Alcalde y Barriga, Francisco Antonio. Cigales (Valladolid), 14.III.1701 – Guadalajara (México), 7.VIII.1792. Religioso dominico, catedrático y obispo.
Nacido en la pequeña villa de Cigales, fue el cuarto y último hijo del modesto matrimonio formado por José Alcalde e Isabel Barriga y Balboa. El 3 de abril de aquel 1701, Antonio recibió en la parroquia de Santiago Apóstol el bautismo, administrado por su tío, el licenciado fray Antonio Alcalde.
Sus padres eran labriegos, ganaderos y cristianos viejos de escasa fortuna. Cuando nació Antonio, sus padres llevaban diez años unidos en legítimo matrimonio y habían engendrado a Fernando, Pedro e Inés. El 29 de julio de 1701 fallece su madre, a los treinta y cinco años de edad, cuando el futuro obispo tenía cuatro meses. Sin embargo, Antonio se desarrolló en un ambiente familiar cálido, intercalando su tiempo entre la casa paterna, la parroquia de Santiago Apóstol y el campo, donde desde temprana edad se desempeñaba pastoreando ganado y como cuidador de tierras de labranza. Sus primeras enseñanzas las recibió de su padre y de su tío Antonio Alcalde, cura propio de Cigales, quien advirtiendo el talento y la capacidad del sobrino, lo impulsó a continuar su formación académica. Este apoyo y una sólida piedad despertaron la vocación a la vida religiosa de Antonio adolescente.
A los quince años de edad, Alcalde ingresó en el convento dominico de San Pablo de Valladolid. En 1718 solicitó y obtuvo el hábito de predicador. Ya fraile, permaneció en el mismo convento para adiestrarse en las disciplinas eclesiásticas: Teología, Moral y Cánones; finalmente, el 29 de marzo de 1725, el prior de San Pablo, fray Francisco de Fuentes, solicitó al prior provincial de los dominicos, fray Juan de Balsera, la promoción al presbiterado del diácono Alcalde, orden que le fue concedida en ese mismo año.
Durante casi cuarenta años fue fraile predicador en diversos conventos de Castilla (1725-1762), dedicándose principalmente a la enseñanza de Artes, Teología y Filosofía (1727-1753). En 1751 obtuvo el grado de maestro y colaboró en la administración y gobierno de algunos conventos de su Orden; ese mismo año fue nombrado prior del antiguo convento de Santo Domingo en Zamora. A partir de mayo de 1753 y durante nueve años, desempeñó el mismo cargo en el convento de Jesús María o de Nuestra Señora de Valverde, a siete kilómetros de Madrid, donde un golpe de fortuna cambió el rumbo de su vida: un domingo de julio de 1760, recorría el rey cazador Carlos III las cuestas de Valverde, copiosas en liebres y conejos y, sintiéndose fatigado, eligió para descansar el convento de Jesús María, del que era prior Alcalde. El Rey quedó tan impresionado por el rigor con que se observaban la regla y las constituciones de los predicadores y por la personalidad del prior Alcalde que, días después, en una sesión de trabajo, informado el Rey de la muerte del entonces obispo de Yucatán, fray Ignacio Padilla y Estrada, y de la necesidad de cubrir dicha vacante, ordenó el nombramiento de Alcalde para dicho empleo. Ignorantes de esta decisión, en el verano de 1761 los dominicos eligieron a fray Antonio prior del convento de Santa Cruz de Segovia, el más venerable y antiguo de la Orden, fundado por el mismo Domingo de Guzmán en 1218. Alcalde se disponía a tomar posesión, cuando recibió la Real Cédula, de fecha 18 de septiembre de 1761, en la que se le nombraba obispo electo de Mérida de Yucatán, iglesia que gobernó desde 1763 hasta 1771.
Fue consagrado el 8 de mayo de 1763 en la catedral de Cartagena de Indias, por el obispo de esa ciudad, Manuel Sosa Bethencourt. El flamante obispo recibió su diócesis de Yucatán el 1 de agosto de 1763. Con más de sesenta años a cuestas, Alcalde, a pesar de los obstáculos (edad, clima, comunicaciones e idioma) desplegó una gran y altruista actividad en su extensísima diócesis. El 15 de octubre de 1765, fundó con sus rentas una cátedra de Teología Moral en su Seminario Conciliar. En 1768 solicitó al rey Carlos III erigiera una universidad en el Seminario Tridentino, proyecto aprobado años después. Ese mismo año de 1768 fundó y dotó de camas para sacerdotes pobres y de una vasta enfermería para mujeres al ya existente hospital de San Juan de Dios, empleando en estas obras 20.000 pesos. Su caridad se desplegó con mayor largueza en el bienio 1769-1770, trágicos años para la diócesis por los terribles efectos de una plaga de langosta, especialmente en Tabasco, que duraba ya más de seis años. Alcalde agotó las rentas del obispado adquiriendo 64.000 pesos de víveres en la isla de Jamaica, que depositó en graneros para distribuir en raciones entre los indigentes.
