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Manuel Ventura Figueroa Barreiro

Biografía

Figueroa Barreiro, Manuel Ventura. Santiago de Compostela (La Coruña), 21.XII.1708 – Madrid, 3.IV.1783. Político, jurista y gobernador del Consejo Real de Castilla.

Nació en el Real Hospital de Santiago de Compostela, en el seno de una humilde familia. Era hijo de Manuel Cabanelas Figueroa y de María Benita Barreiro Rodríguez de Prado, que habían contraído matrimonio, en el mismo Real Hospital, el 28 de diciembre de 1699. Su padre, natural de San Pedro de Tenorio, y que pronto se hizo llamar Manuel Figueroa, era hermano de Clemente Figueroa, párroco de Santa María de Tourón, y primo hermano de fray Isidro Figueroa, conventual de Santo Domingo de Valladolid. Tras obtener empleo como barbero-sangrador en el monasterio de Santo Domingo de Santiago, pasó a desempeñar ese mismo oficio, después de 1699, en el Real Hospital. Su madre, bautizada el 22 de septiembre de 1675, era la hija primogénita de Simón Barreiro, natural de la feligresía de Santa María de Janza, barbero-sangrador del Real Hospital santiagueño desde 1663 y casado en segundas nupcias con María Antonia Rodríguez de Prado, oriunda de la parroquia de San Vicente de Vigo. Tuvieron hasta nueve hijos: María Antonia, bautizada en septiembre de 1700; Benito Manuel Caetano, el 25 de marzo de 1702; Jacobo José Baltasar, el 5 de mayo de 1704; Manuela, el 3 de mayo de 1706; Juan José Fernando, el 31 de mayo de 1710; José, el 5 de agosto de 1712; Benito Antonio Damián, el 21 de febrero de 1715, y María Antonia Pascual, el 17 de abril de 1721. Fue Manuel Benito Ventura Cabanelas Barreiro, Cerviño Rodríguez de Prado, Vidal y Figueroa, el quinto de los hijos y el tercero de los varones. Bautizado en el Real Hospital por su capellán, Antonio Rodríguez, en su partida de bautismo sólo figura la fecha de 21 de diciembre de 1708. De sus tres nombres de pila, sólo utilizó, a lo largo de su vida, los de Manuel Ventura, seguido del apellido paterno preferido, que fue el de Figueroa.

Dado su precoz talento natural, parece ser que los gastos de los estudios del pequeño Manuel Ventura fueron sufragados por su tío paterno, Clemente Figueroa.

En 1727, a los diecinueve años, se graduó de bachiller en Leyes por la Universidad de Santiago, donde desempeñó, como sustituto, las cátedras de Prima y de Vísperas de la misma Facultad de Leyes.

Completó sus estudios en la Universidad de Valladolid, en cuya Facultad de Cánones alcanzó el grado de bachiller en 1733, a los veinticuatro de edad. En ese mismo año, como era habitual por entonces, para economizar gastos, obtuvo los grados de licenciado y de doctor en Cánones por una Universidad menor, la de Ávila. A continuación regresó a la capital vallisoletana, sede de la Real Chancillería, donde fue recibido de abogado. Fue su mentor en la práctica forense un célebre letrado de su tiempo, Manuel Patiño (c. 1701- 1767), catedrático de Decreto en la Universidad de Valladolid, en la que se había graduado de bachiller en Leyes (1721) y en Cánones (1727), y en la que, tiempo después, en 1759, obtuvo la licenciatura y el doctorado en Leyes. Abogado de la Real Chancillería desde 1725, en su bufete estuvieron, como pasantes, futuros ministros, muy destacados, de la Monarquía: además de Figueroa o Cristóbal de la Mata y Bujedo, Jacinto Miguel de Castro (1707-1773), ministro togado del Consejo de Indias en 1770 y consejero de Castilla desde 1772; o Pedro González de Mena y Villegas (1722-1773), fiscal del Consejo de Indias desde 1767 y del Consejo de Castilla en 1772. Designado fiscal del Crimen de la Chancillería de Granada en 1761, y fiscal del Consejo de Indias en 1764, Manuel Patiño murió como consejero de Castilla en 1767, un Real y Supremo Consejo al que Figueroa, su aventajado discípulo de antaño, había llegado casi quince años antes, en 1753.

