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Duarte I

Biografía

Duarte I. El Elocuente. Viseu (Portugal), 31.X.1391 – Tomar (Portugal), 9.IX.1438. Rey de Portugal entre 1433 y 1438, esposo de Leonor de Aragón.

Es el hijo y heredero del rey Juan I, fundador de la Casa de Avís, y de la reina Felipa de Lancaster.

Aunque formalmente asumió la Corona en agosto de 1433, a la muerte de su padre, llevaba ya más de veinte años asociado al trono y ejerciendo tareas de gobierno, de modo que para entonces era ya un hombre maduro de cuarenta y dos años —había nacido en 1391— con larga experiencia en la administración.

Como es normal, esa presencia junto a su padre al frente del reino se intensificó en los últimos años del reinado precedente cuando, ya desde 1431, figuran su sello y firma en los documentos de la cancillería real en representación del Monarca.

Esta asociación al trono explica que los cinco años del reinado de Duarte propiamente dicho no sean sino una continuación de la de su antecesor, sin grandes innovaciones, como de hecho lo demuestran la permanencia de los grandes consejeros de Juan I junto al nuevo rey, y entre ellos, sobre todo, los infantes Pedro, Enrique, Fernando y Juan, todos ellos hermanos del Monarca, y sus sobrinos Alfonso y Fernando, condes de Ourém y Arraiolos, respectivamente.

En cambio, sí conviene añadir una figura nueva de gran ascendiente en la voluntad del Rey, su mujer, la reina Leonor, con la que había contraído matrimonio en 1428, y que siempre supuso un elemento de proclividad diplomática hacia la Corona de Aragón, donde gobernaba su hermano Alfonso V, así como un factor de compleja conexión con el resto de los infantes de Aragón, sus hermanos, que tanto influían, no siempre positivamente, en el destino del Reino de Castilla.

Son tres las grandes directrices que marcan el lustro de gobierno del rey Duarte. La primera es la que se corresponde con la política interior, una política firme en sus planteamientos y moderada en sus formas, y en la que el respeto a las grandes aristocracias no fue incompatible con un activo protagonismo de las oligarquías urbanas representadas en las Cortes.

La segunda de las directrices es la de la expansión atlántica africana, con su faceta diplomática en torno al conflictivo destino de las Islas Canarias, y con su dimensión aventurera asociada a la mítica consecución del franqueo de cabo Bojador. Finalmente, la tercera de las directrices es la relacionada con la política cruzadista en Marruecos que se saldaría con el triste final del desastre de Tánger, de tan funestas consecuencias para la conciencia moral del reino.

Toda la política interior del rey Duarte consistió en el logro de un cuidado equilibrio entre fortalecimiento de la centralización real y respeto a las grandes jurisdicciones señoriales. En este espíritu se promulgó en 1434 la Lei Mental, una decidida defensa del patrimonio de la Corona frente a la voracidad enajenadora de las aristocracias terratenientes. No obstante, este importante hito jurídico fue compatible con algunas sonadas excepciones, respetuosas con el poderío patrimonial de algunas grandes casas nobiliarias, como fue el caso de la del conde de Barcelos, Alfonso, hermano natural del Rey.

En general, el fortalecimiento de la Corona, un aspecto más en que el rey Duarte tomó el testigo de su padre, fue acompañado de una política muy sensible hacia los representantes de las ciudades. Las Cortes fueron reunidas en cinco ocasiones a lo largo de los cinco años de reinado, siendo en ellas donde el Rey realizaba las consultas sobre los temas más importantes que afectaban al Reino: a las inaugurales de Leiria en 1433, trasladadas a Santarém al año siguiente, sucedió una nueva convocatoria en esta última ciudad antes de que finalizara el año; dos reuniones tuvieron lugar en Évora los años 1435 y 1436, y nuevamente en Leiria en los primeros días de 1438. Leiria-Santarém- Évora constituyen ciertamente, y desde luego mucho más que Lisboa, los tres núcleos de la plataforma central del reino donde desarrolló fundamentalmente su actividad un monarca sedentario y constante que creía más en el trabajo de gabinete que en la febril actividad itinerante. Su pausada y firme acción de gobierno no dejó de manifestarse en una notable estabilización económica que no hizo sino incrementar el apoyo de las oligarquías urbanas a la Corona: en 1435 nuevas acuñaciones de oro —escudos— y de buena plata —leales— venían a confirmar la buena marcha del Reino.

