García Loygorri, Martín. Corella (Navarra), 5.VI.1759 – Madrid, 30.I.1824. Teniente general, artillero.
Martín García Loygorri nació en el seno de una ilustre familia en la localidad navarra de Corella. Como síntesis inicial de su carrera militar cabe señalar que el 4 de mayo de 1773 ingresó, con trece años, en el Real Colegio de Artillería de Segovia. Como caballero cadete destacó por su aplicación y excelente conducta, así como por haber obtenido la nota de sobresaliente en todas las disciplinas, por lo que le nombraron subrigadier de la Compañía de Caballeros Cadetes. Finalizada su formación, fue promovido a subteniente de Artillería el 26 diciembre 1776, como número uno de la décima promoción. De esta forma, inició una brillante carrera militar, acreditada en su exhaustiva hoja de servicios (firmada en 1815) y en su abultado expediente personal: grado de teniente el 1 de marzo de 1782, grado de capitán el 6 de abril en 1784, grado de teniente coronel el 4 de septiembre de 1785, coronel el 5 de mayo de 1803, coronel efectivo en 1816, desde el 3 de junio de 1806 hasta abril de 1807 fue jefe de Artillería de la plaza de Cádiz. Brigadier el 18 de septiembre de 1808, mariscal de campo el 1 de junio de 1809, teniente general en 1815, toma parte distinguida en todas las campañas de su tiempo. Director general interino del Cuerpo de Artillería el 22 de junio de 1809, y efectivo el 11 de octubre de 1812. En el ámbito personal, Loygorri contrajo matrimonio el 2 de octubre de 1802 en la catedral de Sevilla con Manuela Rosa García de Tejada Molviedro Rubio y Ponce de León, de una familia de la nobleza sevillana.
En su dilatada vida militar participó en un total de veintisiete acciones de guerra, cinco sitios y una defensa de plaza, pero su bautismo de fuego se produjo en 1777 durante la defensa de Melilla, sufriendo durante dieciocho meses grandes privaciones. Ya en julio de 1779 fue destinado al sitio de Gibraltar donde permaneció dos años, hasta julio de 1781, participando en las obras de construcción de baterías, especialmente en la avanzada de San Carlos. Tras ello, intervino en el desembarco de la isla de Menorca, que estaba en poder de los ingleses, y en el sitio y rendición de la importante plaza de San Felipe. Todo ello, le valdría el grado de teniente de Infantería, a cuyo empleo ascendió dentro del Cuerpo de Artillería ya en 1783.
De nuevo, el 23 de junio de 1782, regresó al sitio de Gibraltar, donde sirvió hasta la paz como subteniente de Minadores (entonces el ramo de minas y puentes militares estaba orgánicamente asignado al Cuerpo de Artillería), dedicado a los trabajos de la mina que se abrió en el Peñón. El 14 de julio de 1783 fue ascendido a teniente de Artillería y, habiendo llegado a oídos del Monarca su comportamiento valiente y bizarro al mando de la lancha obusera número 8 en el bombardeo y ataques contra Argel, le concedió el sueldo y grado de capitán de Infantería, ascendiendo a la misma categoría en el arma en 1790. Ya como graduado de teniente coronel desde 1795, en 1797 fue destinado como segundo ayudante general de Estado Mayor al ejército acantonado de Extremadura; y al que invadió Portugal en 1801, donde participó notablemente en la embestida y primer fuego contra la plaza de Campomayor, acciones de Barbacena y Santa Olalla, toma de Arronches, ocupación de Portoalegre y castillo de Alegrete. En mayo de 1802 ascendió a teniente coronel del Real Cuerpo de Artillería, y al año siguiente obtuvo la graduación de coronel.
Su destino como director de la Maestranza de Artillería de Sevilla, tras la reorganización del Cuerpo de 1802, le permitió poner de manifiesto sus conocimientos técnicos del Arma. Desde allí en 1807 pasó a mandar la División de Castilla, que entró por Alcántara, durante la invasión de Portugal, cayendo finalmente prisionero en Lisboa. Tras la capitulación de este ejército, se trasladó a Cataluña y poco después se produjo el estallido de la Guerra de la Independencia, ascendiendo a brigadier en septiembre de 1808.
