Apaza, Julián. Tupac Catari. Ayllu Sullcavi, del pueblo de Ayoayo, provincia de Sicasica (Bolivia), c. 1750 – Peñas (Bolivia), 14.XI.1781. Caudillo indígena.
Pocos son los datos fehacientes sobre la vida de Julián Apaza anteriores a 1781. Parece que a muy temprana edad quedó huérfano, siendo recogido por el párroco de Ayoayo, al que ayudó en las tareas de la iglesia, primero como monaguillo y luego en calidad de sacristán. En una fecha indeterminada, ya adolescente, habría trabajado en las minas de Oruro, sea en función de las obligaciones de servicio personal, como mitayo, o de forma voluntaria. A su regreso a Ayoayo habría trabajado como panadero y, después, como pequeño comerciante en hoja de coca y bayetas, aprovechando la excelente situación de esa localidad, en el camino entre La Paz y Oruro.
A principios de marzo de 1781 encabeza una rebelión en su pueblo, que pronto se extiende por toda la provincia de Sicasica y por las de Pacajes, Omasuyos, Larecaja, Chuchito, Carangas y Yungas, abarcando una considerable extensión del altiplano boliviano.
Pocos meses antes, en agosto de 1780, había estallado la sublevación de los hermanos Catari, en Chayanta y en noviembre la de Tupac Amaru, en la región de Cuzco.
Julián Apaza asumió por entonces como nombre de guerra el de Tupac Catari, combinación de los que tenían dichos dirigentes indígenas y que, tanto en aymara como en quechua se puede traducir por “Serpiente Soberana”.
No parece que los tres alzamientos respondieran a un plan preconcebido. Lo que sí es seguro es que Tupac Catari mantuvo contactos con Tupac Amaru, y que, eventualmente, las fuerzas de ambos actuarían de forma conjunta. Posiblemente, se pueda hablar de “contagio” entre esos movimientos, más que de una interrelación directa entre ellos bajo un mando único y de acuerdo con un proyecto preparado con antelación.
Por otra parte, los lazos entre el movimiento tupacamarista y el de Tupac Catari variaron según el espacio y el tiempo. Respecto al primero, algunas provincias levantadas por Julián Apaza acabaron pasando al control de los rebeldes cuzqueños, y, por lo que se refiere al segundo, las relaciones entre Tupac Catari y Tupac Amaru y su sucesor evolucionaron a lo largo de los meses, llegando aquél a ejecutar a un lugarteniente tupacamarista.
Sí se puede afirmar, en cambio, que Apaza reconoció siempre la superioridad, al menos moral, de Tupac Amaru, presentándose como su “virrey”, aunque luego sería rebajado a la condición de “gobernador”.
En todo caso, se han señalado importantes diferencias entre los movimientos que cada uno de ellos encabezaba.
El del primero ha sido descrito como “campesino, indígena, radical y popular”, con importantes aspectos de mesianismo nacionalista, y como “rebelión popular indígena con una fuerte influencia étnica, destinada a restablecer la independencia kolla”, siendo una de sus características un profundo odio a los españoles, cuya muerte o destierro preconizaba, y, en grado sólo algo menor, también a mestizos y criollos.
En cuanto al dirigido por Tupac Amaru, se ha dicho que tenía un componente racial relativamente inferior.
Tales distinciones obedecerían, en cierto modo, al diverso origen y formación de los dos hombres. Tupac Catari era aymara (kolla), procedía del pueblo y carecía de educación formal. Se le ha atribuido, por su apellido Apaza, una posible pertenencia a una estirpe de “mallcus” o jefes indígenas, pero por ser éste bastante común no parece que la afirmación pueda ser ratificada. Tupac Amaru, en cambio, era quechua, de indiscutible sangre noble y había cursado estudios en una prestigiosa institución.
No obstante, ambos actuaron movidos por el deseo de poner término a las mismas injusticias, aunque el pensamiento político más elaborado fuera obra del cacique peruano, y no de Tupac Catari. Entre ellas habría que citar en general, los abusos de poder de las autoridades locales —incluyendo a muchos caciques— y más concretamente el “repartimiento”, o privilegio concedido a los corregidores de vender a los indios determinados bienes que éstos tenían que adquirir a un costo artificialmente elevado, los precisasen o no; la supresión de aduanas, alcabalas y otros impuestos que se juzgaban excesivos y la mita, obligación de origen incaico de servicio personal, aplicada en la época española, sobre todo y con enorme dureza, a los trabajos en las minas y en los obrajes. Uno y otro mantendrían que se habían levantado únicamente contra el “mal gobierno”, sin poner en cuestión su lealtad a Carlos III, pretendiendo incluso Tupac Amaru que lo había hecho por órdenes del Rey.
