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Diego Hurtado de Mendoza

Biografía

Hurtado de Mendoza, Diego. Marqués de Cañete (I). ¿Cuenca?, s. m. s. xv – Barcelona, 1542. Militar, político y consejero de Guerra.

Diego Hurtado de Mendoza, perteneciente a la rama de los Mendoza que se asentó en Cuenca, heredó sus estados directamente de su abuelo, Juan Hurtado de Mendoza, al morir su padre, Honorato, durante la Guerra de Granada. Fue recibido en la casa del príncipe Juan como montero mayor, además de como guarda mayor de Cuenca. Diego se mostró muy interesado durante los primeros años en controlar los diferentes resortes de poder de aquella ciudad y su entorno; en este sentido, parte de su estrategia fue su enlace matrimonial con Isabel de Bobadilla, hija del primer marqués de Moya, noble de fuerte presencia en la zona. A ambos les unía además su fidelidad a Fernando el Católico, aspecto que cobró toda su importancia durante los años críticos que siguieron a la muerte de la reina Isabel.

Durante el reinado de Felipe el Hermoso y de Juana, tuvo diversos enfrentamientos con el poder monárquico, como, por ejemplo, en 1506, en relación con el dominio de las puertas que daban acceso a Cuenca. Sin embargo, el fallecimiento de Felipe y el regreso a Castilla de Fernando el Católico supusieron el comienzo de su carrera al servicio de la Monarquía, que ya no abandonaría hasta su muerte. Su primer cargo de importancia le llegó en junio de 1510, al ser nombrado gobernador de Galicia, en lugar de Diego de Rojas, puesto en el que permaneció durante siete años. Disponía en el ejercicio de este cargo, como presidente del tribunal de alcaldes mayores, de amplias facultades judiciales (durante su mandato se consolidó poco a poco la denominación de Audiencia). Ejerció también sus labores de gobierno y en la administración militar pero, sobre todo, desde Galicia contempló los agudos cambios políticos acaecidos tras la muerte de Fernando, en enero de 1516, y la llegada a Castilla del joven Carlos.

Una vez relevado en la gobernación de Galicia, Diego no perdió peso en la Corte, en un contexto caracterizado por el ascenso de los antiguos “fernandinos”, y en mayo de 1520, embarcó con el Monarca hacia Flandes. El 29 de noviembre de ese mismo año se le dio además título de consejero de Guerra. La preocupante situación en Castilla, unida a la subsiguiente invasión francesa y las dificultades detectadas entre las cabezas visibles del bando realista determinaron el futuro inmediato de Diego. El Monarca consideró que la gravedad de la situación requería una fuente fiable de información, y para ello escogió a Hurtado de Mendoza, que fue enviado a Castilla en el verano de 1521. El 28 de julio llegó a Logroño, donde se encontraba el cardenal Adriano de Utrecht, para a continuación recorrer el escenario del conflicto en el norte de la Península. No tuvo un recibimiento fácil, pues encontró tanto la resistencia del almirante, que vio en Hurtado de Mendoza una clara amenaza, como las iras del condestable, quien no admitía ingerencias en la dirección de las tropas. A su vez, vivió de cerca la pérdida de Fuenterrabía y la problemática entrada del conde de Miranda en el virreinato de Navarra. Con todo, Diego insistía en su correspondencia con el Emperador en la armonía existente entre los gobernadores y el buen papel que hacían en el gobierno de los reinos, síntoma todo ello, en definitiva, de la eficacia de su propia gestión.

Sin embargo, sus diligencias y desvelos no fueron reconocidos en un primer momento. Tuvo que esperar hasta septiembre de 1524 para poder entrar en el Consejo de Guerra, en un momento en el cual dicho Consejo se abrió a los personajes no hispanos (Nassau, Ferramosca y La Chaulx). Desde entonces ya no abandonó la condición de consejero de Guerra, y llegó a ser identificado plenamente en la Corte con los negocios militares. En aquel momento ya ejercía en la Casa Real de Castilla como montero mayor, que se convirtió en la práctica en patrimonio de su casa. En julio de 1529 acompañó al Emperador a Barcelona, y después de su partida, demoró su llegada a la Corte de la emperatriz Isabel. Pero Carlos V contaba con él como consejero militar de su esposa durante su regencia junto a Hernando de Andrade y Antonio de Fonseca. No obstante, su estancia junto a la Emperatriz no debía de satisfacerle y, a pesar de desempeñar sus cometidos, sus retiradas de la Corte fueron constantes. La causa última de su descontento hay que buscarla en la preeminencia alcanzada en los negocios de Estado y Guerra por el conde de Miranda, que ejercía además como mayordomo mayor de la Emperatriz. Esta situación hizo crisis en el verano de 1532, cuando, ausente en Sevilla, Hernando de Andrade y retirado Fonseca en Coca para morir, la Emperatriz se quejaba del desgobierno imperante en los asuntos militares. En la Corte Imperial se buscaron fórmulas para remediar la situación. Se barajó la permanencia de Andrade e, incluso, la presencia del marqués de Aguilar, pero en último extremo se ordenó el traspaso de los negocios de la Guerra al Consejo de Estado, al que se daría entrada a Cañete. Diego Hurtado de Mendoza acató el mandato, aunque solicitó un asiento propio en dicho Consejo.

