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Juan Bautista Silvestre de Zúñiga y Requeséns

Biografía

Zúñiga y Requesens, Juan Bautista Silvestre de. Príncipe de Pietraperzia, en el Reino de Sicilia. Valladolid, IX.1536 – Madrid, 17.XI.1586. Embajador en Roma, virrey de Nápoles y privado de Felipe II.

Tercer hijo de Juan de Zúñiga y Avellaneda —hijo menor, a su vez, del III conde de Miranda del Castañar— y de Estefanía de Requesens —hija del conde de Palamós, a cuya muerte heredó la baronía de Castellvell, la villa de Molins de Rei y el antiguo edificio del Palacio Real Menor de Barcelona—. Su trayectoria se vio impulsada por la influencia alcanzada en la Corte por su padre, un segundón en principio sin más fortuna que la de su mujer pero que fue ayo y mayordomo mayor del príncipe Felipe hasta su muerte en 1546. En 1543 Juan ingresó en la Orden de Santiago y recibió la encomienda de Montealegre, cuya administración estuvo a cargo de un tutor hasta que alcanzó la mayoría de edad, en una ceremonia presidida por Felipe II en Bruselas en 1556, si bien ya en 1550 había profesado como caballero. En 1554 acompañó al príncipe Felipe a Inglaterra pero, al parecer, no volvió a formar parte de la corte de forma estable hasta 1557, cuando su hermano mayor Luis de Requesens —que ya había intercedido ante Antonio de Granvela, Ruy Gómez de Silva, el secretario Eraso y el propio Felipe II para que se le concedieran diversas mercedes— escribió a Granvela para que protegiera la nueva andadura cortesana de Juan, compaginada, aunque efímeramente, con la experiencia militar puesto que ese mismo año participaría en la campaña de San Quintín. Tras el regreso de la corte a España, en la década de 1560 Juan —que probablemente había cursado con anterioridad algunos estudios en la universidad de Alcalá— formó parte de la academia presidida por el III duque de Alba en Madrid, centrada en el cultivo de las letras, las matemáticas y la arquitectura e integrada por nobles y cortesanos que deberían encauzar la formación del príncipe don Carlos, como Cristóbal de Moura, Juan de Idíaquez, Juan de Silva, el conde de Olivares o el marqués de Velada, todos ellos destacados consejeros reales más tarde y con los que Zúñiga mantendría una intensa correspondencia el resto de su vida.

Después de la elección del papa Pío V a principios de 1566 Luis de Requesens —embajador en Roma desde 1563— propuso al Rey que su hermano menor fuera encargado de presidir la preceptiva embajada de obediencia al nuevo Papa. Aunque finalmente fue nombrado para la misión el marqués de Aguilar, Requesens siguió intentando que Juan se asentara en la corte romana como el mejor modo de promocionar su carrera política. Esta se vería facilitada al renunciar a servir al príncipe Carlos como gentilhombre ante la compleja coyuntura faccional de la Corte —agudizada por la precaria salud mental del heredero— y lograr el apoyo del cardenal Espinosa, privado del Rey, para alcanzar el ansiado destino diplomático en virtud del agradecimiento del prelado a su hermano Luis por la ayuda que le había brindado para conseguir el capelo. De esa forma, en enero de 1568 Juan llegó a Roma para asistir a su hermano ante la Santa Sede. Poco después Luis pidió al Rey que lo sustituyera de forma definitiva “pues sin él no se harán los negocios con la autoridad que conviene y mi hermano tiene hartas más partes que yo para servir aquel oficio”. Gracias a una nueva intervención de Espinosa, Felipe II no tardó en aceptar la demanda y en marzo de 1568 Juan fue nombrado embajador interino en Roma en sustitución de Luis, al pasar éste a servir como lugarteniente general de Juan de Austria en la flota del Mediterráneo. Confirmado como embajador residente en septiembre de 1568, Juan de Zúñiga desempeñaría ese oficio, uno de los más relevantes de la Monarquía, hasta 1579, durante los pontificados de Pío V y Gregorio XIII. Aunque inicialmente expresó a Cristóbal de Moura sus dudas sobre la conveniencia de su nombramiento, contó con la ayuda de los cardenales Granvela y Francisco Pacheco de Toledo, miembros de la facción del duque de Alba, que lograron la aceptación pontificia para solicitar al Rey que transformara en permanente una misión al principio sólo temporal.