La precocidad fue, desde luego, un mérito reconocible en el joven Manuel Ventura Figueroa, quizás porque a sus dotes naturales de capacidad y estudio se unía un carácter afable. Tras una rigurosa oposición, desarrollada del 17 de noviembre al 7 de diciembre, con apenas veinticinco años cumplidos, obtuvo, el 10 de diciembre de 1733, la canonjía doctoral de la iglesia catedral de Orense, de la que tomó posesión, mediante apoderado, ante el Cabildo catedralicio, el 29 de diciembre. Y, a este respecto, en el Elogio fúnebre de 14 de junio de 1783, que Pedro Rodríguez Campomanes, I conde de Campomanes, su sucesor al frente del Consejo Real de Castilla como decano gobernador interino, leyó en su recuerdo y honor, en la Sociedad Económica Matritense, relacionaba sus adelantamientos, en las carreras eclesiástica y civil, con dicho especial talante: “Su buen carácter, la afabilidad de su trato, su genio festivo, que jamás declinó en extremidades, le hicieron bienquisto de las gentes, y le facilitaron el trato con los más decentes y distinguidos, abriéndose de este modo un camino seguro para adelantarse en su carrera”. En 1734, el obispo de Barcelona y comisario general de las Tres Gracias, el agustino fray Gaspar de Molina y Oviedo, le designó subdelegado de Cruzada de la diócesis orensana. Una vez ordenado de presbítero, en 1737, el obispo, también de la Orden agustina, fray Agustín Eura, le nombró provisor y gobernador de su diócesis. En 1742, el Cabildo eclesiástico le confió poderes de diputado para seguir un pleito de diezmos en la Corte, ante la Cámara de Castilla, que se seguía contra los monjes cistercienses.

Ya en Madrid, Figueroa tuvo ocasión de desplegar, bajo la protección y recomendación del conde de Rivadavia, su encanto personal, que reunía las prendas de la humildad de carácter y la sencillez en el vestir, con unos finos modales aristocráticos, y discreción, dulzura y precisión en el juicio, así como una amplia instrucción en Derecho Canónico. Conoció a consejeros y camaristas de Castilla, al tratar de asuntos del Patronato Real, así como a confesores reales (como el jesuita francés padre Jaime Antonio Lefèvre, que lo era de Felipe V; o el también jesuita, español, padre Francisco Rávago, que más adelante lo fue de Fernando VI, entre 1747 y 1755), y a algún poderoso ministro, como Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada (1702-1781), que fue secretario de Estado y del Despacho de Guerra, Marina, Hacienda e Indias con Felipe V y Fernando VI, entre 1743 y 1754. Precisamente, a propuesta del padre Lefèvre, evacuada en El Pardo el 17 de marzo de 1746, alcanzó Figueroa la dignidad de abad de la abadía burgalesa de Covarrubias, que, pocos meses después, pudo permutar, con permiso regio y favorable informe del nuevo confesor real, padre Rávago, dado en el Buen Retiro, el 14 de septiembre de 1747, por la abadía de la Trinidad de Orense, ambas del Real Patrimonio y libre presentación regia. A partir de ese momento, fue frecuente referirse a Figueroa como el “abad de la Trinidad de Orense”. Como tal figuraba en la consulta de la Cámara de Castilla, presidida por Gaspar Vázquez Tablada, obispo de Oviedo, de 9 de mayo de 1748, que le propuso —y así resolvió Fernando VI— para ocupar el cargo, que sólo se confería, por lo general, a obispos, de visitador general de todas las iglesias y obras pías de Real Patronato del reino de Granada.

Fue la negociación de un nuevo Concordato, el de 1753, sin embargo, la tarea y el momento clave en la vida de Manuel Ventura Figueroa, cuyo completo éxito afianzó su inmediato y sólido encumbramiento, personal y profesional. El anterior Concordato, ratificado por Felipe V el 18 de octubre, y por el papa Clemente XII el 12 de noviembre de 1737, había resultado muy insatisfactorio, especialmente, para los ministros regalistas españoles en dos fundamentales, y tradicionales, pretensiones. Por una parte, la de acabar con los llamados “abusos de la Dataría”, es decir, la extirpación de los vicios inherentes al régimen de provisión de beneficios eclesiásticos desde la curia romana, que se remontaba al Memorial de gravamina histórico presentado al papa Urbano VIII, en 1633, por dos embajadores extraordinarios de Felipe IV, Juan Chumacero de Sotomayor y Carrillo, consejero de Castilla, y fray Domingo Pimentel, obispo de Córdoba, origen de la Concordia de Facchinetti de 1640, luego recogido por Melchor Rafael de Macanaz (1670-1760), fiscal del Consejo de Castilla entre 1713 y 1715, en su famoso Pedimento fiscal de los cincuenta y cinco puntos, de 19 de diciembre de 1713.

