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Juan Focher

Biografía

Focher, Juan. Francia, c. 1500 – México, 20.XII.1572. Misionero franciscano (OFM), canonista y escritor.

Era francés, quizás provenzal. Se doctoró en Leyes en París, antes de tomar el hábito. Siendo ya fraile, estudió Teología y Cánones. Pasó a México hacia 1532; enseñó en Tlatelolco y en la Universidad, e ilustró a la naciente Iglesia novohispana sobre los graves problemas que se le planteaban. Sin duda que su presencia fue providencial en aquellos primeros años de evangelización.

Cuando murió, un fraile agustino (¿Veracruz?) sentenció: “Pues el P. Fucher ha muerto, todos podemos decir que quedamos en tinieblas”. Fue éste su gran mérito misional: poner sus amplios conocimientos al servicio de los misioneros. Su obra Itinerarium catholicum es el primer tratado misional sobre América; y el más usado, sobre todo en España. Establece principios y deduce soluciones a los problemas.

El autor lo dejó inconcluso; lo publicó, por primera vez, corregido y aumentado, su discípulo Diego Valadés, en Sevilla en 1574. Todo hace pensar que esta obra es la suma de varios de sus tratados, en principio independientes, que se han refundido en el Itinerario.

Está dividido en tres partes: 1. Al tratar del envío de misioneros, Focher se manifiesta como autor vicarialista. Fue el primero que, en un tratado misional, atribuyó al Rey el carácter de vicario del Papa. Insinúa ya la idea al plantear una cuestión fundamental para todos los misioneros: el bautismo de los párvulos y si era lícito bautizarlos contra la voluntad de los padres. La respuesta de Focher, aunque no muy clara, es afirmativa. Y los príncipes, como personas públicas, pueden y deben separarlos de sus padres. También podrían hacerlo las personas privadas, en determinadas circunstancias.

Los misioneros podrían porque son personas públicas, en cuanto desempeñan su misión por autoridad del Pontífice; son delegados del Papa. Lo mismo se ha de decir si son enviados por el Rey o Emperador que ha recibido del Papa autoridad para esto. Y concluye: en cuanto al envío de misioneros, a efectos de constituirlos en personas públicas, son equivalentes el Papa y el Rey, como delegado del Papa, pues actúa en nombre de éste y produce el mismo efecto jurídico.

Ahora bien, estos misioneros enviados por el Rey, ¿han de estar previamente dotados de facultades canónicas por la autoridad competente? Piensa el padre Bruno que para Focher la comisión real lleva anejas las facultades que convierten a sus depositarios en delegados del Papa. No obstante, Focher, de momento, no dice tanto, ni resuelve esta cuestión capital.

Replantea el problema al tratar de la autoridad competente para enviar misioneros a tierras de infieles.

Había un hecho, en efecto, que exigía explicación: los misioneros que iban a Indias eran enviados por el rey de España, lo que, en principio, significaba que recibían su cometido espiritual de un poder secular.

Para explicarlo, Focher no recurre a la historia, sino a los principios. El Papa, dice, tiene derecho a enviar misioneros, especialmente religiosos, enriqueciéndolos con gracias y privilegios; derecho tan propio del Papa, que cometería sacrilegio quien lo pusiera en duda. Naturalmente, que puede el Papa ejercer este derecho por sí o delegándolo a otro que haga sus veces en el envío de misioneros. Este comisionado puede ser un eclesiástico, como los provinciales de los franciscanos, o un seglar, como ocurre en el caso de los reyes de España, a quienes Alejandro VI encomendó la conversión de los indios, exigiéndoles estrictamente que enviaran misioneros idóneos; y en consecuencia, los Reyes están en la misma situación que los provinciales franciscanos, en el envío de misioneros. Ahora bien, lo que haga el delegado, sobre todo si es seglar, ¿es lo mismo que si lo hiciera el Papa? Contempla Focher este punto y concluye que sí, que los así enviados por el Rey disfrutan de las mismas prerrogativas que los enviados inmediatamente por el Papa, de quien los reyes de España recibían el poder para ello. Cita esta vez la famosa Regula iuris, según la cual puede uno realizar por medio de otros todo lo que puede hacer por sí mismo.

De este modo se atribuye, por primera vez, al Rey el carácter de vicario o delegado del Papa para el envío de misioneros. Se plantea nuevamente si los misioneros debían estar previamente dotados de privilegios y facultades canónicas y de quién recibían inmediatamente los privilegios. No lo dice claramente el autor, pero parece indicar que del Papa, pues la razón de que ambas categorías de enviados, los del Rey y los del Pontífice, tengan idéntica situación, es porque unos y otros se consideran enviados por el Papa.

