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Pedro Acuña y Avellaneda

Biografía

Acuña y Avellaneda, Pedro. Aranda de Duero (Burgos), 1505 – 4.IX.1555. Oidor de la Real Chancillería de Valladolid, consejero de Órdenes, consejero de Inquisición, obispo de Astorga y obispo de Salamanca.

Hijo de Martín Vázquez de Acuña, señor de Estercuel, Fuentelisendo y Hoyales, y de Constanza de Avellaneda, su familia poseía casa solariega en Aranda de Duero. Debió tomar prontamente las órdenes sacras, pues es tratado por las fuentes como clérigo de la diócesis de Osma, a la que pertenecía la villa de Aranda. Colegial de San Bartolomé desde el 27 de febrero de 1536, estudió Utroque Iure y ostentó una cátedra de Instituta, licenciándose en leyes por la Universidad de Salamanca el 19 de enero de 1540. Con ello, a los pocos días, Pedro abandonó su cátedra, constituyéndose sus conocimientos sobre derecho civil, y las relaciones políticas iniciadas en la ciudad del Tormes en credencial suficiente para que el Emperador le promoviera a la Chancillería de Valladolid. La intensidad e importancia de tales relaciones supuso una rápida transición al aparato administrativo, toda vez que cumplidos cuatro años de su entrada en el Colegio de San Bartolomé, accedió al mencionado tribunal, entre finales de febrero y comienzos de marzo de 1540. De esta manera se convirtió en una de las primeras promociones de oidores a la Chancillería en tiempo del flamante presidente Sebastián Ramírez de Fuenleal, llegado al cargo el año anterior, y pudo ser una manifestación más del dominio cortesano de Tavera.

Hasta tener mejor confirmación, se cree que el paso del licenciado Acuña al Consejo de Órdenes en torno a 1542, con ser un progreso evidente, se produjo en el contexto de la visita que el deán de Córdoba realizó a la Chancillería. En el caso de Acuña, debió salir bien parado de la inspección —concluida en diciembre de 1540 y pendiente desde entonces de vista en el Consejo Real, en testimonio de la ineficacia del organismo—, toda vez que a sus resultas consiguió acceder a la Corte.

A juzgar por los datos ofrecidos por Constancio Gutiérrez, puede que durante el ejercicio de este primer cargo en la Corte, Acuña y Avellaneda ejerciera asimismo algún cargo en la Casa del príncipe Felipe, si bien su expediente no se halla entre las quitaciones de las Casas Reales, según se ha tenido ocasión de comprobar. Pese a la brevedad de su permanencia en el Consejo de Órdenes, son varios los testimonios de su intervención en el despacho ordinario de este organismo: su señal aparece en el título de Rodrigo de Mendoza y Luna como comendador de Paracuellos, el 15 de octubre de 1544, junto a las del conde de Osorno y el doctor Pedro de Goñi, a los que Salazar y Castro denomina consejeros “de la Orden de Santiago”, confirmando nuestra reserva sobre la existencia de un Consejo unificado de las tres Órdenes por aquel entonces.

El 2 de abril de 1546 recibió título del Consejo de Inquisición, con la retención añadida de su quitación de cien mil maravedíes en Órdenes hasta que su plaza fuera provista; no así la ayuda de costa equivalente, cuyo reparto proporcional desde el nombramiento de Acuña para Inquisición pidieron en 1550 los consejeros Goñi, Pedrosa y Ovando. Se constituyó así en la última incorporación a la Suprema producida en tiempo de fray García de Loaysa. En su nuevo cargo, asistió al juramento de Fernando de Valdés como nuevo inquisidor general, el 19 de febrero de 1547, nombramiento que no cuadraba con la procedencia política de Acuña, como no tardaría mucho en comprobarse.

Pese a que el autor del manuscrito transcrito por Constancio Gutiérrez idealiza que a Acuña “parecía no quedarle sino la mitra para escalar la cumbre de los honores debidos a consejeros como él tan eminentes”, la promoción a la sede episcopal de Astorga por nombramiento de 4 de junio de 1548, en lugar de Diego de Álava y Esquivel, tuvo todos los rasgos de un alejamiento de la Corte motivado por la disensión política con Valdés, una vez fallecidos sus protectores Tavera y Loaysa.

