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Luis de Estrada

Biografía

Estrada, Luis de. Santo Domingo de la Calzada (La Rioja), c. 1569 – Monasterio de Valbuena (Valladolid), 23.III.1641. Monje cisterciense (OCist.), teólogo, catedrático, abad de diversos monasterios, definidor general, general reformador, historiador y místico.

Existen dos cistercienses casi contemporáneos del mismo nombre y apellido, ambos con fama de sabios y santos. Hubo otro fray Luis de Estrada, natural de Ávila, monje de Santa María de Huerta, fallecido cuando éste era muy joven, y se preparaba a ingresar en Valbuena (Valladolid), donde recibió el hábito en 1585. Transcurrida la formación ordinaria que se impartía en los colegios, pronto comenzó a dar frutos. En plena juventud le eligieron abad de diversos monasterios, primero en San Clodio del Ribeiro (Orense), seguidamente de Meira (Lugo), en el que radicaba la facultad de Filosofía, y donde demuestra su excelente preparación. Precisamente en los años que gobernó el monasterio, pasaron por el colegio cantidad de monjes distinguidos que llegarían a ocupar los primeros puestos de la congregación, y algunos serían ascendidos al episcopado. Tomó parte activa en la formación cultural de todos ellos en razón de ser catedrático de Filosofía; y en la espiritual le correspondía según su calidad de abad, puesto que en los monasterios benedictino- cistercienses el abad es el principal responsable de la formación de sus monjes, del que depende en gran parte la buena marcha de la comunidad. Según Henríquez, durante muchos años regentó además la cátedra de Teología en la Universidad de Alcalá.

A veces sucedía que el nombramiento de abad no era por trienios seguidos, sino se intercalaban con frecuencia otros cargos de relieve, como podía ser procurador en Roma o en algunas ciudades del reino, secretario del general. Fray Luis de Estrada fue nombrado secretario del general fray Felipe de Tasis, otras veces definidor de la congregación. La conducta de fray Luis de Estrada en todas partes brillaba como luz radiante, su prudencia en todos los puestos que se le confiaban no podía ser más digna de encomio. Por eso, al reunirse el Capítulo General en mayo de 1614 para hacer elección de los distintos cargos abaciales, todos los abades pusieron los ojos en el padre Estrada y lo elevaron al supremo mando de la congregación.

Cumplió su cometido al estilo de como venía portándose en los demás cargos confiados.

Y sucedió que después de finalizar su mandato, la fama de Estrada era reconocida aun fuera de la Orden, de tal manera que llegó a oídos de Felipe IV, quien le juzgó persona adecuada para llevar a cabo un proyecto que venía siendo la pesadilla de los reyes desde muy antiguo. Se sabe, por lo menos, que ya su abuelo Felipe II, hacia 1569, había propuesto el cambio del abadiato vitalicio en trienal en los monasterios del área aragonesa, convencido de la buena marcha emprendida por los monasterios de la congregación de Castilla, en los que se notaba una vitalidad sorprendente. Daba como razón que “aquellas casas son fortalezas en aquel reino, más conforme al servicio de Su Majestad sería que las poseyesen castellanos que navarros para cualquier fidelidad...”. Este deseo del Rey comenzó pronto a ponerse en vigor, nombrando monjes destacados para dichos monasterios.

Cabe advertir que la observancia en los monasterios fieles al Císter estaba mucho más decaída e indolente que en los que habían entrado por la reforma de Martín de Vargas.

El primer monje que ostentó el cargo de abad trienal en el monasterio de Iranzu fue fray Plácido del Corral, que más tarde sería elevado al mismo rango de abad en Fitero. Al quedar vacante esa abadía de Iranzu, nombraron para ocuparla a fray Luis de Estrada en 1625, que la regentó hasta 1639, interesándose por la abadía todo cuanto le fue posible. A él se debe la construcción de la sacristía y otras obras que los historiadores del monasterio consideran poco acertadas, pero que era el signo de los tiempos. Difícilmente se encontrará monasterio en el que no fueron sacrificadas verdaderas obras de arte para dar paso a otras que se imponían según la moda o el gusto de los tiempos. Sin salir del Císter, se puede asegurar que se sacrificaron templos de un románico maravilloso para dar paso a otros renacentistas, que si bien son grandiosos, no llegan a la categoría de los antiguos, como se puede comprobar viendo los templos que tuvieron la suerte de salvarse de la piqueta despiadada e inculta de aquellos innovadores. Muchas veces ponían la disculpa de que amenazaban ruina, pero está comprobado que eran meras disculpas, porque han transcurrido cuatro o cinco siglos y estos edificios románicos se mantienen intactos.