Cuando trata el autor Del modo de administrar los sacramentos a los indios, exhorta a los ministros a desempeñar, con temor, el ministerio que les ha sido encomendado por el Papa; y suplica a los provinciales, a quienes por privilegio especial compete destinar sujetos aptos para este ministerio, que elijan —deligant— a los más idóneos. Previa la selección —deligere es elegir, escoger—, el destino —destinare— tiene el carácter de misión canónica; y se reserva a los provinciales, y no al Rey. Luego si el texto anterior identificaba Reyes y provinciales —el adverbio quemadmodum así parece indicarlo— aunque sólo para el envío de misioneros, ahora al tratar de la misión canónica parece indicar el franciscano que Reyes y provinciales no pueden estar en pie de igualdad.

Pero hay un texto más. No ya del Itinerario, sino de un Comentario que Focher escribió glosando unos breves de Pablo IV, confirmando a los franciscanos todas las concesiones hechas por sus predecesores.

En el primer párrafo, Focher recoge la cláusula de las letras pontificias de Alejandro VI de las que deduce una serie de corolarios por demás interesantes. Para Focher, el Papa formalmente aprueba y pontifica las disposiciones emanadas de la Corona; y virtualmente concede al Rey facultad de redactar estatutos para la Iglesia en Indias, cuyo cumplimiento se recomienda a los mendicantes. Hay, pues, paridad entre lo que el Papa manda formaliter —por sí mismo— y lo que ordena por medio de los Reyes —virtualiter— para el gobierno espiritual de las Indias. Y en consecuencia, concede al Rey la facultad vicarial legislativa, aunque nos parece que circunscrita solamente al fuero externo.

Ahora bien, dado que la interpretación de esas órdenes papales, en sentido favorable, se la reserva a los religiosos, puede entenderse que el ámbito de aplicación tenga un sentido lato. En consecuencia, para el eximio franciscano, el Rey es vicario del Papa, pero para el envío de misioneros y para legislar, al menos en el fuero externo.

2. Los sacramentos. Hubo una gran polémica, muy temprana, sobre la administración del bautismo a los indios. Los dominicos y los agustinos opinaban que había que atenerse a la norma general de la Iglesia; los franciscanos, en cambio, abogaban, dadas las circunstancias, por una interpretación benigna de los cánones.

El problema tenía su traducción en la práctica: los primeros exigían mayor preparación y administrarlo con toda solemnidad, y en los días señalados.

Los franciscanos eran más flexibles; preparación elemental —lo indispensable para la validez—, con catequesis postbautismal, y simplificación de ceremonias.

No era un tema baladí; ocurría que apuntaban brotes idolátricos, y se notaba un regreso a las costumbres gentílicas, lo que hacía pensar que, tal vez, aquellos bautismos habían sido precipitados. Y aún surgían dudas sobre su validez.

Los obispos, naturalmente, se plantearon la cuestión, pero desde otro punto de vista: la “uniformidad de métodos misionales”. También era importante, pues si los indios veían distintas ceremonias podrían concluir que se trataba de sacramentos distintos. Las primeras Juntas Eclesiásticas de 1532 y 1536 discutieron los puntos culminantes. El expediente se remitió a la Corte y el Consejo decidió que, mientras respondían de Roma, no se cambiara nada.

En efecto, la Bula Altitudo de Pablo III (1537) dirimió la contienda: los misioneros que bautizaron sin solemnidad —porque así convenía— no pecaron, pero en adelante, salvo casos de urgente necesidad, se haría con solemnidad y ritos completos; no faltaría el agua bendita, exorcismos individuales, la sal, saliva, candela…, aplicados a dos o tres, por todos los demás; y el óleo de los catecúmenos. Para la interpretación de la bula, y ejecución de sus normas, se reunió la Junta de 1539. Por sus decisiones cabe pensar que la postura de los franciscanos quedaba en precario; los bautismos debían regularse por el Derecho común, interpretado en sentido estricto. Cierto que no quedaba claro en la bula el caso de necesidad grave o urgente, que era el apoyo de la argumentación franciscana.

Pero la Junta, en sus decisiones, aplicó criterios rigurosos.

Así estaban las cosas cuando Focher llegó a Nueva España en 1540; y se enfrentó con el problema en el prólogo de Enchiridion. Expuso el carácter de los indios (ligereza, sentimentalismo) y sus costumbres depravadas. Y desde esta psicología presentó su opinión: sus puntos de vista coincidían con los de la Junta Eclesiástica de 1539. Había que atenerse al Derecho Común rigurosamente interpretado; sobre este principio estructuró su Enchiridion; solemnidad, ritos, preparación prebautismal que resumía en cuatro verbos: lo que se ha de creer, evitar, hacer, pedir…, y catequesis postbautismal. En cuanto a los tiempos, los señalados; pero podía administrarse lícitamente en otras épocas del año, tanto “en caso de necesidad que fuera de ella”.

