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Diego Hurtado de Mendoza

Biografía

Hurtado de Mendoza, Diego. Cardenal de España. Guadalajara, c. 1443 – Tendilla (Guadalajara), 12.IX.1502. Arzobispo de Sevilla y cardenal, presidente del Consejo Real de Castilla.

Miembro de la noble familia de los Mendoza, Diego Hurtado de Mendoza era nieto del I marqués de Santillana y fue el segundo hijo de Íñigo López de Mendoza, I conde de Tendilla, y de Elena Quiñones. Destinado por sus padres a la Iglesia, mantuvo desde niño una estrecha relación con el hermano de su padre, Pedro González de Mendoza, el entonces obispo de Calahorra, que llegaría a ser arzobispo de Toledo y cardenal, el Gran Cardenal de España, a quien debería todo cuanto llegó a ser.

Antes de su ordenación, inició sus estudios en Salamanca, ciudad en la que mantuvo relaciones con una joven con la que llegó a tener un hijo natural. Contaba apenas diecisiete años cuando su padre, el I conde de Tendilla, fue como embajador ante el papa Pío II, que residía entonces en Siena (1459). Le acompañó Diego, quien, una vez finalizada la misión de su padre, se trasladó a Roma y permaneció allí varios años asimilando la cultura clásica, el arte renacentista y los estudios humanísticos. A su vuelta a España se instaló en casa de su tío, quien por aquellas fechas obtuvo la silla de Sigüenza (1467), y le hizo deán de la catedral seguntina. Muy pronto, por intervención de su tío fue nombrado obispo de Palencia (13 de febrero de 1470).

La carrera ascendente de Pedro González de Mendoza continuaría con la obtención del capelo cardenalicio (1473) en reñida competición con el arzobispo Carrillo; ese mismo año el nuevo cardenal del título de Santa Cruz logró ser nombrado también arzobispo de Sevilla, con retención del episcopado seguntino, y Enrique IV le hizo canciller mayor de Castilla. La habilidad del cardenal que, muerto Enrique IV, abrazó con entusiasmo la causa de Isabel la Católica, será un factor decisivo para la promoción de su sobrino y protegido Diego Hurtado de Mendoza.

Al inicio de su reinado, los Reyes Católicos nombraron a Diego Hurtado de Mendoza presidente de la Real Chancillería de Valladolid, cargo que se consideraba un puesto idóneo para escalar metas más altas tanto en la esfera eclesiástica como en la política. La presidencia de la Chancillería vallisoletana era un cargo tan importante que la persona que la ocupaba ostentaba la máxima categoría de la ciudad. Los presidentes debían ser jurisperitos y, hasta mediados del siglo xvi, se exigió que fuesen prelados. También se requería que fuesen buenos legistas, ya que sus sentencias únicamente podían ser revisadas por el Consejo de Castilla. En el nombramiento se dio poder a Diego Hurtado de Mendoza para realizar las reformas que creyera necesarias, y se le designó juez mayor de las suplicaciones de Vizcaya, con facultad para desempeñar este oficio por lugarteniente. Ocupó la presidencia de la Chancillería hasta 1478.

Su padre, Íñigo López de Mendoza, murió en Guadalajara el 17 de febrero de 1479. Fue enterrado en la ermita de Santa Ana, perteneciente a la Orden de frailes jerónimos, en cuyo favor el difunto había patrocinado una generosa fundación. A Diego Hurtado de Mendoza cabe atribuir la erección de los magníficos sepulcros de sus padres —que en el siglo xix serían profanados durante la Guerra de la Independencia—. Al poco tiempo, los Reyes Católicos le llamaron al Consejo de Castilla, que presidirá entre 1483 y 1487.

En los comienzos del reinado de los Reyes Católicos había presidido el Consejo de Castilla Lope de Ribas, que ocupó el cargo en plena guerra civil, desempeñándolo hasta su muerte (1479). Las Cortes de Madrigal (1476) marcaron el inicio de la tarea institucionalizadora de los Monarcas, que continuaría en las Cortes de Toledo de 1480, donde se dieron nuevas ordenanzas para el Consejo, alcaldes de Casa y Corte y Audiencia. En lo que hace al Consejo, éste se transformó en un organismo eminentemente técnico al servicio de la Corona. Su mayoritaria composición de letrados, con el objetivo de tecnificar el órgano y de disminuir considerablemente el poder de la nobleza, constituía una garantía de la pericia en el desempeño de su actividad y facilitaba el control de la institución por parte de los Reyes.

