Herrera, Catalina de Jesús. Guayaquil (Ecuador), 22.VIII.1717 – Quito (Ecuador), 29.IX.1795. Monja dominica (OP) y escritora mística.
Hija del capitán Juan de Herrera y de María Navarro Navarrete, fue bautizada tres días después de su nacimiento en la iglesia Matriz de la ciudad de Guayaquil con el nombre de Catalina Luisa. Su padrino fue el sargento mayor Francisco Gantriper. En su familia, católica, ilustrada, de estrato social relativamente alto, modesta, en cambio, de recursos, a pesar de poseer tierras en una hacienda de campo, recibió Catalina su primera educación. Después de haber visto, a la edad de cuatro años, nacer un niño del vientre de su madre, se interrogó sobre el origen de la vida, la generación de hombres y mujeres, hasta preguntar a su madre cómo se había “producido” la primera mujer. La respuesta fue una completa catequesis, partiendo de Dios creador de todas las cosas. A su madre la calificó de santa en su autobiografía Secretos entre el alma y Dios. Su padre, de temperamento violento, a veces de arrebatos gravísimos, que casi llegaron a hacerle perder la vida en tres ocasiones, fue, por otra parte, “hombre piadoso y bueno y muy misericordioso con los pobres”. Se moderó después y murió como buen cristiano. La dejó huérfana a los once años y fue la madre quien le enseñó la lectura. Fue asidua a ella y por cierto tiempo se dedicó a lecturas literarias, “comedias” según su testimonio. Leyó también los escritos de Santa Teresa de Jesús, de San Juan de la Cruz y otros de mística y también de teología moral. Fue su hermano, el religioso dominico, quien le aconsejó que dejase las lecturas frívolas y se dedicase a otras más profundas.
Desde tierna edad tuvo el deseo, que iba acrecentándose en ella, de ser monja. Su madre le enseñó varias devociones, que trató de cumplir con perfección. Alguna vez, en agradecimiento a un favor recibido por intercesión de san Antonio, le impuso por un tiempo el hábito franciscano de este santo, al que Catalina era también muy devota. Pero el hábito que ella quería revestir era el de santo Domingo. Le pidió permiso a su madre y a su hermano y, finalmente, lo logró. Se lo impuso el prior en la iglesia de San Pablo de Guayaquil el día de Santo Tomás de Aquino, y cuando hizo profesión en la Tercera Orden Dominica, al acto concurrieron muchas personas, aún habiéndolo evitado ella. Con licencia de su confesor hizo también voto de castidad. En su camino para alcanzar su vocación de monja contemplativa, vocación de la que se sentía segura, habían de interponerse aún muchas dificultades, como también en la dirección de su vida espiritual. Decidida ella a abrazar la vida contemplativa dominica, trataron algunos de disuadirla, hablando desfavorablemente del monasterio de Santa Catalina de Siena de Quito, al que ella estaba decidida a ingresar. La más grande de las dificultades fue quizá la oposición de su madre, que quería tenerla junto a sí, ya que era la única hija mujer que le quedaba. Vencidos todos estos obstáculos, entre los cuales no era el menor el carecer de dote, de la que se requería para entrar al convento, y que le fue ofrecida por un caballero de Guayaquil, finalmente consiguió que su hermano mayor la acompañase en el viaje de Guayaquil a Quito, lleno de dificultades por entonces y que se hacía a lomo de mula o de caballo. Al pasar por la ciudad de Riobamba, no dejaron las monjas conceptas del monasterio de aquel lugar de tratar de persuadir a Catalina que se quedara con ellas, como también lo hicieron alguna vez las carmelitas que pasaron por Guayaquil rumbo a Lima y quisieron llevársela con ellas. Cuando llegó a Quito entró y fue bien recibida en el convento de Santa Catalina de Siena. Siguió el noviciado con mucho fervor, estudiando las constituciones, participando en la vida conventual, sin que ello obste a que pudiese observar el estado muy deficiente de dicho noviciado, la falta de una orientación segura y la ausencia de guía en la oración. Poco antes de profesar, le instó el obispo Andrés de Paredes y Armendáriz y dio el permiso para que visitase los diversos claustros existentes en la ciudad a fin de decidirse a cuál de ellos había de pertenecer. No dejó de atraerle nuevamente ser carmelita, admirando la observancia que en dicho monasterio existía. Convencida, sin embargo, de que no era su vocación y después de ver otros conventos, se volvió al suyo, y en él profesó el día 23 de abril de 1741 en la iglesia del monasterio, cumplidos todos los requisitos canónicos, superando la inicial oposición de la superiora y las dificultades en dar las limosnas requeridas, por su pobreza.
