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Diego Centeno

Biografía

Centeno, Diego. Ciudad Rodrigo (Salamanca), 1516 – Potosí (Bolivia), 9.VII.1549. Conquistador, capitán de destacada actuación durante la rebelión de Gonzalo Pizarro en el virreinato del Perú (1548- 1549).

Nació en el seno de una familia hidalga aunque de escasos bienes. No hay noticia de su infancia y juventud. Sólo se sabe que aprendió a leer y escribir correctamente, lo que habla ya de una educación esmerada. Diego Centeno, como muchos otros mozos de la Península Ibérica, no fue indiferente a las deslumbrantes noticias llegadas de las Indias. Por esta razón, Centeno tomó el camino de Sevilla, que era el emporio del tráfico marítimo con el Nuevo Mundo. Allí se organizaban las expediciones en busca de nuevas tierras que tal vez igualaran en riqueza a México y el Perú. Diego Centeno sentó plaza en la expedición con destino a Veragua, cuyo jefe era el joven e hidalgo capitán Felipe Gutiérrez. Por ese tiempo, el cronista Pedro Cieza de León lo describía como “no de muy alto cuerpo, blanco, el rostro alegre, la barba rubia y nobles condiciones”.

El 22 de febrero de 1535 zarpó de Sevilla la expedición de Felipe Gutiérrez con destino a Veragua, tierra descubierta por Cristóbal Colón. Iban cuatrocientos hombres, en tres naves, bien armados, con abundantes provisiones y no pocos caballos. Entre ellos se encontraba Diego Centeno. La expedición fue un fracaso. Al llegar a Veragua, la selva los recibió con innumerables y crueles dificultades. Los soldados morían a consecuencia de las picaduras de millones de insectos. La lluvia era incesante y muy pronto las provisiones se pudrieron y cundió el hambre con caracteres alarmantes. El desastre llegó a tanto que se dieron casos de antropofagia entre los propios castellanos. Felipe Gutiérrez, ante tantas muertes y penalidades, decidió reunir a cuatro o cinco amigos incondicionales, entre ellos Diego Centeno, y se fugaron en la única nave que les quedaba en condiciones de navegar, al puerto de Nombre de Dios. Allí los sorprendió la noticia que el Perú estaba a punto de perderse a causa de la rebelión de Manco Inca que había puesto sitio al Cuzco y la Ciudad de los Reyes. Con angustiosa prisa se armaba un contingente de hombres para enviarlos al socorro del marqués Francisco Pizarro. Corría el año 1536 cuando Centeno emprendió camino rumbo al Perú. No tuvo oportunidad de entrar en acción contra los rebeldes indígenas, que al poco tiempo fueron vencidos. Sin embargo, se iniciaba una nueva y sangrienta etapa en la tierra de los incas: la lucha fratricida entre Pizarro y Almagro.

Centeno se adhirió a la facción pizarrista y estuvo presente en la batalla de las Salinas, cerca del Cuzco, donde los de Pizarro derrotaron a los almagristas. Diego Centeno, antes de iniciarse la batalla, ocupó lugar destacado junto al estandarte real, reconociéndose de este modo su calidad de hijodalgo. Luego de la victoria, que tuvo como corolario el ajusticiamiento de Diego de Almagro, los vencedores solicitaban prebendas, fundamentalmente “repartimientos de indios”, que en su inmensa mayoría ya estaban adjudicados a los “primeros conquistadores”, nombre con el cual se conocía a los que estuvieron presentes en la captura del inca Atahualpa. También resultaron muy favorecidos los que llegaron con Almagro y la hueste que dejó Pedro de Alvarado.

En procura de nuevos “repartimientos”, Hernando Pizarro, el vencedor de las Salinas, dispuso que se poblasen las provincias de Arequipa y Las Charcas, a la postre las de mayor potencial minero. Centeno se alistó en la “entrada” dirigida por Per Anzurez de Camporredondo. En septiembre de 1538 salió la expedición a descubrir unas tierras llamadas Sama. La empresa fue un desastre, pues murieron ciento cuarenta y tres españoles y cuatrocientos indios cargadores. Los sobrevivientes, entre los que se encontraba Diego Centeno, volvieron al Cuzco. Allí supieron que Francisco Pizarro había dispuesto la fundación de una villa en la región de Las Charcas. Per Anzurez recibió el encargo de encabezar esta misión y Diego Centeno nuevamente marchó a su lado. Éste fue el origen de la Villa de la Plata, ciudad que alcanzó singular renombre por su riqueza. Allí, en La Plata, Centeno al fin pudo convertirse en vecino fundatorio y en pocos años sus rentas se multiplicaron fabulosamente. Pero el inquieto mirobrigense todavía emprendió la que sería su última “entrada”. Acompañó a Diego de Rojas en la fracasada expedición a los Chiriguanas, pudiendo regresar a La Plata después de sufrir incontables malaventuras. Precisamente por esos días se encendía una nueva guerra civil entre Pizarro y Almagro, el Mozo.