Los Monarcas no veían con buenos ojos que las abadías españolas dependieran de países extraños; al menos en la administración. Quería que estuvieran más sometidas en alguna manera al propio estado.

De aquí que la congregación de Castilla, que al fin se independizó totalmente del Císter —obtenidas las debidas autorizaciones de Roma—, era el modelo básico que estaba conforme con sus designios. Esto explica que las abadías de Navarra y Aragón, sobre todo aquellas que eran de provisión real, al seguir sometidas en todo a la casa madre de Císter, querían que dieran un viraje idéntico hacia la independencia del extranjero, buscando para ello monjes castellanos que las rigieran. No hay duda que en aquellos tiempos la congregación de Castilla estaba floreciendo espiritual y culturalmente, y por eso los reyes intentaban la unión a la misma, cosa que rehusaron siempre por sistema las congregaciones navarro-aragonesas. Después de gobernar la abadía perpetua de Iranzu por espacio de nueve años, “renunció retirándose a su Monasterio de Valbuena” para prepararse a bien morir, aun cuando su vida fue una continua preparación para ese momento supremo, ya que en opinión de Muñiz era “varón tan ejemplar y piadoso, que su mismo confesor aseguró en el sermón de sus honras no había cometido en toda su vida pecado mortal alguno con conocimiento de que le fuese; tan amante del monasterio de Valbuena, que le dejó renta asignada para el adorno y uso de sacristía y enfermería”. A pesar de este buen concepto de santo, de que goza entre los escritores de la época, de entre las obras salidas de su pluma, la primera que se cita demuestra que no todo lo que relucía era oro, porque demuestra unos defectos muy significados. Se muestra excesivamente panegirista de su monasterio de Valbuena, que si bien era una abadía de mucho prestigio, también tenía una economía muy saneada en el siglo xv, y sirvió para ayudar a la naciente reforma de Castilla. Lo que más desagrada es ver en ella cierta ojeriza contra el monasterio de Montesión, porque la congregación de Castilla —que tuvo allí sus orígenes—, manifestara ciertas preferencias por este monasterio que estaba pobre, y según él le correspondían a Valbuena, debido al hecho de que este monasterio, entonces con potencial económico desahogado, había facilitado medios para que la congregación se consolidase. En fin, pequeñeces humanas que se dan aun en los santos.

Fallecido a los setenta y dos años. Los monjes de Valbuena, agradecidos a los grandes méritos de aquel hermano suyo, lo inhumaron en el templo, junto a la grada del presbiterio, con este epitafio, resumen de su vida: “Hic autem quis? Ludovicus de estrada vallisbonae decus, observantiae hispaniae generalis emeritus, regalis monasterii de iranzu regius et benedictus abbas, qui spretis omnibus soli deo vacare desiderans, abdicata praefectura vitam elegi privatam, et in magna humilitate paupertateque vitam temporalem cum coelesti conmmutavit quiete, octavo kal martii anno 1641”.

 

Obras de ~: Exordio y progresos de la Observancia Regular de la Orden de nuestro Padre San Bernardo en los Reynos de Castilla y León, s. l., s. f. (inéd.); Razones que demuestran la utilidad de la unión del Monasterio de Iranzu a la Congregación de Castilla, s. l., s. f. (inéd.).

Fuentes y bibl.: B. Mendoza, Synopsis Monasteriorum Congregationis Castilla, Biblioteca de San Isidro de Dueñas, ms., s. f., pág. 114.

C. Henríquez, Phoenix reviviscens, Bruxellae, Typis Ioannis Meerbecii, 1626, págs. 422-424; A. Manrique, Cisterciensium seu verius ecclesiasticorum Annalium a condito Cistercio, IV. Comp. Observantiae Castellae, Lugduni, sumpt. Haered. G. Boissat & Laurentii Anisson, 1642, págs. 685 y 728; N. Antonio, Bibliotheca Hispana nova sive Hispanorum [...], Roma, Nicolai Angeli, 1672, pág. 33 (trad. de G. de Andrés y M. Matilla Martínez, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1999); R. Muñiz, Biblioteca Cisterciense española, Burgos, José de Navas, 1793, págs. 112-113; “Extracto del Tumbo del Colegio de San Bernardo de Alcalá de Henares”, en Cistercium (1951), pág. 116; E. Martín, Los Bernardos españoles, Palencia, Gráficas Aguado, 1953; P. Guerin, “Estrada, Luis de”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia eclesiástica de España, vol. II, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1972, pág. 880; A. Linage Conde, El Monacato en España y en Hispanoamérica, Salamanca, Instituto de Historia de la Teología Española, 1977, pág. 270; M. López Lacalle, Monasterio de Iranzu, Vitoria, M. López Lacalle, 1994, pág. 113.

 

Damián Yáñez Neira, OCSO

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