Nada más profesar, se le confirieron varios oficios: celadora para la guarda de orden y regla, escucha para acompañar a las religiosas en visitas del locutorio, difíciles funciones que le hicieron conocer el estado de la comunidad a la que pertenecía, que no era de mucha observancia, permitiéndose la entrada de personas seglares, la presencia de sirvientes, las largas visitas a las monjas. Si bien gracias a ella disminuyeron las irregularidades, se encontró sor Catalina de Jesús en serios peligros, como el caso de un visitante que trató de herirla con un puñal. Entre los oficios que tuvo le dieron también el de portera de la iglesia y coro bajo.
Fue designada maestra de novicias y elegida finalmente priora. Fue siempre alentada y orientada por sus confesores y directores espirituales, entre los que hay que nombrar a fray Francisco de Jesús Bolaños, mercedario, cuya causa de beatificación ha sido iniciada, y al padre fray Tomás del Santísimo Rosario Corrales, provincial de dominicos. En 1747, por mandato de uno de sus confesores, escribió su autobiografía, la primera, que fue quemada por ella, escrita cuando ya era maestra de novicias. La segunda, escrita en 1758, que es la que se conservó, fue publicada en 1953 por el interés que se tomó el padre Alberto D. Semanate (OP), vicario provincial, con una introducción del padre Alfonso A. Jerves (OP), ilustrado historiador, bajo el título Secretos entre el alma y Dios, autobiografía de la venerable madre sor Catalina de Jesús María Herrera.
En la colección Biblioteca Ecuatoriana Mínima, entre los prosistas de la colonia, seleccionados por Miguel Sánchez Astudillo (SJ), se reproducen varios capítulos de la citada autobiografía, entre otros, de cinco escritores de espiritualidad: “Parte cuarta. Capítulo sexagésimo cuarto. 1. Comencé en esta unión a entender cómo se derramaban de aquella Grandeza muchísimos bienes sin medida para todos los escogidos y para todos los hombres a manos llenas. Por donde ninguno se puede quejar, sino de su ingratitud. 2. Y que todos estos bienes y grandezas que Dios da a todas sus criaturas conocí que era el Distribuidor de ellas Nuestro Señor Jesucristo, que con gran alegría las recibía de su Eterno Padre y de su misma Divinidad que es una con el Padre, y las regaba así al mundo, sin escasez, para que unos se aprovechen y otros no se quejen. 3. Y de todo esto conocí que se llenaban todas tres Divinas Personas con aquella única Divinidad que todas tres encierran, se alegraban y llenaban de inmensa Gloria, que nunca les faltó, ni falta, ni faltará. 4. Luego entendí una voz del Verbo que dijo: Estos bienes les vinieron a los hombres por mí, por hacerme Hombre por ellos, que es el mayor de los beneficios, con el de haberme quedado Sacramentado en el Mundo para estarme con ellos. Que todas tres Divinas Personas hicimos gratuita, liberal y misericordiosamente, por sólo el amor que les tuvimos. 5. Diome el Señor a conocer la grandeza de ese beneficio de que lo Divino se hubiese unido con lo Humano. Y no obstante éste, quedarse con nosotros en el Santísimo Sacramento. Que abisma este conocimiento que recibí, fuera de lo que siempre he creído por la Fe. 6. Dióseme a conocer cuán grande e inmensa es la Misericordia de nuestro buen Dios, y que es tan grande cuanto aquella justicia que se me dio antes a entender (que ya dejo referida) Y aquí, ya me parecía no tenía que temer dentro de esta Misericordia. 7. Sucedíame dentro de esta Inmensidad que a veces subía y bajaba: subía a mirar las obras de Dios, bajaba a mirar las miserias e ignorancias de los hombres. Que si supiesen y entendiesen estas maravillas no sé si podrían ser ingratos.”
