para su adecuada fructificación.

Nombrado general inspector de Caballería (1773), no tardará en abordar los problemas fundamentales del Arma. Un estudio a fondo de este hombre nos revelaría no sólo esas cualidades que se evidencian ante la observación somera de su obra, como su competencia y espíritu de trabajo, sino que, seguramente, nos encontraríamos con el perfil definido de ese compendio de cualidades que, en castellano, se suele denominar con el término de “un hombre serio”, no contradicho por la cualidad de manirroto que se le ha atribuido. La reorganización del Arma afectó, desde luego, a todos los servicios administrativos, y en cuanto a la táctica, continuó en la línea de la propuesta que, pocos años antes, había hecho a Carlos III el coronel Ramírez de Arellano. Estudioso del Ejército y en particular de la Caballería prusiana de Federico II, impulsó la instrucción consiguiente, que, por otra parte, reflejaba una influencia extendida en Europa.

En su obra organizativa, destaca la fundación de un Centro de Instrucción Militar de Caballería en 1775.

Dentro de aquel siglo XVIII se habían producido ya chispazos que denotaban la necesidad de contar con medios institucionalizados para la formación y preparación de los futuros oficiales de las distintas Armas, alguno de los cuales, como el de la Compañía de Cadetes del Real Cuerpo de Artillería de Segovia (1764) había demostrado ser un logro importante.

Unos años más tarde Ricardos consiguió que tuviera lugar la inauguración de la Real Academia y Picadero de Ocaña, cuyo objeto era impulsar la instrucción de los cadetes de Caballería, en un afán de superar la que adquirían en los regimientos.

Anteriormente y dentro del mismo siglo, se habían fundado picaderos permanentes e incluso, también en el Arma, se habían establecido otros centros más cualificados, como la Escuela de Equitación de Zaragoza, cuya misión específica era la de acrecentar la instrucción de las fuerzas de Caballería y Dragones, pero la Escuela había quedado disuelta a la muerte de su director, el conde de Sástago. Había, por lo tanto, que llenar aquel hueco y dar a la obra una dimensión más profunda y actualizada. Su realización, sin embargo, no perduró mucho. Es opinión común que la Academia de Ocaña corrió una mala suerte, ya que fue prácticamente disuelta por un Real Decreto de 1785, antes incluso del que afectó a las de las otras Armas (1790). Al interpretar este hecho, es frecuente atribuirlo a la detracción surgida en el seno mismo del Ejército, sin perder de vista en la cuestión las diferencias políticas del Conde de Aranda —en cuya línea y amistad se encontraba Ricardos— con Floridablanca, a la sazón en el poder.

Habría que profundizar documentalmente en este punto, para obtener una completa seguridad, al igual que en otro aspecto no menos interesante de la misma cuestión, relacionado con el método pedagógico. Se ha afirmado, en efecto, que un factor que contribuyó a la “anticipada” disolución de la Academia fue la introducción en ella de las ideas pedagógicas de Pestalozzi.

Es muy probable que Ricardos propiciara una línea de apertura a las corrientes de su tiempo, consecuentemente a su espíritu y formación de ilustrado y que tal praxis fuera utilizada como apoyo para las invectivas de sus no simpatizantes, fueran militares o civiles. Lo que necesitaría una prueba convincente sería la afirmación de que introdujo en el Centro el método de Pestalozzi, ya que las primeras noticias acerca de él no llegan a España, o al menos a Madrid, hasta el inicio del siglo XIX.

Al referirse a Ricardos, la historiografía utiliza los términos de “innovador”, “hombre de su tiempo”, “amigo de Aranda”, “ilustrado”, “del partido Aragonés”...

Estas pinceladas pueden ser suficientemente indicativas para abocetar, al menos, el cuadro cuya realización requiere, por supuesto, un estudio más amplio. Ciertamente que, desde una óptica de adherencias muy tradicionales, la visión de Ricardos como “hombre de su tiempo” presenta a un personaje más o menos víctima del ambiente que tuvo que vivir, en contraste con la educación cristiana que había recibido.

La vida del ilustre general discurrió, en efecto, en los medios de una sociedad afrancesada y, frecuentemente, junto a directores racionalistas y enciclopedistas.

