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Diego Antonio González Alonso

Biografía

González Alonso, Diego Antonio. Serradilla (Cáceres), 23.IX.1778 – Madrid, 11.V.1841. Estadista, magistrado y jurisconsulto.

Hijo de la familia hacendada extremeña formada por Juan José González y María Ignacia Alonso, estuvo casado en primeras nupcias con María de Mendoza y, en segundas, con la hija de José Ignacio Fernández de Velasco y María Encarnación Vamba, Josefa Casimira, natural y vecina de Salamanca. Con ella tuvo cinco hijas y un varón, Juan González Alonso, que fue diputado a Cortes por Cáceres en varias ocasiones y director general de Propiedades y Derechos del Estado. Esta posición político-administrativa del hijo fue fundamentalmente fruto de su propio esfuerzo, pero contó con un impulso: una plaza de oficial en la Contaduría General de Valores del Ministerio de Hacienda que recibió del regente Baldomero Espartero, en prueba de gratitud por “el acendrado patriotismo y constante adhesión a la causa de la libertad y del trono legítimo” que había mostrado a lo largo de la vida su difunto padre.

Esta gracia fue concedida dos días después de la muerte de Diego Antonio González Alonso. Entonces terminaba su biografía, cuyos primeros pasos discurrieron por el seminario conciliar de Plasencia (Cáceres), para proseguir, a partir de 1797, por la Universidad de Salamanca, estudiando Leyes y alcanzando el título de bachiller en diciembre de 1814, y el de licenciado y doctor en noviembre del año siguiente. La dilación en la obtención de estos grados académicos fue a consecuencia de la Guerra de la Independencia, en la que desde el principio se inclinó abiertamente “en favor del Rey y de la Patria”, contribuyendo personalmente al sostenimiento de las tropas españolas y siendo también comisionado para ello por la Junta Superior de Hacienda del Gobierno patriótico. Por esta actuación fue multado y encarcelado por los franceses, si bien logró huir a Portugal. De nuevo en Salamanca, en 1812 fue nombrado regidor del Ayuntamiento y receptor de penas de cámara de la Real Chancillería sita en la misma, siendo de destacar el comportamiento seguido en el mes noviembre en que, libre la ciudad de la ocupación gala, quedó Diego Antonio González como único magistrado, concentrando los negocios del tribunal y los gubernativos. A pesar de ello y del apoyo que le brindó la corporación municipal, en la que durante 1813 se mantuvo como decano, nada impidió la separación del cargo de la Chancillería.

Junto a esta actividad pública, también desde 1812, Diego Antonio González ejerció la docencia en la academia privada de leyes que había establecido en su domicilio de la ciudad del Tormes. Y, una vez concluida la guerra, inició la carrera académica en la Universidad salmantina (en la que fue profesor sustituto de la cátedra de Economía Política y Práctica en 1816 y 1817, y de la de las de Digesto Romano en 1818), pero la acción ejercida por el reaccionario ministro de Gracia y Justicia, Juan Esteban Lozano Torres, la truncó, al impedir que Diego Antonio González, caracterizado liberal, ocupara la cátedra de Derecho que había logrado en la correspondiente oposición. Idéntico freno, por igual motivo, recibió la carrera judicial al rechazarle la solicitud de plaza de magistrado en la Audiencia de Extremadura. De esta manera, no le quedó más remedio que dedicarse a la profesión libre de la abogacía en Salamanca, a cuyo Colegio de Abogados se había incorporado en junio de 1816.

Paralelamente, a pesar de estar en tiempo de absolutismo, fue procurador síndico general del Ayuntamiento de esta ciudad durante el bienio 1816-1817. Además, en noviembre del último año, fue nombrado vocal, en la clase de economista, de la Junta principal de estadística y repartimiento de la provincia salmantina. Y, por fin, atendiendo a sus solicitudes en febrero de 1820 fue nombrado corregidor y alcalde mayor de la ciudad de Toro (Zamora).

