Fonseca, Antonio de. Toro (Zamora), c. 1503 – Valladolid, 19.I.1557. Visitador de Navarra, prior de Roncesvalles, obispo de Pamplona, presidente del Consejo Real, consejero de Estado.
Según los datos aportados por Salazar de Mendoza y, más próximo en el tiempo, Alcocer Martínez, los Fonseca eran familia señalada en el servicio real, caso de su abuelo, Pedro Rodríguez de Fonseca, servidor de Juan II y Enrique IV. Casado éste con María Manuel, de ellos nacieron Cristóbal de Fonseca, que murió sin sucesión, Juan Rodríguez de Fonseca y Sancho de Fonseca, padre de María de Fonseca (quien matrimonió con Felipe de Ocampo) y de Antonio de Fonseca, quien nació en Toro hacia 1503.
Emparentado con Alonso de Fonseca, fundador del colegio del Arzobispo (cuya labor mereció la atención de Vicente Beltrán de Heredia), tras licenciarse en Cánones en la Universidad de Salamanca el 15 de abril de 1527, fue uno de los primeros colegiales del primero, desde el 23 de enero de 1528. En rigor, el colegio estaba todavía por concluir, viviendo con Juan de Fonseca, Fernán Pérez de Oliva y Francisco Zapata en casa aparte. Ello no le impidió ejercer como rector al menos en el curso 1529-1530, tomando a su salida del cargo juramento a los colegiales de observar las constituciones de Santa Cruz de Valladolid mientras no las tuviesen propias.
Concluidos sus estudios, su primera comisión administrativa fue visita al Consejo de Navarra y al resto de instituciones de este reino, que le fue encargada el 27 de febrero de 1534. Fonseca poseía características idóneas para este trabajo, pues era letrado, eclesiástico y extranjero, presentándose en junio del mismo año en Pamplona para que los ministros de Justicia del reino le prestaran obediencia e iniciar su tarea. Una vez concluida, presentó sus resultados ante la Emperatriz. El 14 de julio de 1536, en Valladolid, el Consejo remitió consulta en la que refería: “Vra. Magt. sabe que el liçen[cia]do Antonio de Fonseca fue a bisitar al regente y los del Consejo y otros ofiçiales del reyno de Nauarra el qual traxo la d[ic] ha visitaçion y consultada con la emperatriz e reyna n[uest]ra señora se proueyeron algunas cosas en bien de aquel reyno el traslado de las quales se enbiara a Vuestra Magt. con el primero correo”. La mayoría de las inspecciones realizadas al Consejo de Navarra en el siglo xvi concluían con la presentación de sus conclusiones al Rey por el comisionado, quien “platicado sobre ello con los del nuestro Consejo y con los del Consejo del dicho Reyno de Navarra”, promulgaba las Ordenanzas, trámite que se siguió en el caso de Fonseca.
Isabel quedó sumamente complacida con su labor, si bien las quejas que había despertado en las Cortes navarras de 1534 la condujeron a proponer alguna modificación. Concluyó que “lo que por ellas concierne a la buena administración de la justicia y que se haze conforme a las ordenanzas desse Reyno, he havido plazer, y nos tenemos por servidos”. Las Ordenanzas resultantes de su actividad fueron aprobadas el 29 de mayo de 1536, constando de cincuenta y nueve disposiciones de carácter marcadamente procesal que, pese a todo, no concitaron el apoyo del reino.
Las Cortes de Tudela de 1538 rechazaron varias, entre las que cabe destacar la que dividía el funcionamiento del Consejo en dos salas y la que obligaba a la residencia de los miembros del organismo. Sus informes fueron asimismo esenciales —con los del doctor Anaya— para la elaboración de otras ordenanzas destinadas a la Cámara de Comptos, de 7 de julio de 1542. Parece que la labor de Fonseca rompió el acuerdo existente entre Rey y reino sobre la administración de justicia, pero ello no atajó la relación del visitador con Navarra. En primer lugar, y en pago a su labor, el Emperador le hizo merced del priorato de Roncesvalles el 22 de mayo de 1542, primera ocasión en que Fonseca mostró el escrúpulo eclesiástico que posteriormente dificultaría su actuación como presidente de Castilla, al apresurarse a obtener del Papa título apostólico. Seguidamente, Carlos V le presentó a la silla episcopal de Pamplona, obteniéndola el 9 de enero de 1545.
Eligió Estella como sede episcopal, sufriendo un ambiente anticastellano. De hecho, el Emperador procuró evitar una reacción hostil de los habitantes del reino solicitando de las Cortes la naturalización de Fonseca, mediante el virrey Hurtado de Mendoza, siéndole concedida el 8 de noviembre de 1545.