Figurando siempre al lado de su tío, Diego intervino en los principales actos de la Monarquía. Tras la celebración de las Cortes de Toledo, Diego Hurtado de Mendoza formaba parte del séquito de su tío el cardenal —favorito de los Monarcas y figura de tal magnitud y autoridad que era conocido como el “tercer rey de España”— cuando el primogénito de los Reyes Católicos fue jurado príncipe heredero en la catedral de Toledo en mayo de 1481. Acompañaba también a su tío en la procesión que se organizó cuando los Monarcas recibieron en Santo Domingo el Real de Madrid al nuncio que, a finales de 1482, trajo la bula que concedía el carácter de cruzada a la empresa granadina.

Su fidelidad inquebrantable a los Reyes Católicos, a lo que sin duda había que añadir el peso de su parentesco con el insigne cardenal, convirtieron a Diego Hurtado de Mendoza en el candidato ideal para ocupar en 1483 la presidencia del Consejo de Castilla, vacante por el cese de Íñigo Manrique de Lara. A sus títulos y honores, como los de obispo de Palencia y presidente del Consejo, pronto unió Diego Hurtado de Mendoza el de arzobispo de Sevilla. En 1485 se había producido una tensa situación con motivo de la provisión del Arzobispado hispalense, debido a la muerte en abril de 1484 de su anterior titular, el antecesor de Diego en la presidencia de Castilla, Íñigo Manrique de Lara. El papa Sixto IV, influido por las sólidas razones contenidas en una Exposición del cardenal Pedro González de Mendoza, había reconocido a los Reyes Católicos el derecho de patronato, y por tanto, el derecho de presentación de los prelados; sin embargo, su sucesor, Inocencio VIII, que acababa de ser elegido Papa, concedió el Arzobispado al cardenal vicecanciller Rodrigo Borja, negándose los Reyes a que el nuncio tomase posesión en nombre de aquél, por haberse vulnerado el acuerdo de designar a los prelados de entre aquellos propuestos por los Soberanos.

El problema se solucionó por la intervención del Gran Cardenal de España, buen amigo de Rodrigo Borja, del que consiguió que renunciara a favor de su sobrino, Diego Hurtado de Mendoza, su sumiso y agradecido acólito, de quien escribiría Francisco de Medina “siempre andava en la casa de su tío acompañándole y sirviéndole como antes que fuera arçobispo”. Tomó posesión en su nombre el procurador Juan de Marquina, el 8 de marzo de 1486, e hizo Diego su entrada solemne en la catedral de Sevilla el 30 de marzo. Poco después marchó a Córdoba a recibir a los Reyes Católicos, que llegaron de Madrid el 2 de mayo, y permaneció allí con la Corte hasta finales del mes de junio. Vuelto a su Iglesia de Sevilla se ocupó de diversos asuntos referentes a su buen gobierno, entre ellos la rehabilitación de numerosos hospitales que se hallaban en un deplorable estado de decadencia, obteniendo del Papa en 1488 una bula al efecto, en virtud de la cual se comenzó por los más necesitados. Por otra bula papal del mismo año de 1488 se erigió la catedral de Málaga, que fue asignada como sufragánea de la metropolitana de Sevilla.

En 1490, Diego Hurtado de Mendoza celebró en Sevilla un Sínodo Diocesano en el que, además de tratarse las habituales materias generales, se ordenó en una de sus constituciones que las iglesias parroquiales llevasen libros para inscribir los nombres de los bautizados. Como muestra de esta disposición se conserva hoy día en la parroquia de San Ildefonso de Sevilla uno de los primeros libros de bautismo de aquella época.