Tomada posesión de su mitra el 11 de julio de 1548, entró en Astorga casi dos meses después, iniciándose un período de aclimatación a los problemas de su sede. Durante este forzado retiro de la sede del poder, se intensificó su contacto con el grupo que crecía políticamente en torno al príncipe. El 6 de julio de 1549, recibió valiosas reliquias de mano de Juan Álvarez Vaca, canónigo de Astorga —quien a su vez las había recibido de Blanca Enríquez—, enviadas desde Roma por Leonor Osorio, mujer del virrey de Sicilia, Juan de Vega. Entre todas quizás destacase “la piedra en que fue puesto S. Lorenzo después de asado”. Pronto usó de su posición en beneficio de sus allegados, y así Juan de Avellaneda fue nombrado “gobernador y justicia mayor en los lugares y vasallage [sic] de la obispalía de Astorga”, al tiempo que padecía las trabas puestas al poder episcopal por otros entes eclesiásticos, cuya resolución no tardaría en ser retomada en el Concilio de Trento con el autorizado concurso de Acuña y Avellaneda. Desde su llegada a la mitra astorgana, Acuña mostró celo por la visita de las cofradías, si bien el deseo de intervenir en la reforma eclesiástica de la autoridad temporal aún no era tan evidente como pronto sería, y en 1549 llegó a Astorga cédula del Emperador prohibiendo al obispo intervenir en la visita o cuentas de las cofradías, así como inhibitoria al provisor Diego González, quien instruía causa contra los cofrades opuestos a la inspección del prelado.

Pese a llegarle el 28 de mayo de 1550 las letras apostólicas necesarias para acometer la remodelación de las cofradías, Acuña no tuvo mucho tiempo para ejecutarlas, por tener que desplazarse a la segunda convocatoria del Concilio de Trento. Por nimio que fuese el asunto tratado entre obispo y cabildo, la suspicacia jurisdiccional estuvo presente. Asimismo, en el comienzo de su permanencia en la sede astorgana giró visita a la colegiata de Villafranca, conminando a su abad, Fernando Mudarra, obispo de Larino, a repararla con las rentas que percibía. Lo que en 1552, cuando el provisor de Acuña, Diego González, hizo nueva visita, continuaba sin ejecutar.

Quizá las dificultades para aplicar su jurisdicción episcopal expliquen la excepcional disposición de Acuña, en comparación con sus compañeros prelados, a desplazarse a la asamblea cuando recibió en diciembre de 1550 el aviso regio de prepararse para la jornada. El 14 de marzo de 1551 emprendió el viaje, pero, detenido cerca de Turín por una indisposición, poco podía imaginar Acuña que iba a convertirse en expresión del enfrentamiento entre Francisco I y el Emperador. Mediado mayo, fue detenido por un capitán del ejército francés en respuesta a las detenciones practicadas por Ferrante Gonzaga entre militares franceses. La intervención personal del príncipe consiguió liberarle, llegando a Trento el 6 de agosto.

Con todo, lo que se discutiría en la nueva sesión conciliar distaba de tocar a la reforma, como cada vez más claramente deseaban los poderes temporales y gran parte de los obispos hispanos, entre los que se encontró Acuña. Temerosa de las imprevisibles consecuencias jurisdiccionales que podía tener esta discusión, la Sede Apostólica llevó las sesiones al más cómodo terreno de la definición dogmática, y no tuvo reparo en hacerlo desde el mismo inicio de las sesiones. El 1 de septiembre de 1551 el legado papal Crescenci censuró el sermón inaugural del arzobispo de Sasoni, ordenándole excusar —según Francisco de Vargas— todo lo relativo a reforma. Ante ello, los obispos hispanos mostraron un inmediato disgusto con el manejo que la Sede Apostólica estaba realizando de la asamblea, y no anduvo entre ellos a la zaga el obispo de Astorga. Pero ello no perjudicó su implicación en las sesiones, como demostró su brillante disertación sobre la Eucaristía de 26 de septiembre de 1551, que seguramente ayudó a su inclusión por el legado entre los padres encargados de la redacción de los cánones al respecto, tarea a la que pronto se añadieron la elaboración de los cánones de penitencia y extremaunción y asuntos procesales de la justicia eclesiástica. A este respecto, el estudio de la comisión comenzó por los textos que se referían a la curia, como ejemplo para el resto de la jurisdicción eclesiástica. Como resultado de un estudio anterior en el que había intervenido Juan Gropper, se encareció la necesidad de regular la jurisdicción penal episcopal, precisando la sucesión procesal, garantizando los derechos de las partes —en la medida en que esta expresión sea apropiada para el momento histórico— y la ejecución de las sentencias.