Ahora bien, como hombre de su tiempo no podía ser un conformista ante el sistema sociopolítico del Antiguo Régimen, lo que no autoriza una interpretación, tal vez un tanto simplista, acerca de tal condición o de su relación con Aranda. Puede tenerse en cuenta que, desde hace algunos años, se dispone del fruto de serias investigaciones que han liberado a Aranda de determinados tópicos desfavorables. Más aún: se ha penetrado en el siglo XVIII para analizar, sin escrúpulos, comportamientos tales como el de la religiosidad de los ilustrados, habiéndose llegado, documentalmente, a conclusiones que no vacilan en reconocer su ortodoxia. Puede añadirse a este respecto, que en la actualidad gana terreno la aceptación de que en España y en otros países europeos existió un tipo o modelo de ilustración católica.

Uno de los hechos más clarificantes en relación con Ricardos como “ilustrado”, fue su pronta integración en la Sociedad Económica de Amigos del País, de Madrid, una de aquellas entidades tan representativas de la Ilustración y en la que colaboró intensamente, animado por conseguir aquel objetivo de la prosperidad nacional, tan propio de la entidad. En cuanto a la captación de su ámbito “político”, hay un dato muy sugerente: su inserción en el grupo conocido con el nombre de Partido Aragonés, el cual desarrolló una actividad de oposición muy viva, además de representativa y compleja en cuanto a sus componentes, cuyo origen geográfico no era exclusivamente Aragón, sino que recibieron tal denominación por el hecho de agruparse en torno a un aragonés, el conde de Aranda.

El objeto de este grupo de presión se define en una lucha por el poder político, que registra un momento sobresaliente en tal ofensiva, condensada, entonces, contra Floridablanca, que presidía el equipo gubernamental.

Fue el año 1788 y aún tuvo su continuación en los años inmediatos, con cargas sobre todo satíricas, contra la persona y la política del Ministerio. En la intriga parece que intervinieron antiguos aliados, como Campomanes y Lerena. Faltan datos para afirmar si el general Ricardos jugó algún papel en aquella trama. Sí es conocido, en cambio, el hecho de habérsele impuesto una sanción, consistente en el destierro, aunque disimulado, a Guipúzcoa. Para tal destino, en efecto, no se le confió misión de mando al teniente general ni otra cuyo carácter de representación tuviera un relieve considerable.

La vuelta de Ricardos a la Corte, adonde fue llamado en torno a los finales de 1792 y comienzos de 1793, no puede ser vista como ajena a la tensión de las relaciones con Francia, dentro de una fase de política interior muy compleja y desavenida. En febrero de 1792 cayó del poder Floridablanca, derribado por Aranda, del que parecía lógico esperar una solución militar al conflicto que existía con Francia. Aranda, sin embargo, el ya viejo militar y político, durante una larga permanencia en París como embajador había advertido la potencia y vitalidad de la Revolución Francesa en marcha y no proyectaría una política bélica, por lo que, en noviembre de aquel mismo año, sería sustituido por Godoy, que conectaba con la mentalidad intervencionista de las altas esferas. Así pues, cuando Ricardos es llamado a Madrid, Godoy se encuentra ya en el poder, lo que puede sugerir que la vuelta de Ricardos a la Corte obedeció a los planes del cambio de política exterior en relación con Francia y no puede pasar desapercibido su pronto nombramiento como capitán general del Ejército de Cataluña, fechado el 26 de febrero de 1793.

La Guerra de la Convención entre Francia y España, citada también como del Rosellón por referencia a la campaña en esta zona, tuvo una duración aproximada de dos años (1793-1795) y para ella se destinaron tres cuerpos de Ejército: el de los Pirineos vasconavarros al mando de Ventura Caro, el del Pirineo aragonés mandado por Sangro y el de los Pirineos orientales, cuyo jefe era Ricardos. Aunque este último era el que se componía de un mayor número de efectivos —de veinticuatro mil a treinta y cinco mil hombres, según unas u otras fuentes— el conjunto de medios no era suficiente para llevar a cabo una guerra de invasión, consiguientemente a las directrices de la política gubernamental.

Se produjo, sin embargo, la invasión española, que llegó a penetrar en la llanura del Rosellón, aunque la campaña de Ricardos tuvo más bien carácter de guerra de montaña, desde el Coll de la Perché y el Pico de Puigmale hasta la costa mediterránea.

En la contienda aparecen dos fases claramente diferenciadas. La primera de ellas, de 1793 a 1794, es de ocupación española y la segunda, por el contrario, es de repliegue y, además, de penetración francesa en territorio español.

