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San Miguel González de Aozaraza

Biografía

González de Aozaraza del Rosario, Miguel. San Miguel González de Aozaraza. Oñate (Guipúzcoa), 7.II .1598 − Nagasaki (Japón), 29.IX.1637. Sacerdote dominico (OP), santo y mártir.

Nacido en buen ambiente familiar, a los diecisiete años de edad entró en el convento de Santo Domingo de Vitoria para hacer el noviciado y profesar en la Orden de los dominicos. Mientras hacía los estudios eclesiásticos, despertó al ideal misionero que destacaba notablemente en la comunidad vitoriana que, además de haber enviado ilustres misioneros, acogía con frecuencia a experimentados testigos de la evangelización, así como suficiente información de primera mano sobre la labor evangelizadora de la Iglesia en tierras lejanas. Una vez ordenado sacerdote, el padre Miguel fue destinado al convento de Santo Tomás de Madrid para ocupar cargos de administración, pero su estancia en la capital española no hizo olvidar su ilusión de dedicar su vida a la predicación del Evangelio en el Lejano Oriente. Uno de los trabajos que le confiaron los superiores en Madrid debió de ser la tramitación de asuntos de la Orden en la Corte Real y la gestión de los preparativos de los religiosos que salían destinados a ultramar. Por otra parte, siendo el convento de Santo Tomás de Madrid un lugar de acogida de los religiosos que iban y venían, pudo contar con informes acerca del trabajo que la Orden realizaba allende los mares.

Uno de estos testigos de la misión fue el padre Diego Collado, misionero en Japón, quien al pasar por Madrid (1634) contagió a los dominicos jóvenes entusiasmo misionero cuando expuso las necesidades de la Iglesia japonesa. Uno de los primeros en alistarse a la siguiente expedición para Filipinas fue el padre Aozaraza. Aquel mismo año se embarcó con destino a México para continuar luego la navegación desde Acapulco y llegar a la capital filipina (1635).

En Manila le fue asignado, como campo de ministerio pastoral, la provincia de Bataán, donde comenzó a imponerse en la lengua tagala y, pensando en su futuro destino en Japón, también en la lengua japonesa, al mismo tiempo que realizaba su labor con ejemplar celo de “ministro fidelísimo”. En este ministerio trabajó durante dos años hasta que, conocida su asignación a Japón, salió clandestinamente de Manila (1636) en compañía de los padres Antonio González, el francés Guillermo Courtet, el japonés Vicente Shiozuka y los laicos Lorenzo Ruiz y Lázaro de Kyoto. Hacían la travesía en una pequeña embarcación fletada por los dominicos de Filipinas, ya que el gobernador no quería poner a su disposición nave alguna con destino a un país tan peligroso como era Japón. Un hermano cooperador, antiguo marino y buen conocedor del mar de China, pilotó la nave hasta las islas de los Lekios (Okinawa), donde, poco después de su llegada, fueron capturados y encerrados en una prisión en la que permanecieron durante cerca de un año. De ahí fueron trasladados a Nagasaki (13 de septiembre de 1637) en jaulas, tres en cada una, como si fuesen animales, y paseados por la ciudad para befa e irrisión por parte de la gente.