El 26 de junio de 1541, los empobrecidos y humillados almagristas asesinaron en su morada a Francisco Pizarro, el marqués-gobernador. De inmediato designaron jefe de su facción a Diego de Almagro, el Mozo, mestizo tenido por el socio de Pizarro con una india de Panamá. La reacción pizarrista no se hizo esperar. La Villa de la Plata —y muchas otras más— rechazaron las pretensiones del joven Almagro que reivindicaba para sí la gobernación del Perú. Una pequeña hueste de treinta y dos hombres, entre los que se encontraba Centeno, marchó a Arequipa para luego proseguir al Cuzco. Conocida la llegada del gobernador Cristóbal Vaca de Castro, los diversos contingentes pizarristas le dieron alcance en Huaylas. Luego de una serie de maniobras, marchas y contramarchas, almagristas y pizarristas se encontraron en Chupas, cerca de Huamanga, donde el 16 de septiembre de 1542 se libró una sangrienta batalla. Centeno se distinguió peleando en la primera línea y animando constantemente a sus hombres. En el propio campo de batalla, luego de obtenida la victoria, Vaca de Castro entregó las conductas de capitán a Diego Centeno. Posteriormente le concedió una encomienda aún mayor en Las Charcas que, en un principio, debía compartir con el capitán Dionisio de Bobadilla, pero después ambos llegaron a un acuerdo económico, quedando Centeno como único propietario. Obtenidas las mercedes deseadas, Diego Centeno regreso a la Villa de la Plata para administrar personalmente su hacienda. Poco después se descubrieron las minas de Potosí y, entonces, del capitán Centeno, dueño de una de las vetas, se dijo: “Tiene 35 años, es gracioso, liberal, sufridor de trabajos, de buena disposición y muy valiente, y el más rico de la provincia” (Las Charcas).

Vaca de Castro había venido al Perú con instrucciones destinadas a poner fin al nepotismo pizarrista. La guerra civil que tuvo que librar le obligó a seguir prodigando encomiendas y otras prebendas a todos aquellos que le apoyaran en su lucha contra el rebelde Almagro, el Mozo, que desconocía su título de gobernador otorgado por la Corona. Así pues, en los pocos años que Vaca de Castro ejerció el poder se fortaleció la institución de la encomienda. Por otra parte, en su afán de lucro, permitió la comisión de abusos y violencias contra los indígenas. Fue en ese medio social de intensas rivalidades, guerras y asesinatos, en que los españoles habían vivido a lo largo de doce años, que se promulgaron las “Ordenanzas para la gobernación de las Indias y buen tratamiento y conservación de los indios” (1542), más conocidas como las Leyes Nuevas que creaban también los virreinatos de Nueva España (México) y de Nueva Castilla (Perú).

La conmoción que produjo esta norma legal entre los encomenderos del Perú fue muy grande. Para hacerla cumplir venía el virrey Blasco Núñez Vela, acompañado por los cuatro primeros oidores de la futura audiencia. Hombre de carácter violento, sin matices, Núñez Vela estaba dispuesto a imponerse a los llamados vecinos feudatarios sin contemplación alguna. Éstos, reunidos en los cabildos de villas y ciudades, mayoritariamente querían agotar todos los resortes legales para suspender la ejecución de las Leyes Nuevas, obviamente contrarias a sus intereses económicos. Paralelamente iniciaron también los trabajos para recurrir a las armas, en última instancia, y convencieron a Gonzalo Pizarro, el hermano menor del marqués-gobernador para que los acaudillara. El jueves 15 de mayo de 1544, Núñez Vela fue recibido por el cabildo de la Ciudad de los Reyes y, por un momento, se pensó que suspendería la ejecución de las ordenanzas hasta que el monarca hispano fuese informado sobre los problemas que podrían generar. Desgraciadamente esta esperanza duró muy poco y tanto encomenderos como el virrey prefirieron dirimir el problema apelando a las armas.