La política de expansión atlántica seguía haciendo de las Islas Canarias un objetivo irrenunciable, pese a que su castellanización desde por lo menos 1430 parecía no tener vuelta atrás. Con todo, en 1434 una flota portuguesa al mando del infante Enrique, llamado el Navegante, realizó una incursión en el archipiélago.

El fracaso de la operación provocó una intensa reacción diplomática en Castilla que aprovechó el escenario del Concilio de Basilea para dirigir el ánimo del papa Eugenio IV a favor de los derechos castellanos, lo que finalmente se consiguió antes de finalizar el año 1436, aunque no con la contundencia que la delegación castellana hubiera deseado.

Ya para entonces, los portugueses habían vencido el legendario miedo al Mar Tenebroso, y uno de sus ilustres navegantes, Gil Eanes, en 1434 había sobrepasado en la costa atlántica africana el cabo de Bojador y, lo que era aún más importante, había descubierto el procedimiento de regreso a Portugal, sin desandar la peligrosa ruta costera, aprovechando los alisios en navegación de altura. Sólo durante el corto reinado de Duarte los portugueses fueron capaces de avanzar cien leguas por la costa africana, llegando incluso al “Río del Oro”. El fracaso de Canarias se vio en cierto modo compensado por esta presencia en la costa meridional de Marruecos que permitía bloquear el emirato de Fez, arrebatarle el control de su rico comercio y completar, así, los planes de avance cruzado desde el enclave de Ceuta, que la aristocrática clase caballeresca reclamaba.

Es, en efecto, ese avance cruzado la tercera gran línea de acción del gobierno del rey Duarte. No era éste, sin embargo, el objetivo político del Monarca que más entusiasmo le generaba. En buena medida fue la presión de la más alta nobleza, o al menos de un significativo sector de la misma, lo que forzó un camino que ciertamente no se presentaba con toda claridad ante los prudentes ojos del Rey. Éste, muy poco antes de su acceso al trono, había pulsado la opinión de algunos destacados consejeros con relación al modo de abordar el tema de la cruzada. No todos pensaban lo mismo. Algunos se decantaban por contribuir prudentemente a poner fin a la reconquista peninsular colaborando con Castilla y Aragón en la eliminación del emirato granadino, esperando indirectos beneficios para el reino, mientras otros se pronunciaban abiertamente por continuar la arriesgada expansión sobre suelo marroquí desde Ceuta, afirmando de este modo un proyecto propio, nacional y dinástico, que fundamentalmente rentabilizaría Portugal.

El papel de los infantes Enrique y Fernando, que llegaron a insinuar el abandono de la Corte, y también el de la reina Leonor, debieron ser decisivos en el ánimo del Rey. Por su parte, las Cortes de Évora de 1436 votaron los subsidios necesarios y poco después, en septiembre de aquel mismo año, una bula de cruzada de Eugenio IV, la Rex Regum, no destinada concretamente a la campaña africana pero legitimadora de cualquier iniciativa contra el Islam, daba cobertura justificativa más que suficiente a la ya inevitable ofensiva.

La operación se fijó por objetivo la ciudad costera de Tánger. La dirigía el infante Enrique y constaba de más de seis mil hombres que fueron reunidos en Ceuta en el verano de 1437. La expedición era casi exclusivamente portuguesa, aunque se añadieron a ella algunos marinos vizcaínos y asturianos. Ni el Rey de Castilla oficialmente, ni el Rey de Inglaterra, ni el Duque de Borgoña, a los que se había solicitado ayuda, la llegaron a ofrecer. La ofensiva comenzó en septiembre de 1437, y no parece que su comandante, el infante Enrique, actuara con la prudencia necesaria. Lo cierto es que los ataques portugueses contra Tánger fueron fracasando uno tras otro hasta que el ejército luso, antes de un mes de iniciada la contienda, decidió rendirse a los marroquíes y comprar la retirada mediante el compromiso de entregar Ceuta, compromiso garantizado por la permanencia en Marruecos del infante Fernando en calidad de rehén.

