Altuna y Portu, Manuel Ignacio de. Don Roque Antonio de Cogollor. Azcoitia (Guipúzcoa), 3.IX.1722 – 27.V.1762. Pensador reformista.
Nació en la villa guipuzcoana de Azcoitia en 1722, hijo de Manuel Altuna y Corta y de María Ana de Portu y Ozaeta. Tuvo dos hermanos de nombre Ignacio y Manuela. Estudió en el colegio de los jesuitas de su pueblo natal, y continuó su formación en la capital, que contaba con dos centros relevantes para la enseñanza superior: los Reales Estudios de San Isidro —que dependía de los jesuitas— y el Real Seminario de Nobles de Madrid, en el que Manuel Ignacio cursó sus enseñanzas. Destinado a la formación de jóvenes de familias distinguidas, era un gran caserón no acabado que estaba situado en la Puerta de San Bernardino.
Durante tres años aprendió humanidades con latín, gramática española, filosofía, máximas religiosas y otras actividades propias de su rango.
Luego se dedicó a viajar durante cinco años por Italia, con estaciones en Nápoles, Roma y Venecia, donde se encontró con Jean-Jacques Rousseau, nacido en Ginebra en 1712, escritor y filósofo de religión calvinista, que había marchado a París en 1741 y viajaba por Italia para estudiar música. El mismo filósofo contaría este encuentro, ocurrido el 5 de septiembre de 1743, en su autobiografía Las confesiones: “En Venecia había conocido a un vizcaíno amigo de mi amigo Carrión y digno de serlo de cualquier hombre de bien. Aquel amable joven, nacido para todos los talentos y todas las virtudes, acababa de recorrer Italia por afición a las bellas artes, y, pensando que ya no tenía más que aprender, quería volverse directamente a su patria. Yo le dije que las artes sólo eran el solaz de un genio como el suyo, hecho para cultivar las ciencias, y le aconsejé, para aficionarse a ellas, un viaje y seis meses de estancia en París. Me creyó y se fue a París. Estaba allí y me esperaba cuando yo llegué. Su alojamiento era demasiado grande para él, me ofreció la mitad y lo acepté. Lo encontré enfervorizado con los altos conocimientos. Nada estaba fuera de su alcance; devoraba y digería todo con una rapidez prodigiosa. ¡Cómo me agradeció haber procurado ese alimento a su espíritu, que la necesidad de saber atormentaba sin que él lo sospechara siquiera! Sentí que era el amigo que necesitaba, nos hicimos íntimos.
Nuestros gustos eran los mismos: siempre estábamos disputando. Tozudos los dos, nunca estábamos de acuerdo en nada. Por eso no podíamos separarnos y, aunque nos llevábamos la contraria sin cesar, ninguno de los dos hubiera querido que el otro fuera distinto”.
Siguiendo el consejo del ginebrino, el 22 de agosto de 1744 se trasladó a la capital de Francia con la intención de estudiar ciencias, lo cual hizo en la Academia Real de Ciencias de París, donde convivió con su imprevisto amigo como él mismo reconoce. El ginebrino sigue su carrera en la ciudad del Sena, donde estrenó con éxito la ópera Las musas galantes (1745), se convirtió en secretario de Madame Dupin, siendo bien aceptado en los salones literarios. Se encontraron muchas veces, profundizaron en su amistad, y sigue recordándole en Las confesiones: “Nos entendimos tan bien que hicimos el proyecto de pasar juntos el resto de nuestros días. Al cabo de unos años yo debía ir a Azcoitia para vivir con él en su tierra. Fue la víspera de su partida cuando acordamos todos los detalles del proyecto. Sólo faltó lo que no depende de los hombres en los planes mejor concertados”. El lugar campestre al que se le iban a llevar, según sigue relatando, era Ibarluze, cercano a Azcoitia. El azcoitiano Joaquín María de Eguía y Aguirre, marqués de Narros, consiguió la pertinente autorización del gobierno, pero no la de la Inquisición, que prohibió su presencia, ya que era un autor que había publicado obras peligrosas y le exigían que se retractara de ellas. Justo por estas fechas, julio de 1745, Rousseau entró en relación con Thérèse Lavasseur con la que se instala en el Hotel St. Quentin, y de la que tuvo cinco hijos, padeciendo por entonces una grave enfermedad.
