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Martín de Oñate

Biografía

Oñate, Martín de. Dionisio. Miranda de Ebro (Burgos), 1629 – Monasterio de Herrera (La Rioja), 1693.

Monje cisterciense (OCist.), teólogo, maestro espiritual, abad de diversos monasterios y general reformador de la Congregación cisterciense de Castilla.

Sus padres se llamaron Martín de Oñate y Ana Caracho. Se cuenta de él que fue uno de los monjes más eruditos de la Congregación. Formado debidamente en piedad y letras, sintió pronto inclinación a la vida del claustro, ingresando en Herrera a los catorce años. Recibió el hábito de manos de fray Dionisio Cimbrón, abad general que a la sazón pasó por el Monasterio, el 21 de diciembre de 1664; cambió entonces el joven su nombre de bautismo Martín, por el de Dionisio, en agradecimiento al general que tuvo con él esa deferencia. Lo que nadie podía sospechar es que aquel niño, andando los años, llegaría a ostentar el mismo cargo, presidiendo los destinos de la Congregación de Castilla en 1678. Profesó en 29 de abril de 1646, no pudiendo hacerlo antes, por falta de edad canónica.

Reconociendo su capacidad para el estudio, fue enviado a los colegios de la Orden para formarse debidamente en las letras, estudiando Artes y Teología. Cuando finalizó su carrera fue nombrado profesor de Artes en el Colegio de Meira (Lugo), a continuación explicó Teología durante doce años, tiempo exigido por la Orden para obtener la jubilación. Seguidamente comenzaron a llover sobre él dignidades. Le nombraron calificador de la Inquisición. Debido a que su pariente fray Rafael de Oñate, que vivía en Madrid, fray Dionisio se trasladó al Monasterio y Colegio de Santa Ana, de la misma ciudad, a fin de tenerle a mano para recurrir a él en los asuntos dificultosos. En 1674 al ser elegido general fray Juan de las Heras, el padre Oñate fue promovido a la Abadía de Belmonte, en cuyo Colegio se hallaba la Facultad de Filosofía, administrándola con gran aprovechamiento y no menos celo, tanto en lo espiritual como en lo temporal.

Según la crónica, “era ingenioso y muy inclinado a hacer obras, y assi hizo allí una prodigiosa, que fue una Herrería —fundición de hierro— en que se offrecieron grandes difficultades, pero las venció con su trabajo y mucho coste, y dejó perfeccionada la obra, y aunque la vena que se había descubierto en el coto no salió a propósito, porque el yerro que de ella se hacía era acerado y no hacía liga, después se traxo vena de Vizcaya, que mezclada con la de la tierra, salió un yerro prodigioso que era codiciado de todos y se vendía mucho más caro que el de otras herrerías”.

Finalizado el tiempo de su gobierno en Belmonte, en el capítulo general de 1677 en que se eligió general reformador a fray Benito Pimentel, se nombró a fray Dionisio definidor, mas habiendo fallecido dicho general al año siguiente, se juntaron los vocales para darle sucesor, en abril de 1678, recayendo el nombramiento en fray Dionisio de Oñate, quien aceptó el cargo, entregándose con entusiasmo a llenar los deberes que imponía, durante los dos años que faltaban para finalizar el trienio.

Cuando terminó el tiempo de su gobierno, parece no tuvo acierto en el nombramiento de candidatos —presentación que solían hacer los generales del personal llamado a gobernar en el siguiente trienio— o quizá, lo que parece más verosímil, no tuvo gran interés en preparar el terreno para que salieran las personas más íntimas suyas y de quienes pudiera esperar una justa retribución. Son muy elocuentes al respecto estas palabras del padre Calderón, cronista del Monasterio, testigo de máxima garantía y muy íntimo suyo: “Acabado su generalato, se perdió en el capítulo general que se celebró el año de 1680, porque no salió con ningún oficio de los que propuso su Reverendísima, o para el generalato no quiso dar memorial y fue electo Ntro. P. Francisco Caro, en nada obligado a su antecesor, y assi no le dieron Abbadía alguna, y se vino a vivir como particular a este su Monasterio endonde fue muy útil su assistencia, pues además de lo que conducia su consejo para el buen gobierno de la casa, murió por este mismo año en el mes de agosto D. Domingo Ruiz del Castillo, caballero de el hábito de Alcántara, y N. P. Fr. Dionisio le asistió en su enfermedad, le confeso y ayudó a bien morir, le dirigió para la disposición de su testamento, en que se mandó enterrar en este Monasterio y dejo toda su hacienda para que se emplease en obras pías, y por uno de sus principales cabazaleros”.

En el capítulo general de 1683 se le volvió a sacar de debajo del celemín para el cargo de definidor, y al trienio siguiente se le nombró abad de Santa Ana de Madrid. Finalizado allí el mandato, se quedó a vivir aquel trienio en dicho Monasterio, no olvidándose de su casa de Herrera, según lo prueba el siguiente caso. Tenía suma habilidad para ayudar a bien morir. Ayudó en tan supremo trance a Mariana Morales de Valdivielso, dama de elevada alcurnia, orientándola en la manera de distribuir los bienes, y recibiendo en compensación algunas alhajas para la sacristía del Monasterio.

En el trienio siguiente, al fallecer en Santa Ana de Madrid el abad fray Alonso de Nieva en el primer año de su gobierno, fue elegido para suplirle el padre Oñate, bien ajeno a que muy pronto iba a correr la misma suerte, pues según la crónica: “También gozó poco la abbadia, pues apenas había cumplido los seis meses en ella, quando murió a últimos del mes de Octubre del año de 1693, a los sesenta y cuatro años de su edad”.

El padre da el retrato físico del padre Oñate: “Fue nuestro Padre Fr. Dionisio de estatura prócer, en todos sus miembros bien proporcionado, enjuto de carnes, en el color del rostro algo adusto, la nariz aguileña, ojos negros y algo corto de vista, y para ver de lejos usaba de anteojos y en todo resplandecía una natural modestia que infundía veneración de su persona”.

 

Fuentes y bibl.: R. Calderón, Tumbo pequeño de Herrera (en el Archivo Histórico Nacional [AHN] de Madrid, cód. 375-B); Historia manuscrita de Herrera (ms. 1.106. del AHN de Madrid).

D. Yánez Neira, El Monasterio de Herrera, Oseira, 1972, págs. 71-75 (inéd.); “Fray Dionisio de Oñate”, en Cistercium, XXX (1978), págs. 317-323.

 

Francisco Rafael de Pascual, OCist.

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