La provincia eclesiástica de México, a sugerencia del rey de España celebró un concilio provincial en la capital desde el 13 de enero hasta el 26 de octubre de 1771, destacando las participaciones del obispo de Yucatán por su discreción, el cual no buscó lucir conocimientos sino exponer ideas claras y oportunas.
Ya no regresó fray Antonio a Yucatán, pues el Rey dispuso, el 20 de mayo de ese año, que cubriera el obispado de Guadalajara, vacante desde el 10 de diciembre de 1770, día en que falleció su titular, Diego Rodríguez de Rivas y Velazco, único prelado americano que se había opuesto a la arbitraria expulsión de los jesuitas en 1767.
El obispo Alcalde tomó posesión de la sede de Guadalajara mediante su apoderado, el canónigo maestrescuela Manuel Colón de Larreátegui, el 19 de agosto de 1771, obispado que gobernará durante más de veinte años (1771-1792). Cuando Alcalde entra en su obispado de Guadalajara el 12 de diciembre de 1771 (fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe) era un hombre anciano, alto, de complexión robusta, cabello gris, la tez de un blanco pálido, frente despejada, ojos negros y nariz aguileña. Había cumplido, ese mismo año, setenta de vida y no parecía el más indicado para gobernar una diócesis con medio millón de habitantes dispersos en la superficie de los actuales estados de Jalisco, Colima, Nayarit, Aguascalientes, Zacatecas, San Luis Potosí, Nuevo León y Coahuila, así como los territorios de Texas y de Luisiana; empresa agotadora que, lejos de abrumarlo, le sirvió de estímulo, siendo un administrador fiel y prudente, encarnando el espíritu de los pastores primitivos de la Iglesia, tal como propugnaban, por otra parte, los políticos ilustrados madrileños, más o menos jansenistas.
Cabe enumerar algunas de sus empresas pastorales en Guadalajara. El 10 de octubre de 1775 se dispuso a recorrer personalmente su extensa diócesis en santa visita. A partir de 1787 mandó construir el hospital de San Miguel de Belén, para paliar la hambruna y peste de 1786, epidemia apodada, por sus síntomas, “la bola”. Los muertos sumaron 50.000 personas, la mitad de los habitantes de Guadalajara. El obispo Alcalde colocó la primera piedra del hospital en 1787, invirtiendo 265.169 pesos; no la vio concluida, pero garantizó su terminación con un legado de 266.008 pesos. El hospital de Belén fue inaugurado el sábado 3 de mayo de 1794. La leyenda de la portada perpetúa la memoria del fundador: “Fray Antonio Alcalde a la Humanidad Doliente”.
El Sagrario o parroquia de la catedral fue la primera y única de Guadalajara hasta finales del siglo XVIII, cuya inabarcable extensión hacía difícil la atención adecuada a la feligresía, por lo que el obispo Antonio Alcalde y Barriga en 1782 decidió crear dos parroquias más, la de Mexicaltzingo, al sur, y la del Santuario de Guadalupe, al norte de la ciudad. Al mismo tiempo, tal vez como compensación, decidió dotar al Sagrario de un templo propio donando 10.000 pesos para llevar a cabo la obra y que en ese momento no se pudo utilizar, por la falta de arquitectos en la ciudad que pudieran afrontar una empresa arquitectónica bajo las nuevas ideas del neoclásico. En 1785, con motivo de un desprendimiento en la fábrica de la catedral que dejó inhabilitada el área de la sacristía, el baptisterio y la vivienda de los sacerdotes, se trasladó el Sagrario a la capilla de San Javier. Este suceso despertó nuevamente el interés y la urgencia de construir un Sagrario. En el cabildo del 10 de abril de ese año, el prelado Alcalde y Barriga propuso que, para evitar que los gastos de la edificación recayeran sobre los fondos de la fábrica de la catedral y la Real Hacienda, se buscara a alguien que donara el dinero suficiente para su inmediato levantamiento. Al mes siguiente, el propio obispo cedió todos los fondos de su renta para la construcción del Sagrario, baptisterio y otras oficinas necesarias, una vez demolidas las fabricadas en adobe, por el avanzado estado de ruina que presentaban. La donación alcanzó los 80.000 pesos, pero estableciendo consideraciones, como magnífico, austero, bondadoso y eficaz pastor que era Alcalde. Por ejemplo, advirtió que la cesión de su patrimonio no le privaría de distribuir y gastar lo necesario en otras necesidades, tales como socorrer a los pobres. También puntualizó que el dinero que se acumulara hasta el día de su fallecimiento perteneciente a su Cuarta Episcopal se invirtiera en la obra, bien para la fábrica o para el adorno y culto del templo. Con esta donación, Alcalde y Barriga quiso tener el control de la obra y de los gastos que se hicieran en ella, estando la dirección bajo su aprobación, así como el nombramiento del arquitecto, el intendente y el mayordomo. Además, especificó en qué personas tenía que recaer la dirección de la obra tras su fallecimiento.