Por otro lado, la muy ligada con la anterior, de consecución del reconocimiento pontificio del Patronato Real universal de la Corona de España, también en su vertiente de provisión beneficial. El artículo 23 del Concordato de 1737 había aplazado la solución definitiva de la cuestión del Patronato, manteniendo vigentes, hasta que hubiese acuerdo entre ambas partes, las reservas pontificias sobre los beneficios eclesiásticos vacantes, lo que impedía que la Corona, que estaba en posesión del Real Patronato general en los reinos de Granada y de las Indias y las islas Canarias, pudiera gozar de un Patronato universal, sobre todos sus reinos y dominios. Cuando se consideró conveniente dar cumplimiento a dicho artículo 23 y llegar a un arreglo amistoso entre el nuevo monarca, Fernando VI, y el nuevo papa, Benedicto XIV, sobre la controversia del Patronato Real, el secretario del Despacho de Estado, José de Carvajal y Lancáster, comenzó a pedir dictámenes, a prelados y jurisconsultos, que justificasen la necesidad de un nuevo Concordato, favorable a las peticiones regias. Junto al marqués de los Llanos, Mayans y Siscar o Blas Jover, presentó su informe Figueroa, que resultó, con sus 397 apartados, muy completo y documentado. Así nació su Discurso sobre el Concordato de 1737, de 4 de octubre de 1749, cuyo objetivo era el de argumentar jurídicamente, con cánones y leyes, en favor de los derechos regios de Patronato universal, a fin de que “no contribuyan las iglesias y vasallos de España con tan excesivas exacciones y tributos a los tribunales y ministros del Papa”, poniendo de manifiesto las diversas materias sobre las que planeaban los “abusos de la Dataría” romana: asilo eclesiástico, provisión de órdenes sagradas, pensiones sobre parroquias, coadjutorías con futura sucesión, espolios y frutos de sedes vacantes, tribunal de la Nunciatura, derechos de Dataría y Cancillería apostólica (anatas, quindenios), Patronato regio y jurisdicción de la Real Cámara, etc.

Favorablemente impresionado, el padre Rávago, que acababa de acceder al influyente cargo de confesor real, decidió hacerse con los servicios de Figueroa.

Mientras tanto, la negociación concordataria iba a correr por una doble vía: la oficial, a través del ministro de Estado, José de Carvajal, del nuncio Enrico Enríquez y del embajador ante la Santa Sede, el cardenal Joaquín Fernández de Portocarrero, y la reservada o secreta, desconocida para los actores de la primera, a través del secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia, Alonso Muñiz, marqués del Campo de Villar, pero cuyos verdaderos protagonistas eran el propio padre Rávago y el marqués de la Ensenada.

Ambos se valieron de la habilidad y el saber de Figueroa, para quien consiguieron el nombramiento de auditor de la Sacra Rota de Roma por la Corona de Castilla, el 3 de septiembre de 1749, pero acompañado de credenciales secretas de ministro plenipotenciario.

Como colaborador suyo situaron junto a Portocarrero, como agente de Preces, a Miguel Antonio de la Gándara. De esta forma, Figueroa y Gándara fueron los verdaderos negociadores del Concordato de 1753.