Hasta tal extremo llegó esa ficción que, en ocasiones, los rebeldes atacaron al grito de “¡Viva el Rey de España, el señor Don Carlos III!”.
Desde un principio, el alzamiento de Tupac Catari se distingue por su violencia, quedando en las regiones afectadas “los poblados de españoles, criollos y mestizos materialmente barridos”, en lo que fue una guerra de extermino. Sus habitantes o fueron muertos o tuvieron que emigrar a centros más populosos y de más fácil defensa.
Ello acarreó consecuencias negativas para el propio movimiento. Ante esas matanzas indiscriminadas, la mayoría de los mestizos y criollos estimó “peligro mayor la revolución indígena que la continuación del sistema español”, por lo que no se unió a ella.
De otra parte, tampoco incorporó ni a los indios de las minas ni a los que trabajaban en los obrajes, lo que contribuyó a limitar su ámbito exclusivamente al elemento indígena y, dentro de él, sólo a los sectores campesinos.
Desde el punto de vista militar, tuvo un objetivo primordial que resultaba evidente: La Paz como ciudad más populosa y centro del poder español. Ya en diciembre de 1780 las autoridades habían reconocido el peligro que la ciudad corría frente a la sublevación de Tupac Amaru, convertido luego en más acuciante cuando se inicia la capitaneada por Tupac Catari. Su defensa fue confiada a un enérgico militar europeo, Sebastián de Segurola, hasta entonces corregidor de Larecaja.
Tan pronto como éste llegó a su nuevo destino, ordenó la construcción de una muralla con veintiocho fuertes para proteger el núcleo de la ciudad, dejando fuera de su circuito algunos barrios periféricos, cuyos habitantes se acogieron al recinto protegido. Al tiempo, organizó una guarnición de discutible calidad.
En todo el Alto Perú, equivalente a la actual Bolivia, no había un solo soldado de tropas regulares, lo que parece confirmar que “la administración española se apoyaba en una organización burocrática más que en un sistema militar”. Se tuvo, pues, que improvisar, con voluntarios y milicianos repartidos en diecinueve compañías, ninguna de más de cien hombres y muchas que no superaban los sesenta, sin apenas instrucción ni disciplina y tan pobremente equipados que muchos no disponían de armas de fuego, sino de lanzas y espadas “y de cuatro o más cajones de cuchillos”.
Ni siquiera en las selectas unidades denominadas del honor y de granaderos todos sus componentes disponían de fusil. También se contó con la colaboración de hasta mil quinientos “indios amigos”, aunque penalidades.
El 14 de marzo de 1781, las vanguardias de las fuerzas de Tupac Catari aparecieron en los altos que rodean la ciudad, situada en una profunda hondonada y, por tanto, en una pésima situación militar. Para entonces estaban completados los trabajos defensivos.
En pocos días unos cuarenta mil enemigos cercaban la ciudad, comenzando un asedio que duraría más de tres meses. A lo largo del mismo, se produjeron una multitud de ataques de los sitiadores, dirigidos tanto a horadar los muros con barrenos como a prender fuego a la ciudad mediante flechas incendiarias.
También la bombardearon con cañones de corto calibre cogidos a los españoles en diversos encuentros.
Durante cierto tiempo manejó las piezas un prisionero, Mariano Murillo, que deliberadamente desvío su puntería. Descubierto, Tupac Catari ordenó que le cortasen los brazos y, con ellos colgando del cuello, fue enviado a La Paz. Vivió lo suficiente para dar completa información de la situación en el campamento contrario. La guarnición se limitó sobre todo a repeler los asaltos, aunque efectuó varias salidas, en general con poca fortuna por la mala calidad de los hombres.
El sitio fue extraordinariamente penoso, por la falta de bastimentos. La escasez de leña obligó a quemar puertas y ventanas, en pleno invierno y la falta de salitre para la fabricación de pólvora a realizar incursiones en su búsqueda, que siempre se saldaban con bajas.