Mientras residía en París, había muerto, soltera, su hermana Manuela en 1743, y dos años después Ignacio ingresó en la Compañía de Jesús en el convento de Palencia. Fue alcalde de Azcoitia desde el 29 de septiembre de 1745 hasta idéntica fecha del año siguiente, pero parece que residió en la ciudad del Sena más tiempo, ya que el 7 de octubre se leyó en el ayuntamiento una carta en la que aceptaba el puesto escrito allí, y no tomaría posesión oficial hasta el 5 de enero de 1746. Altuna parece que escribió dos cartas a Rousseau, y la remitida el 7 de mayo de 1748 tuvo respuesta en otra del 30 del mismo mes y año en la que sigue valorando la posibilidad de ir a su pueblo, y le advierte de que ya le ha mandado los libros que le había pedido (Rousseau, 1974: 22-23). La segunda es un poco posterior, y a ella responde el ginebrino desde París el 30 de junio de 1748, lo cual prueba que seguían en contacto, en la que expone unas reflexiones sobre asuntos religiosos que seguramente habían discutido tiempos atrás: “¡A qué ruda prueba pone usted mi virtud al recordarme sin cesar un proyecto que era la esperanza de mi vida! Necesitaría, más que nunca, su ejecución para consuelo de mi pobre corazón abrumado de amargura y para el reposo que pedirían mis achaques; pero, ocurra lo que quiera, no comparé una felicidad con un cobarde disfraz para un amigo. Conoce usted mis sentimientos sobre cierto punto: son invariables porque estén fundados en la evidencia y en la demostración, que son cualquiera que sea la doctrina que se abrace, las solas armas que se tienen para establecerla. En efecto, aunque mi fe me enseñe muchas cosas que están por encima de la razón, es, primeramente, mi razón la que me ha forzado a someterme a mi fe. Pero no entremos en estas discusiones. Usted puede hablar, y yo no puedo. Esto pone una gran ventaja de vuestro lado. Por otra parte, buscáis, por celo, sacarme de mi estado y yo me hago un deber de dejaros en el vuestro, como ventajoso para la paz de vuestro espíritu, e igualmente bueno para vuestra felicidad futura si estáis en buena fe, y si os conducís según los divinos y sublimes preceptos del Cristianismo [...]” (J. M. Urkía Etxabe, 2003: 209). La curiosa carta sigue ahondando en la contraposición entre las dos religiones, calvinista y cristiana, de ambos con una gran hondura de juicio, y parece formaba parte de un proyecto de conversión del ginebrino, enfermo por aquellas fechas.
En 1749, Manuel Ignacio de Altuna casó en Fuenterrabía con María Brígida de Zuluaga. El matrimonio se estableció en Azcoitia en la casa materna que tenía el nombre de Zornoitoizaga, y que posteriormente pasó a llamarse Altuna Portu. De este matrimonio nacieron dos hijos: Manuel Ignacio y María Josefa. En el plano institucional fue procurador juntero en representación del pueblo de su mujer.
Siguiendo los consejos de los jesuitas de Toulouse y después de buscar información por diversas instituciones europeas, en 1753 el conde de Peñaflorida empezó a organizar una tertulia en su palacio de Intxausti de Azcoitia. Asistieron a ella personajes de la nobleza, clérigos e intelectuales de la zona. Destacaron en ella Manuel Ignacio de Altuna, Joaquín María de Eguía y Aguirre y el anfitrión, a quienes se llamó con ironía “El triunvirato de Azcoitia”. Reglamentaron las actividades de la semana: el lunes se hablaba de matemáticas; el martes, de física; el miércoles se leían obras de historia y traducciones hechas por los “académicos”; el jueves había concierto; el viernes se hablaba de geografía; el sábado se discutía sobre temas de actualidad, y se cerraba el domingo con una nueva sesión de música.
Desde 1756, Altuna ocupa el puesto de diputado foral de Guipúzcoa en el que le piden informaciones técnicas sobre los libros científicos y los de educación moral de la juventud que ha de editar la Diputación, hace valoraciones sobre proyectos industriales de fabricación del acero, de alfarería, de cerrajería y cuchillería, considerando estos trabajos compatibles con la nobleza, y edita una Geometría práctica necesaria a los peritos agrimensores (1757) de Francisco Xavier Echeverría con el encargo de que se distribuyera en todos los ayuntamientos de la provincia.