En la Villa de la Plata, Diego Centeno ocupaba en 1544 el cargo de alcalde ordinario, junto con Antonio Álvarez. El cabildo eligió como sus representantes a Centeno y Pedro Alonso de Hinojosa para que se entrevistaran con el virrey y le pidieran suspender la ejecución de las ordenanzas. Mientras ambos personajes viajaban hacia la costa fueron enterándose de noticias cada vez más alarmantes. Todos los medios pacíficos y legales de evitar un enfrentamiento con el representante del monarca habían sido rechazados altivamente por éste. Gonzalo Pizarro tenía una hueste que crecía rápidamente. Centeno debió de llegar a los Reyes el 17 o 18 de mayo. El virrey lo recibió muy fríamente, pues sabía de su amistad con Vaca de Castro y no ocultaba su propósito de que éste fuera sometido a severo juicio de residencia. Centeno, hombre inteligente y dúctil, en poco tiempo supo ganarse la confianza de Núñez Vela, a tal punto que recibió el encargo de regresar a la Villa de la Plata llevando documentos pertinentes para ser reconocido como virrey por el cabildo de dicho pueblo.

Mientras recorría el larguísimo y fatigoso camino entre la costa y La Plata, Centeno tuvo que pasar por Huamanga y el Cuzco. En esta última ciudad se entrevistó con Gonzalo Pizarro, convertido ya en caudillo rebelde y opositor tenaz del virrey. Bien fuera por temor, o con entera voluntad, Centeno entregó al menor de los Pizarro los despachos que llevaba y, sin consultar con nadie, hizo saber que la Villa de la Plata aprobaba la demanda de los encomenderos. Cuando los vecinos de La Plata se enteraron de tan abrupto cambio, dieron por nula la gestión de Centeno y, con el capitán Luis de Ribera a la cabeza, se aprestaron a marchar a Los Reyes para ponerse a las órdenes de Blasco Núñez Vela.

Mientras tanto, en Los Reyes, el virrey seguía sumido en un mar de intrigas y pasiones. El 15 de septiembre de 1544 había dado muerte con certeras puñaladas al viejo factor Illán Suárez de Carvajal, lapidando con este hecho su gestión. El crimen precipitó los acontecimientos dando como resultado la prisión del virrey por orden de la Audiencia. Los oidores, con excesivo optimismo, creían poder arreglar fácilmente el problema de las Leyes Nuevas con sólo suspender su ejecución. Como primera medida “requirieron” a Pizarro ordenándole disolver su ejército e invitándolo para que se presentara a la “suplicación” de las controvertidas normas acompañado, a lo sumo, por doce hombres. Otros eran los proyectos de Pizarro que, con banderas tendidas, avanzaba sobre Lima, nombre con el cual se conocía también a la Ciudad de los Reyes. Es decir, la Audiencia no tuvo más remedio que entregarle la gobernación del Perú.

Diego Centeno había venido a Lima, junto con una gran cantidad de encomenderos, en la hueste de Gonzalo Pizarro. Sin embargo, procuró regresar lo antes posible a la Villa de la Plata. Debió de hacerlo después del 29 de noviembre de 1544, porque en esa fecha aparece firmando documentos públicos en Los Reyes. En uno se obligaba a pagar seiscientos pesos de oro a Antonio de Rojas, vecino de San Francisco de Quito, que le había prestado ese dinero para que comprara un caballo rucio y dos esclavos negros. No debió de gastar todo el dinero, pues en la otra escritura era Centeno quien prestaba 147 pesos a Diego López de Santa Olalla. La conducta de Centeno había sido cambiante y por ello procuraba alejarse lo antes posible de Gonzalo Pizarro. La mayoría de los encomenderos de La Plata habían sido privados de sus indios. Centeno, ciertamente, estaba en la cuerda floja. No podía olvidar que había sido uno de los procuradores que entronizaron en el poder a Pizarro. Pero sabía que éste había ordenado secretamente su asesinato. Apenas llegó a la Villa de la Plata comenzó a complotar contra Pizarro. Sus veleidades y temores habían sido olvidados definitivamente por los vecinos y pobladores de esa villa, y por “ser Diego Centeno varón noble y alcalde del rey y quitado de vicios, fue escogido por todos su capitán” contra Gonzalo Pizarro. Como primera medida, Centeno apresó y luego hizo ajusticiar a Francisco de Almendras, gran amigo suyo pero también de Gonzalo Pizarro. Esta actitud dio motivo para que se tildara a Centeno de pérfido y cruel. Lo cierto es que al capitán mirobrigense le faltó carácter, o le superaron las circunstancias, para evitar que la cabeza de Francisco de Almendras, antaño su protector, no rodara bajo el hacha del verdugo.