Loygorri, formando parte de la División del general Laguna, llegó al que era su cuartel general situado en Villafranca del Penedés, siendo nombrado en octubre de 1808 mayor y comandante general de Artillería del Ejército de Cataluña primero, y del Ejército de Aragón y Valencia poco después, ya en 1809. Por ello, se halló mandando su arma en las acciones del 8 y 26 de noviembre de 1808 para tomar posición sobre Barcelona.
De igual forma, participó el 5 de diciembre en la acción sobre las baterías enemigas en la falda de Montjuic, logrando el objetivo de clavar su artillería.
Ante esta situación acudió en socorro de la plaza el general Saint-Cyr, hallándose Loygorri el día 16 en la acción de Llinás donde se distinguió cuando, cercado el Regimiento de Húsares españoles, fue sostenido por la artillería que tan diestramente mandaba y, a escasa distancia del enemigo, le abrió camino, preparando la carga con que ambas armas soslayaron el inminente riesgo. De inmediato, reunió las tropas que no se dispersaron (cerca de cuatro mil hombres de todas las armas) para retirarse a Granollers, donde llegaron habiendo salvado una buena parte de la artillería y sus municiones. Por esta intervención obtuvo el escudo de distinción de Llinás.
El general en jefe ordenó la retirada a Molins de Rey pero el enemigo forzó esa posición, debiendo replegarse las tropas españolas a Tarragona desde donde era urgente reorganizar el ejército para poner a salvo el principado y resistir a la invasión. En este punto, el 25 de febrero, se halló Loygorri junto al general Reding en la batalla de Valls, siempre como comandante general de la artillería. Su prestigio hizo que el propio general Blake solicitara su traslado, con el mismo empleo, al ejército reunido en Aragón y Valencia y pronto, en Alcañiz, se demostró el acierto de esta decisión.
En términos generales, 1809 se inició con batallas marcadas por los triunfos franceses, como Uclés o Medellín. De forma excepcional, esta tónica cambió en Alcañiz, donde se combatió el 23 de mayo, resultando victoriosas las tropas españolas. Al mando, dos grandes generales, Blake (jefe del Ejército de Valencia y Aragón) y Suchet (jefe del tercer Cuerpo de Ejército, al que pertenecían las divisiones de Infantería de Laval y Musiner), con unos efectivos que superaban los nueve mil hombres en cada uno de los ejércitos. La artillería española, mandada por el brigadier García Loygorri, contaba con diecinueve piezas, de las que seis pertenecían a una compañía a caballo y un pequeño parque. Los españoles aguardaron al enemigo en Alcañiz, que apareció en el horizonte a las seis de la mañana. Los franceses atacaron por la derecha del ejército de Blake, situada en los Pueyos, por dos veces consecutivas, fracasando en su intento de envolver la línea española. Ante ello, Suchet, que movilizó sus mejores y más numerosas tropas, dio orden de acometer el ataque principal contra las horcas. La columna francesa, compuesta por más de dos mil hombres al mando del general Fabre, atacó, deshaciendo cuanto hallaba en el camino (a pesar del fuego de flanco que le asestaban los españoles), y avanzó con gran decisión hasta el foso situado ante la artillería española, momento en el que los soldados franceses ya lanzaban gritos de victoria. Para Schepeler, las tropas francesas fueron frenadas por la brillante acción de la artillería española, “servida con una sangre fría incontrastable”.
En efecto, los enemigos lograron llegar al mismo pie de las baterías, espléndidamente coordinadas por Loygorri, que les recibieron redoblando su fuego en un momento crítico de la batalla, a punto de ser asaltadas por los impetuosos soldados de Fabre, que ya vociferaban “hurras” por un triunfo que daban por seguro. A una distancia tan corta, disparando sin tregua y con un esfuerzo titánico, los artilleros lograron romper la cabeza de la columna francesa.