Estudió con amplitud el matrimonio, pero en relación con el bautismo; ocurría que los matrimonios contraídos en la gentilidad eran fuente de problemas para la recepción del bautismo. Por eso Focher aconsejaba que, antes de bautizarlos, se les examinara de su matrimonio. Reconocía que es una tarea difícil, que exigía en el examinador una preparación especial: conocer los cánones y tener la jurisdicción conveniente.

Trató el tema con gran minuciosidad, lo que indica que apreciaba serias dificultades.

Antes de ofrecer las soluciones, precisó advertir que el matrimonio entre infieles contraído conforme al derecho natural, y regulado por las leyes vigentes en cada país, era un verdadero matrimonio. A estos matrimonios, en la escolástica coetánea al Descubrimiento, se les llamaba legítimos; y eran todos aquellos en los que no concurría algún impedimento de Derecho Natural o derivado de las disposiciones del gobernante; y se contraían “por el legítimo consentimiento” que expresaba al exterior el affectus maritalis.

Alonso de la Veracruz, coetáneo de Focher, llamará a la intencionalidad, razón del matrimonio; de tal manera, que si se llega a demostrar la existencia de affectus en un matrimonio, éste será válido y legítimo, aunque le falte la expresa manifestación del consentimiento o las formalidades solemnes.

Éstos son, pues, los principios de que parten los autores indianos para plantear y resolver los problemas en torno al matrimonio de los indios. Para Focher “es legítimo matrimonio en que ha sido instituido por institución regia o según las costumbres de un pueblo”. Por consiguiente, para él era legítimo el matrimonio de indios contraído en conformidad con sus leyes; e ilegítimo, el opuesto a las mismas. Más adelante precisaba que el matrimonio de infieles era legítimo si era conforme a sus propias leyes, y no se oponía tampoco a la ley divina. Y otro principio interesante para Indias: la ley de matrimonio era idéntica para todos, lo mismo potentados que humildes, jefes y súbditos.

A la luz de estos principios, ¿había verdaderos matrimonios entre los indios? Hubo dudas en los primeros tiempos. Y se discutió en Nueva España. Efectivamente, ya en la primera Junta Eclesiástica de México se planteó el problema, y “no se resolvió cosa cierta esperando la definición de la Silla Apostólica”. En efecto, la Altitudo declara que los neófitos unidos en la gentilidad a varias mujeres, si se acordaban de quién había sido la primera, tenían que casarse con ella; pero, si no se acordaban, podían casarse con la que quisieran. Quedaban suprimidos, para casamientos de indios, los impedimentos del tercero y cuarto grado de consanguinidad y de afinidad. Y otorgaba a los obispos, o a sus legados, jurisdicción para absolver a los indios de cualquier censura. Así, la Santa Sede fijaba normas para la administración de sacramentos de indígenas que aseguraban puntos importantes para aquellas nuevas iglesias.

La solución de la Altitudo debería haber sido suficiente, sobre todo por lo que apunta Focher: raras veces se presentará el caso de un olvido total de quién fuera la primera esposa, “pues siempre habrá, bien entre ellos, bien en el pueblo o entre los jefes, quién recuerde qué mujer tuvo primeramente”.

Pero no fue suficiente; era notable la amnesia de los indios sobre este particular. Y Pío V dio otro breve importante: el Romani pontificis, de 2 de agosto de 1571.

Concedía que los indios ya bautizados, y los que en adelante se bautizasen, pudieran conservar como mujer legítima la que se bautizó con ellos, dejando las demás que tuvieran en la gentilidad; declarando legítimo este matrimonio, aunque dicha mujer no fuese la primera, especialmente cuando fuese difícil saberlo.

Se discutió sobre la extensión del breve, pero el tono es general: si quis infidelis…; valía, al menos para Hispanoamérica.

Los esfuerzos posteriores para conseguir algo parecido para Filipinas, hacen pensar que, por entonces, no se extendió a aquellas islas.

3. La guerra en Indias. El padre Vitoria y otros teólogos y juristas ya habían establecido principios suficientes para resolver el problema de la guerra justa.

Pero en Nueva España se mantenía vivo a causa de los chichimecas, unas tribus del norte de México, cuya ocupación fundamental era precisamente la guerra.