Las reuniones que se celebraban en Azcoitia fueron enjuiciadas por sus coetáneos de forma muy diversa, pero, sin duda, tienen el mérito de ser el origen de lo que sería más tarde la primera Sociedad Económica de nuestro país. El Padre Isla haría en su novela Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes (1758) algunas pinturas cómicas sobre la física moderna en las que reflejaba los experimentos que se hacían en ella. El jesuita, formado en la universidad de Salamanca, aunque conocía a los filósofos Descartes, Galileo, Bacon, Hobbes e, incluso, Locke, mostraba un pensamiento más bien tradicional defendía la superioridad de Aristóteles sobre la filosofía moderna. Los tertulianos se defendieron con el ensayo satírico titulado Los aldeanos críticos o Cartas críticas sobre lo que se verá (1758), con el seudónimo de don Roque Antonio de Cogollor, presentado en forma de carta. Parece que fue hecho en colaboración entre Peñaflorida, Narros y Altuna, aunque se suponía que respondía a la erudición del conde, ya que se desconocía la completa formación de Altuna. El título es alusivo a la cuestión que se va a debatir: todos ellos son de pueblo (“aldeanos”), pero con una actitud crítica (“críticos”) ante los conocimientos, lejos del servilismo de las teorías abstractas tradicionales.
La polémica se centra en torno a la oposición, que fue típica en el período ilustrado, entre los seguidores de la filosofía antigua y los nuevos filósofos experimentales.
La obra fue la respuesta y defensa de los principios ilustrados que, con gran fuerza habían arraigado en el País Vasco hasta hacerse modelo y ejemplo para el resto de España. Pertenece al género epistolar: son cinco cartas de desigual extensión, fechadas en Valladolid en los meses de marzo, abril y mayo de 1758, que utilizan un tono comedido pero sin concesiones al opositor.
Murió Altuna, joven, en Azcoitia el 27 de mayo de 1762. Aunque conocía los planes en marcha y los apoyaba de corazón no tuvo tiempo de conocer el proyecto que Peñaflorida presentaría en 1763 a las Juntas Generales de Guipúzcoa titulado Plan de una Sociedad de Economía o Academia de agricultura, ciencias y artes y útiles y comercio, adaptada a la economía y circunstancias particulares de la M. N. y M. L. provincia de Guipúzcoa, de carácter provincial que fue aprobado pero no puesto en práctica. Ni las celebraciones en Azcoitia que serían el origen de la Sociedad Vascongada, cuyos Estatutos de la Sociedad Vascongada de los Amigos del País se ratificaron en diciembre de 1764, y que recibirían la aprobación regia al año siguiente.
Sí permanecía el recuerdo entrañable de sus actividades previas, de forma tal que, aunque no fue socio de la Vascongada, se le tiene por fundador.
También se mantendría vivo en este espacio cultural el recuerdo de su amigo francés Rousseau admirado y leído por los socios, cuya carrera literaria seguirían como si de una persona próxima se tratara: el éxito del Discurso sobre las ciencias y las artes (1750); los nuevos estrenos de obras teatrales, la ópera El adivino del pueblo (1752) y la comedia Narcisse (1753); el Discurso sobre el origen de la desigualdad (1755); la Carta a d’Alambert sobre los espectáculos (1758); el relato Julia o la nueva Eloísa (1761); el Contrato social (1762); la novela Emilio (1762), y les debió de llenar de pesar la noticia de su muerte en 1778. Narros fue juzgado en 1768 por leer a Rousseau y la Enciclopedia.
En Las confesiones, publicadas póstumas (1782- 1789), pudieron seguir leyendo un excelente retrato de su amigo Altuna, hecho con gran perspicacia: “Ignacio Manuel de Altuna era uno de esos raros hombres que sólo España produce, y de los cuales produce demasiado pocos para su gloria. No tenía esas violentas pasiones nacionales comunes en su país; la idea de la venganza no podía entrar en su espíritu, así como tampoco el deseo en su corazón. Era demasiado orgulloso para ser vengativo, y a menudo le oí decir, con mucha sangre fría, que ningún mortal podía ofender su alma. Era galante, sin ser tierno. Jugaba con las mujeres como si fueran niños hermosos. Se complacía con las amigas de los amigos; pero jamás le conocí ninguna, ni deseo de tenerla. Las llamas de su virtud que devoraban su corazón no permitieron nacer a las de sus sentidos.