Por esas fechas, marchó el arzobispo, con la reina Isabel, el príncipe Juan y los infantes, a Baza, Almería y Guadix, siguiéndoles, por último, a la conquista del reino de Granada, hasta que se ganó la ciudad. Vuelto el prelado a Sevilla, recibió la noticia de que el papa Alejandro VI, por bula 1493, había concedido a los Reyes Católicos el derecho y señorío de las Indias occidentales haciendo depender las iglesias que allí se erigieran del Arzobispado de Sevilla.

En 1494, el quebrantado estado de salud del cardenal Pedro González de Mendoza se agravó. Ayudado por su sobrino, el arzobispo sevillano, preparó las liquidaciones de sus diócesis, abadías y demás cargos eclesiásticos. Dejó escritas sus últimas voluntades y en su testamento dispuso con todo detalle cómo habría de ser su entierro y su sepulcro en un mausoleo en la capilla mayor de la catedral de Toledo.

El 11 de enero de 1495 murió el Gran Cardenal de España. Diego Hurtado de Mendoza fue su albacea testamentario y desempeñó esta obligación con diligencia y meticulosidad, teniendo algunos problemas con Cisneros, el confesor de la Reina, por las dificultades que éste puso para que se emplazara el mausoleo del cardenal en el sitio elegido en la capilla mayor de la catedral de Toledo, que él mismo en vida se había ocupado de ampliar y reformar.

Diego trató entonces de ocupar la silla toledana que su tío había dejado vacante, ignorando que el propio cardenal Mendoza en su lecho de muerte había recomendado a la reina Isabel que, “teniendo en cuenta que ser arzobispo de Toledo era ser el personaje más poderoso de Castilla después del rey, y superior a éste en rentas, la experiencia aconsejaba que no convenía reunir en un mismo sujeto la grandeza de la sangre y la autoridad del primado, por lo que aconsejaba a la reina que no otorgase este honor a miembros de la primera nobleza, sino de la clase media, virtuosos y sin ambición”. Los Reyes Católicos designaron a Cisneros, persona íntegra y modesta, en quien se daban las cualidades indicadas para ocuparla, lo que acrecentó la animadversión de Diego hacia el confesor de la Reina, pese a que éste había sido el mayor defensor de la candidatura del sobrino del Gran Cardenal.

La muerte del Gran Cardenal no enfrió las relaciones entre los Reyes Católicos y Diego Hurtado de Mendoza, que continuaron siendo muy estrechas. Acompañó al Rey y al príncipe Juan a Santander a recibir a la archiduquesa Margarita de Austria, prometida del heredero (1497). Asistió a las Cortes de Toledo (1498), donde juraron los príncipes. Estando en Granada con los Monarcas (1500), fue encargado por delegación de éstos de llevar a la infanta María hasta la frontera portuguesa para entregársela en matrimonio al monarca portugués don Manuel, viudo de Isabel, hermana mayor de aquélla. Allí le llegó la noticia de que el papa Alejandro Borgia, como testimonio póstumo al recuerdo de su difunto tío, le había nombrado, el 28 de septiembre de 1500, cardenal de Santa Sabina y patriarca de Alejandría; los Reyes quisieron que se le titulase, como a su tío, cardenal de España.

Presidió en nombre de los Reyes Católicos, las Cortes de Sevilla (1501). A la vuelta de Toledo, donde había acudido a la jura de Juana y Felipe el Hermoso como príncipes herederos de Castilla y Aragón (22 de mayo de 1502), se detuvo en Tendilla, donde murió el 12 de septiembre de 1502.

Dejó dispuesto en su testamento que su cuerpo fuese depositado durante algún tiempo en el monasterio jerónimo de Santa Ana fundado por su progenitor, y donde él mismo había costeado importantes obras y había hecho merced de una cuantiosa renta anual. Sus restos permanecieron allí hasta 1504, en que una comisión constituida a tal efecto, los trasladó a Sevilla. En 1508 su hermano, el segundo conde de Tendilla, encargó al maestro Miguel Florentín un suntuoso sepulcro en alabastro, joya de la escultura renacentista española, ubicado en la capilla de Nuestra Señora de la Antigua de la catedral sevillana.

