Borbón y Orleans, María de las Mercedes de. Condesa de Barcelona. Madrid, 23.XII.1910 – Lanzarote (Las Palmas), 2.I.2000. Princesa de Borbón, esposa de don Juan de Borbón y Battenberg, jefe de la Casa Real española, y madre del rey Juan Carlos I.
Hija del infante Carlos de Borbón y Borbón Dos Sicilias —nieto del último rey de las Dos Sicilias, viudo de la que fue princesa de Asturias, María de las Mercedes de Borbón y Austria, hermana mayor del rey Alfonso XIII— y de la princesa Luisa de Orleans y Borbón —hija del conde de París, jefe de la Casa Real de Francia, y de la infanta Isabel, hija primogénita de los duques de Montpensier y prima hermana de Alfonso XIII—. Como todos sus hermanos nacidos de este matrimonio tuvo desde su nacimiento la calidad de princesa de Borbón con tratamiento de Alteza Real, por Real Decreto de 3 de agosto de 1908, y de miembro de la Familia Real de España. El 30 de diciembre fue bautizada por el obispo de Sión en el salón de Gasparini del Palacio Real, con asistencia de toda la Familia Real. Fueron sus padrinos la reina madre María Cristina y el príncipe Jenaro de Borbón.
La infancia de doña María, como siempre fue llamada en la Familia Real, transcurrió entre Madrid y Villamanrique de la Condesa, donde su abuela tenía una propiedad en esta comarca sevillana de las Marismas del Bajo Guadalquivir, que había heredado de su padre, el duque de Montpensier. De hecho, doña María y sus hermanas se educaron en los colegios de las irlandesas, primero en Madrid y, después, en Castilleja, cuando el infante Carlos fue destinado a Sevilla, en 1920, como capitán general. Sevilla marcó la vida de los infantes y todos los suyos, pues se integraron a las tradiciones religiosas, artísticas y festivas de la ciudad, ganándose la amistad, el respeto y la simpatía de los andaluces, por lo que enseguida comenzaron a ser conocidos como los infantes de Sevilla.
No obstante, la vida de los infantes Carlos y Luisa fue intensamente familiar. Doña María compartió vivencias, juegos y excursiones con sus hermanos y primos, pero especialmente con las infantas de su edad, Beatriz y Cristina, hijas de los Reyes. Fue, desde muy joven, una gran amazona, manteniendo su afición por la equitación hasta casi los setenta años. Practicó también otros deportes, como el tenis, el esquí, el golf y, sobre todo, la caza, que la llevó hasta Angola o Mozambique, donde logró buenos trofeos. Intrépida y buena deportista y de fuerte carácter, decidida y valiente, mantuvo siempre una estrecha relación con Alfonso XIII, “el tío Rey”, que desde pequeña le llamaba “María la Brava”.
La llegada de la República supuso un duro golpe para la familia y, pese a que se les permitió la estancia en España, la lealtad al Rey y a la institución les llevó a acompañar en el destierro al resto de la Familia Real, primero en Fointenebleau y después en Roma. Precisamente en Roma, con motivo del matrimonio de la infanta Beatriz en 1935 con Alessandro Torlonia, príncipe de Civitella-Cesi, doña María coincidió con el primo que menos había tratado por su condición de marino, don Juan de Borbón, que entonces ya era heredero de los derechos dinásticos del trono de España por las renuncias de sus hermanos mayores. De aquel encuentro surgiría una intensa relación que enseguida llevó al compromiso matrimonial, aunque, dada la juventud de quien de iure era el príncipe de Asturias, se tomó la decisión de que éste tuviera lugar bajo el régimen de separación de bienes.
El día de la Hispanidad de 1935 se casaron en la basílica de Nuestra Señora de los Ángeles, con la presencia de numerosos miembros de casas reales y acompañados por una multitud de españoles que viajaron a Roma para demostrar su lealtad a la Familia Real en el exilio. Después de un largo viaje nupcial alrededor del mundo, se instalaron en Cannes junto a los padres de la que ya era princesa de Asturias. Allí nació el 30 de junio de 1936 su hija primogénita, la que —en homenaje a la patrona de España— fue bautizada con el nombre de Pilar. Tras el fallido intento de don Juan de intervenir en la Guerra Civil que había estallado en España, la familia se instaló en Roma, junto a Alfonso XIII. En la ciudad eterna nacieron el resto de sus hijos: Juan Carlos, el 5 de enero de 1938; Margarita, el 6 de marzo de 1939 y Alfonso, el 3 de octubre de 1941 —llamado así en recuerdo de Alfonso XIII, que había muerto unos meses antes—.
El 5 de febrero de 1941, el Rey había transmitido sus derechos dinásticos a su hijo don Juan, y el 28 del mismo mes murió a los cincuenta y cuatro años, rodeado de los suyos. Las honras fúnebres fueron presididas por el rey Víctor Manuel y por don Juan, que como titular de la legitimidad histórica, asumió el título real de conde de Barcelona.