Con todo, tal actitud condujo a Fonseca a pasar largas temporadas en su Toro natal. Desde aquí condujo las diferencias con su Cabildo, en especial con el arcediano de la Tabla de la catedral de Pamplona, y dictó ordenanzas para su obispado el 24 de junio de 1548, que pretendían poner coto a ciertos abusos económicos de la curia en lo relativo a la administración de justicia, y a los cometidos por el clero y el pueblo cristiano. Fueron publicadas a la espera de celebrar sínodo diocesano, cuya consumación no estuvo clara en tiempo de Fonseca, dado que una reunión de procuradores de cada arciprestazgo que se ha considerado como tal, tuvo como único objeto la reforma del breviario diocesano pamplonés, a causa de la aparición y adopción general en el obispado del breviario castellano de Quiñones, de 1538. De la misma manera, no visitó personalmente la diócesis, tarea que delegó en el maestro de Teología Juan de Lastra y el licenciado Lezaún, a quienes el 27 de marzo de 1550 comisionó residencia al vicario general, oficial, notarios y demás ministros, suspendiendo la jurisdicción de todos ellos durante cincuenta días.
Con todo, su episcopado no pasó inadvertido, distinguiéndose por tender lazos con la Compañía de Jesús, que posteriormente fortalecería en la presidencia del Consejo Real. Desde Valladolid, el padre Antonio de Araoz escribía a Ignacio de Loyola el 29 de junio de 1545: “El Obispo de Pamplona, que es un bendito, elegido por su exemplo y vida, se prefiere de ayudar para los Colegios, deziendo que esta es empresa que todos los Perlados avrían de tomar por suya.
Insta mucho para que yo le acompañase a su obispado”.
Pese a que el editor de esta correspondencia afirma que el obispo de Pamplona era entonces Francisco de Navarra, ello resulta imposible por incompatibilidad de fechas. La amistad entre Araoz y Fonseca continuó, participando el obispo por orden del príncipe en el sufragio del viaje entre Madrid y Vergara que realizó, enfermo, en septiembre de 1546, según carta de Araoz a Ignacio de Loyola, en Vergara, a 1 de octubre. Asimismo, la contribución de 4.000 ducados entre 1546 y 1547 para sufragar los gastos militares del Emperador concitó la atención regia sobre su persona.
El 31 de octubre de 1546, el príncipe escribió al obispo que hiciera entrega de los mismos al virrey de Navarra, conde de Castro. Seis meses después, aún no había entregado toda la cantidad, y el príncipe encargó a Fonseca el 28 de mayo de 1547 que consignase al nuevo virrey, Luis de Velasco, los 1.700 ducados que faltaban para completar la suma ofrecida.
Pero las diferencias con su Cabildo y feligreses terminaron llevando a Fonseca a renunciar a su episcopado el 13 de abril de 1550, en el que conservó una elevada pensión, de 2.600 florines. Regresó a Toro sin oficio, pero ello significó ganar cercanía al poder, pues en la ciudad se alojaba la infanta Juana y el hijo del príncipe, Carlos, entre cuyos servidores predominaba la ideología transigente del grupo “ebolista”, con la que Fonseca simpatizaba. De hecho, comenzó a intervenir en el cuidado espiritual de la infanta, en los períodos en los que su capellán mayor, Pedro Álvarez de Acosta, debía atender a sus obligaciones episcopales en Osma. Como indicaba Luis Sarmiento al príncipe el 8 de marzo de 1551, según documento publicado por Goñi Gaztambide, “el obispo de Osma es ido a visitar su obispado y dixo que estaría allá tres meses.
El que era de Pamplona, que es de aquí y reside aquí, que es un santo hombre, en su ausencia viene aquí a palacio a las horas y sirve a la infante entretanto que el obispo de Osma vuelve”. Ello fue propiciando una creciente inclinación al grupo de Ruy Gómez, que se tradujo en su nombramiento como presidente del Consejo Real el 2 de abril de 1553. No tardaron en acompañar a tan significativo ascenso la entrada en Consejo de Estado y la designación por el Emperador entre sus albaceas. Carlos V nombró testamentarios de sus voluntades señaladas en Bruselas el 6 de junio de 1554, al príncipe, al inquisidor general Valdés, Fonseca, al duque viejo de Gandía, al regente Figueroa, Juan Vázquez de Molina y al alcalde Briviesca.
Esta promoción se encuadró en la remodelación administrativa impulsada por este grupo desde el regreso del príncipe a Castilla, y en especial desde la conclusión de las Cortes de Monzón en diciembre de 1552, que perseguía promover a sus miembros a los organismos de gobierno. De acuerdo con este propósito, el Consejo Real fue sometido a visita, amparándose los ebolistas para propiciar esta decisión regia en las voces que venían defendiendo su necesidad desde tiempo antes. Ya en tiempo del presidente Niño, en noviembre de 1550, Gutierre López de Padilla —el conde de Buendía, según Salustiano de Dios— aconsejó a Carlos V fiscalizar el Consejo, los alcaldes de Corte, los oficiales de Contaduría y otros Consejos y ministros de Justicia. La inspección se encomendó a Diego de Córdoba, consejero de Inquisición, en 1553, y el principal encargo hecho al nuevo presidente fue la consumación de las Ordenanzas aprobadas por Felipe II como resultado de la labor del visitador.