Centeno, en julio de 1545, comenzó a levantar un ejército del cual él tomó el comando de la caballería. Muy pronto pregonó la guerra a “campo franco” contra Gonzalo Pizarro y luego hizo un “alarde”, anotándose ciento ochenta hombres debajo de la bandera del Rey. Centeno y los suyos marcharon a Chucuito, considerado un buen lugar para que acudieran hasta allí los hombres de Cuzco, las minas de Carabaya y de todo el Collao. Se hicieron armas ofensivas y defensivas y demás aprestos bélicos. Allí les llegó la noticia que el virrey Blasco Núñez Vela se había enfrentado en Iñaquito, cerca de Quito, a los gonzalistas y había muerto en combate. Es decir, el virrey fue enviado preso a España, por la Audiencia, bajo la vigilancia de uno de los oidores. El virrey consiguió convencer de su error a su guardián y desembarcó en Tumbes. Pudo formar una hueste pequeña y, enterado de ello, Gonzalo Pizarro marchó en su busca y lo derrotó y dio muerte el 18 de enero de 1546.

La noticia de la derrota de Iñaquito anonadó a Centeno y los suyos. Por esos días, Centeno adoleció de pulmonía, aunque logro reponerse. Comenzaron las deserciones y entonces se retiró a través de Juli, Pomata y Zepita, pueblos del Altiplano. Al llegar al puente sobre el Desaguadero sólo tenía noventa y cinco hombres y sabía que Alonso de Toro, lugarteniente de Gonzalo, le pisaba los talones con una fuerza respetable. A Centeno, no le quedó más remedio que continuar la retirada por páramos interminables. Alonso de Toro cesó la persecución y regresó a La Plata. Centeno, decidió también retornar al mismo punto y en este empeño supo de la vecindad de una tropa pizarrista al mando de Alonso de Mendoza. Fue entonces que de perseguido se convirtió en perseguidor durante dos semanas a través de inmensos despoblados, soportando lluvia y frío. Finalmente sorprendió a los pizarristas tomando treinta prisioneros. Alonso de Mendoza pudo escapar a “uña de caballo”. Con esta victoria pudieron regresar a La Plata. En esta última instancia el saldo les era favorable. Ahora tendría que enfrentarse a un nuevo enemigo, más tenaz y sanguinario: Francisco de Carbajal, el veterano y habilísimo maestre de campo de Gonzalo Pizarro.

El 31 de agosto de 1545, en Quito, Gonzalo Pizarro ordenó a Carvajal que fuera “al castigo de Centeno”, que se encontraba en Las Charcas. Las distancias eran impresionantes. Carbajal estaba en lo que actualmente es Ecuador y Centeno en lo que al presente es Bolivia. Todos esos territorios estaban dentro del virreinato del Perú. Carbajal se puso en marcha reclutando soldados. Cuando llegó a Arequipa tenía doscientos arcabuceros bien equipados. Luego siguió al Cuzco donde pudo encabalgar a trescientos soldados y subió al Collao en busca de Centeno. Éste se encontraba en Paria, con trescientos cincuenta hombres, pero prefirió replegarse nuevamente. Tenía la esperanza, a la postre vana, de que los gonzalistas se pasaran a su bando. Esta vez la retirada fue todavía más dura y sangrienta que la anterior. El hambre, el miedo, el frío y la altura lo habían dejado casi sin gente. La persecución de Carbajal era implacable. Por esta razón, Diego Centeno, su criado Juan Guazo y el capitán Luis de Ribera se internaron en la sierra de Condesuyo (en el departamento de Arequipa, en el Perú actual) donde el encomendero Miguel Cornejo, el Bueno, haciendo honor a su remoquete, los escondió en una cueva muy secreta. Era el 13 de mayo de 1546. Un año y tres días, hasta el 16 de mayo de 1547, permanecieron Diego Centeno y sus acompañantes en dicho lugar.