Después de sus viajes se casó; murió joven; dejó hijos; y estoy persuadido, como de mi existencia, que su mujer es la primera y la única que le hizo conocer los placeres del amor. Al exterior era devoto como un español, pero por dentro tenía la piedad de un ángel. Fuera de mí mismo, no he visto desde que existo a nadie tan tolerante como él. Nunca se informó de cómo pensaban los demás en materia de religión. Que su amigo fuera judío, protestante, turco, devoto, ateo, poco le importaba, con tal de que fuera un hombre honrado. Obstinado, testarudo en asuntos indiferentes, en cuanto se trataba de religión aun de moral, se recogía, se callaba, o decía simplemente: yo no tengo que responder más que de mí. Es increíble que se pueda asociar tanta elevación de alma con un espíritu de detalle llevado hasta la minucia. Repartía y fijaba de antemano el empleo de su jornada por horas, cuartos de hora, minutos, y seguía esta distribución con tal escrúpulo, que si la hora hubiera sonado mientras que leía una frase, hubiera cerrado el libro antes de acabar. De todas estas medidas del tiempo así repartidas, había algunas para tal estudio, había otras para tal otro; las había para la reflexión, para la conversación, para el oficio, para Locke, para el rosario, para las visitas, para la música, para la pintura; y no existía placer, ni tentación, ni entretenimiento que pudiera alterar este orden: sólo un deber que cumplir hubiera podido alterarlo. Cuando me mostraba la lista de sus distribuciones, para que me conformase a ellas, comenzaba yo por reírme y acababa por llorar de admiración. Jamás molestaba a nadie, ni soportaba la molestia; era brusco con los que, por etiqueta, querían molestarle. Era arrebatado, sin ser picajoso. Le he visto a menudo colérico, pero jamás enfadado. Nada había tan alegre como un genio: entendía las bromas y le gustaba bromear, hasta lucía en ellas, y tenía talento epigramático. Cuando se le animaba era ruidoso y alborotador con sus palabras, su voz se oía de lejos; pero mientras gritaba, se le veía sonreír y en medio de sus arrebatos se le ocurría alguna palabra divertida que hacía estallar de risa a todo el mundo. No tenía el color de la tez español, ni el temperamento. Tenía el cutis blanco, las mejillas sonrosadas, el pelo de un castaño casi rubio. Era grande y bien proporcionado. Su cuerpo estaba formado para albergar su alma. Este sabio, así de corazón como de cabeza, conocía los hombres y fue mi amigo. Es toda mi respuesta a quien quiera que lo sea.
Nos unimos tan bien, que formamos el proyecto de pasar nuestros días juntos. Debía yo, dentro de algunos años, ir a Azcoitia para vivir con él en su tierra. Todas las partes de este proyecto se arreglaron entre nosotros la víspera de su partida. Sólo faltó lo que no depende de los hombres en los proyectos mejor concertados.
Los acontecimientos posteriores, mis desastres, su casamiento, su muerte, en fin, nos separaron para siempre” (Urkía Etxabe, 2003: 204-205).
La vida seguía y su hijo Manuel Ignacio estudió en el Seminario de Nobles de Madrid de 1765 a 1768, siguiendo el ejemplo de su padre. Luego residió de manera habitual en Azcoitia, siendo socio de número de la Vascongada desde 1768, adscrito a la tercera comisión de Guipúzcoa, y luego a la cuarta desde 1779 hasta 1790. En 1791 fue nombrado consiliario de Guipúzcoa, o director provincial, puesto que desempeñó hasta 1793 en que la invasión de los franceses dio fin a las actividades de la Sociedad Económica. Su hija casaría con Miguel de Lardizábal y Amézqueta.
Menéndez Pelayo puso a los Caballeritos de Azcoitia en el limbo de la heterodoxia y el descreimiento, intentando liberarlos Julio de Urquijo del mismo buscando muestras de religiosidad. Estaban bien con sus ideas en una España que intentaba cambiar su discurso filosófico.
Obras de ~: Los aldeanos críticos, Évora, 1758; Los aldeanos críticos, Madrid, Pantaleón Aznar, 1784.
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Emilio Palacios Fernández