Pero con la partida del príncipe y Ruy Gómez a Inglaterra, en julio de 1554, se apreció escasa determinación por parte de Fonseca en la protección de los intereses de su grupo, en general, y en la materialización de la visita, en particular. Esto no se debió a una reorientación faccional, puesto que apoyó con decisión las reformas aplicadas por el doctor Velasco en las contadurías y fue contertulio habitual de Francisco de Borja en la casa jesuita de Simancas, según se deduce de carta de Francisco de Borja a Jerónimo Ruiz del Portillo, firmada en esta localidad, el 4 de mayo de 1555, en la que se lee: “De la corte han venido muchos señores a comunicar con el P. Bustamante. El presidente del consejo real y el obispo de Jaen [Diego Tavera], pasando en diversas vezes para Toro, vinieron á esta casa y fueron muy edificados, y espérase que, de lo que el Padre trató con el presidente, será muy servido N.S [...]”. La misma conclusión se extrae de otras cartas del mismo, a su hermana, de 22 de julio de 1555, y a Ignacio de Loyola, de 19 de mayo de 1556. También favoreció las pretensiones de la Compañía y trató de su ceremonial de Semana Santa. Su irresolución en la imposición de las Ordenanzas del Consejo cabe más bien atribuirla a los límites que sus órdenes sagradas ponían a su capacidad de resolución política, frustrando las expectativas depositadas por el grupo “ebolista” en su actuación.
De esta manera, con la partida del príncipe Felipe accedieron al Consejo criaturas de Valdés como Juan Briviesca de Muñatones, al tiempo que sus oidores plantaban cara a la presencia de García de Toledo, mayordomo mayor de la reina Juana, en las consultas de los viernes. Asimismo, se desdibujó la aplicación de la visita —en lo que sin duda influyeron los vínculos existentes entre Diego de Córdoba y Valdés—, sin padecer castigo los oidores más tocados por la inspección, los licenciados Hernando Martínez de Montalvo y Galarza, y sin ratificarse las Ordenanzas de La Coruña en el Consejo hasta el 23 de junio de 1556.
Testimonio de la postergación de la visita fue que el presidente solicitó el 4 de octubre de 1554 aumento de salario para los integrantes del Consejo ante “tanta limpieza y rectitud” como la hallada a lo largo de la inspección. Otro testimonio de las dificultades de Fonseca para contribuir al dominio “ebolista” fue su incapacidad para forzar la partida de Diego de Simancas, cliente de Valdés, a servir plaza en la Rota, para la que se terminó por elegir a Gaspar de Quiroga.
Resultado del escrúpulo eclesiástico de Antonio de Fonseca fue la disensión con sus oidores sobre la actitud por mantener hacia el belicoso Pablo IV. Mientras el presidente se debatía con su conciencia, el Consejo no dudó una vez finalizada la segunda convocatoria del concilio de Trento en apoyar la pretensión de los obispos castellanos de someter sus cabildos a visita, considerando fuerza los documentos apostólicos en apoyo de la exención capitular. Fue tan evidente vacilación, causante de un duro juicio por parte de Cabrera de Córdoba: “Era blando, poco experto, más obediente a su conciencia que inteligente ni activo, y convenía darle sucesor de más desahogado espíritu y menos congojoso para el reparo de los negocios que había preferentes con el pontífice”. Y tal vacilación condujo al propio Fonseca a pedir el relevo, deseo al que Felipe II accedió el 14 de octubre de 1556, convencido de la necesidad de hallar ministro más resuelto para la plaza, si bien el Rey le pidió permanecer en ella hasta que se consumara su regreso a Castilla por no tener pensado sustituto y para evitar las alteraciones que la vacante podía provocar en la Corte en su ausencia. Pero Fonseca no pudo aguardar el retorno del Rey, pues falleció el 19 de enero de 1557, mientras el Consejo Real se hallaba atareado en la consumación de medidas contra el Pontífice. La princesa había escrito el 15 de enero a Felipe II: “[...] ví la copia de lo que scriuió al Consejo Real sobrel pregón para que no se cambiasse para Roma ni se açeptasen poliças de allá y saliesen los vassallos de V. Al. de aquella corte, se mando executar como los del dicho Consejo lo scrivirán con este correo”. La elección de presidente el 18 de abril en la persona de Juan de Vega vino guiada por la intención de situar al frente del Consejo un personaje laico de criterio firme, que usara su experiencia diplomática para neutralizar las maniobras de Pablo IV. No existe certeza del día de abril en que Vega firmó su título, que algún autor fija el 18, pero tomó posesión el 21 de julio, poniendo fin a la interinidad desempeñada por Vaca de Castro.
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Ignacio J. Ezquerra Revilla