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Pedro de Villagómez y Vivanco

Biografía

Villagómez y Vivanco, Pedro de. Castroverde de Campos (Zamora), 8.X.1589 – Lima (Perú), 12.V.1671. Obispo de Arequipa y arzobispo de Lima.

Sus padres, Francisco e Inés Corral de Quevedo, eran nobles. Doctor en Derecho Canónico por la Universidad de Sevilla (1624), canónigo de su Metropolitana, juez del Santo Oficio y caballero de la Orden de Calatrava. A finales de enero de 1631, el Consejo proponía nombres para el obispado de Arequipa; eran doce los designados. Pedro iba en segundo lugar, pero el Rey le nombró. El 12 de julio fue preconizado por Urbano VIII. El 27 de abril de 1632, electo de Arequipa, fue nombrado visitador de la Audiencia de Lima, por haber fallecido Gutiérrez Flores. Llegó a Lima el 20 de abril de 1633, y en noviembre fue consagrado por el arzobispo Arias Ugarte. Y comenzó la visita. Arias Ugarte, en carta al Rey de 30 de abril de 1634, comunicando la consagración, dice del visitador: “procede en su visita con cuidado y prudencia”. Y esta pincelada: “Desde esta ciudad [Lima] ha compuesto las cosas de aquella iglesia [la de Arequipa] con mucha paz, y ansí goza de quietud”. Su cargo de visitador expiraba en abril de 1635, y el 9 de junio de 1635 salió para Arequipa, entrando, el 25 de julio de 1635. Al responder a las reales cédulas, iba tomando el pulso de la diócesis. Por ejemplo, la de 2 de marzo de 1634 que ordenaba que los misioneros enseñaran el castellano a los indios, y en esta lengua enseñaran la doctrina, para que así “se hagan más capaces en las materias de nuestra santa fe”. Villagómez mandó averiguar si se cumplían las disposiciones del III Concilio Limense y las ordenanzas del virrey Toledo, y supo con pena —“con mucha lástima”— que en la mayor parte del obispado no se cumplía, y en el resto, “con mucha remisión”. Encargó a los doctrineros que cumplieran la Real orden, y mandó imprimir dos mil cuerpos de doctrina cristiana, con una breve y sustancial explicación.

A mediados de febrero de 1637, recibe otra Real Cédula —de 1636— para que los prelados no ordenen tantos clérigos, especialmente mestizo e ilegítimos y otros defectuosos. El 1 de abril de 1637 responde el prelado exponiendo su pensamiento sobre tema tan interesante. Reconoce que “algunos obispos de estas partes (que ya son difuntos), y mucho más los cabildos en sede vacante, han tenido mucha facilidad en ordenar y dar reverendas para órdenes”, unos, a título de lengua, interesante sin duda, pero como eran inútiles para las doctrinas, el título “venía a ser vago”; otros, a título de patrimonio —más fingido que real— y de capellanías tenues; otros, a título del colegio- seminario, que no tiene beneficios anejos en qué ocuparlos. En cuanto a los mestizos, escribe tajante: “no he ordenado hasta agora a ninguno, aunque he sido importunado con grandes instancias por algunos dellos, y confío en Dios que me tendrá de su mano para que no admita a órdenes a semejante gente; ni a los que llaman cuarterones, que tienen alguno de sus abuelos indio”, porque son de ánimo envilecido, de costumbres ruines, y “naturalmente, crueles con los indios”. Tampoco piensa ordenar ilegítimos, aunque ha cedido en dos casos ya ordenados de misa, con reverendas de la sede vacante. También ha dispensado a expósitos, a dos “muy hábiles”, porque es de opinión que “los expósitos, cuyos padres se ignoran, se presume que son legítimos”.