Las tropas imperiales, sorprendidas ante la lluvia de metralla, no tuvieron capacidad de reacción frente a la potente acción de las baterías españolas, siendo diezmadas por el fuego, lo que las obligó a lanzarse por la colina sin orden, en una huida precipitada. A tan brillante acción artillera, apoyaron tres batallones situados en los flancos, desde donde disparaban con fuego de fusil. Todo ello forzó la retirada de los imperiales que fue posible, según el propio Blake, gracias al dominio y entereza de la gente de artillería, pues este general reconoció públicamente que “si los oficiales que la servían no hubiesen conservado la increíble serenidad y valor para esperar al enemigo, haciéndole fuego de metralla hasta que casi tocaba las bocas de los cañones, quizá hubieran logrado romper la línea”.
Como es habitual, el parte oficial de la batalla es una fuente documental de gran importancia. En Alcañiz se pone de manifiesto la relevante participación artillera, a pesar de la furia con que las tropas imperiales de Suchet atacaron. Aquel ímpetu, en palabras de Blake, “vino a estrellarse en la roca impenetrable que le opuso la Artillería”. Los diferentes testimonios consultados, como el de Pedro de la Llave, coinciden en señalar que la batalla terminó en victoria por “la firmeza impávida de una artillería brillantemente dirigida”.
En la misma línea, Gómez Arteche defendió la acción artillera como decisiva para la victoria, hasta el punto de señalar que “los artilleros españoles dirigidos por sus oficiales, fueron los héroes de aquella acción, cuyo resultado elevó su nombre y el del Cuerpo a la cumbre de las reputaciones colectivas más gloriosas”.
Ciertamente, Alcañiz ocupa un lugar destacado en las campañas artilleras de la Guerra de la Independencia, a pesar de la significativa devaluación que hizo de ella Suchet en sus Memorias, degradando aquel combate al rango de “ataque” mientras calificó como batallas las acciones de María y Belchite. Sin embargo, en la historia de la Artillería española, Alcañiz es referencia obligada no sólo por todo lo referido, sino porque en aquel combate Martín García Loygorri, además de ser ascendido a mariscal de campo tan sólo ocho meses después de alcanzar el grado de brigadier, fue el primer artillero que obtuvo la Cruz laureada de 4.ª Clase de la Real y Militar Orden de San Fernando. Según reza su hoja de servicios: “Por el mérito distinguido en grado heroico que contrajo en la gloriosa batalla de Alcañiz”. De esta forma gloriosa, Loygorri abrió una larga nómina de artilleros laureados en campañas posteriores, que, sobre mármol, aún hoy se puede ver en el salón de actos de la Academia de Artillería. Además, por su bizarro comportamiento, recibió la faja de mariscal de campo.
En cuanto al balance final de la batalla, el Ejército francés tuvo alrededor de ochocientas bajas e innumerables heridos, entre los que se encontraba el propio mariscal Suchet, y para los españoles se contabilizaron cerca de trescientas, entre fallecidos y heridos.
En las campañas de 1809 esta victoria supone una excepción, pues los laureles, aquel año, fueron recogidos por los enemigos en su mayoría. Ése fue el caso de las inmediatas batallas de María y Belchite, en las que también Loygorri combatió con valor el 15 y 18 de junio; o la de Ocaña, aunque en Talavera, el ejército de los generales Cuesta y Wellington logró imponerse a los franceses, sin por ello conseguir cambiar el rumbo de la guerra. El general Blake tuvo que acudir en auxilio de Gerona y con él, Loygorri, que condujo la artillería por terrenos intransitables, mandando una división de cinco mil hombres de infantería, doscientos caballos y dos compañías de artillería, contribuyendo a hacer llegar a la plaza tropas y un gran contingente de municiones. Asimismo, intentó contener los avances franceses resistiendo el ataque a Bruñols.
Una vez rendida Gerona, volvió con Blake a Tortosa, ocupándose de su fortificación, y realizó sus cometidos con tal acierto que en julio de 1810 fue llamado a Cádiz por la regencia del reino para encomendarle el mando superior de la artillería, interinamente. Por último, en agosto de 1812 fue nombrado general en jefe de las tropas y línea de la Isla de León, desempeñándolo con firmeza hasta el punto que a finales del mismo mes intimó a los franceses para que levantaran el sitio que desde 1810 habían establecido en la isla y en la propia plaza de Cádiz, de tal manera que se vieron obligados a abandonarlo el mismo día y sin siquiera tiempo para encender las mechas que habían preparado en sus repuestos, quedando los españoles así dueños de la línea enemiga. Esta importante intervención militar de defensa y recuperación le granjeó la concesión en propiedad de la Dirección General de Artillería desde septiembre de 1812.