De ello sólo tenían noticia en España Fernando VI, Ensenada y Rávago, y, en Roma, Benedicto XIV y su secretario de Estado, el cardenal Silvio Valenti Gonzaga. La negociación por la vía de Estado pronto quedó empantanada, enzarzados Carvajal y Enríquez en estériles discusiones sobre cuestiones de espolios, vacantes y coadjutorías con sucesión. En cambio, la negociación por la vía de Gracia y Justicia proseguía favorablemente. Portador de precisas instrucciones, y de autorización para librar dinero en propinas y regalos con generosidad, Figueroa llegó a Roma el 10 de julio de 1750. En apariencia, el nuevo auditor se ocupaba de la Escuela de Bellas Artes de Roma y de la promoción de la Academia de Historia Eclesiástica, que presidía, y que había sido creada y establecida en el palacio de la embajada en 1747. Para justificar su frecuente trato con el cardenal Valenti Gonzaga, se encontró el pretexto de la gestión de la bula de la Cruzada. Para que no peligrase el secreto, la negociación marchaba a ritmo lento. En octubre de 1750, por influencia del padre Rávago, una vez más, le fue dada a Figueroa una dignidad de la Iglesia metropolitana de Santiago, la de arcediano de Nendos, para lo que tuvo que renunciar a la abadía de la Trinidad de Orense. Reformando un previo proyecto concordatario de ese mismo otoño de 1750, Valenti y Figueroa presentaron otro al Papa en febrero de 1751, que, estructurado en tres puntos sustanciales, había de constituir la columna vertebral del futuro Concordato: el Patronato Real, las reservas pontificias de beneficios eclesiásticos y las pensiones y cédulas bancarias. En junio de 1751, Figueroa presentó a Benedicto XIV el proyecto definitivo, que se tradujo, con leves variantes y bastante retraso, en el definitivo texto del Concordado, suscrito el 11 de enero de 1753 y ratificado por Fernando VI el 31 de enero y por Benedicto XIV el 20 de febrero de 1753. La noticia constituyó un éxito sorprendente y Figueroa recibió la calurosa felicitación de Ensenada, quien, desde el Buen Retiro, el 31 de enero de 1753, le predecía que significaba “un famoso mérito para este y el otro mundo”. Y es que el contenido de dicho Concordato de 1753 proporcionaba un ventajoso triunfo a los intereses de la Corona de España: concesión a la misma del derecho universal de presentación (sobre más de doce mil prebendas y unos veinte mil beneficios simples o capellanías); reserva a la Santa Sede de la libre provisión de cincuenta y dos beneficios eclesiásticos, más bien simbólicos del mantenimiento de la jurisdicción pontificia en España; y pago al contado, a la Dataría romana, de una compensación de unos 23.000.000 de reales, por el dinero que dejaría de afluir tras el Concordato, procedente de los fieles españoles.

Entusiasmado por el “particular amor y celo con que ha desempeñado mi confianza en el Concordato que acavo de ajustar con la Corte de Roma”, Fernando VI nombró a Manuel Ventura Figueroa, puesto que era conocida su resistencia a recibir la mitra episcopal, consejero y camarista de Castilla el 11 de abril de 1753. Entretanto, en Roma, acosado por los curiales, muy descontentos de la nueva situación, y por la enemistad del cardenal Portocarrero, que se había sentido humillado tras conocer la doble negociación, Figueroa solicitó licencia del Rey para dejar su cargo de auditor y tomar posesión de los que nuevamente le habían sido confiados. Ocupado en los problemas iniciales de ejecución del Concordato, no le fue concedida hasta el 23 de septiembre de 1755. Cuando regresó a la Península, después de una ausencia de más de un lustro, sus dos principales valedores en la Corte ya habían caído del poder: Ensenada, exonerado de sus múltiples cargos el 20 de julio de 1754, y desterrado, y confinado, en la ciudad de Granada; el padre Rávago, por su parte, ya no era confesor de Fernando VI desde el 30 de septiembre de 1755. El secretario del Despacho de Estado, que lo era Ricardo Wall y Devreaux desde el 15 de mayo de 1754, nunca le fue favorable. De ahí que, en los años siguientes, se tuviese que limitar al estricto cumplimiento de sus deberes de consejero y camarista de Castilla. Mejoró su situación en 1759 con la subida al trono de un nuevo monarca, Carlos III, y, sobre todo, con la sustitución de Wall, como primer secretario de Estado y del Despacho, por Jerónimo Grimaldi, desde el 9 de octubre de 1763. Siendo presidente del Consejo de Castilla el conde de Aranda, en 1768, Figueroa pasó a ser decano de su Sala de Mil y Quinientas, correspondiéndole, por turno de antigüedad, el bienio de presidencia del Honrado Concejo de la Mesta. Al abandonar Aranda la presidencia del Consejo Real, el 13 de junio de 1773, Carlos III reparó en Manuel Ventura Figueroa para sucederle, dado que se trataba de una personalidad dúctil y diplomática, que no había de crearle problemas ni despertar suspicacias, frente al carácter enérgico, a veces en demasía, del prócer aragonés.