La iniciativa y amplia labor social y humanitaria de fray Antonio Alcalde tuvo una vertiente urbanística, mediante la construcción del barrio de Las Cuadritas, ciento cincuenta y ocho casas que mandó edificar cerca de la parroquia de Guadalupe, primer antecedente del programa de vivienda popular, sin precedentes en Guadalajara, en la Nueva Galicia y tal vez en Hispanoamérica, en las que Alcalde invirtió 240.835 pesos. Como buen ilustrado, una de las preocupaciones de Alcalde fue la educación. El 23 de abril de 1783, dispuso la construcción de una escuela de primeras letras en el nuevo barrio de Las Cuadritas, capaz de recibir hasta trescientos alumnos. Para las niñas sin recursos construyó un beaterio o colegio dedicado a Santa Clara (donde hoy se sitúa el Palacio Federal). Gracias a Alcalde se creó, el 18 de noviembre de 1791, la Universidad literaria de Guadalajara, muy a pesar de la hasta entonces única de México, que se opuso obstinadamente a la iniciativa del Ayuntamiento de Guadalajara llevada a cabo a partir de 1750.
Para atender las necesidades espirituales del nuevo barrio de Las Cuadritas, edificó un magnífico templo en honor de Nuestra Señora de Guadalupe, advocación mariana de hondo arraigo en la Nueva Galicia.
La primera piedra del Santuario de Guadalupe la colocó Alcalde el 7 de enero de 1777; él costeó la obra, en la que se invirtieron 240.835 pesos y cuatro años de labores. La iglesia se dedicó al culto en enero de 1781 y en julio de 1782 fue erigida parroquia. En su momento fue el templo más suntuoso de Guadalajara.
En ella Alcalde pidió ser sepultado y allí yacen sus restos desde el 9 de agosto de 1792.
En conclusión, la figura del obispo Alcalde y Barriga ha dejado y subsiste un grato recuerdo en la ciudad de Guadalajara, después de más de doscientos años, por sus obras y virtudes cristianas y, sobre todo, por ser pródigo benefactor y padre de indigentes.
Fray Antonio Alcalde y Barriga fue un castellano viejo, cuyo temperamento sus hagiógrafos lo han caracterizado de afable, sencillo, manso, pacífico, candoroso, amable, dulce, de buen humor, jovial, franco y muy comunicativo. Estos rasgos se apoyaban en cuatro pilares: la austeridad, el estudio, la caridad y la oración. Sabio, nunca dejó de estudiar, robando horas al descanso nocturno: “La noche es para mí, el día para el público”, solía decir. Su caridad fue concreta, útil y al servicio del necesitado. Empleó absolutamente todos sus ingresos en limosnas y fundaciones.
Predicaba con la palabra y el ejemplo. Siendo rico, eligió vivir pobre; de sus cuantiosas rentas tomaba apenas lo indispensable para costear su vida sobria (a su muerte, el valor de todas sus pertenencias ascendía a sólo 267 pesos), distribuyendo el resto entre los necesitados.
Resumiendo, fray Antonio Alcalde, uno de los prelados más dignos y más recordados en México, es la imagen del Buen Pastor, pues se distinguió por su celo y caridad, dando en limosnas más de un millón de pesos e invirtiendo más de medio millón en obras de utilidad cívica, de manera que algún historiador ha escrito que “el Estado de Jalisco debería erigir un monumento que recordase a la posteridad al más ilustre de sus benefactores: a fray Antonio Alcalde”.
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Antonio Astorgano Abajo