Con el restablecimiento en marzo de la Constitución gaditana, se perpetuó en este cargo, si bien, con la clarificación de poderes, como juez de primera instancia. No podía ser de otra manera, dada la adhesión inequívoca de Diego Antonio González al régimen restaurado, como lo puso de manifiesto en los escritos que, bajo los títulos Prevenciones a los incautos contra las maquinaciones anticonstitucionales y Conversación familiar entre dos ciudadanos amantes de la Constitución, remitió en septiembre a las Cortes. Pues bien, estos textos si no definitorios, sí sirvieron para darle un impulso en la carrera política. Así, en las elecciones legislativas de diciembre de 1821, fue elegido diputado por la todavía provincia de Extremadura. Ocupando un lugar de primer orden en las tareas de la cámara (fue miembro del Tribunal de Cortes, primer secretario y miembro de numerosas comisiones) y participando asiduamente en los debates parlamentarios, Diego Antonio González se fue decantando hacia las posiciones del liberalismo radical, de forma palmaria a partir de la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis, que obligaron a las autoridades constitucionales a emigrar a Sevilla y Cádiz.

Presente en las últimas reuniones de las Cortes del trienio, fue uno de los diputados que en junio de 1823 votó a favor de la destitución temporal de Fernando VII. Por ello, con el triunfo inmediato de la reacción absolutista, fue declarado traidor y reo de muerte, con el embargo de todos sus bienes. De esta manera, como la mayoría de los que habían colaborado con el régimen constitucional, sólo en el exilio encontró la salvación. La isla de Jersey, en el Canal de La Mancha, fue a donde dirigió sus pasos y en donde, dedicándose al estudio de la jurisprudencia y a la observación y práctica de la agricultura, transcurrió la década ominosa.

Con la muerte de Fernando VII y los sucesos subsiguientes que abrieron las puertas a los expatriados, en febrero de 1834, Diego Antonio González regresó a España. Retornó con cambio de residencia a Valladolid, para cuya Audiencia fue designado en mayo fiscal de lo Civil. Sin embargo, hasta septiembre no se incorporó al destino, el tiempo que medió entre su elección en junio como procurador a Cortes por Cáceres y la admisión de la renuncia al cargo a finales de agosto, por no contar con las cualidades económicas requeridas. A pesar de que esto incrementara la oposición de Diego Antonio González al régimen del Estatuto Real, que con esas Cortes iniciaba su andadura, el respeto que profesaba al principio de división de poderes, le hizo permanecer al margen de la lucha política, dedicándose exclusivamente a su labor de magistrado. Por ello, su participación en octubre de 1836 en la Comisión de Armamento y Defensa de Valladolid —institución del proceso final de las movilizaciones liberales desatadas a lo largo del verano de ese año que acabaron ocasionando en agosto el restablecimiento provisional de la Constitución de 1812— se debió a la invitación de las autoridades locales y contó con el aval gubernativo.

Durante la nueva etapa entonces inaugurada, la carrera política de Diego Antonio González alcanzó en Madrid su culminación. Ésta se cimentó, una vez desaparecidas las trabas económicas, en su elección en el mes en curso como diputado por Salamanca a las Cortes Constituyentes y, tras darse de baja en el cargo de fiscal de Valladolid, en su descollante labor parlamentaria. Así, integrado en importantes comisiones de la cámara (infracciones de la Constitución, examen de decretos de las Cortes y eclesiástica) y siendo miembro del Tribunal de las Cortes, su voz, de tono radical dentro del liberalismo progresista, se pudo oír en los debates sobre la reforma constitucional, la legislación electoral o la desamortización, abogando por, respectivamente, la ampliación del régimen representativo, la extensión del sufragio y la distribución de la propiedad.