A mediados de 1636, salió de visita pastoral hacia el Sur (Arica). Duró seis meses y llegó hasta el límite del territorio. Sin un día de descanso, aunque su salud quebrantada exigía “muchos para su reparo”. Al acabar, informa al Rey el 31 de marzo de 1637. Propone lo que se ha de hacer y corregir “cerca del alivio y buen tratamiento de los indios”. Denuncia un abuso importante, propio de una región vinícola: los corregidores concedían a los mercaderes un servicio de indios —treinta o cuarenta— percibiendo diez pesos por indio y viaje, y los indios sólo percibían dos reales diarios. Para el mejor funcionamiento del sistema, había tenientes de corregidor en Lacumba, Tacna, Azapa, Lluta y Paracapá, con sustanciosos ingresos; los viajes se repetían, y se alquilaban los mismos indios. Para atajar este abuso, propone el obispo que sean los caciques los que, libremente, den los indios a los mercaderes, recibiendo los 10 pesos como salario o si no, que pasen a la Caja Real. El Rey mandó despachar cédula al virrey: que ponga remedio a estos “excesos”, que estos indios se den sólo “en casos muy forzosos”, y ni los corregidores, ni sus tenientes, cobren los 10 pesos. En otra Cédula “muy apretada”, se apercibía al corregidor de Arequipa que de su transgresión, se le hará “grave cargo” en el juicio de residencia; y que el virrey vea si son a propósito las soluciones del obispo, “u otras que de allá se ofrezcan”.

Pondera los agravios que reciben los indios en los pueblos del corregimiento de Arica, donde el corregidor arrienda los tenientazgos a precios elevados, que han de salir del trabajo de los indios. Y el Rey ordenó que el virrey y la Audiencia reformasen este exceso, y castigasen a los corregidores, “sin decir quien dio este aviso”; y que la Cédula al virrey se escribiera en los libros del cabildo de Arica.

También los doctrineros abusaban: vejaban a los indios y se ausentaban del curato; peor aún, los doctrineros frailes, con sus tratos y granjerías. Villagómez castigó a los curas y denunció el abuso de los frailes. El Rey aprobó su conducta: que están bien los castigos y, si son pecuniarios, no se olvide aplicar algunas partes para las guerras contra los infieles. En cuanto a los frailes, se han dado cédulas para que puedan ser visitados y reformados in officio officiando, “y que esto se haga”.

Desde junio de 1637 hasta febrero de 1638, en otra visita, examinó la vida religioso-social de las provincias de Camaná y Caylloma hasta los Collaguas, que son más de trescientas leguas de temples opuestos, confirmando más de veinte mil personas. También en esta visita descubre y denuncia abusos; los corregidores no pagaban el tomín para hospitales, que estaban realmente “asolados” y los indios mal atendidos; y se incumplía el Patronato: en Caylloma se ha fundado un hospital sin licencia; los franciscanos, una hospedería; los dominicos, una doctrina de indios en una hacienda. Y el Rey, sensible a los derechos patronales, escribió: que el hospital y la hospedería no pasen adelante hasta tener licencia. Y, en cierto modo, recrimina la pasividad del obispo. Sin embargo, cuando denunció brotes idolátricos, y comunica que hizo derribar huacas, el Rey apostilló: “que ha parecido bien este cuidado, y lo continúe”.

Con la experiencia obtenida en las visitas, se aprestó a celebrar el sínodo diocesano; se abrió el 19 de diciembre de 1638, con la misa del Espíritu Santo en la iglesia matriz, las sesiones se celebraron en la iglesia de Santa Catalina, con asistencia de teólogos, juristas, párroco, doctrineros, y la representación del cabildo eclesiástico. Las Constituciones, redactadas con cuidado, no evitaron la protesta de los capitulares que apelaron a la Audiencia por vía de fuerza, aunque sin éxito. Hay que subrayar dos acuerdos: el primero, el de hacer un catecismo en lengua puquina, que se hablaba —con el quechua y el aymará— en la región de la actual provincia de Moquegua; y el segundo, el de crear escuelas en los poblados indígenas.

