Navarra y la Cueva, Antonia Jacinta. Pamplona (Navarra), 10.XII.1602 – Las Huelgas (Burgos), 4.IV.1656. Monja cisterciense (OCist.), abadesa de Las Huelgas de Burgos, venerable, escritora mística y estigmatizada.
Descendiente de familia noble navarra. Su padre, Felipe de Navarra y de la Cueva, pertenecía a la Casa Real de aquel reino, y su madre, Mariana de Mendoza y Aponto, estaba entroncada en una familia de alta alcurnia.
Lo que a continuación se dirá de ella tiene, en parte, sus raíces en este tipo de familias, en que las hijas eran educadas en un ambiente muy familiar, confiadas a ayas nobles y piadosas, clérigos que visitaban estas mansiones, y un ambiente, en general, y en particular en Navarra, muy vinculado a la Iglesia.
Por otra parte, y al margen de los valores personales reales y de los datos históricos fehacientes, tanto la vida de Antonia Jacinta, como la de otras místicas, fueron en cierto modo “absorbidas” por unas biografías escritas después de su muerte y que trataban más de enaltecer virtudes y hechos extraordinarios que exponer su valía real y las funciones que realmente desempeñaron.
Se dice de Antonia Jacinta que fue criada en una atmósfera de piedad intensa, y esto desembocó en un deseo apremiante manifestado a sus padres —cuando tenía seis años— de ingresar en algún monasterio. Entonces, como no existían colegios femeninos, eran los monasterios los únicos centros docentes para la juventud femenina. Tan vivas fueron las instancias, que al fin se decidieron a darle gusto.
Llegó al Monasterio de Las Huelgas en los primeros días de agosto de 1609, se fue formando en la cultura y en la piedad, pues la casa contaba con una plantilla de profesoras de diversas materias que se encargaban de ello, siendo las propias religiosas quienes se ocupaban de instruir a las pupilas encomendadas en los caminos de la virtud. Dicen que era muy amiga de leer vidas de santos y de retirarse a lugares solitarios para poder disfrutar del placer de la oración personal. La mayoría de las educandas eran retiradas posteriormente del “colegio monástico” por sus padres para optar al matrimonio, y hasta les tenían preparado el pretendiente de acuerdo con su alcurnia; otras, en cambio, optaban por seguir en el monasterio y se decidían a continuar allí abrazando el estado religioso. En vísperas de tomar esa resolución decisiva, al enterarse de que su padre llegaría de un momento a otro para recogerla y llevarla al mundo, tuvo la inspiración de realizar algo realmente espectacular, que, probablemente, había oído o leído en los relatos piadosos que circulaban en aquellos ambientes.
Tenía una cabellera rubia muy atrayente que “le cubría la mayor parte del cuerpo, formada como de hebras de oro”. Dio orden a una de las sirvientas que se la cortase, ya que por ser tan crecida ella misma no podía hacerlo. Al día siguiente, llegó su padre para llevársela al mundo a que contrajera matrimonio; pero al encontrarse ante ella decidida a quedarse y la cabeza rapada, se enfureció en extremo. Al fin la dejó y pudo la joven quedarse en el convento.
Una vez libre de los cálculos de sus parientes, y abrazada la vida monástica, practicó el noviciado canónico con toda la seriedad y, al llegar el momento oportuno, se decidió a pronunciar sus votos el día 4 de febrero de 1618, a los dieciséis años. Lo hizo en manos de la abadesa Ana de Austria, siguiendo en todo las normas corrientes en el Císter. Algo de anormal se dio en aquella ocasión: logró conseguir de la abadesa prescindir en absoluto de unos festejos que solían celebrarse en tales casos. Como su familia pertenecía a la nobleza, todos sus familiares se esforzaron en llevarle toda clase de utensilios, que ella aceptó agradecida, pero así que ellos se alejaron del monasterio, comenzó a distribuir entre las religiosas y ella se quedó con lo estrictamente indispensable. Este tipo de regalos, y en esos monasterios en que se encontraban mujeres de la nobleza, forma todavía gran parte del patrimonio artístico de muchos monasterios actuales.
Llevaba muy poco tiempo de profesa cuando una enfermedad grave hizo su aparición, que algunas religiosas achacaron a los excesos penitenciales cometidos en años anteriores. Al fin logró superarla, pero precisamente desde ese momento comenzaron a manifestarse en su cuerpo unos síntomas extraordinarios que llamaron la atención de las religiosas. En sus pies, manos y costado aparecieron los estigmas de la pasión de Cristo. Al difundirse la noticia y correr la voz por el monasterio, unas monjas lo atribuían a gracia del cielo, otras, por el contrario, lo achacaban a fenómenos naturales, a que era víctima del delirio, ansia de aparecer con algo distinto de lo corriente. No faltó alguna que se sintió como enviada de Dios para corregir tales “excentricidades”. Así, cierta religiosa acudió a la abadesa manifestándole que le había hablado un crucifijo ordenándole que se conjurase a sor Antonia Jacinta, por hallarse poseída del espíritu de mentira e hipocresía. La abadesa —excesivamente crédula a pesar de tratarse nada menos que de Ana de Austria—, sin indagar más pruebas, ordenó que se llevara a cabo tal orden, mandando a uno de los capellanes que conjurase a sor Antonia. No fue ésta la única vez en que se utilizaron los exorcismos para intentar arrojar de ella el mal.
