Flores, Ignacio. Latacunga (Ecuador), 30.VII.1733 – Buenos Aires (Argentina), 5.VIII.1786. Precursor de la independencia hispanoamericana, presidente de la Real Audiencia y comandante general de Charcas, matemático, geógrafo.
Segundo hijo del marqués de Miraflores de Quito. Se graduó en Filosofía en la Universidad de San Gregorio. Estudió en Inglaterra, Francia, Italia y España.
Hablaba “diestramente” seis idiomas y el quicha de los indígenas americanos. Especializado en Matemáticas, integró la Comisión Española para delimitar con Portugal en América. Catedrático de Lenguas y Matemáticas en la Escuela de Nobles en Madrid. Los que conocían su ilustración, sus opiniones liberales y sus dotes de fina crítica satírica, le atribuyeron la obra publicada en 1769 en Alcalá de Henares, titulada Viajes de Enrique Wanton a las tierras incógnitas australes y al país de las monas. Porque de Guayaquil, puerto de Quito, se remitían monitos para adornos de la Reina y sus cortesanas, llamaban a esa parte de su país el “de las monas”. “Un itinerario intelectual y filosófico mas que geográfico que precede en más de veinte años a la Revolución Francesa”, según el gran poeta Jorge Carrera Andrade. Últimamente se ha identificado al que habría hecho la publicación, un escritor de Venecia.
Ingresó al Regimiento de Caballería de Bravante a las órdenes de Alejandro O’Reilli y acreditó su valor en la batalla de Gibraltar y en la toma de Menorca.
Siendo un criollo y no peninsular, su nombramiento como el más alto magistrado y militar del inmenso territorio, que incluía a Potosí, fuente primera del oro y la plata para la Corona, no agradó a los chapetones de Chuquisaca (la capital de los cuatro nombres: Charcas, La Plata, Sucre) ni a los del virreinato de Buenos Aires. Su comportamiento bondadoso con los indígenas, conforme a las Leyes de Indias, entraba en conflicto con la atropelladora y hasta inhumana actuación de los funcionarios inferiores: corregidores, oidores, fiscales, cobradores de impuestos, etc. La más grande insurrección indígena de la época hispana, la de Tupac-Amaru, en la zona de Cuzco, que terminó con los monstruosos martirios a él, su mujer y familiares para luego dispersar al viento sus miembros quemados, conmovió a toda América. Otros grupos y entre ellos los Tupac-Catari, en La Paz, Oruro y Chuquisaca, que por meses amargaron a esas regiones amenazando con la destrucción de las principales ciudades, fueron reducidos a la impotencia y la paz, gracias al uso adecuado de la ley, la prisión y hasta el fusilamiento de algunos, mediante la inteligente acción de la pequeña fuerza militar hispana y el diálogo por parte de Ignacio Flores. Mientras los extremistas criticaban a éste por no haber sacrificado a todos los revoltosos, pues intervino la mayor parte de la población de Oruro, o por no haber matado al cuñado de Tupac-Amaru cuando éste se acogió al indulto virreinal.
Lo apresó y lo envió a Buenos Aires con su mujer y pequeño hijo, de donde fueron enviados a España por el virrey Vertiz. En 1788 andaban ya libres en Zaragoza.
Flores, en cambio, cuando lo estimó necesario, condenó y ejecutó a Dámaso y Nicolás Catari, líderes del segundo asalto a La Plata, su sede audiencial.
Estaba Flórez —así firmaba él, con z— enfermo en cama. Al acercarse los atacantes, ordenó que le llevaran en camilla y sin guardia para hablar con ellos.
Les habló en quichua y luego de apaciguarlos dictó las órdenes que disolvieron la organización indígena.
“Tengo de mi parte al pueblo al que trato con equidad y cariño”, mencionaba el ilustre Flórez, respaldado por el equipo de profesores e intelectuales que pensaban como él, dirigidos por el eminente rector de la Universidad San Francisco Xavier, el doctor Juan José Segovia.
Nada de esto podía caer bien a los rabiosos peninsulares que, para defender sus intereses, sólo creían en la fuerza —que era muy pequeña— y en la destrucción de los pueblos para “la pacificación del Alto Perú”. Una muestra de lo que ellos pensaban se lee en las denuncias de Lamberto Sierra, tesorero de las cajas reales de Potosí, al visitador José Antonio Areche, que señalan a Flórez como representante de los criollos, que eran los verdaderos enemigos que se valían de los indios para reclamar contra la “suave” administración de los representantes de la Corona. Sierra pedía “el más pronto, efectivo, ejemplar castigo que ponga en admiración a la posteridad de los siglos”.