Recibió Villagómez otra Real Cédula del 17 de diciembre de 1634, sobre la visita y examen a los religiosos que tenían a su cargo doctrinas de indios, y aprovecha para informar de lo que pasaba en su diócesis para buscar el oportuno remedio de la mano de S. M., “porque otra cualquiera, para con los religiosos de este reino, la tengo por flaca”. El Rey exigía todo cuidado para que en el nombramiento de doctrineros no se defraudara al Patronato, pues tenía noticias fundadas de que había muchos doctrineros con solo el nombramiento del superior religioso. Villagómez, en su respuesta, se remitió a las Constituciones sinodales de 1638, que dicen: los obispos pueden visitar a los doctrineros frailes en lo tocante a su ministerio de curas —iglesias, sacramentos, crisma, cofradías...—, y no más. En lo tocante a excesos de vita et moribus, avisen al superior. En cuanto al examen, cualquier religioso que va a ocupar una doctrina, ha de ser examinado por el obispo y por el catedrático de lengua, sin que valga la excusa de que otros religiosos suplen por ellos, como ha sucedido muchas veces, pues se seguiría la curiosa situación de que quien tiene el título no tiene idoneidad, y quien la tiene carece de título. Una vez examinados y aprobados no lo serán de nuevo, a no ser que pasen a otra diócesis o a otra doctrina de idioma distinto. Advierten los padres sinodales que lo dicho, “demás de ser voluntad de S.M.”, es conforme a Trento, y a la Bula de Gregorio XV, de febrero de 1622. Tal fue la respuesta de Pedro Villagómez, ajustada en todo a las decisiones regias y a las disposiciones del derecho canónico. De ahí que el Rey pusiera al margen: “Que está bien lo que ha proveído en este particular”.

En 1640 visitó la diócesis durante seis meses; de regreso a Arequipa recibió el nombramiento para la Metropolitana de Lima. Tomó posesión el 22 de mayo de 1641. La experiencia adquirida en la difícil sede arequipeña le sería muy útil en su nuevo destino. Fueron treinta años largos de pontificado arzobispal. Comenzó con una visita a la catedral, que dejó abierta hasta el 25 de mayo de 1650; puntualiza las obligaciones capitulares, la liturgia que debía resplandecer en los actos de culto, la observancia de la consueta de Santo Toribio de Mogrovejo, su predecesor y pariente. La experiencia le había enseñado que la idolatría solía renacer, y proyectó una visita general, larga y profunda. Antes publicó una Carta pastoral de instrucción y exhortación contra las idolatrías que, en opinión de los contemporáneos, fue “obra maestra en su género”; y el indigenista Hernando de Avendaño redactó un Sermonario en castellano y quechua. El arzobispo resume el estado de la idolatría y los métodos a seguir en la campaña, elige visitadores canónicamente facultados para proceder aún en el foro externo, y misioneros y sacerdotes para predicar y asistir en el fuero interno. Salieron el 19 de septiembre de 1649 y duró hasta 1658. Las dificultades fueron grandes y de todo tipo: geográficas, económicas, personales; los seculares a veces se ausentaban para opositar a curatos, los jesuitas recelaban del carácter judicial de los visitadores, pues los indios creían que los jueces procedían por informaciones habidas en la confesión. Los pocos informes que se conocen de esta campaña, señalan que había tres focos de idolatría: Chavín, Huancabamba y el oriente de Huanuco, es decir, zonas montañosas alejadas del contacto con los religiosos. Y hablaron de remedio: algunos, entre ellos Hernando de Avendaño, propusieron que el delito de idolatría pasara a la Inquisición, pero Villagómez y la mayoría de visitadores opinaban que lo más indicado era procurar y conseguir una sólida formación religiosa.

La archidiócesis, hacia 1660, tenía unas ciento ochenta parroquias y doctrinas y unos quinientos sacerdotes: trescientos en la capital y doscientos en el resto de su territorio. En general, bien preparados, aunque algunos vivían sin beneficio, pues ochenta doctrinas estaban regidas por religiosos. Las parroquias, desde 1609, se proveían por concurso y a perpetuidad, aunque haciendo constar en cada caso, ad nutum patronum. En el seminario diocesano había veinticuatro alumnos que seguían la carrera eclesiástica. Para su disciplina —y la del clero en general— dictó un reglamento (julio de 1647) tan riguroso en prohibiciones y penas, que fue reformado por la Audiencia; pero el prelado acudió a la Santa Sede.