Respecto a las apelaciones, Gropper se había mostrado opuesto a las apelaciones de sentencias episcopales ante el Papa, a causa de los perjuicios que provocaban a las partes, como gastos excesivos y salida del reino propio, por lo que defendió la apelación a tribunales intermedios sobre el fondo, y no sobre el procedimiento. Paradójicamente, la comisión alegó la autoridad apostólica para decantarse por la sentencia de las apelaciones por parte del Papa, mediante delegados con dignidad no inferior a obispo.

Ante la actitud dilatoria romana, y la voluntad imperial de no incomodar a la Sede Apostólica, los obispos hispanos realizaron entonces un encendido alegato, plasmado en diferentes memoriales, para que en la sesión 14 se abordaran los abusos e irregularidades que debían ser corregidos, y que para ellos quedaban expresados en la pluralidad de beneficios con cargo de almas, las encomiendas y coadjutorías, la unión de beneficios durante la vida de un hombre, las expectativas, la colación de beneficios a extranjeros, los privilegios de clérigos simples tonsurados, las exenciones jurisdiccionales del ordinario, los jueces conservadores elegidos por las comunidades... La fijación de los puntos por discutir durante esta sesión evidenció el verdadero deseo de reforma de Roma, y generó disensiones entre el embajador Vargas —fiscal del Consejo Real— y los obispos hispanos, a los que el primero acusó de escasa habilidad negociadora.

Fruto de todo ello fue que, abordada la sesión XIV el 25 de noviembre de 1551, entre los decretos de reforma se asentara el derecho episcopal a visitar los cabildos y corregirlos, pero sujeto a la residencia episcopal y la realización personal de la visita, como delegados especiales del Papa, y respetando las exenciones legales y perpetuas. Esto es: nada en comparación con el deseo de los prelados hispanos, y germen de las disensiones con los capítulos que no tardarían en menudear, y en las que se vería especialmente envuelto Acuña y Avellaneda.

Afectado por esta y otras evidencias de fracaso, el Concilio continuó, y el 11 de enero de 1552 intervino Acuña para hablar sobre el sacrificio de la misa y el sacramento del orden, mostrando con numerosos testimonios de padres la falsedad de los artículos propuestos. Finalmente, sometido a discusión el asunto de la suspensión o prórroga de la asamblea, se declaró opuesto a la primera, proponiendo la prórroga del Concilio por dos años y votando conforme a esta opinión en la sesión de 28 de abril de 1552 contra la suspensión de la asamblea, suscribiendo además una cédula de protesta. La suspensión del Concilio procedió de la conveniencia mutua de Emperador y Papa. Durante toda esta segunda asamblea, la petición hispana de reforma había topado con la coyuntura política del Emperador en Alemania, apoyando éste el ansia de sus obispos tan sólo de manera formal, cuando en realidad le convenía el trato de las materias dogmáticas para atraer a los protestantes. Por su parte, como se ha aludido, Julio III no deseaba hablar de reforma, de manera que cuando el elector Mauricio de Sajonia abandonó el bando imperial y ambos poderes vieron ocasión de concluir el Concilio, éste no tardó en ver suspendidas sus sesiones. El Papa se mostró partidario de aplazarlas indefinidamente, pero le convenía que fuese Carlos V quien llevara la iniciativa en este sentido. Entonces, el Emperador usó las demandas imperiales de reforma como instrumento que agilizase la suspensión del Concilio, partiendo la decisión del propio legado Crescenci.