Mientras, Gonzalo Pizarro había enviado comisionados a España, portadores de gran cantidad de oro, para que solicitaran a la Corona le otorgara la gobernación del Perú o el nombramiento perpetuo de virrey. También había tomado providencias para que una armadilla de carabelas al mando de Hernando de Bachicao, primero, y Pedro Alonso de Hinojosa, después, vigilaran Panamá impidiendo que nadie que no fuera adicto a su causa pasara del puerto de Nombre de Dios al océano Pacífico.

Enterado de los sucesos en el Perú, el príncipe Felipe —futuro Felipe II—, asesorado por una junta de eminentes prelados, el duque de Alba y otros altos dignatarios del reino, decidió enviar a las convulsionadas tierras americanas al licenciado Pedro de La Gasca con el título de presidente de la Audiencia de Lima y en vez de navíos y soldados estaría premunido de gran número de cédulas reales, firmadas en blanco, con las cuales podría ganar adeptos, perdonar a los rebeldes o atraerlos a su causa, como en efecto haría.

Con notable habilidad, escondida en un talante modesto, se hizo de la voluntad de los gonzalistas acantonados en Panamá. Dueño de la situación, con hombres y carabelas, La Gasca se embarcó para el Perú, desembarcando en Tumbes el 1 de julio de 1547.

Notificado Gonzalo Pizarro de las deserciones en masa, que irían aumentando, pensó en fórmulas desesperadas, como pedir la investidura real al Papa o simplemente autoproclamarse rey del Perú. En esta coyuntura reapareció Diego Centeno enarbolando el pendón de la lealtad al monarca. Muchos lo siguieron y al frente de ellos ingresó triunfalmente al Cuzco el 9 de junio de 1547, después de vencer la tenaz resistencia de un pequeño aunque aguerrido contingente gonzalista. Inmediatamente, Centeno inició la organización de un ejército y fue elegido por el cabildo cuzqueño capitán general, en nombre del Rey. Para Pizarro, que se encontraba en Lima, la captura del Cuzco fue un golpe militar y psicológico de extraordinaria rudeza. Por eso decidió dejar la Ciudad de los Reyes y marchar a las tierras altas sin un plan definido. En esta circunstancia las deserciones siguieron aumentando.

Mediante mensajeros, Centeno se había puesto en contacto con Pedro de La Gasca. Tenía el flamante capitán general cuatrocientos hombres, entre infantes y jinetes, que aumentaban constantemente. También contaba con “tiros” de artillería y gran cantidad de indios cargadores llamados “tamemes”, denominación de origen mexicana. Engrosando siempre sus filas llegó a contar con novecientos soldados y marchó hasta Desaguadero, en el Gran Collao. Los leales iban eufóricos, con la seguridad de la victoria. La Gasca, hombre cauto, le recomendó a Centeno “que no diese batalla sino fuese a más no poder teniendo por muy cierta la victoria”. Desgraciadamente, Centeno enfermó de suma gravedad, al parecer de pulmonía. La mala salud del general planteaba graves problemas. No se debe olvidar que Centeno, fundamentalmente, era figura de conciliación entre hombres antaño rivales y que ahora estaban bajo el estandarte real. Anulado por su dolencia, las emulaciones surgieron entre sus capitanes. Centeno delegó sus funciones en el capitán sevillano Luis de Ribera, pero nada pudo impedir que la discordia quebrara la disciplina en un ejército heterogéneo de mil doscientos veinticinco soldados. El 18 de octubre de 1547, la hueste real arribó a los llanos de Huarina, a la vera del lago Titicaca, y allí acantonó en espera de los gonzalistas.