El peor enemigo de los defensores, sin embargo, fue el hambre. En la plaza se habían refugiado miles de habitantes de los alrededores, y pronto empezaron a faltar los suministros. La población tuvo que alimentarse de gatos, ratas, perros y cuervos. Centenares de personas murieron de inanición y parece que incluso llegó a practicarse el canibalismo. Una epidemia de disentería multiplicó la cifra de bajas.
Durante el asedio, ambos bandos desplegaron la crueldad que caracterizó a todo el conflicto. Tanto en la plaza como en el campamento indígena se erigieron horcas, que casi siempre estaban ocupadas por los cadáveres de los ahorcados, como espías o desertores, o por los de aquellos de sus propios hombres que, por distintos motivos, Tupac Catari ejecutaba.
La liberación se produjo a fines de junio, con la llegada de un ejército de socorro de mil setecientos hombres, formado mayoritariamente por tropas locales milicianas, y un pequeño contingente de soldados regulares de dragones y de infantería peninsular del Regimiento de Saboya, llegado desde Buenos Aires.
Lo mandaba Ignacio Flores, natural de Latacunga (hoy, Ecuador), comandante general de la Audiencia de Charcas, y el coronel español José de Reseguín, enviado al efecto desde el Río de la Plata. La columna auxiliadora se tuvo que abrir paso desde Oruro, de donde partió el 5 de junio, sosteniendo casi continuos combates por el camino. Tuvo, sin embargo, que retirarse a los pocos días. Gran parte de la fuerza estaba desertando, sobre todo los milicianos de Cochabamba, deseosos de regresar a sus casas con el botín cogido en los enfrentamientos, y entre el resto había muchos enfermos. Tras reforzar la guarnición con ciento veinte hombres del Saboya y de milicias de Tucumán y de Chuquisaca, emprendió el regreso, llevando consigo algunos centenares de habitantes.
Ese mismo 5 de junio Sorata, asediada desde el 4 de mayo, cayó en manos de los rebeldes. Entre ellos se contaban huestes de Tupac Catari, pero, lo que es significativo, también de los Tupac Amarus. Tras la captura y ejecución del principal de ellos, José Gabriel, el mando había recaído en su primo hermano Diego Cristóbal. Éste decidió enviar a su sobrino, Andrés, en una profunda incursión en territorio aymara.
Con ello, ambos movimientos se encontraron actuando conjuntamente. Los amores entre Andrés y una hermana de Tupac Catari, Gregoria Apaza, mujer casada, reforzaron esta unión.
Sorata fue tomada mediante un astuto ardid. Los sitiadores hicieron una presa o “cocha”, que acumuló las aguas procedentes del nevado Tipuani. Cuando se alcanzó un volumen suficiente de agua, fue abierta.
La inundación arrasó las defensas de la ciudad, permitiendo la entrada de los sublevados. A continuación, la mayor parte de los habitantes, en torno a diez mil, fueron pasados a cuchillo. Entre los que se salvaron figuraban las mujeres blancas que aceptaron vestirse al modo indígena. La ciudad fue totalmente saqueada. En el botín correspondió a Tupac Catari la capa blanca con la venera de Santiago que Segurola había dejado allí cuando marchó a La Paz. En alguna ocasión, el caudillo se presentó con ella a la vista de su propietario, encerrado en la ciudad. El uso de esta prenda es más que una anécdota. El caudillo vestía, indistintamente, a la manera de los incas, a lo que, estrictamente, no tenía derecho, o a la española.
El dato, en apariencia contradictorio con su condición de dirigente indigenista y antieuropeo, refleja el grado de lo que se ha calificado como “mestizaje cultural de los alzados”. Al mismo fenómeno responde que estos durante el asedio de la La Paz celebraran con gran pompa ceremonias puramente cristianas, como el Corpus o la Semana Santa.
Para la conquista de Sorata fue importante la colaboración de mestizos, en muchos casos forzada, que aportaron a los sitiadores sus conocimientos para construir la presa y para manejar las escasas armas de fuego de que disponían los indios, poco prácticos en su empleo.