En este devenir de hechos, se evidenció una postergación total de los obispos hispanos. Recibido un breve pontificio de 20 de abril de 1552, el día 24 los presidentes propusieron la suspensión del Concilio. Un grupo de prelados españoles, entre los que se encontró Pedro de Acuña y Avellaneda, no consideraron cumplidas sus demandas de reforma y expresaron su deseo de continuar las reuniones, o al menos que se hablase de aplazamiento, pero no de suspensión. Junto a Acuña, militaron los obispos de Calahorra, León, Tuy, Astorga, Guadix y Pamplona. Propuesto por Roma el paso de algunos prelados de diferentes naciones para hablar sobre reforma, el montaraz Pérez de Ayala y sus compañeros se negaron, poniendo en duda la libertad que pudiera haber en la Sede Apostólica para hablar y reformar. Sin traslucir su acuerdo con la suspensión, los embajadores imperiales se esforzaron en conseguir la adhesión de los disidentes a la decisión. El día 28 aún se hallaban opuestos los obispos de Castellamare, Lanciano, Elna, Badajoz, Tuy, Venosa, Guadix, Pamplona, Astorga, Ciudad Rodrigo y Calahorra, la mayoría, aquellos que se habían visto inmersos en disputas con sus cabildos. Justificaron su actitud al Emperador, en que habían ido al Concilio para tratar de religión y reforma, reducción de herejes y sosiego de los católicos, y que la suspensión, tal como se hacía, dejaba en manos del Papa la convocatoria del Concilio, quedando abierta la posibilidad de padecer la dificultad ya sufrida para proseguirlo. Dos días después del decreto de suspensión de 28 de abril, los obispos hispanos presentaron una protesta, que a su vez remitieron al Emperador. Entre sus firmantes se halló el licenciado Pedro de Acuña y Avellaneda.

La petición de reforma de los obispos hispanos sólo tendría impulso por parte del poder temporal, cuando éste se liberó de la conveniencia imperial en la tercera convocatoria del Concilio.

Con todo, prefigurando su desenlace definitivo —a partir de 1563—, el decreto suspensivo de 28 de abril exhortó a los príncipes cristianos y a los prelados a observar y hacer observar en sus reinos, dominios e iglesias, todas y cada una de las cosas que el Concilio había establecido y decretado. Pie apto para que los segundos aplicaran el controvertido canon de visita a sus cabildos, apoyados cada vez con mayor claridad por un poder temporal, que entreveía el beneficio potencial del apoyo a la reforma católica para su propia consolidación. El concierto de la actuación episcopal mancomunó el proceder tanto de los prelados como de sus capítulos, alcanzando el enfrentamiento extrema virulencia en diócesis como las de Calahorra o Burgos, cabildo que remitió un enviado a Roma para recabar apoyo de la curia, ante el celo que el Consejo Real estaba mostrando por apoyar a los prelados. Los obispos —incluido Acuña y Avellaneda— se reunieron en Valladolid en el invierno de 1553, para obtener del Rey el apoyo a la obediencia del concilio tridentino en los reinos hispanos, si bien el pueblo percibió que los obispos pretendían “hacer monipodio contra el Papa y la autoridad de la sede apostólica”. Una vez conseguido el visto bueno regio, los obispos se dirigieron a sus diócesis para visitar sus cabildos, provistos de cédulas reales que imponían la sumisión al Concilio sin penas ni amenazas. Ante la desobediencia general de los capítulos, el Consejo Real mandó recoger cualquier documento pontificio en su apoyo, y los obispos y el organismo real trataron de vencer esta resistencia con medidas represivas.

Ante esta actividad, los cabildos constituyeron una congregación en Valladolid a finales de 1553, si bien no dio señal de actividad organizada hasta meses después. En nuestra opinión, sobre todas las interpretaciones sobre la disputa entre obispos y cabildos destaca la de Jedin, quien subraya la connivencia táctica entre Sede Apostólica y cabildos para reducir el poder episcopal.