El oidor Lorenzo Blanco Cicerón, el fiscal Domingo Arnais y el asesor de la Intendencia Francisco Cano en grupo denunciaron a Ignacio Flórez por sus errores y actitudes, pues, según ellos, despreciaba a los chapetones y sobre todo a los andaluces. Como había otras denuncias, tal como la de que Flórez había recibido un potaje de un pariente de un acusado en Oruro, el nuevo virrey Loreto encontró más cómodo enviar todo eso a Madrid, en donde Galves dispuso que se sustituyera a Flórez por su sobrino Vicente de Galves y Valenzuela y que Flórez fuera a Buenos Aires. Loreto no se atrevió a recibirle cuando pidió audiencia.
Entonces el acusado presentó un alegato que es modelo en lo jurídico, preciso y delicioso en su mordaz crítica y acusación.
“[...] qué más quieren mis émulos? Pretenderán que yo ame a los delincuentes de España o venere sus gitanos? [...] será posible que yo, después de tantas pruebas de honor y fidelidad, sea lastimado por unas personas cuyo mayor blasón es su destreza en hacer lances a las leyes y cuya probidad está hipotecada a los acreedores que los molestan y a los clientes que los alivian y a los pícaros que los cubren [...]”.
Ya se sabía que la sentencia le sería adversa. Se hallaba “inquieto y temeroso” según sus acusadores, que se referían a su situación política; y es que ellos y el virrey estaban sorprendidos de la enorme popularidad de Flórez, que si éste quería podía liderar un levantamiento criollo e indígena de consecuencias impredecibles.
Había que anularlo confinado en Buenos Aires, sin permiso para ir a la Corte, sin juicio formal de residencia. Mientras la enfermedad se agravaba, dictó su testamento. Dijo que había nacido en Quito (en el territorio de la Audiencia) y dejó de heredero universal a su hermano Mariano que allá residía y detentaba el marquesado de Miraflores. No dejó descendencia.
Pero, aparte de la platería y dinero, todo ello suficiente para estimarle rico, dejó algo inestimable: su biblioteca, que “se lleva la palma”, como sostiene la historiadora argentina Daisy Ripodas Ardanás, celebrando al quiteño como “una personalidad fuera de serie”. Aparte de sus muy importantes papeles personales para la historia hispanoamericana, tenía enorme cantidad de libros de Vitoria, Suárez y más clásicos del Derecho hispanoamericano y los de la Ilustración.
Los historiadores argentinos de entonces y los modernos, así como los bolivianos le declaran como un verdadero precursor de la independencia. Fallecido en pleno cumplimiento de sus deberes, impuestos por la Corona, de proteger, no sacrificar a los indígenas americanos y a los criollos. Su hermano Mariano, años después, consiguió que Madrid dejase en alto el nombre de Ignacio.
Fuentes y bibl.: Archivo General de la Nación Argentina (Buenos Aires); Archivo Jijón y Caamaño (Quito); Biblioteca y Archivos del Congreso Nacional (Buenos Aires); Biblioteca y Archivo Nacional de Bolivia (Sucre); Archivo de Indias (Sevilla).
J. J. de Segovia, Oración Panegírica con que la Real Universidad de San Francisco Xavier de la Ciudad de La Plata celebró en su recibimiento al señor Don Ignacio Flores, Coronel de los Reales Ejércitos, Gobernador Capitán General y Presidente de la Real Audiencia de Charcas”, Buenos Aires, Real Imprenta de Niños Expósitos, 1782; G. Funes, Ensayo de Historia Civil de Buenos Aires, El Paraguay y Tucumán, Buenos Aires, 1856; J. Jijón y Caamaño, Memoria Histórica sobre Don Ignacio Florez y la sublevación india de los Charcas en el siglo xviii, Quito, 1909 (ms.); E. Ruiz Guiñazu, La Magistratura Indiana, Buenos Aires, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 1916, págs. 34- 36; R. Levene, Lecciones de Historia Argentina, Buenos Aires, Lajouane, 1917; R. Levilier, Historia de los pueblos de América, Buenos Aires, Plaza y Janés, 1968; F. Barriga López, Diccionario de la Literatura ecuatoriana, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana,1973; F. Barriga López, Monografía de la Provincia de Cotopaxi, ts. VI y VIII, Ambato, Editorial Primicias, 1974; D. Ripodas Ardanaz, Bibliotecas Privadas de Funcionarios de la Real Audiencia de Charcas, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1975; M. E. del Valle de Siles “Un Caudillo Aymara. Una ciudad cercada La Paz 1781”, en Meridiano 66 (Revista del Instituto Argentino-Venezolano de Cultura, Buenos Aires), n.º 3 (1978); B. Lewin, Tupac-Amaru en la Independencia de América”, Buenos Aires, Plus Ultra, 1979; A. Costa du Rels, “Don Ignacio Flores y el Oidor de Charcas, Doctor Juan José de Segovia”, en Boletín de la Academia Nacional de la Historia (Sucre), vol. XLIII, n.º 97 (enero-junio de 1981), pág. 67; H. Rodríguez Castelo, Literatura en la Audiencia de Quito, Siglo xviii, t. II, Quito, Consejo Nacional de Cultura y Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo de Tungurahua, 2004, págs. 839-865.
Manuel Guzmán de Polanco