En el tribunal, el padre Miguel confesó que venía sin ayuda alguna de autoridad civil para mostrar el camino de la salvación a los japoneses. Formando parte del tribunal se encontraba un sacerdote japonés que había renegado de la fe e intentaba también persuadir en latín al padre Miguel a que apostatase. Éste le contestó que no intentaba imitar su mal ejemplo sino testimoniar la fe verdadera y dar su vida por ella. Ante esta firmeza, el misionero sufrió el castigo del “agua ingurgitada”, por el que, después de beber a la fuerza gran cantidad de agua, era obligado a expulsarla por presión violenta sobre el vientre. Sufrió también el tormento de la “horca y hoya” en el que, colgado por los pies, introducían su cabeza en un cubo de agua hasta producir la sensación de ahogamiento, repitiendo la inmersión muchas veces. “Y tras ésta [tortura] —escribe el padre Domingo Ibáñez de Erquicia— añadieron otra crueldad mayor allí luego, que fueron amarrarlos fuertemente, sentados y con los brazos cruzados, y teniéndolos en esta forma, les clavaron por entre las uñas y la carne de todos los dedos unas penetrantes y gruesas agujas de alambre del tamaño de las de hacer media de punto, que llegaron hasta los nudos de en medio de los dedos, quedando lo demás de las agujas de fuera, con el dolor y sentimiento que se ve, corriendo de todas estas llagas sangre en abundancia [...] Miróse, pues, así el padre fray Miguel, y viendo la sangre que de sus manos destilaba, alegrándose sumamente, dijo con excesivo gozo suyo y espanto de cuantos le miraban: ‘¡Oh, qué lindos claveles! ¡Oh, qué lindas rosas esparcidas, mi Dios, por amor Vuestro! Pero todo esto es nada en comparación de lo que Vos por mis pecados padecisteis’”.

Vuelto a la cárcel, no dejó de animar a los vacilantes. Entre ellos se encontraba el dominico japonés Vicente Shiwozuka de la Cruz que, privado del sentido por el castigo del agua ingurgitada, había dicho a los verdugos que renegaba de su fe. Los ánimos que le infundieron el padre Miguel y los demás compañeros le hicieron recuperar la fortaleza y confesar a Cristo hasta la muerte. El 27 de septiembre, el padre Miguel fue llevado amordazado, a caballo y con la cabeza medio afeitada en señal de escarnio, hasta el “monte santo”, mientras se iba anunciando en tono de bando público su sentencia de muerte. Allí fue puesto en el tormento de la “horca y hoya” durante tres días, mientras los tiranos no cesaban de instarle a apostatar. Pero tanto él como sus compañeros, entre los que se encontraba el antes perplejo Vicente de la Cruz, no dejaban de recitar salmos y alabar a Dios por el don que les hacía de padecer por Él. En esta larga agonía, los únicos que se cansaron fueron los verdugos que, al fin, viendo que no conseguían nada, ordenaron que el padre Miguel fuera sacado de la hoya. El misionero se puso de rodillas, se despidió de sus compañeros y al golpe de espada, murió (29 de septiembre de 1637). Sus restos fueron reducidos a cenizas que luego fueron arrojadas a la bahía de Nagasaki. En el mismo día dieron testimonio de la fe, además de los laicos Lorenzo Ruiz (filipino) y Lázaro de Kyoto (japonés), los padres Antonio González, Guillermo Courtet (francés) y Vicente de la Cruz (japonés). También junto con ellos, fue canonizado por Juan Pablo II (1987). Su fiesta se celebra el 28 de septiembre.

 

Bibl.: D. González, Relación del ilustrísimo martirio [...], Manila, Luis Beltrán, 1638, págs. 437-447; H. Ocio, Compendio de la reseña biográfica de los religiosos de la provincia del Rosario, Manila, Est. Tipográfico del Real Colegio de Santo Tomás, 1895, pág. 157; Dominici Ibáñez de Erquicia [...] Positio super introductione causae et martirio ex officio concinnata, Roma, 1979, págs. LV-LVI; J. I. Telechea, Erquicia y Aozaraza, dos mártires guipuzcoanos, San Sebastián, Idazt Donostia, 1981; P. G. Tejero, “Mártires de Japón”, en Testigos de la fe en Oriente, Madrid, Secretariado de Misiones Dominicanas, 1987, págs. 113-115; H. Ocio y E. Neira, Misioneros Dominicos en el Extremo Oriente, vol. I, Manila, Life Today Publications, 2000, pág. 160; J. González Valles, “Santos Lorenzo Ruiz, Domingo Ibáñez de Erquicia y 14 compañeros mártires dominicos de Japón”, en J. A. Martínez Puche (dir.), Nuevo año Cristiano (septiembre), Madrid, Edibesa, 2001, págs. 548-549.

 

Jesús González Valles, OP

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