Gonzalo Pizarro tenía escasa caballería, pero disponía de cuatrocientos ochenta y siete arcabuceros dirigidos por su maestre de campo, Francisco de Carbajal, hombre de notable inteligencia, experiencia e iniciativa en materia bélica. Carvajal había provisto a sus arcabuceros de tres de estas armas ya “cebadas” y listas para disparar. El 20 de octubre de 1547, día de las Once Mil Vírgenes, muy de mañana, ambos ejércitos estaban frente a frente. Carbajal mandó que sus arcabuceros caminaran diez pasos y luego se detuvieran. Los de Centeno cayeron en la trampa y sintieron que perdían honra al no tomar la iniciativa. Así pues, infantes y caballos cargaron desordenadamente contra los gonzalistas. Cuando estaban a ciento veinte pasos, Carbajal ordenó a sus arcabuceros una descarga cerrada que mató a más de cien hombres. Los demás pensaron que tendrían que pasar dos o tres minutos para que se pudieran cargar los arcabuces y eso les daría tiempo para llegar al cuerpo a cuerpo. Los arcabuceros de Gonzalo dejaron caer el arma usada y antes de un minuto otra descarga rompió los escuadrones leales, donde cundió el pánico. La tercera descarga fue tan terrible que los centenistas volvieron las espaldas y dejaron el campo en desordenada fuga. La caballería leal cargó, pero el pequeño pelotón gonzalista resistió firmemente. Centeno, que iba en andas, pudo escapar de milagro con algunos pocos hombres. El 15 de diciembre de 1547, desde Acarí, le escribía a La Gasca dándole cuenta de su desventura y, siempre enfermo, al parecer de malaria, siguió hasta Lima. La Gasca le envió una carta con “dulces palabras”, procurando disculparlo de tan sangrienta derrota. Murieron trescientos cincuenta soldados de Centeno y aproximadamente cien pizarristas. El arcabuz había demostrado que era arma letal para infantes y jinetes. Mucho más aún si los arcabuceros estaban bajo la dirección de Francisco de Carbajal.

Después de su inesperado triunfo en Huarina, Gonzalo Pizarro marchó al Cuzco donde hizo una entrada apoteósica. Hubo toda clase de festejos, pero el único que no participó mayormente de ellos y de inmediato puso manos a la obra en la fabricación de armas ofensivas y defensivas fue Francisco de Carbajal. Entre tanto, La Gasca ordenó que todos los leales se reagruparan en el valle de Jauja, rico en alimentos, y allí también se inicio una intensa fabricación de armas utilizando para ello a los famosos orfebres huancas. A fines de diciembre de 1547, La Gasca tenía consigo más de mil hombres entre jinetes e infantes. Dispuso entonces que su hueste marchara en pos de Andahuaylas, donde podrían soportar el invierno que ya se avecinaba más crudo que nunca. En Los Reyes, Diego Centeno recuperó la salud y bien equipado para la guerra emprendió el camino hacia Andahuaylas, acompañado de ciento cincuenta soldados. Llegó al cónclave leal casi al mismo tiempo que el capitán Pedro de Valvidia, “con los cuales se alegró Lagasca [sic] y todo el campamento, y corrieron cañas y sortijas de placer”. Apenas apuntó la primavera, en septiembre, todo el ejército dejó Andahuaylas y cruzando con grandes peligros el torrentoso Apurímac, se pusieron a sólo doce leguas de Cuzco, Gonzalo Pizarro, pese a los consejos en contra de Francisco de Carbajal, salió de la capital de los incas y se apostó en los llanos de Jaquijahuana en espera de los leales. El ejército de La Gasca, dirigido por Pedro de Valdivia, tomó posiciones de combate. Centeno salió a correr el campo con ochenta hombres a vista de los enemigos. A grandes voces se identificó para que sus ex soldados supiesen que estaba con vida. Esto produjo el efecto deseado, como se comprobó el día de la batalla. Pero en rigor lo que ocurrió el 9 de abril de 1548 no fue una batalla, fue una desbandada de las tropas pizarristas. Sobre todo los soldados de Centeno, que habían aceptado por temor la causa de Gonzalo, fueron los primeros en tirar las armas y correr en pos del amparo de su general.

Juan de Acosta, Francisco de Carbajal y muchos otros cayeron prisioneros. Diego Centeno, cuando vio que Pizarro se rendía entregando sus armas al sargento mayor Villavicencio, puso las piernas al caballo y acercándose al ex gobernador, le hizo cortesía, ofreciéndose a protegerle de las mezquinas ofensas de la soldadesca victoriosa. Inmediatamente, Centeno, recibió el encargo de custodiar al jefe rebelde hasta el momento de su ejecución. En horas tan amargas para Gonzalo, Centeno demostró grandeza de alma y generosidad. Ni el rencor ni la venganza empañaron su conducta en ese trance, quizá el más noble de su vida.

