Masones de Lima y Sotomayor, Jaime. Conde de Montalvo de Aragón (IV). Cagliari (Italia), 22.XII.1696 – Madrid, 11.III.1778. Militar y diplomático.
Cuarto y último hijo de José Masones y Manca y de Juana de Lima y Sotomayor, pertenecía a una familia española, noble aunque pobre, establecida desde hacía varias generaciones en Cerdeña. Cuando empezó la Guerra de Sucesión, el jefe de la familia, Félix Masones, y su hijo único José, respectivamente abuelo y padre de Jaime, tomaron partido por Felipe V. A raíz de la rendición de Caller (1708), José pasó a España con sus cuatro hijos. El mayor, Félix Fernando, luego duque de Sotomayor por herencia materna, fue el único en casarse. Sus tres hermanos abrazaron la carrera militar. Jaime se incorporó en 1719 al Regimiento de dragones de Lusitania, bajo el mando del conde de Pezuela, futuro marqués de la Mina. Su vista deficiente y su salud delicada no favorecieron los adelantos del joven, quien al cabo de diecisiete años no había pasado de capitán. Gozaba, sin embargo, del aprecio del marqués de la Mina al que acompañó en su embajada a Francia con el grado de coronel, residiendo allí del 5 de enero de 1737 al 8 de agosto de 1740. Regresado a España, tomó el mando del Regimiento de dragones de Frisia. Parece probable que fue en esa época cuando intimó con José de Carvajal, a cuyo hermano, Nicolás, había tratado en el ejército, así como a Ricardo Wall, otro oficial de dragones y al joven duque de Huéscar. Con su Regimiento Masones se distinguió en las campañas de Italia entre 1742 y 1745, siendo incluso ascendido a brigadier (1744).
Pero su poca salud y sobre todo su pésima vista le obligaron a abandonar el servicio activo para emprender una cura en Montpellier.
Con la subida de Fernando VI al trono (9 de julio de 1746) la carrera de Masones iba a marcar un viraje decisivo.
Elevado al Ministerio de Estado, su amigo Carvajal le nombró, con el grado de mariscal de campo, ministro de España (13 de mayo de 1747) en las conferencias de paz que habían de reunirse en 1748 en Aquisgrán. Después de una estancia en París al lado de su amigo Huéscar, embajador allí, el novel diplomático llegó algo tarde a su destino (17 de abril de 1748), unos pocos días antes que sus colegas franceses, ingleses y holandeses firmasen entre ellos, el 29 de abril, unos preliminares de paz, a los que España estaba convidada a acceder, sin haber tomado parte en la negociación ni siquiera haber sido consultada. Muy sentido por haberse dejado engañar, aunque su gobierno no le hizo ningún reproche, Masones se deshizo en esfuerzos por arrancar a sus interlocutores algunas mejoras que le permitieron firmar la accesión de España al tratado definitivo (20 de octubre de 1748).
Después de detenerse unas semanas en París —durante las cuales se resistió a aceptar las embajadas de Francia y luego de Viena que Carvajal y Huéscar querían conferirle— Masones emprendió el viaje de regreso. Llegado el 27 de abril de 1749 a Aranjuez donde se encontraba la Corte, fue ascendido a teniente general. Durante los dos años siguientes, su tiempo se repartió entre temporadas de aguas destinadas a fortalecer su salud, estancias en su finca de Benidorm y las obligaciones militares que tenía en Madrid, en particular como vocal de la Junta de Generales creada por Ensenada para refundir las ordenanzas del ejército y modernizar el sistema militar español. Los ratos de ocio que le quedaban, los dedicaba a la lectura, a la música, al paseo y al cumplimiento de sus deberes religiosos.
La repentina muerte de Francisco Pignatelli (14 de julio de 1751) dejó de nuevo vacante la embajada española en Francia que esta vez, aunque muy a pesar suyo, Masones tuvo que admitir en atención a las reiteradas instancias de Carvajal, apoyadas de una orden formal de Fernando VI (17 de septiembre de 1751).
Después de diferir cuanto pudo su viaje, llegó a París el 3 de agosto de 1752. Conforme a sus instrucciones, adoptó un comportamiento muy discreto. Huyendo, dentro de lo posible, de los temas candentes de política internacional, entre los cuales destacaba el de una progresiva emancipación de la influencia francesa, los remitió sistemáticamente a su ministro, con el que mantenía una correspondencia confidencial.