Entre las figuras notables de la familia Mendoza, Diego ocupa un lugar secundario. Ciertamente era difícil alcanzar el prestigio de su abuelo, el I marqués de Santillana, o de su tío, el Gran Cardenal. Tampoco tuvo el fuste de su padre, I conde de Tendilla, hombre de exquisito talento, ni el empuje de su hermano, II conde de Tendilla, cuya habilidad diplomática y ponderación quedó demostrada con el sonado triunfo conseguido en 1484 cuando fue enviado como embajador a Roma, tras la designación como Papa del genovés Inocencio VIII. Quizás la alcurnia de su familia obligó a Fernández de Oviedo a definirle como “gran varón muy experimentado y prudente en los negocios”, aunque según Layna, “entre los grandes Mendozas de su tiempo, Diego no pasó de ser una ilustre medianía”.

 

Fuentes y bibl.: Archivo General de Simancas, Advertencias Preliminares al Catálogo del Registro General del Sello, vols. II, III y IV.

F. Pacheco, Catálogo de los arzobispos de Sevilla, 1621 (Biblioteca Nacional de España, ms. n.º 1510, sin foliar); J. Alonso Morgado, Prelados sevillanos o Episcopologio de la Santa Iglesia Metropolitana y Patriarcal de Sevilla, Sevilla, Tipografía de Agapito Pérez, 1899-1904; K. Eubel, Hierarchia Católica Medü Aevi sive Summorum Pontificum, S.R.E. Cardinalium, Ecclesiarum Antistitum series, vol. II (Ab anno 1431 usque ad Nahum 1503), monasterio, Libraria Regensbergiana, 1910-1914; A. Fernández de Madrid, Silva palentina, vol. I. Palencia, Viuda de J. Alonso, 1932; A. y A. García Carraffa, Diccionario heráldico y genealógico de apellidos españoles y americanos, Madrid, Imprenta Antonio Marzo, 1935; M. Alcocer y Martínez, Consejos: Real de Castilla, de Cruzada, Supremo de Inquisición, Valladolid, Casa Social Católica, 1939, págs. 6-7; L. Serrano, Los Reyes Católicos y la ciudad de Burgos (desde 1451 a 1492), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1943; H. del Pulgar, Crónica de los Reyes Católicos, ed. y est. de J. de Mata Carriazo, Madrid, Espasa Calpe, 1943, 2 vols.; L. Pastor, Historia de los Papas desde fines de la Edad Media, vol. VI, Barcelona, Gustavo Gili, 1950; T. de Azcona, La elección y reforma del episcopado en tiempo de los Reyes Católicos, Madrid, CSIC, 1960; J. Fernández Alonso, Legaciones y nunciaturas en España de 1466 a 1521, I, Roma, 1963; C. Goñi, “Hurtado de Mendoza, Diego”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, suplemento, Madrid, CSIC, Instituto Enrique Flórez, 1972, págs. 388-389; M. S . Martín Postigo, Los Presidentes de la Real Chancillería de Valladolid, Valladolid, Institución Cultural Simancas, 1982, págs. 29-30; S. de Dios, El Consejo Real de Castilla (1385-1522), Salamanca, Centro de Estudios Constitucionales, 1982; G. Fernández de Oviedo, Batallas y quincuagenas, transcr. de J. Amador de los Ríos, pról. y ed. de J. Pérez de Tudela y Bueso, Madrid, Real Academia de la Historia, 1983-2002, 4 vols.; C. Garriga, La Audiencia y las Chancillerías castellanas. Historia política, régimen jurídico y práctica institucional, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984; C. Ros, Los arzobispos de Sevilla: luces y sombras en la sede hispalense, Sevilla, 1986; M. Artola (dir.), Enciclopedia de Historia de España, vol. IV, Madrid, Alianza Editorial, 1991, pág. 421; C. Ros (dir.), Historia de la Iglesia de Sevilla, Sevilla, Editorial Castillejo, 1992; F. Layna Serrano, Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos xv y xvi, vol. II, Guadalajara, Aache, 1993; C. Garriga, La Audiencia y las Chancillerías castellanas. Historia política, régimen jurídico y práctica institucional, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1994.

 

Sara Granda Lorenzo

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