Gonzalo estaba prisionero en la tienda de Diego Centeno. El arrogante caudillo, definitivamente vencido, se paseaba sumido en lúgubres meditaciones. Centeno, sentado en un rincón sobre su petaca, lo contemplaba en silencio. Cuando le llevaron de comer, Pizarro apenas probó algo de los manjares. Luego, siguió su nervioso paseo. De pronto, se volvió a Centeno y le dijo: “¿Señor, estamos seguros esta noche? Centeno, poniéndose de pie le respondió: “Duerma tranquilo, vuesa merced que esta noche no hay que pensar en eso”. No volvieron a cruzar otra palabra. Centeno velaba atentamente. “¡Mucho me pesa ver a vuesa merced en este trance!”, le había dicho a Pizarro cuando se lo entregaron en custodia. Seguramente fue sincero al sentir compasión por el desdichado amigo de otras jornadas. Pero ya nada cambiaría el rumbo de los acontecimientos. El menor de los Pizarro tenía que morir.

Cuando comenzó a despuntar la aurora, un sacerdote fue llamado para que el reo se confesase. Centeno los dejó solos y fue a inspeccionar la guardia que debía proteger el normal desarrollo de la ejecución. Al salir vio un gran tumulto y hasta sus oídos llegaron voces injuriosas. Cuando se aproximó pudo ver a unos soldados ebrios que con las mechas de arcabuz encendidas pretendían quemar las barbas del anciano y obeso Carbajal. Apartando a la chusma, Centeno pidió respeto al prisionero. Por lo cual Carbajal le miró y le dijo: “Señor, ¿quién es vuestra merced que tanta merced me hace?” A lo cual Centeno respondió: “Qué, ¿no conoce vuestra merced a Diego Centeno?”. Dijo entonces Carbajal: “Por Dios, señor, que siempre vi a vuestra merced de espaldas, que agora, teniéndolo de cara, no le conocía” (dando a entender que siempre había de él huido). A pesar de la mofa, Centeno siguió protegiendo a la persona del vencido maestre de campo y lo escoltó hasta entregarlo en guarda a otros capitanes.

Era ya casi medio día y Gonzalo no terminaba su confesión. Afuera, algunas voces poco misericordiosas protestaban por la tardanza. Centeno y Alonso de Alvarado impusieron silencio. Al poco rato, con voz de pregonero, salió Pizarro rumbo al cadalso. Centeno le seguía muy de cerca. Todo el Real quería presenciar la ejecución del rebelde. Allí estaban muchos de los que le impulsaron a la lucha en defensa de sus intereses y que después no dudaron un instante en negarlo. Cumplida la sentencia, Centeno tuvo otro gesto de nobleza para con el vencido. Pagó al verdugo el precio de las ropas de Pizarro, para que no fuera despojado de ellas. Mas aún, Centeno fue quien llevó el cuerpo de Gonzalo al Cuzco para darle cristiana sepultura en la iglesia de La Merced.

Justamente por esos días arribó a Los Reyes una real cédula, que recomendaba a Centeno, “para que se le diesen cargos conforme a la calidad de su persona en que pueda servir y ser honrado y aprovechado”. El presidente La Gasca se hizo la siguiente reflexión: “¿Quién mejor que Centeno para gobernador del Paraguay?”. Lo conocía bien, sabía de su lealtad. En una palabra, era uno de los suyos. Centeno recibió el título en nombre del Rey, “así por ser vecino en la Provincia de Las Charcas adonde tenía hacienda, por donde havia de ser el comercio, i comunicación de tan grandes tierras, como porque era persona mui benemérita, de gran govierno, y autoridad para cosas maiores, cuya lealtad estaba tan conocida, i probada en cosas mui grandes”. Centeno —que estaba en el Cuzco— aceptó complacido el nombramiento y comenzó a equipar gente para marchar a su gobernación. Pero parece que pronto le llegaron noticias de que Domingo de Irala, frustrado en sus pretensiones, estaba decidido a impedirle la entrada en Asunción. Diego Centeno, entonces, se atemorizó. No quería embarcarse en otra empresa dudosa. Por eso, escribió a Gasca diciéndole “que no quería hacer la jornada que antes había aceptado, sino descansar de los trabajos y peligros pasados y estarse en su hacienda”. Alegaba también “que los gastos de la jornada se multiplicaban, costando ya más de 150,000 pesos, pudiendo haber, además, muertes y daños con la gente de Asunción”. La Gasca insistió en que realizara la empresa, pues le interesaba “vaciar la tierra” de soldados sin fortuna. Pese a los ruegos y amenazas del presidente, Centeno persistió en su negativa. En rigor, Centeno era un hombre leal, pero de poca firmeza en sus decisiones. No se le podía tildar de cobarde, pero sí de abúlico. En definitiva, Centeno dejó a un lado su entusiasmo de futuro gobernador y marchó a Potosí, donde pensaba poner en orden sus ingentes propiedades.