A partir de aquí, después de recuperar en julio de 1837 la actividad judicial como magistrado de la Audiencia de la capital, el 23 de agosto fue designado ministro de la Gobernación tras la renuncia de José Manuel Vadillo, nombrado a la constitución cinco días antes del ejecutivo presidido por Eusebio Bardají y Azara y formado bajo la influencia de Baldomero Espartero. Al frente de esta responsabilidad ministerial, Diego Antonio González tuvo un cometido fundamental, heredado del último titular de la cartera del Gobierno precedente de José María Calatrava, Pedro Antonio Acuña, la celebración de los comicios legislativos bajo la nueva normativa electoral de julio, complemento a la Constitución promulgada el mes anterior. En esta labor, que no pudo concluir por el poco tiempo que ocupó el cargo, simplemente matizó la normativa para adecuarla a las provincias ocupadas por los carlistas y para excluir a éstos de la política de imparcialidad demandada por su antecesor a los jefes políticos. Algo razonable, más aún teniendo presente el crecimiento de sus acciones, que en estos momentos se concretó en la famosa expedición real que, con el pretendiente a la cabeza, a mediados de septiembre llegó a las puertas de Madrid. Aquí, en esta aventura carlista, finalmente fracasada, y, en particular, en desastrosa defensa y organización de las fuerzas cristinas, es donde se encuentran los motivos por los que el 1 de octubre Diego Antonio González y el resto de los ministros, a excepción del presidente, presentaron, y les fueron aceptadas, sus dimisiones.

El que le sustituyó en la cartera, el hasta entonces jefe político de la capital, Rafael Pérez Rubio, se encargó de terminar en octubre el trabajo electoral. Pues bien, la sucesión de cambios ministeriales y las anteriores circunstancias, unidas al comportamiento neutral de las autoridades y a la mejor organización de los moderados, ocasionaron la derrota de los progresistas en los comicios. Con ella, Diego Antonio González perdió el acta de diputado, que no pudo recuperar hasta las elecciones de julio de 1839, en las que con la victoria de sus correligionarios la logró por partida doble, por Cáceres y Salamanca, optando por la última.

La oposición manifestada en el Congreso al mantenimiento por parte de la regente del ejecutivo moderado de Evaristo Pérez de Castro, a pesar de encontrarse en minoría, y a los proyectos de contrarreforma del sistema político anunciados, situaron a Diego Antonio González, cuando ése intentó llevarlos adelante tras los controvertidos comicios de enero de 1840, en línea con los presupuestos que serían dominantes con el triunfo de la revolución auspiciada por los progresistas a lo largo del verano. Con él llegó al cénit su carrera judicial, al ser nombrado en octubre magistrado del Tribunal Supremo de Justicia en la sección de la Sala de Indias. Pero ni este cargo ni el de senador, logrado en febrero de 1841, pudo casi ejercerlos porque la enfermedad, primero, y la muerte, después, se lo impidieron.

Para entonces, parece que había conseguido remontar el estado de ruina económica al que le habían llevado la Guerra de la Independencia, con la destrucción de la vivienda familiar, y la década ominosa, con el exilio, el embargo y venta de algunos de sus bienes. La carrera judicial y el paso por el Ministerio de la Gobernación frenó esta situación tanto por las retribuciones percibidas como por el haber anual de 40.000 reales que disfrutó desde febrero de 1838 y la pensión de 15.000 reales con que contaría su viuda desde junio de 1841. De ahí que pudiera dejar a sus hijos algunos bienes raíces y acciones de distintas sociedades.