Al finalizar la contienda, García Loygorri ascendió a teniente general en 1815 continuando al mando de la Dirección General de Artillería hasta el 9 de septiembre de 1822, ya en Madrid desde 1814 que los franceses evacuaron la capital de España.
Desde 1810 que ostentó este destino, en una época de reconstrucción generalizada, centró su gestión en la recuperación y mantenimiento del prestigio de la Artillería española. Especialmente relevantes fueron sus servicios en pro de la reorganización del Cuerpo, maltrecho después de tan dilatada y traumática campaña, entre los que destaca la institucionalización de la Junta Superior facultativa como máximo órgano jerárquico artillero. De igual forma, incentivó la creación de los escuadrones a caballo y los batallones de tren, así como puso en vigor la Ordenanza para la artillería en las posesiones de Ultramar. Pero recién llegado a Madrid tras el fin de la guerra, como director general de Artillería, y recogiendo las inquietudes de la oficialidad del Cuerpo, Loygorri planteó, como primera iniciativa, solemnizar con unos imponentes funerales el traslado de los restos mortales de los capitanes Daoiz y Velarde. El primero de mayo, tras la localización de sus enterramientos en la plaza de las Descalzas, ante las autoridades civiles y militares, se procedió a la exhumación solemne de ambos que fueron reconocidos por el uniforme de artillería de Daoiz y el hábito con que fue enterrado Velarde; y en urnas provisionales (conservadas en el actual Museo del Ejército) selladas por el cardenal arzobispo de Toledo fueron trasladados al parque y expuestos en un salón.
La reseña de la ceremonia del día 2 de mayo se recoge detalladamente en la Gazeta de Madrid, donde se da cumplida cuenta de la concurrencia de las máximas autoridades en Monteleón para acompañar el magnífico carro fúnebre que había preparado el Cuerpo de Artillería, con dos bajorrelieves bronceados en los costados del carro representando la heroica jornada del 2 de mayo de 1808, sobre el que se colocaron las dos urnas sepulcrales. El carro, tirado por ocho caballos, fue cubierto en su carrera por el Regimiento de Infantería de Málaga, el de Soria, el de la Princesa y el de Caballería del Rey, extendiendo su línea por la carrera de San Jerónimo con dirección al Retiro. Allí se celebró una ceremonia religiosa y se hizo una descarga de tres cañonazos, tras la que comenzó a desfilar el acompañamiento por la carrera de San Jerónimo, calle de Carretas y Concepción Jerónima a San Isidro.
Un tren de artillería de cuatro piezas haría la marcha, junto a un variado y numeroso cortejo, y junto a los dos capitanes artilleros, seguía (también tirado por ocho caballos) el carro y urna con los restos mortales de las víctimas que fueron fusiladas en Madrid en el Prado, y detrás cerraban “las autoridades y el obispo auxiliar vestido de pontifical, los tribunales, la diputación de Cortes, la guardia de honor con bandera arrollada y últimamente la caballería del Rey con espada en mano, estandartes arrollados y trompetas con sordina.” Así, llegaron hasta San Isidro a las dos de la tarde con una descarga de artillería y granaderos, para comenzar la solemne función de iglesia, tras la que las llaves de las urnas se depositaron en una caja de caoba para entregarlas al Congreso por el presidente de la Diputación. Un gran gentío participó en toda la carrera, especialmente en el Prado.
De esta forma, con un protocolo exquisito supervisado hasta el último detalle por el propio Loygorri, se produjo el traslado de los restos mortales de los dos capitanes desde el parque Artillería hasta la iglesia de San Isidro el Real, y logró dar el empaque que merecía a la ceremonia funeraria del 2 de mayo de 1814, como homenaje a uno de los hechos más memorables y decisivos del levantamiento contra el invasor francés.