En lo demás, se dedicó, por una parte, a hacer, con éxito, una corte asidua a Luis XV, a la Familia Real y hasta a la marquesa de Pompadour, y, por otra parte, a mandar a Madrid cuantas informaciones podía reunir relativas a los problemas de política interior (religión, parlamentos) y económicos del país vecino.
Al fallecer Carvajal (8 de abril de 1754), el embajador siguió con su sucesor Wall, también íntimo amigo suyo, la correspondencia privada. Aunque persistió en su anterior actitud de reserva, el estallido del conflicto armado entre Francia y Gran Bretaña le llevó a tomarse algunas libertades. Fue de los primeros en anunciar la reversión de las alianzas y, al par que cumplía con la orden de seguir justificando la neutralidad española, no pudo esconder sus crecientes temores frente a los triunfos británicos. El nombramiento de Masones como director general de la artillería e ingenieros (4 de febrero de 1758) no interrumpió su embajada. Tan sólo la llegada al poder de Choiseul en Versalles y de Carlos III en Madrid iban a cambiar el rumbo de las relaciones hispano-francesas, lo que significó el final de la misión de Masones. A lo largo de los casi nueve años que duró, este viejo militar, soltero, muy honrado, de moral rigurosa y vida intachable, de convicciones religiosas arraigadas observó esa Corte y esa nación, tan alejadas de sus normas de conducta, con ojos lúcidamente críticos a la vez que con una indulgencia mezclada con simpatía. Esta simpatía se la devolvieron el rey de Francia, su familia y cuantos trataron con el embajador, atraídos que fueron por su sencillez, su llaneza, su humor y su absoluta falta de pretensión y de altivez. Sin embargo, desde el punto de vista político, su actitud voluntariamente reservada le mereció el encono de Choiseul, el cual se quejaba de que el Rey Católico mantuviese en su embajada de París “el mejor hombre del mundo, pero el ministro más inepto que jamás tuvo allí”. Juicio a todas luces excesivo que había de rectificar con motivo de la despedida de Masones, asegurando que “reunía los sufragios del Rey, de la familia real, del ministerio y del público”.
Sea lo que fuere, Masones se despidió de Luis XV el 12 de febrero de 1761 y llegó a Madrid en abril. No tuvo descanso hasta que se le admitió la dimisión del empleo de director general de la artillería e ingenieros (20 de septiembre de 1761), al mismo tiempo que se le nombraba consejero de Estado. Desde entonces llevó una vida apacible entre Madrid y sus acostumbradas temporadas provinciales. De vez en cuando el Rey le consultaba en asuntos de alguna entidad: así en 1767 sobre la expulsión de los jesuitas, o más tarde sobre proyectos de reformas en el ejército. En 1772 se le incluyó en la primera promoción de caballeros de la nueva orden de Carlos III. Sobrevivió a sus hermanos José, Francisco y Félix Fernando, respectivamente fallecidos en 1745, 1763 y 1767, así como a su amigo Wall, desaparecido en 1777. El 11 de marzo de 1778, a los ochenta y un años de edad, murió en su domicilio de Madrid, Casas del Refugio, plazuela de la Cebada, después de recibir los sacramentos como buen cristiano que había sido toda su vida. Fue sepultado en la iglesia de los capuchinos del Prado.
Fuentes y bibl.: Archivo General de Simancas, Dirección General del Tesoro, invent. 16, g. 22, legs. 50, 51; Tribunal Mayor de Cuentas, leg. 2089; Archivo Histórico Nacional, Órdenes Militares, Santiago, exp. 5006.
D. Ozanam, La diplomacia de Fernando VI, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1975; Les diplomates espagnols du XVIIIe siècle, Madrid-Bordeaux, Casa de Velázquez-Maison des Pays Ibèriques, 1998; Un Español en la corte de Luis XV. Cartas confidenciales del embajador Jaime Masones de Lima, 1752-1754, Alicante, Universidad, 2001; “Louis XV vu par deux ambassadeurs espagnols”, en B. Barbiche e Y. M. Bercé (coords.), Etudes sur l’ancienne France offertes en hommage à Michel Antoine, Paris, Ecole des Chartes, 2003, págs. 275-291.
Didier Ozanam