La campaña mandada por Ricardos corresponde a la primera fase. Se han hecho diferentes estudios sobre ella tanto en España como en el extranjero y no hay divergencias sustanciales en los análisis y conclusiones sobre la dirección en general, así como en relación con las batallas en particular, tales como las de Trouillas y Masdeu, la inteligencia de Ricardos en la distribución de las fuerzas, su intuición al ponerse al frente de la caballería en una situación imprevista y decisiva, su modelo de retirada a Boulu —fortificada previamente— sin perder un hombre ni un cañón, su prudencia en no ocupar Perpiñán, consciente de la limitación de sus medios... Puede decirse que, en conjunto, ha sido valorado positivamente en el exterior. Una cita conocida es la del general y escritor francés Jomini, que estudió la campaña y escribió acerca de ella, que había sido “un modelo de guerra de montaña”.

Así pues, la táctica de Ricardos ha sido muy estudiada y calificada de óptima. Cabe añadir que la preparación práctica de que disponía no era tan despreciable como han opinado algunos. Sus campañas anteriores en los campos de Italia, en la frontera portuguesa y en África, no fueron una abstracción, sin perder de vista el desarrollo de trabajos que debieron de ser muy provechosos para su profesión, tales como la reorganización del Ejército de Nueva España y su participación en la comisión nombrada para el estudio y fijación de la frontera francoespañola. Más en particular, en cuanto a su “arte de la guerra”, preponderan los juicios que advierten en él la aplicación de su estudio de la táctica prusiana, especialmente en el empleo de la caballería, que revela el estudio de las famosas batallas de Rosbach y Leuthen, entre otras, en la Guerra de los Siete Años. Además del conocimiento de las tácticas cercanas o inmediatas, se ha advertido también, en algunas acciones, el reflejo de su estudio de la antigüedad, de Roma y de Cartago, al que era extraordinariamente aficionado.

A comienzos del año 1794, el capitán general Ricardos, ascendido a este empleo como reconocimiento a su éxito en la batalla de Masdeu, se presenta en Madrid llamado por el Gobierno, o, quizá, habiendo pedido él permiso para ello. Se había producido un “compás de espera” en la guerra y Ricardos necesitaba exponer la situación de sus fuerzas, mermadas, por supuesto, y en un estado que rayaba en el agotamiento y tocaba en la penuria en cuanto a los medios para el combate, que se había de reanudar en un país extranjero, el cual vibraba de entusiasmo por el avance de su revolución, se enorgullecía por sus victorias frente a otros enemigos exteriores y no escatimaba recursos humanos y de material para dar la batalla a los españoles.

La campaña, en efecto, se reanudó. El fundamento del temor de Ricardos fue tristemente comprobado en la segunda fase de la guerra (1794-1795). Aquel cuerpo de Ejército de los Pirineos orientales tan sufrido, que había dado tan grandes muestras de espíritu y patriotismo, se vio precisado a repasar la frontera, empujado por el ejército enemigo, que llegó a ocupar Figueras y sitiar y rendir a Rosas, convertida en un montón de ruinas. Ricardos, sin embargo, ya no estaba al frente de sus soldados. Había muerto en Madrid, durante aquella estancia que él había considerado tan necesaria para la obtención de recursos con los que poder hacer frente al enemigo, que él sabía que se le echaba encima con una alta moral y copioso de medios. Una pulmonía acabó con él el día 13 de marzo de 1794. Con seguridad, no se habría extrañado del desenlace de la guerra, culminado en la Paz de Basilea (22 de julio de 1795), en la que el desfavorable resultado para España quedó muy patente, ya que, por este tratado, hubo que entregar a Francia la isla de Santo Domingo, para que sus soldados abandonaran el territorio español.

Tenía Ricardos, cuando falleció, sesenta y seis años cumplidos y no había tenido hijos de su matrimonio, de veinte años de duración, contraído con su prima Francisca María Dávila Carrillo de Albornoz. A la viuda se le concedió, a los pocos días del fallecimiento de su esposo, el título de condesa de Trouillas, evocador de una de las acciones más brillantes de la Campaña del Rosellón. Ricardos no debió de ser un hombre muy común, dada la conjunción de su talento, su actividad y su entereza de carácter. Para Clonard representa “una de las más bellas glorias españolas. Activo, perseverante, intrépido, sagaz, con un espíritu profundamente creador y una energía de primer orden”.

 

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Mateo Martínez Fernández

Relación con otros personajes del DBE