A este patrón se sujetó la actuación del obispo de Astorga. En su sede, Acuña y Avellaneda se entregó con total dedicación a profundizar el camino de imposición jurisdiccional sobre su cabildo. De vuelta a su diócesis, celebró sínodo entre el 16 y el 20 de julio de 1553, y otorgó unas constituciones acordes con el Concilio que vieron la luz el 22 de diciembre.

Comoquiera que varias de ellas aludían al poder del obispo para visitar, corregir y castigar a los exentos, los capitulares protestaron en el mismo acto de promulgación de las mismas, impidiendo su publicación durante unos meses. Pese a que el príncipe había enviado carta a la Iglesia de Astorga el 27 de octubre de 1553, ordenando la imposición de las decisiones tridentinas, la oposición del cabildo a dejarse someter a visita supuso que el obispo Acuña y Avellaneda requiriera la intervención secular para la detención de los capitulares más significados en esta actitud. Ante ello, el deán y cabildo solicitaron del auditor de Rota Juan Bautista Guidobono letras de inhibición para el obispo, que emitió el 28 de noviembre de 1553.

La publicación de las constituciones sólo se produjo con el apoyo real. Era el inicio de un enfrentamiento inmediatamente inscrito en el general de los capítulos contra los obispos tridentinos.

La remisión de cierta cédula real urgiendo al cabildo de Astorga el cumplimiento de las disposiciones conciliares tocantes a temporalidades, se convirtió en ocasión para los capitulares de enviar un comisionado a la Corte para procurar absolución de las censuras impuestas por el obispo. La multitud de roces entre obispos y cabildos llevó al pontífice a constituir una junta en Roma que abordara el caso, que aconsejó que el nuncio Marini escuchara a ambos en Valladolid, lo que Julio III ordenó por breve de 27 de febrero de 1554. La intervención papal motivó la firmeza del Rey, que pocas fechas más tarde ratificó lo actuado por los obispos hispanos y las cédulas regias que habían dado cobertura a su actuación, favoreciendo que arreciase la firmeza de los prelados con sus cabildos, sobre todo en León, Astorga, Segovia y Calahorra. Con estos hechos, el comisionado de los cabildos consiguió de Roma una actitud más contundente, expresada en breve de 30 de agosto de 1554 que anulaba todos los actos episcopales desde el año anterior y ordenaba a los obispos la liberación de los capitulares que tuvieran presos y que no obedecieran las disposiciones del Consejo Real. Pero éste reaccionó considerando el documento caso de fuerza, por cédula de 8 de noviembre, que encarecía a los obispos acometer la visita sin contemplaciones. La disputa perdió virulencia, lógicamente, con la muerte de Julio III, pero la recobró de inmediato con el acceso al solio del papa Caraffa, en cuyo primer consistorio el cardenal Puteo solicitó nueva provisión al enviado papal Antonio Agustín y órdenes al nuncio en España, encomendándoles la protección de los cabildos y la puesta en libertad de los prebendados detenidos en su domicilio a instancia de los obispos de León y Astorga. Acuña no hubo de atender a los ministros papales, puesto que desde comienzos de ese mes —el día 5— era nuevo obispo de Salamanca. Junto a las rencillas jurisdiccionales, Acuña dejaba en Astorga suntuosos ornamentos y vidrieras en la catedral.

De regreso a la capital de la ribera del Duero, gestionaba la fundación de un colegio de Gramática, cuando le sorprendió la muerte, el 4 de septiembre de 1555, siendo enterrado en el convento franciscano de la villa que su familia fundara. Tal colegio no fue la única obra que su muerte truncaría, pues, de creer a Ruiz de Vergara, durante el retiro en su ciudad natal fue nombrado presidente del Consejo Real de Castilla, opinión compartida por Gil González Dávila, quien llegó al punto de asegurar que la cédula con su nombramiento fue recibida en Aranda al día siguiente de su fallecimiento. Pensamos que las dificultades de Antonio de Fonseca para imponer el dominio del grupo de Ruy Gómez en el organismo al menos otorgan fundamento a tal afirmación.

 

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Henar Pizarro Llorente e Ignacio J. Ezquerra Revilla

 

 

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