Fueron muchos los fenómenos místicos que la afectaron a lo largo de varios años. Se sabe que centenares de personas de todas las clases sociales pudieron presenciar en ella la reproducción de las llagas, sobre todo los viernes principales del año y en otras fechas señaladas. Las religiosas, aunque conocían su vida y presenciaban a diario tales fenómenos, no todas la creían. Una de las incrédulas fue Isabel Clara de Velasco, que logró llegar hasta la celda de Antonia Jacinta y comprobar por sí misma la realidad de los hechos. Otra, una de las criadas, la ridiculizaría ante las educandas, simulando arrobamientos, éxtasis y otros fenómenos que solía tener la monja en cuestión. Lo curioso fue que, a pesar de su escepticismo y de que había propalado que las llagas de sor Jacinta eran pintadas, la pusieron luego al servicio de la estigmatizada. Ésta sabía de sobra que la estaba ridiculizando ante la comunidad, pero la aceptó y jamás le dio a entender el menor desagrado, tratándola como si fuera su amiga.
Transcurridos los años, habiendo cesado aquellos fenómenos llamativos y con una vida normal, sor Antonia fue elegida abadesa, pero insistió una y otra vez en no aceptar. Sólo acató los deseos de la comunidad cuando los superiores la intimaron a que accediera en acatar los planes de Dios. Un detalle se conserva del acto de investidura que solía hacerse de manera solemne ante las autoridades, representaciones, órdenes religiosas y un gentío considerable: tuvo que pedir prestado un hábito decente para no dejar en mal lugar a la comunidad, porque los suyos estaban todos raídos. Lo más llamativo fue que, a la hora de repartir los cargos, buscó con cuidado a las que sabía que le eran contrarias y los repartió entre ellas. Habiéndolo sabido el superior, le preguntó cómo hacía aquello. Ella se limitó a contestar: “¿Qué se hace por Dios si a las que nos han dado trabajos no les damos el corazón?”.
Entregada en cuerpo y alma a cumplir los deberes que le imponía el cargo, consumida de achaques, tuvo fuerza para finalizar el trienio, pero falleció santamente el 4 de abril de 1656. Su fama de santidad transcendió al exterior, hasta el punto de que se intentó introducir el proceso de beatificación, pero no se llevó a efecto, debido a que este tipo de procesos no eran permitidos en la Orden de Císter. El venerable Palafox, obispo de Osma, llegó a calificar los escritos que se conservan de ella, y siguen inéditos, como “dignos de Santa Teresa”. Parte de esos escritos se conservan inéditos en el monasterio, y otros, en cambio, desaparecieron en la época en que el Tribunal de la Inquisición anduvo indagando sobre si aquellos fenómenos místicos eran cosa de Dios, o bien fingidos, ya que no era la primera vez, ni mucho menos, que el Tribunal se enfrentaba a estos casos.
En la vida que escribió Moreno Curiel hay mucho de literatura piadosa, un afán desmedido de catequética religiosa para almas simples y muy poca fiabilidad histórica. Antonia Jacinta fue un producto de su época, una monja consciente de sus responsabilidades monásticas y una abadesa de temple, de gran discreción y prudencia, y no una ingenua que daba los cargos por las razones expuestas. Gobernar el Monasterio de Las Huelgas en aquel tiempo y en aquellas circunstancias no era para una mujer de medianas cualidades; y la mayoría de votos obtenida en la elección demuestra su arraigo y autoridad moral en la comunidad.
Bibl.: J. Álvarez, Venerable doña Antonia Jacinta, Nobleza y Virtud en el Monasterio de las Huelgas, ms., s. l., s. f., págs. 87-89; J. Saracho, Vida y virtudes de la prodigiosa y venerable señora doña Antonia Iacinta de Navarra y de la Cueva abadessa del [...] Monasterio de las Huelgas [...], de la Orden [...] del Padre San Bernardo / sacada a la letra de los cuadernos que por mandado de sus confessores dexò ella escritos de su misma mano por [...] Iuan de Saracho [...] de la mismo Orden, Salamanca, Lucas Pérez, 1678; J. Moreno Curiel, Jardín de flores de la gracia, vista de la Venerable Doña Antonia Jacinta de Navarra y de la Cueva; ahora nuevamente reimpresa coordinada y añadida [...], Burgos, 1736; R. Muñiz, Biblioteca Cisterciense Española, Burgos, Joseph de Navas, 1793, pág. 238; L. Serrano, Una estigmatizada Cisterciense: Antonia Jacinta de Navarra y de la Cueva, Burgos, Monasterio de Las Huelgas, 1924; D. Yáñez, “Una religiosa de la nobleza española estigmatizada”, en Hidalguía, XXXIV (1986), págs. 741-742; “Espiritualidad en el Monasterio de Las Huelgas de Burgos”, en Cistercium, XXXIX (1987), págs. 402-407.
Francisco Rafael de Pascual, OCist.