La retirada de la columna de Flores propició que, unos días después, Tupac Catari estableciese un segundo cerco a La Paz. El 25 de agosto se le reunió Andrés Tupac Amaru. Las relaciones entre ambos fueron tensas, y cada uno estableció por separado su campamento. De un lado, Apaza veía con recelo la presencia del jefe quechua en la que era su principal operación, el cual, además, por su prestigio como descendiente de incas le relegaba, en cierto modo, a un segundo plano. Los avatares de este segundo asedio fueron similares a los del primero, con la diferencia de que los sitiadores intentaron aplicar la fórmula que tan buenos resultados había dado en Sorata. A estos efectos, comenzaron a construir una presa en el río Chuquiyapu que, afortunadamente para los paceños, reventó de forma prematura el 12 de octubre, de manera que sus efectos no fueron tan desastrosos como se pretendía.
De nuevo, el hambre y las enfermedades asolaron la ciudad, matando a cientos de personas. Los cadáveres se pudrían en las calles y en el único hospital se amontonaban dos o tres pacientes por cama. Cuando la situación se hacía ya insostenible, y se pensaba en una salida a la desesperada de la guarnición, el 17 apareció en el Alto de La Paz la vanguardia de la segunda expedición de auxilio. La mandaba Reseguín, que el 1 de octubre había partido de Oruro con cinco mil hombres y ocho piezas. Refleja el tipo de fuerzas que la componían la circunstancia de que únicamente disponía de doscientas cincuenta armas de fuego. De nuevo, y al igual que la primera columna, estaba formada mayoritariamente con tropas allegadizas locales, reclutadas en regiones leales, y que incluían hasta tres mil “indios amigos”. Ante su aproximación, los rebeldes levantaron el cerco. Se calcula que entre diez y quince mil de los asediados murieron en el transcurso del mismo.
En esta oportunidad, Reseguín permaneció en la zona de operaciones. Es más, se comenzaron a enviar columnas punitivas con el fin de aplastar definitivamente la sublevación, al tiempo que se difundían ofertas de perdón para quienes depusieran las armas.
A lo largo del mes de octubre tuvieron lugar diversos choques con los rebeldes, saldados siempre con victorias de las autoridades, y acompañadas de grandes matanzas de enemigos. El 28 de octubre, los principales dirigentes quechuas iniciaron contactos con vistas a acogerse a la amnistía prometida. El 3 de noviembre se firmaron las llamadas Paces de Patamanta, en virtud de las cuales el principal ejército indígena, de veintidosmil hombres, acordó deponer las armas.
El acuerdo, sin embargo, no incluyó a Tupac Catari, que se negó a entrar en negociaciones y que el 29 de octubre se había separado de sus aliados, marchando a Copacabana, alegando que tenía la intención de castigar a Guamansongo, cacique fiel a España.
El 9 de noviembre, traicionado por uno de los suyos, era capturado. Tras un rápido juicio en Peñas el día 13 de noviembre a las 12 de la noche se dicta la sentencia y es ajusticiado el 14, de forma tan bárbara como lo había sido Tupac Amaru.
La rebelión le sobreviviría algunos meses, hasta julio de 1782, cuando se extinguió, en parte por las masivas presentaciones de sublevados, y en parte por duras operaciones de castigo.
Había sido una terrible tragedia humana y material para la región afectada. Las bajas de ambos bandos alcanzaron las decenas de millares. Un informe oficial sitúa en cuarenta mil la cifra de peninsulares, criollos y mestizos muertos. Las sufridas por los alzados fueron aún más elevadas. Ciudades como Sorata y Puno y, en menor medida, La Paz quedaron casi destruidas.
Sólo en la primera las pérdidas se calcularon en tres millones de pesos.
Dio, sin embargo, algunos frutos. El odiado repartimiento se suprimió, se dulcificaron las condiciones de la mita, los odiados corregidores fueron sustituidos por intendentes y se creó la Audiencia del Cuzco. Sin embargo, en su aplicación práctica estas reformas no bastaron en absoluto para corregir todas las injusticias que padecían los indígenas, aunque, combinadas con una severa represión, dieron el resultado apetecido por las autoridades: no se volvieron a producir sublevaciones indígenas hasta el alzamiento de Pumacahua en 1814.
Tupac Catari casó con Bartolina Sasi, de la que no tuvo descendencia, y que jugó un importante papel en la rebelión, llegando a mandar, en ausencia de su marido, las fuerzas que sitiaban La Paz. Capturada por una traición, fue ejecutada, al igual que Gregoria Apaza. Anselmo, el único hijo del caudillo, fue fruto de su relación con otra mujer, Marcela Sisa, de la que no se sabe si tenía parentesco con su esposa.
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Julio Albi de la Cuesta