“Parte quinta. Capítulo vigésimo octavo. 2. [...] hartos libros hay, y todo está ya escrito en ellos para el bien de las almas. 3. Y no hay nada nuevo que poner. Y más de mano de una mujer, y mujer como yo, que risa causara. Cuando he visto hacer gestos y tener como cosa de menos valer ser escritos de mujeres. 4. Y tales mujeres, que no se podían llamar sino varones dotados del Espíritu Santo. Que con menos no podían haber escrito cosas tan grandiosas. 5. Si de estas grandes santas y siervas de Dios se avergüenzan de sacar un dicho de ellas, no digo en pláticas y púlpitos, ¡pero ni aun en una conversación! 6. Pobre de mí, Padre mío, mujer pecadora, sin letras ni virtud que atraiga la luz del Espíritu Divino, sino sola la pura bondad de Dios me hace formar estos pobres renglones para sólo dar la cuenta de mi alma. 9. Y si en vida hubiera de tener algún mérito con eso que fuera Dios alabado, me alegrara. 10. A las mujeres me parece que hace más impresión lo que han escrito sus semejantes. Y también porque son las mujeres más allegadas a la sencillez y llaneza de las razones. 11. Y por ellas principalmente me parece que ha querido Dios escriban también mujeres. 12. Y también para confusión de los hombres doctos del mundo, como se lo ha dicho a sus siervas su Divina Majestad. 13. Pero ellos no se quieren confundir, sino burlarse. Aunque esto no sucede en los hombres verdaderamente espirituales, sino en los doctos presumidos que no aprenden en la escuela del Espíritu Santo, sino en la escuela de su ingenio meramente humano.” Estos párrafos muestran, además de su vida mística, sus consideraciones sobre la mujer, la mujer como escritora, en los que se traslucen los prejuicios de la época, como también su juicio sobre ellos.
Superadas las actitudes adversas y reconocidas sus cualidades y su virtud, sor Catalina de Jesús Herrera fue designada maestra de novicias, portera del coro bajo y además secretaria, desde 1757.
Entre los oficios del monasterio y la oración, la atención a quienes acudían a ella a hacerle confidencias y a pedirle ayuda, se desenvolvía la vida de sor Catalina de Jesús Herrera, que a través de las rejas de su clausura recibía también los ecos de la vida quiteña, en la cual resonaba cualquier acontecimiento de alguno de sus numerosos conventos y el pueblo tomaba partido a favor de unos o de otros, dándose alborotos que repercutían en la monja, preocupada en seguimiento a santo Domingo de Guzmán, en orar por las dificultades de los demás.
El sábado 26 de abril de 1755 se sintió un gran temblor de tierra y el domingo 27 a media noche, otro gravísimo, a las cinco, y a las nueve de la mañana se había destruido el convento y las monjas debieron salir de él. Primero fueron acogidas en una hacienda y luego se marcharon a un cerro adonde acompañó a sor Catalina de Jesús también su madre y su familia; finalmente se dispersaron por distintos lugares. Las conceptas de Riobamba le ofrecieron la ayuda necesaria para que fuera allí con su madre y su familia. Su deseo era ir a Lima al convento de Santa Rosa. Acudió al padre visitador para pedirle que determinase a dónde debía irse y autorizándole él. Quedó mientras tanto en una choza, cerca de Pomasqui, con una de sus hermanas de hábito, la madre Santa Rosalía. Fue en los meses en que permanecieron allí las dos religiosas solas, cuando ocurrió el acontecimiento siguiente: había acudido a sor Catalina de Jesús María una señora que vivía en unión adúltera con un sujeto, después de haber abandonado el convento y haberse casado. Pidió consejo y gracias a la prudente guía y oraciones de sor Catalina, logró ella la conversión de esta mujer que, como estaba definitivamente separada de su marido por los malos tratos que le daba, pudo volver al convento en que se había educado desde tierna edad. Violento su amante por haber sido abandonado, quiso vengarse con la muerte de aquella que había conseguido la conversión de la que ya estaba nuevamente de novicia. Y así fue a la choza donde se encontraban las dos monjas, con esa intención. Mientras la compañera escondía el puñal, sor Catalina, valerosamente, fue al encuentro de él y, desarmado en su espíritu, se arrodilló ante ella y le pidió perdón; se convirtió él mismo y más tarde se fue a otra tierra. También en aquella provisional morada se dio la grave enfermedad de sor Catalina, que mejoró y sanó de manera imprevista. Las religiosas del convento donde se había retirado y estaba de novicia la convertida, mandaron llamar a las dos que se encontraban en Pomasqui y recibieron bondadosamente a las que, por el terremoto, tuvieron que peregrinar en busca de lugar al que acogerse. Dos meses duró la permanencia en dicho convento y en total fueron seis ausentes del propio. En la cuaresma de 1756 ya se encontraba en él sor Catalina de Jesús. Fray Tomás del Santísimo Rosario y Corrales se hizo cargo de la dirección espiritual de Catalina, que siguió teniendo éxtasis y visiones. Al comenzar la cuaresma de 1758 comenzó nuevamente a escribir su autobiografía.