De manera que, aunque la unión de ambos tipos de consejeros era una fórmula extraordinaria contemplada en las instrucciones de la regencia, parece que llegó a constituir la forma común del despacho de los negocios. En esta situación, es indudable que los consejeros de Estado, en especial el conde de Miranda, tendiesen a demostrar su predominio en la gestión diaria sobre los de Guerra, lo que redundó en una acusada falta de eficacia en las gestiones de las cuestiones militares, situación que Cañete aguantó a duras penas. Encontró Diego un aliado en el cardenal Tavera, que estaba enfrentado de forma soterrada con el conde de Miranda; sin embargo, planteada la crisis, Carlos V concluyó que era mucho más práctico oficializar la forma de funcionamiento seguida hasta entonces, a pesar de las quejas que comenzaban a llegar sobre la parálisis en la que se sumía el gobierno de los asuntos militares. El marqués de Cañete pudo comprobar de esta manera que sus planteamientos tenían poco predicamento en la Corte durante los años de la regencia.

Le urgían, sin embargo, las mercedes para sostener a su numerosa prole, compuesta por cinco varones y dos mujeres, a pesar de que su primogénito, Andrés, se había casado con María Manrique, hija del conde de Osorno, presidente del Consejo de Órdenes; Rodrigo de Mendoza servía como contino en la Corte Imperial desde 1531, y su hermano Francisco, arcediano por aquel entonces, era capellán —y que al poco aspiraría sin éxito a la plaza de maestro del príncipe Felipe—. De modo que, si bien colaboró mucho y bien con Tavera en el trato con los procuradores en las Cortes de 1532, y en marzo de 1533 aún acompañó a la Emperatriz en el viaje a Barcelona para recibir a su esposo, una vez constatado que no era tenido en cuenta en algunos cambios que se estaban produciendo en el gobierno, reanudó sus peticiones para servir fuera de la Corte. El 4 de junio de 1534 sus deseos se vieron satisfechos cuando fue nombrado virrey de Navarra en sustitución del conde de Alcaudete, que hacía tiempo que se encontraba a disgusto.

Parte principal de su cometido como virrey y capitán general en este reino consistía en la prevención militar de la frontera con Francia, sometida desde hacía tiempo a presiones continuas. En este sentido, tuvo en cuenta las probables, y peligrosas, conexiones de la familia del mariscal de Navarra, y presionó para enviar a su hermano lejos del reino. Pero su labor de gobierno también incluía el ejercicio de la justicia y la convocatoria regular de las Cortes, aspecto que cumplió rigurosamente. Tampoco desaprovechó las ocasiones para entrevistarse con el Emperador y exponerle, no sólo sus puntos de vista sobre el gobierno de Navarra, sino también sus pretensiones y aspiraciones particulares, como acaeció en marzo de 1535, cuando se trasladó a Zaragoza, al paso de Carlos V para embarcarse hacia la campaña de Túnez.

De todas maneras, como se lamentaba amargamente Diego, en su gobierno se pueden distinguir claramente dos etapas, diferenciadas por los problemas que tuvo con la Corte. Cuando regresó a Pamplona de una larga licencia, disfrutada durante los primeros meses de 1537, para resolver asuntos propios en su casa, el marqués comenzó a mantener serios altercados con los miembros del Consejo de Estado y de Guerra. El origen de las fricciones eran ciertas órdenes dadas por él, referidas a las revistas de tropas y al reparto de dineros, que habían disgustado a los consejeros. En su correspondencia con el secretario Juan Vázquez de Molina —a quien acudía en busca de apoyo—, Cañete había llegado a pedir, sin duda con el único interés de reforzar sus argumentos, una visita, bravata que no tardaría en sentir, aunque no por la vía de la guerra. En efecto, en el verano de 1539, tras una nueva licencia empleada por el marqués en Cuenca durante las últimas semanas de 1538 y las primeras de 1539, el Consejo Real envió a Navarra al licenciado Pedro Téllez, con el objetivo de realizar una averiguación sobre la saca fraudulenta hacia Francia de caballos y metales preciosos.

Naturalmente, Diego Hurtado de Mendoza se lo tomó como una persecución personal del Consejo, y pronto comenzó a tener problemas con el visitador, que llegaron incluso a su encarcelamiento y posterior liberación por orden del Monarca, y la convocatoria inmediata del marqués a la Corte. En su ausencia, quedó su hermano Francisco de Mendoza como lugarteniente, y en enero de 1540 se mandó un nuevo juez, el doctor Bernardino de Anaya, consejero de Órdenes, para inspeccionar el estado del Consejo y la justicia regia en Navarra, proceso que duró todo el año. Cañete, mientras tanto, envió sus quejas al Emperador, que se encontraba en Flandes, hasta el punto de provocar la compasión del secretario Vázquez de Molina. Clara muestra, por otro lado, de la impresión que de él se tenía en la Corte imperial. De todas maneras, desde Madrid, Francisco de los Cobos y el cardenal Tavera apremiaban para que se resolviera el asunto; aportando el primero, además, datos sobre cierto problema que había colaborado a su desgracia, en relación con su enfrentamiento con el condestable de Navarra. Así, en el mes de mayo, ante la falta de pruebas que comprometieran su gestión, Carlos V dio orden a Tavera para que rehabilitara al marqués y le dejara ocupar de nuevo el puesto en Pamplona.

