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Santo Domingo Ibáñez

Biografía

Ibáñez de Erquicia, Domingo. Santo Domingo Ibáñez. Régil (Guipúzcoa), 8.II.1589 – Nagasaki (Japón), 14.VIII.1633. Sacerdote dominico (OP), mártir y santo.

Joven de alta estatura y elevado ingenio, como dicen algunos biógrafos, ingresó en el convento de San Telmo de la ciudad de San Sebastián para tomar el hábito de los dominicos. Era todavía estudiante de Teología cuando se ofreció incondicionalmente a dedicarse a la evangelización en el Extremo Oriente asiático y, sin haber concluido los estudios teológicos, partió de España (1610) por la ruta de México rumbo a Filipinas. Un año después llegó a la ciudad de Manila y, una vez recibida la ordenación sacerdotal (1612), fue destinado a las misiones de Pangasinán, en el norte de la isla de Luzón. Trabajó después en Binondo, donde, dedicado al cuidado pastoral de la colonia china, se distinguió como predicador notable. Posteriormente fue nombrado profesor del entonces colegio, después Universidad, de Santo Tomás de Manila.

Unas cartas llegadas de Japón cambiaron el rumbo de su vida y actividad misionera. En ellas se pedía ayuda urgente, porque los dominicos enviados a este país desde Manila, a partir del año 1602, habían disminuido considerablemente, víctimas de la persecución anticristiana llevada a cabo por la saga militar Tokugawa. Por el año 1622 sólo quedaban en suelo japonés dos misioneros dominicos. Los superiores pensaron en la necesidad de enviar cuatro religiosos más para suplir la escasez de operarios.

Uno de los designados fue el padre Domingo Ibáñez de Erquicia. Éste, disfrazado de comerciante, al igual que sus compañeros, salió de Manila (1623) en mayo y, después de cinco meses, pisó tierras niponas en Satsuma, isla de Kyûshû, tras una travesía accidentada en la que sufrieron desvíos de su ruta y un sinfín de penalidades. Para colmo, al poco tiempo de su llegada, se emitió un decreto del sogún por el que se prohibía a los españoles residir en el país y se cortaban las relaciones con Filipinas. Ante esta contrariedad, el misionero vasco ideó una estratagema para quedarse en Japón a toda costa. En efecto, él y sus compañeros pidieron permiso a las autoridades para salir, y de hecho zarparon de la costa japonesa, pero cuando su embarcación hubo recorrido ocho leguas, un pequeño barco enviado por el dominico Domingo Castellet los devolvió a tierra.

Su vida misionera se desenvolvió, bajo el signo de la clandestinidad, en constante y sacrificado servicio a la cristiandad. Durante diez años llevó a cabo una actividad heroica catequizando, predicando, administrando los sacramentos, confortando a los débiles, reconciliando a los caídos en apostasía. Trabajaba de noche y cambiaba continuamente de pueblo y de casa, recorría caminos solitarios y abruptos sin temor a las inclemencias del tiempo.

Nombrado vicario provincial (1625), hizo un viaje a Edo (Tokio) y permaneció en el norte del país por espacio de dos años. A su vuelta a Nagasaki, se encontró con que la persecución se había recrudecido bajo el mandato de un nuevo gobernador. Habían aumentado los martirios así como las apostasías y huidas de cristianos a los montes para librarse de los perseguidores. Se vio casi totalmente solo en aquella zona sometida a la más estrecha vigilancia y búsqueda de creyentes en la religión de Cristo y no tuvo más remedio que entrar a escondidas en la misma prisión para confesarse con los sacerdotes encarcelados.

Volvió a viajar al norte de Japón en 1631, esta vez en busca del padre Lucas del Espíritu Santo, y aunque su deseo más vehemente era testimoniar su fe con el martirio, se movía siempre al amparo de la noche para eludir el arresto y continuar animando y fortaleciendo a las comunidades cristianas. Presenció los tormentos en que murieron algunos religiosos agustinos recoletos y tuvo la valentía de enviar un informe sobre ellos a sus superiores de Manila. La heroica actitud del padre Erquicia admiró a los comerciantes portugueses con quienes se encontró y que elogiaron “la virtud, prudencia, religión, celo de la cristiandad y fruto que allá hace”. Con el sogún o general militar Tokugawa Iemitsu arreció el odio anticristiano y el padre Erquicia se vio obligado a ocultarse en unas cuevas o cisternas y en los montes. Aquí hospedó a algunos religiosos recién llegados a Japón, que pronto fueron capturados y martirizados y de cuyo final informó después a sus superiores.

En una carta dirigida a su padre (18 de octubre de 1630), después de describir algunos episodios de su agitada vida en medio de la persecución y contar los medios de tortura que se aplicaban a los cristianos, escribe: “Yo ando ahora en lo más peligroso de esta persecución. Y así entiendo que ésta será la última que escribiere. Y así, Padre mío amantísimo, hagamos de suerte que nos veamos en el cielo para siempre, sin temor a apartarnos […]. Esto mismo digo a mi querida hermana para que no se olvide de encomendarme a Dios y mis saludos a todos los parientes y conocidos […]”.

Por esta época, el padre Erquicia gozaba de tal prestigio ante las autoridades eclesiásticas que fue propuesto para obispo, al tiempo que los mismos perseguidores le consideraban columna central y una de las más relevantes figuras del cristianismo en Japón.

Sin embargo, en medio de sus idas y venidas y a pesar de su habilidad para esquivar la vigilancia de sus enemigos, se llegó a conocer su paradero. Un cristiano sometido a tortura reveló en medio del tormento el lugar donde se encontraba. Fue arrestado en julio de 1633 y conducido a la prisión de Nagayo, en Ômura. Al mes siguiente fue trasladado a la cárcel de Nagasaki.

En la prisión, el misionero español rechazó sobornos y ofertas de los tiranos y prefirió sacrificar su vida. El 13 de agosto, fue sometido al suplicio de la “horca y hoya” (colgado por los pies y con la cabeza y medio cuerpo introducidos en una hoya), tormento recién inventado, y, después de treinta horas de horrible y despiadada tortura, murió el 14 de agosto de 1633 rezando por sus perseguidores. Fue canonizado por Juan Pablo II el 18 de octubre de 1987.

 

Obras de ~: Cartas, Japón, 1623-1633 (en Dominici Ibáñez de Erquicia, O. P. Positio super introductione causae et martirio ex officio concinnata, Roma, 1979, págs. 94-123).

 

Bibl.: H. Ocio, Compendio de la reseña biográfica de los religiosos de la provincia del Rosario, Manila, Est. Tipográfico del Real Colegio de Santo Tomás, 1895, pág. 83; J. I. Tellechea, Erquicia y Aozaraza, dos mártires guipuzcoanos, San Sebastián, Idazt Donostia, 1981; P. González Tejero y J. Delgado, “Mártires de Japón”, en Testigos de la fe en Oriente, Madrid, Secretariado de Misiones Dominicanas, 1987, págs. 75-78; H. Ocio y E. Neira, Misioneros dominicos en el Extremo Oriente, vol. I, Manila, Life Today Publications, 2000, pág. 109; J. González Valles, “Santos Lorenzo Ruiz, Domingo Ibáñez de Erquicia y 14 compañeros mártires dominicos de Japón”, en J. A. Martínez Puche (dir.), Nuevo año Cristiano (septiembre), Madrid, Edibesa, 2001, págs. 539540.

 

Jesús González Valles, OP

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