Además, no era Figueroa partidario de la expulsa Compañía de Jesús ni había figurado entre sus más acerbos perseguidores. Como decano o consejero de Castilla más antiguo, Figueroa presidió el Consejo Real, en calidad de gobernador interino, hasta el 8 de abril de 1775, en que Carlos III le nombró gobernador en propiedad. Y como tal gobernador del Consejo Real de Castilla permaneció, siendo más un freno que un acicate para las reformas ilustradas, gubernativas y económicas de ese reinado, hasta su muerte, acaecida en 1783; aunque es cierto que ganándose siempre el aprecio de los principales ministros reformadores del reinado de Carlos III: además de Aranda, de Campomanes, fiscal del mismo Consejo, y quien, a su fallecimiento, le sucedió en las plazas dejadas por él vacantes, de consejero y camarista, mediante dos Reales Cédulas de 3 de mayo de 1783; de José Moñino y Redondo, I conde de Floridablanca, secretario del Despacho de Estado desde 1777; de Miguel de Múzquiz, I conde de Gausa, secretario de Estado y del Despacho de Hacienda desde 1766, o de José de Gálvez, I marqués de Sonora, secretario del Despacho de Indias desde 1776. Estos últimos cuatro ministros, Campomanes, Floridablanca, Múzquiz y Gálvez, junto con Juan Acedo Rico, conde de la Cañada, camarista de Castilla y futuro presidente del Consejo Real, figuraron como sus albaceas testamentarios, a los que se añadieron dos ilustres gallegos amigos suyos: Felipe Santos Domínguez, camarista de Indias, y Vicente de Rivas, contador de la Cruzada.

Comisario apostólico general de la Santa Cruzada, precisamente, en 1770, Manuel Ventura Figueroa añadió, poco antes de morir, las prebendas de arzobispo de Laodicea in partibus infidelium (en la que fue consagrado el 23 de marzo de 1783, en la capilla de Palacio) y de patriarca de las Indias Occidentales, a las que había sido promovido, simultáneamente, el 16 de diciembre de 1782. Unas distinciones que fue acumulando a lo largo de su vida, multiplicadas con su paso de gobernador por el Consejo de Castilla: procapellán y limosnero mayor de Carlos III, vicario general de los Ejércitos, colector general de espolios y vacantes, abad de Burgohondo, juez supremo de las Dehesas Reales, protector del monasterio de El Escorial.

Caballero de la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III desde 1772, luego fue honrado como gran canciller de la misma.

Otorgó testamento el 27 de marzo de 1783, una semana antes de morir a consecuencia de una hidropesía.

Redactado por su gran amigo, el conde de Campomanes, fundó en él un patronato laical, consistente en un colegio de enseñanza pública eclesiástica para la juventud, en su tierra natal de Galicia, y dotes y alimentos para sus parientes huérfanas, tanto para las que tuviesen vocación religiosa como para las que quisieran tomar estado matrimonial. Al ser nombrado Eugenio Montero Ríos, en 1884, juez protector de la fundación, el número de “figueroístas”, de pensionistas anuales, era de ochenta y siete, y, en 1887, al dimitir de su cargo de ministro de la Gobernación, había aumentado a trescientos setenta y siete. La Fundación Figueroa, muy popular en tierras gallegas, ha subsistido hasta nuestros días. Falleció Manuel Ventura Figueroa, en Madrid, con setenta y cinco años cumplidos, el 3 de abril de 1783. Según testimonia José Antonio de Armona y Murga, en sus Noticias privadas de casa, útiles para mis hijos (1787-1789), murió rico, hasta extremos insospechados, dejando atesorados más de 11.000.000 de reales, al margen de las alhajas, pinturas, muebles y de su librería. Enterado Carlos III del dinero acumulado por quien era un eclesiástico, se admiró —al decir de Armona—, sorprendido, porque “no lo esperaba de Figueroa”. Fue éste enterrado en la iglesia parroquial de San Martín, sita en la plazuela del mismo nombre, donde los albaceas colocaron un epitafio y un busto de mármol en su sepulcro.

Fue Campomanes quien formalizó sus memorias piadosas y las dio a la imprenta en 1784, encargándose también de redactar la nota necrológica, que apareció publicada en la Gazeta de Madrid del viernes 18 de abril de 1783, acompañada de un comentario sobre el carácter, ya conocido, del difunto, que constituye, quizás, el mejor juicio póstumo, proveniente de quien tanto le trató: “Acreditó siempre gran circunspección en su personal conducta y costumbres, afabilidad en el trato, integridad en los negocios, y singular cuidado y prudencia en oir las quexas, y tranquilizar los ánimos más distantes y discordes. Por cuyos medios logró, en sus altos empleos, servir al Rey y a la Nación, y adquirir y merecer la aceptación pública”.