En aquel emotivo y solemne acto participó todo el Cuerpo de Artillería junto al pueblo de Madrid, que se sumó a la fúnebre procesión de forma multitudinaria y entusiasta. Pero Loygorri no se quedó en tan importante jornada conmemorativa, también por iniciativa suya, se elevó una propuesta al Monarca para que fueran aprobadas las siguientes disposiciones: que los capitanes Daoiz y Velarde se inscribieran con letras mayúsculas en la escalilla del Cuerpo de Artillería; que en la revista de comisario el jefe más cotizado conteste: “¡Como presentes y muertos gloriosamente por la libertad de la patria el 2 de mayo de 1808!”; que se erigiera en su honor un sencillo aunque majestuoso monumento militar ante la puerta del Real Colegio de Artillería de Segovia, y que, anualmente, se escribiera un elogio de ambos, que debía leerse en la apertura del curso a los caballeros cadetes a fin de estimularles a seguir su ejemplo (lo que se sigue realizando en la actualidad en la conmemoración del 2 de mayo por la Academia de Artillería, en los jardines del alcázar de Segovia ante el monumento al 2 de Mayo que realizó el escultor Aniceto Marinas.
Este ilustre artillero navarro, diestro con el cañón y con la espada, también, utilizó la pluma para rendir su particular homenaje a los héroes, pues se conoce como suya una Oda a Daoiz y Velarde publicada en Madrid en 1814. Pero García Loygorri luchó por otro objetivo desde la dirección general: la vuelta del colegio de Artillería desde Baleares (donde llegó por avatares de la guerra) a su sede original, el alcázar segoviano.
Su cariño y admiración por el centro en el que recibió una formación de elite, se manifiesta en las gestiones que culminaron con su retorno: dando las órdenes y los medios para la reparación del edificio o mandando adquirir un costoso servicio de plata para la capilla. Intentó que el colegio artillero volviera a la normalidad y a la situación que gozaba antes de las campañas contra las tropas napoleónicas. Pero el regreso a la fortaleza segoviana, impulsado y gestionado por Loygorri, se produjo en la inmediata posguerra y en condiciones ciertamente difíciles. En cualquier caso, ya en diciembre de 1814, se reanudaron las clases en el alcázar, con precariedad en cuanto a los medios, al tiempo que se realizaban trabajos de restauración que mejoraron la infraestructura del colegio y el acondicionamiento de algunas salas, como Cordón y Piñas, que se terminaron para la visita que hizo Fernando VII en 1817, quien, tras las obras de unificación del firme de la plazuela, donó la verja que aún hoy cierra el recinto. Pero esta instalación de la Academia artillera en el alcázar en 1814 tiene interés porque —por iniciativa de Loygorri— comienzan algunas tradiciones que perviven en la actualidad. Con sensibilidad, el director general decidió conservar la memoria de todos los anteriores jefes ilustres que había dado el colegio, colgando sus retratos en las salas del alcázar, así como recoger en cuadros manuscritos las promociones salidas del centro. La serie iconográfica de retratos artilleros en 1862 —cuando se produjo el incendio de la fortaleza— estaba completa.
Por medio de una circular, solicitó de las familias un retrato de “medio cuerpo pintando al óleo con uniforme de artillería, marco dorado y sencillo”, incluyendo un dibujo con el perfil y diseño del marco que debería ser igual para todos, así como las medidas.
También se ocupó de dotar de nuevo al colegio de los medios necesarios para la enseñanza: los libros volvían al alcázar desde Baleares, los instrumentos y la revisión y la ampliación del plan de estudios. En este sentido, tuvo especial relevancia como servicio al Cuerpo su decisión de haber ordenado la reimpresión del Tratado de Artillería de Morla y de la colección de ejercicios del Arma, así como dar un nuevo reglamento al Real Colegio. Además, en el nuevo plan de 1819, se integró la asignatura de Química Mineral, dato significativo, pues en este retorno del Colegio, Loygorri consiguió instalar de nuevo un gran laboratorio químico y, más aún, su ampliación con un gabinete de Ciencias Naturales y Mineralógico, ramas del saber científico estrechamente relacionadas con la química y la metalurgia, fundamentales en la formación de los artilleros, también después de la Guerra de la Independencia. Para ello, se debían aprovechar los locales del edificio que en la documentación él llamaba “Casa de la Chímia”. En síntesis, la ambiciosa idea de Loygorri era restaurar el laboratorio de Proust, dotándole nuevamente de aparatos e instrumental, y aprovechar la venta del gabinete de Mineralogía del gran naturalista Casimiro Gómez Ortega y su sobrino.