En cuanto a religiosos, en 1657 había en la capital dieciséis conventos, y quince fuera de ella. Una Real Cédula de 1653 prohibía fundar nuevos monasterios sin licencia. Pero en 1661, el virrey conde de Santisteban, en carta al Rey aseguraba que sobraban frailes en los conventos y faltaban en las doctrinas. La intención del prelado era pasar las doctrinas al clero diocesano, pero pronto pudo comprobar que no era fácil la empresa: los jesuitas regentaban la doctrina de Chavín, desde hacía dieciocho años, con excelentes resultados; los indios “reducidos” en dos pueblos, podían ser atendidos fácilmente. Por eso, cuando el metropolitano pretendió secularizar la doctrina, tuvo sus diferencias; los jesuitas dimitieron y el prelado nombró un párroco secular, pero los indios protestaron ante su protector, que, dijo, nada podía hacer por ser orden del virrey y del arzobispo.

Aún era mayor el número de religiosas en la diócesis limeña: había ocho monasterios en la capital con 1258 religiosas, según nota enviada a Roma en 1669, más un número mayor de donadas, criadas y esclavas, lo que no favorecía en absoluto la vida regular; aunque, según el informe, en aquel momento no se notaban mayores quebrantos. Villagómez, que desde el principio entendió de estos monasterios femeninos en la visita canónica, limitó el número de religiosas, y puso cuidado en la administración de los bienes conventuales y en la regularidad de la vida.

En cuanto a su relación con los poderes civiles, hubo incidentes, claro, pero de menor cuantía. Un ejemplo, en una procesión con el Santísimo, el arzobispo sacó un quitasol, y el virrey Alba de Liste lo mandó retirar, porque ante el Santísimo no se usaba, y porque él no lo llevaba. Villagómez, naturalmente, accedió. Más serio fue cuando el alcalde ordinario limeño mandó extraer de un templo a un reo, violando la inmunidad local. El alcalde fue declarado incurso en censura, y la Audiencia declaró caso de fuerza. No cedió el arzobispo y recurrió al Rey. No se conoce el expediente que debe reposar en algún archivo.

El 15 de junio de 1688, Inocencio XI beatificaba en el Vaticano a Rosa de Santa María, primera beata hispanoamericana. El 14 de enero de 1670 llegó a Lima la Bula de beatificación, y cupo a Villagómez presidir las solemnes ceremonias que tendrían lugar el 29 de abril del mismo año. En solemne procesión, bajo palio, la Bula fue trasladada desde el convento de Santa Domingo hasta la catedral. El virrey conde de Lemos y el Metropolitano presidieron la ceremonia que se celebró en el convento dominicano. Se descubrió la imagen de la nueva beata, entre luces y músicas, ricamente ataviada, y con flores que ella misma había plantado. Al día siguiente celebró un solemne pontifical, con sermón del obispo de Paraguay. Ya por la tarde, se devolvió la imagen a la iglesia de los dominicos.

Al obispo Villagómez le iban pesando los años, y se pensó en un auxiliar; se nombraron sucesivamente tres: un dominico, el deán de la catedral limeña y un agustino; dos murieron las vísperas de ser consagrados, y el tercero fue trasladado antes de la consagración. Y Villagómez presentó la dimisión, cuando tenía ochenta años. Aún vivió dos años, pero la aceptación de la dimisión llegó después de su fallecimiento, que ocurrió el 12 de mayo de 1671. Murió pobre, siendo muy rico; había invertido sus rentas en los mendigos y en obras benéficas.

 

Obras de ~: Carta pastoral de instrucción y exhortación contra las idolatrías, Lima, 1647.

 

Bibl.: S. Martínez, La diócesis de Arequipa y sus obispos, Arequipa, Tipografía Cuadros, 1933; E. Lissón Chaves (dir.) y M. Ballesteros (colab.), La Iglesia de España en Perú: colección de documentos para la historia de la Iglesia en el Perú [...], Sevilla, Ed. Católica Española, 1943-1956; R. Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia en el Perú, Burgos, Impr. de Aldecoa, 1959-1960; A. García y García, “Villagómez de Vivanco, Pedro”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. IV, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Instituto Enrique Flórez, 1975, pág. 2760; P. Castañeda Delgado, “Un zamorano ilustre: D. Pedro de Villagómez, obispo de Arequipa”, en Jornadas sobre Zamora, su entorno y América (Zamora, 4-6 de abril de 1991) Zamora, 1992, págs. 271-299; “Curas, mestizos y otros ilegítimos en beneficios curados: un informe fiscal para Indias”, en Communio, XXXIV-2 (2001), págs. 579-595.

 

Paulino Castañeda Delgado

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