Al descubrirse las minas de Zacatecas aumentó el tráfico con aquellas zonas y se puso de manifiesto el enorme peligro que significaban estas tribus; a mediados del siglo se rebelaron y el virrey Velasco inició la pacificación. Resultados, pobres; y una experiencia: los métodos de fuerza exacerbaban más a estos indígenas.

En los años sesenta-setenta —“la década indecisa”— se recrudeció la hostilidad; y se hablaba de la necesidad de una guerra sin cuartel. Empeora en los años setenta: son más fuertes, aumentaban los asaltos y creció el número de muertos. Los colonos clamaban por la guerra a “sangre y fuego”. El virrey reúnió una junta de teólogos que fue favorable a la licitud de esta guerra. Se sabe que también se consultó al III Concilio Mexicano; hubo una gran discusión, y al final los padres se inclinaron por métodos pacíficos. Y, justo es decirlo, con estos métodos se logrará, lentamente, la pacificación de estas tribus especialmente bárbaras y belicosas.

La doctrina de Focher sobre la guerra justa era la general para las Indias, sin olvidar el grave problema del momento: los chichimecas. En efecto, exigía los requisitos clásicos para la licitud de la guerra: autoridad del príncipe, causa justa y recta intención. Entre las causas figuraba la conculcación del Derecho de Gentes; derecho a transitar sin peligro, resarcimiento de daños sufridos, lo que podía justificar las represalias.

Si se daban estos requisitos, la guerra no sólo era lícita, sino también obligatoria. Y un corolario importante: los chichimecas no observaban el Derecho de Gentes y, por tanto, la guerra que se les hiciera sería justa y obligatoria.

Pero hay que destacar algunas peculiaridades del franciscano: a) la consecuencia de la obligatoriedad.

Su postura era única, pues se apartaba de los pacifistas a ultranza y de los que justificaban la guerra, pero no llegaban a esta conclusión desconcertante. Focher lo justificaba así: tenía el príncipe obligación de luchar contra sus enemigos, para lograr la paz, que se obtenía reprimiendo a los malvados y socorriendo a los virtuosos, aunque para ello hubiera que matar; b) colocar una de las causas justas de la guerra en el Derecho de Gentes, sin más fundamento que una sola referencia a san Agustín; como si entendiera que era algo tan evidente que no necesitaba más. San Agustín, en efecto, justificaba la guerra de Israel contra los amorreos porque éstos no les permitieron paso libre por su territorio, lo que era violar un derecho social público. Y bien, los chichimecas, dice Focher, “molestan, hieren y matan a los cristianos que transitan por sus caminos”; c) la descripción que hace Focher de las costumbres y peligrosidad de estos indios —“contra los que dudan de la licitud de una guerra contra ellos”— coincide con la mayoría de los autores que trataron el problema: obstaculizaban las vías públicas, sacrificaban a cristianos que transitaban por ellas, eran tiranos con los indios infieles…; de modo que apenas era posible viajar por esos caminos. Diego Valadés trabajó con los chichimecas “con grave peligro de mi vida y la de mis compañeros”. Y en esta línea se expresaba el arzobispo Moya Contreras. Pero el franciscano tuvo que disentir de otros franciscanos que preferían la vía pacífica evangelizadora, aun en este caso especialísimo; d) como se ha indicado, en 1570 el virrey de Nueva España “convocó a multitud de teólogos, entre los que estuve yo presente”, para pedir su opinión sobre emprender la guerra contra los chichimecas, “que no cesaban de sacrificar cristianos”. La Junta concluyó por unanimidad que no sólo se “podía”, sino que estaban “obligados” a hacerles guerra; aunque Moya Contreras dice que no hubo tanta unanimidad; los dominicos, dice, se opusieron.

 

Obras de ~: Itinerarium catholicum, Hispali, apud Alfonsum Scribanum, 1574 (ed. crít. bilingüe de A. Eguiluz, Madrid, 1960).

 

Bibl.: L. Waddingo, Scriptores Ordinis Minorum, Romae, 1906, págs. 40 y ss.; C. Ceccherelli, OFM, “El bautismo y los franciscanos en México”, en Missionalia Hispanica, 12 (1955), págs. 222-226; A. Eguiluz, “El “Enchiridion” y “Tractatus de baptismo et matrimonio”, en Missionalia Hispanica, 57 (1962), págs. 331-370; P. Castañeda Delgado, “El matrimonio legítimo de los indios y su canonización”, en Anuario de Estudios Americanos, XXXI (1976), págs. 157-188; “Los franciscanos y el Regio Vicariato Indiano”, en VV. AA., Los franciscanos y el Nuevo Mundo, Actas del II Congreso Internacional, Madrid, 1988, págs. 317-369.

 

Paulino Castañeda Delgado

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