Sin duda, sabía que la incorporación al Real Colegio de aquella colección, reunida por un gran científico ilustrado, daría al centro el tono científico que lo había caracterizado. A pesar de la penuria de la posguerra, Loygorri, consciente de que el mantenimiento del prestigio de aquella academia militar pasaba por un esfuerzo tal como la adquisición de la colección de los Ortega, luchó y, finalmente, consiguió el dinero necesario por medio de la venta de mil quinientos quintales de bronce, de piezas de artillería inutilizadas después de la guerra. Junto a ello, también fue decisiva la elección de un profesor-director capacitado para trabajar en el laboratorio y gabinete. En este caso, finalmente el director general no dudó en contratar a César González, alumno y discípulo de Proust y uno de los cadetes que con él realizó las pruebas de aerostación militar. Por fin, en mayo de 1821, se inauguró el laboratorio de Química y gabinete de Ciencias Naturales, con un solemne discurso del director que, también como el de Proust años antes, fue impreso. Así, Loygorri consiguió ver las probetas y los cañones en el alcázar nuevamente aliados al servicio de Su Majestad; manteniendo y ampliando la fundamentación científica de los estudios artilleros, tal y como fueron concebidos por el equipo fundacional.
Todo este proceso de retorno del Colegio y las decisiones que tomó Loygorri hacen que la gratitud del Cuerpo de Artillería a quien fue su director general sea ya inmemorial, ocupando en el imaginario artillero un lugar de honor difícilmente igualado.
En la misma línea habría que enmarcar sus trabajos en pro de otra institución artillera, el Museo de Artillería fundado en 1802 por Godoy, que tuvo su primera sede precisamente en el parque de Artillería de Monteleón. Finalizada la guerra, sus gestiones se proyectaron en dos direcciones: conseguir una nueva y digna sede para el museo, lo que finalmente se logró con el concurso de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, instalándolo en el palacio de Buenavista, y mantener y potenciar los ambiciosos planteamientos fundacionales con respecto a las colecciones y utilización de los fondos del museo, para lo que entendió como imprescindible que otro gran artillero, José Navarro Sangrán, primer director del museo, volviera a tomar las riendas y se hiciera cargo de todos los pormenores concernientes a la museología y a la artillería para su nueva presentación en Buenavista. Sin duda, esta sabia decisión y la continuidad de un director como Navarro impulsaron el desarrollo de una institución militar emblemática, que ha pervivido como uno de los yacimientos más relevantes del patrimonio histórico-museológico militar español hasta la actualidad.
Sin embargo, no sólo la aportación científica y técnica conforma el haber de este ilustre artillero, otros servicios y posicionamientos del teniente general Loygorri merecen siempre un recuerdo en la memoria histórica artillera. Concretamente, en momentos complicados de la posguerra, con un Rey ciertamente imprevisible, como director general de Artillería remitió varias cartas autógrafas al Monarca entre las que destaca un memorial de tono manifiestamente reivindicativo y quejoso ante lo que entendía como una actitud fría y poco valorativa del Monarca hacia el Cuerpo de Artillería. Este texto, incluso, fue impreso para su divulgación entre los artilleros y se convirtió en uno de los documentos clásicos y señeros de la historia del Arma. Para expresar su lamento, García Loygorri compuso un recordatorio de los innumerables servicios de la Artillería a la Corona, con párrafos lapidarios, aludiendo por citar alguno, a la participación de los artilleros en Tarragona, elogiada en público por Suchet, quien, tras la capitulación, al pasar revista a los prisioneros, felicitó a los pocos oficiales de Artillería que quedaban ilesos, asegurando que “eran los mejores oficiales de artillería de toda Europa”. Sin embargo, el episodio heroico de Tarragona no fue esporádico, sino