En octubre de 1759, ya cerca de ser elegida priora, sobrevino en Quito la peste, y se contagió ella, así como las demás hermanas del monasterio. Contrajeron también la enfermedad los frailes del convento de Santo Domingo. También ocurrieron nuevos temblores.
Se acercaba el día de la elección y sor Catalina invocó a Dios para que le librara “de la serpiente de la prelacía”. Recordaba que una “pobre prelada ha de vivir sujeta a hacerse en todo tiempo al genio de cada una, para poderlas llevar de modo que pueda ser obedecida, para que la obediencia no les sea pesada. ¡Oh, dura servidumbre! Que esté enferma o melancólica, que esté sin ganas de hablar, que no esté para gracias, ha de estar en todo tiempo sujeta a mostrarles alegría”. Electa priora, ejerció durante los años de 1760, 1761 y 1762. Fortalecida con el consejo de su confesor, superados los temores, asumió el priorato, que fue voluntad unánime de las monjas, y valorando sus virtudes, cuidó de la observancia, que llegó a muy altos niveles, como también se ocupó de todas las necesidades del monasterio y de sus hermanas, atendía a las enfermas y moribundas; revisaba las cuentas de las remuneraciones de los trabajadores agrícolas dependientes del monasterio, según aparece en el Libro de semanas y socorros de la Hda. Cutuglagua del Convento de Religiosas de N. M. Sta. Catalina de Siena, mandado hazer por el M. R. P. Maestro Fr. Thomas del Rosario y Corrales; Visitador de dicho Monasterio. 7.II.1759, que refleja una preocupación de justicia. No dejaba por ello de escribir, continuando el relato de su autobiografía, y todo ello en medio de la contemplación y gracias místicas que le llevaban al último grado de la unión con Dios.
En 1771, en documentos conservados en el Archivo del monasterio, aparece sor Catalina de Jesús María como depositaria. También lo fue en el trienio de 1783 a 1785 y nuevamente priora desde 1786 hasta el final de 1788, y luego depositaria, a partir de 1789 hasta 1792, pocos años antes de su santa muerte el 29 de septiembre de 1795.
Obras de ~: Secretos entre el alma y Dios. Autobiografía de la Vble. Madre Sor Catalina de Jesús M.ª Herrera, Quito, Editorial Santo Domingo, 1950.
Fuentes y bibl.: Archivo del monasterio de Santa Catalina (Quito), Calles Flores y Espejo.
A. A. Jerves (OP), Introducción a la autobiografía de la Vble. Madre Sor Catalina de Jesús Herrera, Quito, Editorial Santo Domingo, 1950; Biblioteca Ecuatoriana Mínima, La Colonia y la República. Prosistas de la Colonia (siglos xvi-xviii), Puebla (México), Editorial J. M. Cajica Jr., 1959; I. Robalino Bolle, El monasterio de Santa Catalina de Siena de la Ciudad de Quito, Quito, Imprenta Editorial Mendieta, 1993; Sor Catalina de Jesús Herrera (1717-1795), Historia de la Iglesia Católica en el Ecuador, Conferencia Episcopal Ecuatoriana, t. III, Quito Imprenta Producciones Digitales Abya Yala, 2001.
Isabel Robalino Bolle