Los avatares de la contienda mundial llevaron a la Familia Real a instalarse en Suiza alrededor de la reina viuda Victoria Eugenia. Desde este país neutral, el conde de Barcelona se consagró a la causa de intentar la restauración de una Monarquía que uniese a todos los españoles. En esta tarea, doña María, ferviente patriota y bien informada por su extensa red de afectos y contactos en España, fue un elemento decisivo. Terminada la guerra mundial, los condes de Barcelona decidieron instalarse en Portugal con el fin de estar en un exilio cercano a la realidad española.
No obstante, fueron conscientes de que, al menos, el príncipe Juan Carlos debería educarse en España, algo que quedó plenamente decidido tras la entrevista —el 25 de agosto de 1948 en el Azor— entre don Juan y el general Franco. Don Juan Carlos llegó a Madrid el 9 de noviembre de dicho año, con tan sólo diez años de edad, y en 1950 se decidió que se uniera su hermano Alfonso. Existe una interesante correspondencia entre madre e hijos que pone de relieve esa mezcla de tristeza por la separación y de alegría por saber que se cumplía con el deber histórico. El reencuentro durante las vacaciones escolares era aprovechado por la Familia Real para compartir experiencias y navegar en el Saltillo. Esta alegría momentánea se vio truncada en la Semana Santa de 1956 con el desgraciado accidente que causó la muerte del infante Alfonso.
Por vez primera, doña María se sumió en una frustración moral de la que sólo logró salir gracias a su fe y a su sentido del deber que la obligaba a no aumentar la desolación familiar. También fue desolador para ella volver a Sevilla en las dos únicas ocasiones que se le permitió: en 1949 en la muerte de su padre el infante Carlos y en 1958 cuando pasó la Semana Santa acompañando los últimos días de su madre la infanta Luisa, pero nunca olvidó el testimonio masivo de cariño y respeto populares que acompañó a la familia en esos momentos.
El 14 de mayo de 1962, la condesa de Barcelona fue la madrina en la boda en Atenas de su hijo el príncipe Juan Carlos con la princesa Sofía, primogénita de los reyes Pablo y Federica de los helenos, ante la presencia de todas las familias reales de Europa y de los miles de españoles que, una vez más, quisieron estar junto a sus Reyes en el exilio. En las navidades del año siguiente, por primera vez los condes de Barcelona fueron autorizados por el Gobierno español para asistir en Madrid al bautizo de doña Elena, primogénita de los príncipes, y en el que doña María y su tío el infante Alfonso de Orleans y Borbón fueron los padrinos.
Nuevamente se les permitió volver a España el 29 de enero de 1968 con ocasión del nacimiento del “heredero del heredero”. Al año siguiente, tras la designación de las Cortes de don Juan Carlos como “heredero a título de Rey”, doña María evitó una ruptura entre don Juan y don Juan Carlos. La condesa de Barcelona, que ya podía cruzar la frontera entre España y Portugal para pasar temporadas con sus hijos y nietos, actuó de nexo de unión entre Madrid y Estoril.
Con la muerte de Franco, doña María se enfrentó a personajes de la política en los que nunca confió, evitando que se dieran pasos que podrían haber puesto en peligro la tarea de la reconciliación con la Monarquía.
Siempre al lado de don Juan, fue testigo el 14 de mayo de 1977 de la generosa renuncia de los derechos dinásticos de su marido, que para muchos españoles había sido el rey Juan III, en favor de su hijo. La renuncia de don Juan, que sólo pidió conservar el título de conde de Barcelona, devolvió a los padres del Rey la libertad que no habían tenido durante los treinta y cinco años que encarnaron la legitimidad histórica y dinástica de la Monarquía española. Retirados a una sencilla vida privada en Madrid, pronto les llegó el reconocimiento público a una vida de ejemplar trayectoria.
El alcalde Tierno Galván concedió a don Juan la Medalla de Oro de Madrid, mientras doña María recibía el título de hija predilecta de la ciudad.
Una de sus mayores alegrías fue recorrer en coche de caballos las calles sevillanas de su infancia mientras era vitoreada en la boda de su nieta y ahijada la infanta Elena. En esta nueva etapa de felicidad, rodeada de cariño y respeto, llegaría la muerte de don Juan, el 1 de abril de 1993. Pese a todo, en su silla de ruedas, convertida en su inseparable compañera tras una desafortunada rotura de fémur, continuó acudiendo a cuantos acontecimientos requirieron su presencia.
A finales de diciembre de 1999 se trasladó con toda su familia a Lanzarote a celebrar la entrada del nuevo milenio y allí falleció rodeada por todos los suyos el 2 de enero, mientras dormía. Ese mismo día el Boletín Oficial del Estado publicó un real decreto de la Presidencia del Gobierno, en el que a propuesta del presidente se disponía un luto nacional de siete días y que se rindieran a los restos mortales de la “Augusta Madre del S. M. El Rey” las honras fúnebres correspondientes a las reinas de España, teniendo lugar el entierro en el Panteón de Reyes del real monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Bibl.: J. González de Vega, Yo, María de Borbón, El País- Aguilar, 1995.
Javier González de Vega y San Román