El gobierno de Diego no fue el mismo desde entonces. No tardó en darse cuenta de que sus temores sobre el mantenimiento de la confianza del Monarca estaban fundados; de esta guisa, tuvo graves conflictos con el Consejo de Castilla y, en particular, con su recién creado presidente, Fernando de Valdés. En concreto, acusaba a éste, a quien había conocido en Flandes hacía muchos años, de pasar de una actitud francamente amistosa mientras habían coincidido en la Corte los primeros meses de 1540, a un desabrimiento absoluto en el trato de sus negocios, visible en el despacho con su agente Pedro Mexía. Tampoco se privaba Diego de denunciar al secretario del Consejo, a quien achacaba una lentitud exasperante en el despacho de las provisiones que le concernían. Esta espiral de conflictividad acabó incluso por afectar sus relaciones con los representantes del reino, pues tuvo serios enfrentamientos con el regente y con el Consejo, debido a su traslado desde la fortaleza a la Navarrería, que no fue aceptada de buen grado, de suerte que el Consejo llegó a funcionar dividido durante un breve período de tiempo.

En estas condiciones, no resulta difícil colegir que llegó un punto en que el marqués de Cañete deseaba ardientemente ser relevado en el cargo. La oportunidad le llegó de manos de la amenaza francesa, reavivada tras el desastre sufrido en Argel por las tropas imperiales. En enero de 1542, el duque de Alba fue enviado a Navarra para preparar la defensa de la zona, y Cañete hubo de colaborar con él en los intensos preparativos militares del reino. El 25 de marzo, una vez alejado el fantasma de la invasión, pedía el marqués licencia para ir a besar las manos del Monarca, que pasaba camino de las Cortes de Monzón, en tanto dejaba a su hijo Pedro como lugarteniente ejecutando las órdenes de Alba, que había salido del reino a principios de febrero. Se sabe que el mismo día 29 el Monarca le concedió el permiso solicitado. Es de suponer, entonces, que se entrevistó con Carlos V, y que probablemente, a petición suya, fue relevado en el cargo, pues el nuevo virrey, Juan de Vega, fue nombrado el 22 de mayo y entró en Pamplona a comienzos de junio, donde elogió la eficacia demostrada por Pedro en los preparativos militares.

Sin embargo, el destino del propio marqués de Cañete resulta más oscuro. Las crónicas señalan que, cuando se hizo evidente el traslado del peligro francés hacia Perpiñán, a finales de la primavera, Diego se dirigió allí al frente de un grupo de tropas navarras y guipuzcoanas de refuerzo, aunque no le alcanzaron las fuerzas para ver al enemigo por última vez, y murió en Barcelona en 1542. Su hijo, Andrés Hurtado de Mendoza, le sucedió en el marquesado y en el cargo de montero mayor.

 

Fuentes y bibl.: Archivo General de Simancas, Escribanía Mayor de Rentas, Quitaciones de Corte, leg. 11, n.os 1441- 1452; Estado, leg. 9, n.os 3 y 4; leg. 10, n.os 7, 106-107 y 144; y leg. 19, n.º 244 [expediente].

A. López de Haro, Nobiliario genealógico de los Reyes y títulos de España, Madrid, 1622 (ed. facs., Orrobaren [Navarra], Wilsen, 1996, vol. II, pág. 348); J. P. Mártir Rizo, Historia de la muy noble y leal ciudad de Cuenca, Madrid, 1629 (ed. facs., Barcelona, El Albir, 1974, págs. 220 y ss.); F. Idoate, Esfuerzo bélico de Navarra en el siglo xvi, Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1981, págs. 91-107; A. Eiras Roel, “Sobre los orígenes de la audiencia de Galicia y sobre su función de gobierno en la época de la Monarquía absoluta”, en Anuario de Historia del Derecho Español, 54 (1984), págs. 338-339; M. C. Quintanilla Raso, “Marcos y formas de proyección de la nobleza conquense en su entorno urbano y territorial”, en VV. AA., El tratado de Tordesillas y su época: actas del Congreso Internacional de Historia, vol. I, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1995, págs. 131-156; S. Fernández Conti, “Hurtado de Mendoza, Diego, I marqués de Cañete”, en J. Martínez Millán (dir.), La Corte de Carlos V, vol. III, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000, págs. 207-212.

 

Santiago Fernández Conti y Félix Labrador Arroyo