El desastre de Tánger conmocionó a la opinión pública portuguesa, y creó en el Rey un extraordinario problema de conciencia: era preciso recuperar cuanto antes a su hermano Fernando, pero el precio impuesto por los musulmanes —poner fin a la política cruzadista de décadas— era demasiado alto.

Duarte acudió al Reino y reunió las Cortes en Leiria a comienzos de 1438. Las posturas estaban muy divididas.

Los representantes de las ciudades y villas, junto a quienes se habían opuesto desde el principio al proyecto, como los infantes Pedro y Juan, exigían el estricto cumplimiento del compromiso adquirido: libertad del infante a cambio de Ceuta. La mayoría de la alta aristocracia, sin embargo, que en buena parte era responsable del fracaso, se obstinaba en no ceder al chantaje marroquí o, en todo caso, proponía buscar otras vías alternativas de negociación que no supusieran la cesión de Ceuta, en la que, por cierto, permanecía el infante Enrique que no acudió a Leiria.

Por su parte, el alto clero compartía la intransigente postura de la mayoría aristocrática, y algunos de sus representantes, como el arzobispo de Braga, se empeñaban en que la devolución de Ceuta no era ya asunto de Portugal, sino del conjunto de la cristiandad y que, en consecuencia, sólo al Papa correspondía resolver la situación. El rey Duarte, abrumado por el peso de su responsabilidad, fue incapaz de tomar una decisión. Meses después moría en Tomar, mientras su hermano Fernando, el Infante Santo, se consumía en una prisión marroquí de la que ya nunca saldría.

Es éste sin duda el episodio más triste y penoso de un reinado, en líneas generales, positivo. Más la leyenda que la historia nos ha querido presentar a Duarte como un hombre melancólico y depresivo, incapaz de superar contratiempos y demasiado dependiente de los demás. No parece que sea éste un juicio justo, aunque a nadie puede extrañar que el desastre de Tánger y la suerte de su hermano, de la que se sentía personalmente responsable, debieron influir de manera muy negativa en su ánimo. Por lo demás, fue un hombre culto y amante de las letras que ha pasado a la historia con el apodo del Elocuente, un hombre profundamente interesado por la moral práctica a la que dedicó una de sus obras: O Leal Coselheiro o su versión ampliada O Livro dos Conselhos de El-Rei D. Duarte. Al mismo tiempo, fiel al espíritu de su tiempo, fue amante de la estética caballeresca y dedicó a los ejercicios físicos y a la caza una buena parte de su actividad, e incluso teorizó sobre ello en un original tratado acerca de cómo montar adecuadamente a caballo: O Livro da Ensinança de Bem Cavalgar Toda Sela.

 

Obras de ~: Leal Conselheiro, ed. de J. Piel, Lisboa, 1942; Livro da Ensinança de Bem Cavalgar Toda Sela que Fez el-Rey Dom Eduarte de Portugal e do Algarbe e Señor de Ceuta, ed. de J. M. Piel, Lisboa, Livraria Bertrand, 1944; Livro dos Conselhos de El-Rei D. Duarte (Livro da Cartuxa), Lisboa, 1982.

 

Bibl.: D. Maurício Gomes dos Santos, D. Duarte e as Responsabilidades de Tânger, Lisboa, Gráf. Portuguesa, 1960; J. Veríssimo Serrão (dir.), “Duarte (D)”, en Dicionário de História de Portugal, I, Lisboa, Iniciativas Editoriais, 1971, págs. 855-857; “Évora, Cortes de (1436)”, en Dicionário de História de Portugal, vol. II, Lisboa, Iniciativas Editoriais, 1971, pág. 151; “Leiria, Cortes de (1438)”, en Dicionário de História de Portugal, vol. III, Lisboa, Iniciativas Editoriais, 1971, pág. 677; H. C. Baquero Moreno, Itinerários de El- Rei D. Duarte (1433-1438), Lisboa, Academia Portuguesa de la Historia, 1976; A. de Sousa, “As Cortes de Leiria-Santarém de 1433”, separata de Estudos Medievais (Porto), 2 (1982); “As Cortes de Évora de 1435”, separata de Estudos Medievais, 3-4 (1984).

 

Carlos de Ayala Martínez

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