Estrechamente ligadas a su carrera pública, a lo largo de su vida Diego Antonio González tuvo tres preocupaciones intelectuales fundamentales, que quedaron plasmadas en su obra literaria. La primera de ellas fue la jurídico-política que, correspondiendo a su frustrada dedicación universitaria, tuvo su antecedente en el ya anotado folleto Prevenciones..., una encendida defensa del Estado de Derecho liberal, y su continuidad en los por él referidos, pero no encontrados, Elementos de jurisprudencia criminal y tres tratados sobre materias clásicas de la Facultad de Derecho (dos de los cuales Nicolás Pérez Díaz recoge bajo los títulos de Derecho político y El sistema constitucional). La segunda, que atendió a su afán por la extensión de la instrucción y difusión del conocimiento (en particular del clásico greco-latino), la anunció en el segundo de los folletos del trienio mencionado y, tras afirmarla en la traducción de la obra de Jean Le Roud d’Alembert, la desarrolló en la bastante ininteligible novela autobiográfica (El templo...) y, sobre todo, en La educación práctica..., en la que reivindica el modelo pedagógico prusiano y alemán. La tercera, la económica-agraria, contemplada en la, quizás, su obra más importante, La Nueva Ley Agraria (a la que la Sociedad Económica Matritense otorgó un accésit), viene a recoger su modelo alternativo a la reforma agraria liberal, fundado en el alargamiento de los plazos de los arrendamientos y en la distribución de la propiedad. Lógicamente, estas preocupaciones estuvieron acompañadas de la vinculación de Diego Antonio González a distintas corporaciones científicas, económicas y literarias de Madrid, Granada, Valladolid y otras capitales.

 

Obras de ~: A la juventud estudiosa de Juan Le Roud d’Alembert. Explicación detallada del sistema de conocimientos humanos conforme al discurso preliminar de la Enciclopedia por Juan Le Roud d’Alembert, introd. y apéndice de ~, Madrid, Imprenta de D. F. de P. Mellado, 1839; El templo de Ammon y los pitagóricos. Novela literaria extractada de las memorias y viajes de un emigrado, Madrid, Imprenta de D. Fidel Mellado, 1839; La educación práctica de todas las clases y de ambos sexos, Madrid, Imprenta de D. I. Boix, 1840; La Nueva Ley Agraria, Madrid, Est. Tipográfico, 1840; “Prevenciones a los incautos contra las maquinaciones anti-constitucionales y Conversación familiar entre dos ciudadanos pacíficos y amantes de la Constitución (1820). Apuntes políticos de Diego Antonio González Alonso”, intr. y estudio prelim. de J. Pérez Núñez, en Trienio, 36 (2000), págs. 116-139.

 

Fuentes y bibl.: Archivo del Senado, exps. personales, HIS- 0198-01; Archivo del Congreso de los Diputados, Serie documentación electoral, 8 n.º 12, 10 n.º 9, 15 n.º 35, 17 n.º 10.

Condiciones y semblanzas de los Sres. Diputados a Cortes para los años de 1822 y 1823, Madrid, Imprenta del Zurriago, 1822; F. Caballero, Fisonomía natural y política de los procuradores en las Cortes de 1834, 1835 y 1836 por un asistente diario a las tribunas, Madrid, Imprenta de Ignacio de Boix, 1836; B. Antón Ramírez, Diccionario de bibliografía agronómica y toda clase de escritos relacionados con la agricultura, seguido de un índice de autores y traductores con algunos apuntes biográficos, Madrid, Imprenta y Esterotipia de M. Rivadeneyra, 1865 (reed. Madrid, Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, 1998); Los Ministros en España desde 1800 a 1869.

Historia contemporánea por Uno que siendo español no cobra del presupuesto, vol. III, Madrid, J. Castro y Cía., 1869-1870, pág. 743; N. Díaz Pérez, Diccionario histórico, biográfico y bibliográfico de autores, artistas y extremeños ilustres, t. II, Madrid, Pérez y Boix Editores, 1888, págs. 526-528; J. I. Cases Méndez, “La elección de 22 de septiembre de 1837”, en Revista de Estudios Políticos, 22 (1977), págs. 167-215; A. Gil Novales, Diccionario biográfico del Trienio Liberal, Madrid, Ediciones El Museo Universal, 1991, págs. 294-297; R. Robledo Hernández, Economistas y reformadores españoles: la cuestión agraria (1760-1935), Madrid, Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, 1993; J. Pérez Núñez, intr. y est. prel. en “Prevenciones [...]”, en Trienio, 36 (2000), págs. 95-115.

 

Javier Pérez Núñez

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