una constante en la participación artillera en las campañas, acciones, batallas y sitios desde el comienzo hasta el fin de la Guerra de la Independencia. En este sentido, como bien recordaba a Fernando VII en 1814, haciendo un extracto de la participación artillera más destacada en la guerra del colegio de Segovia, “salieron no sólo Daoiz y Velarde, sino Power, sacrificado con honor en Vizcaya; Panés, cuyo ánimo impertérrito se miró en Aranjuez como modelo por la división del general Girón, pues la herida mortal que recibió no fue bastante para obligarlo a retirar interin la vehemencia de su espíritu reconcentrado al corazón no lo dexó casi exánime, y aun en tal estado animaba a sus soldados; Escalera, que, émulo de valor numantino, prefirió en Uclés la muerte entre mil bayonetas a la degradación de rendirse y sobrevivir a la derrota; los nueve oficiales que bizarramente acabaron en Tarragona y tantos otros menos notables, porque las ocasiones en que ofrecieron sus vidas, en la última y anteriores guerras, fueron más comunes, sin que a la benemérita clase de oficiales prácticos parte integrante del cuerpo, pueda, sin conocido agravio, dexar de honrársela con la memoria del dignísimo Fonturbel, muerto en Badajoz con unas circunstancias semejantes a las de Panés”. Tan impresionante memorial buscaba el replanteamiento de la actitud de Fernando VII con respecto a los artilleros, tildados de liberales, en términos generales. La firmeza de Loygorri, su trayectoria profesional y su gestión al frente de la Dirección General en tan amplio período de tiempo dan como resultado un balance abrumador y un impresionante legado del primer laureado al Cuerpo de Artillería, que aún pervive en el recuerdo.
El 9 de septiembre de 1822 dejó el más alto cargo de la jerarquía artillera, falleciendo en Madrid el 30 de enero de 1824. De la iconografía de García Loygorri cabe destacar el retrato que pintó Martínez Cubells en 1803, que se conserva en la Academia de Artillería.
Fuentes y bibl.: Archivo General Militar (Segovia), exp. personal, L-884, Hoja de Servicios a diciembre de 1815; Pensiones (1.ª/3.ª/1360/176); Archivo General de Palacio, Registro de la Estampilla, 26 de agosto de 1816.
R. Salas, Memorial histórico de la artillería española, Madrid, Imprenta de García, 1831; J. Gómez de Arteche, Guerra de la Independencia, ts. VI y VII, Madrid, Imprenta y Litografía del Depósito de la Guerra, 1868-1903; P. de la Llave. “Biografía del Excmo. Sr. D. Martín García Loigorri. Teniente General de Ejército y Director General que fue de Artillería”, en Memorial de Artillería, serie III, t. XV (1887), págs. 345-375; A. Carrasco y Sayz, Iconobiografía del Generalato Español, Madrid, Imprenta del Cuerpo de Artillería, 1901; J. Vigón, Un personaje español del siglo xix. El Cuerpo de Artillería, Madrid, CIAP, 1944; Historia de la Artillería Española, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1958; P. A. Pérez Ruiz, Biografía del Colegio Academia de Segovia, Segovia, Imprenta de El Adelantado, 1960; Servicio Histórico Militar, Guerra de la Independencia, t. IV, Madrid, Librería Editorial San Martín, 1972: V. Pérez de Sevilla y Ayala, La artillería española en el sitio de Cádiz, Cádiz, Instituto de Estudios Gaditanos, 1978; M. D. Herrero Fernández-Quesada, Cañones y probetas en el Alcázar. Un siglo en la historia del Real Colegio (1764-1862), Segovia, PAS, 1992; “La Artillería en la Guerra de la Independencia”, en Al pie de los cañones. La artillería Española, cap. VII, Madrid, Tabapress/Ministerio de Defensa, 1993, págs. 207-240; E. Cárdenas Piera, Caballeros de la orden de Santiago. Siglo xviii, t. VII, Madrid, Ediciones Hidalguía, 1995; A. Ceballos-Escalera, J. L. Isabel y L. Cevallos- Escalera, La Real y Militar orden de San Fernando, Madrid, Palafox y Pezuela, 2003: F. L. Borrero y de Roldán, Índice Genealógico de los oficiales del Real Colegio de Artillería, Madrid, Instituto de Historia y Cultura Militar, 2004.
María Dolores Herrero Fernández-Quesada