Centeno llegó al asiento en Potosí los primeros días de julio de 1549. Allí lo esperaba una última requisitoria de La Gasca, para que marchara a Paraguay. En caso de no hacerlo, lo amenazaba con la confiscación de sus bienes. Centeno, empecinado en su negativa, tomó de inmediato sus precauciones. Hizo venta simulada de todas sus propiedades a Juan Guazo. Después, si llegaba la confiscación, no encontrarían nada en su poder. Acto seguido, comenzó a preparar su viaje a Castilla, distribuyendo su tiempo entre los agasajos que le brindaban los vecinos feudatarios y el arreglo de una serie de documentos. Sin embargo, todos sus proyectos se iban a truncar.

La mañana del 9 de julio de 1549, Luis de Soto, escribano de la villa, fue llamado de urgencia a la casa del general. Esto no sorprendió a nadie, pues sabían que Centeno andaba en trámites judiciales. Pero el documento que se redactó ese día iba a ser el postrero que firmase el conquistador. Comenzaba diciendo “por quanto yo estoy enfermo de enfermedad de que temo morir y por que no estoy en disposición de poder testar por tanto otorgo todo my poder cumplido e bastante e llanero segun que lo yo he y tengo e de derecho mejor puede e debe valer al muy reverendo padre valtasar de loaysa clerigo presbitero visitador destas provincias de las charcas e a juan guaço que son presentes para que especial y espresamente podays hazer y agais e hordeneis mi testamento e postrimera voluntad como vieredes que mas conviene a la salud de my anyma e descargo de my conciencia”. Repentinamente aquejado de un extraño mal, Centeno sólo atinaba a dejar un poder para testar, pues las fuerzas le iban faltando minuto a minuto en abierta pugna con la muerte. Heredera universal de todos sus bienes nombró a su madre, Mariana de Vera, la venerable anciana que aún era vecina de Ciudad Rodrigo, con encargo de que cuidara de sus menores hijos mestizos. En caso de que su madre hubiera fallecido, dice Centeno, “dexo por mys universales herederos a gaspar centeno my hijo e a maria mi hija e el dicho gaspar es hijo que hube de elvira yndia natural destas partes del peru e la dicha maria my hija en barbola yndia desta tierra a los quales confieso por mys hijos naturales”.

A continuación venía una nota profundamente humana que dice mucho a favor del moribundo, “encargo miren por la hija del capitán lope de mendoça que se llama ysavelilla y le den de mys bienes y le hagan manda especial para con que se sustente e case e tenga cargo de rogar a dios por el anima del dicho lope de mendoça”. El escribano anota que todas estas mandas las hizo Centeno, “en su juicio natural e con su habla clara e buena”. Pero al momento de firmar, le temblaba la mano y a los pocos minutos entró en agonía. Rodeaban su lecho el obispo Juan Solano, su leal amigo el padre Baltasar de Loaysa y el padre Ortún Sánchez de Olave. Ellos le ayudaron a bien morir con los consuelos de la fe. Al caer la tarde, se extinguió la vida del hazañoso conquistador. La campana del rústico templo de la villa, con su lúgubre doblar, enteró a los vecinos diciendo: “Diego Centeno ya es muerto, rogad a Dios por él”.

 

Fuentes y bibl.: Archivo General de Indias (Sevilla), Secc. Patronato, 187, Ramo 18, 134 N.º 1 Ramo 6, 96 N.º 1 Ramo 3, 134 N.º 1 Ramo 6, 95 A Ramo 1, 90 N.º 1 Ramo 20, 185 Ramo 38, 98 N.º 4 Ramo 5, 186 N.º 1 Ramo 11, 186 N.º 1 Ramo 7, 122 N.º 1 Ramo 11, 102 N.º 1 Ramo 9; Secc. Justicia, N.º 1081, N.º 1970, N.º 432, N.º 1125, N.º 1072, N.º 429, N.º 401, N.º 434, N.º 1073, N.º 1078, N.º 1067, N.º 424, N.º 451.

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Héctor López Martínez