 

Obras de ~: Discurso sobre el Concordato de 1737, Madrid, 4 de octubre de 1749; Escritura de fundación del Patronato laical y de las Memorias del Excelentísimo Señor Don Manuel Ventura Figueroa, Madrid, 1784.

 

Bibl.: Gazeta de Madrid, viernes, 18 de abril de 1783; P. Rodríguez Campomanes, conde de Campomanes, Elogio fúnebre del Ilustrísimo y Excelentísimo Señor Don Manuel Ventura de Figueroa, nuestro socio de número, sesión necrológica celebrada por la Sociedad Económica Matritense, Madrid, 14 de junio de 1783; M. F. Miguélez, Jansenismo y regalismo en España. (Datos para la Historia). Cartas al Señor Menéndez Pelayo, Valladolid, Luis N. de Gaviria, 1895; E. del Portillo, “Diferencias entre la Iglesia y el Estado con motivo del Real Patronato en el siglo XVIII”, en Razón y Fe (Madrid), 20, 21 y 22 (1908), págs. 329-338, 59-74, 329-347 y 60-72; 23 y 24 (1909), págs. 165-176, 73-84 y 331-339; 35, 36 y 37 (1913), págs. 157-171, 277-293, 32-44 y 297-309; y 38 (1914), págs. 328-346; C. Sánchez Rivera, Datos biográficos del Excelentísimo Señor Don Manuel Ventura Figueroa, Santiago de Compostela, El Eco de Santiago, 1929; C. Pérez Bustamante, Correspondencia reservada e inédita del Padre Francisco de Rávago, confesor de Fernando VI, Madrid, 1935; R. Sánchez Lamadrid, El Concordato español de 1753 según los documentos originales de su negociación, Jerez de la Frontera, 1937; A. Portabales Pichel, Don Manuel Ventura Figueroa y el Concordato de 1753, Madrid, Maeza, Industrias Gráficas, 1948; R. Olaechea Albistur, Las relaciones hispano-romanas en la segunda mitad del siglo XVIII. La Agencia de Preces, t. I, Zaragoza, El Noticiero, 1965, págs. 105-163; R. Olaechea, “Concordato de 1753”, y Q. Aldea, “Figueroa, Manuel Ventura”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, vol. I (1972), págs. 579-581, y Suplemento (1987), págs. 320- 322; J. Filgueira Valverde, Manuel Ventura Figueroa, Pontevedra, Gobierno Civil, 1978; T. Egido, “El regalismo y las relaciones Iglesia-Estado en el siglo XVIII”, en R. García Villoslada (ed.), Historia de la Iglesia en España, t. IV. La Iglesia en la España de los siglos XVII y XVIII, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1979, págs. 123-249; J. Fayard, “Los Ministros del Consejo Real de Castilla (1621-1788). Informes biográficos”, en Hidalguía (Madrid), XXIX, 169 (noviembrediciembre de 1981), págs. 969-1000; G. Mayans y Siscar, Observaciones sobre el Concordato del Santísimo Padre Benedicto XIV, y del Rey Cathólico Don Fernando VI (1753), en sus Obras Completas, t. IV, Regalismo y Jurisprudencia, ed. y est. prelim. de A. Mestre Sanchís, Valencia, Ayuntamiento de Oliva, 1985, págs. 217-469; A. Mestre Sanchís, “La Iglesia y el Estado. Los Concordatos de 1737 y 1753”, en La época de los primeros Borbones. La nueva Monarquía y su posición en Europa (1700-1759), en J. M.ª Jover Zamora (dir.), Historia de España. Ramón Menéndez Pidal, t. XXIX, vol. I. Madrid, Editorial Espasa Calpe, 1985, págs. 277-333; J. A. Armona y Murga, Noticias privadas de casa, útiles para mis hijos. (Recuerdos del Madrid de Carlos III), ed., intr. y notas de J. Álvarez Barrientos, E. Palacios Fernández y M.ª del C. Sánchez García, Madrid, Ayuntamiento, 1989, págs. 136-138; J. Macías Delgado, La Agencia de Preces en las relaciones Iglesia-Estado español (1750-1758), Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1994; J. M.ª Vallejo García-Hevia, Campomanes y la acción administrativa de la Corona (1762-1802), Oviedo, Real Instituto de Estudios Asturianos, 1998, págs. 35-125.

 

José María Vallejo García-Hevia

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