El primer cometido de Zúñiga como embajador fue informar al Papa del confinamiento del príncipe don Carlos y neutralizar los rumores desatados en la Corte romana tras la muerte del heredero. Juan recibió del soberano detalladas instrucciones con la versión oficial de los hechos y actuó como un eficaz portavoz de la Monarquía. En 1569 negoció la dispensa pontifica para el matrimonio de Felipe II con su sobrina Ana de Austria. Por otra parte, cuando era sólo encargado del despacho de la embajada, debió afrontar uno de los litigios más delicados con Pío V, producido por la promulgación de la bula In Coena Domini sobre las penas eclesiásticas, cuya renovación en 1568 aprovechó el Papa para endurecer sus términos. Luis de Requesens, de vuelta temporal en Roma, protestó ante el pontífice, pero a principios de 1569 abandonó definitivamente la Urbe y Juan debió gestionar sólo el conflicto. Menos impulsivo que su hermano, se reveló como un óptimo diplomático por su dominio de las estrategias cortesanas de la simulación y el disimulo, como también se pondría de manifiesto ese último año, cuando transmitió la protesta de Felipe II por la coronación pontificia de Cosme I de Médicis como gran duque de Toscana.

Desde el principio el cardenal Granvela, llegado a Roma para el cónclave de 1566, se convirtió en el principal asesor de Zúñiga, quien prosiguió la política de su hermano, tendente a erigirse en el único intermediario entre la curia pontificia y la Corte de Madrid, lo que implicaba la marginación de Marco Antonio Colonna como cabeza de la facción española en la Ciudad Eterna. Tras el regreso de Colonna de un viaje a Madrid en 1569 su enfrentamiento con el embajador y Granvela se incrementó al considerar éstos que el noble romano-napolitano había evidenciado su adscripción a la facción del príncipe de Éboli, Ruy Gómez de Silva, rival del duque de Alba y, por tanto del grupo cortesano que gravitaba también en torno a la creciente privanza del cardenal Espinosa, precisamente en los momentos en los que debía negociarse con el Papa la formación de la Liga Santa contra los turcos, en la que Colonna aspiraba a alcanzar un papel relevante y cuyos objetivos dividían a las dos facciones.

Durante las tratativas con el papado y Venecia para formar la Liga Santa que culminaría en la campaña de Lepanto, Zúñiga, junto a los cardenales Granvela y Pacheco de Toledo, dirigió las principales discusiones como plenipotenciario regio ante el Papa. Tanto Juan como su hermano Luis de Requesens y los dos cardenales citados recelaban de los ambiciosos planes anti-turcos de Pío V y querían que la dirección y los objetivos de la campaña fueran españoles. Por ello, en 1570 el embajador y sus aliados se opusieron al Papa y al general de los jesuitas, Francisco de Borja que, con el apoyo del príncipe de Éboli en la Corte, en opinión de aquellos querían convertir la Monarquía en un mero instrumento del universalismo pontificio. El nombramiento de Marco Antonio Colonna como almirante de la flota pontificia en la Santa Liga acrecentó la animosidad de Zúñiga, que vio en ello una amenaza al protagonismo que en la dirección de la campaña aspiraba a desempeñar su hermano Luis como lugarteniente de don Juan de Austria. Por otra parte, Zúñiga, que ya había criticado a Pacheco de Toledo por inhibirse en 1566 en el conflicto entonces desatado con el Papa a causa de la polémica de las precedencias entre los embajadores español y francés, pasó a desacreditar abiertamente al cardenal desde 1568 por sus estrechos vínculos con sus parientes los Médicis que le llevaron a defender la entrada de Florencia en la Santa Liga, con la oposición de Granvela y del propio don Juan. El enfrentamiento creció cuando Pacheco abogó abiertamente por el reconocimiento del polémico título de gran duque de Toscana que el Papa había concedido a Cosme I de Médicis, ante lo cual fue excluido por Zúñiga de las negociaciones sobre el futuro de la Liga Santa en 1572.

Tras la victoria de Lepanto, Zúñiga, Requesens y Granvela lograron que los objetivos de la armada de la Liga se desviaran de Levante al Norte de África, anteponiendo los intereses españoles a los venecianos, lo que condujo a la disolución de la coalición. Como alternativa a ésta, en 1572 el embajador, de acuerdo con el duque de Alba, elaboró un proyecto de “Liga para la defensa de Italia” que pretendía garantizar la quietud de la península bajo la hegemonía militar y política del rey de España, convertido en árbitro de los príncipes italianos. Aunque la idea no llegó a formalizarse, de hecho, alentó en las campañas de defensa costera organizadas contra la piratería berberisca y, sobre todo, en la expedición que llevó a reconquistar Túnez en 1573. Zúñiga se convirtió así, junto a su estrecho aliado Granvela, en el principal intérprete de la política italiana de la Monarquía durante esos años, no sólo en cuanto a las relaciones con los estados independientes de la Península, sino también en todo lo referente a la supervisión del gobierno de los territorios españoles, a su vez sacudidos por fuertes tensiones jurisdiccionales con el papado. El hecho de que el Consejo de Italia, responsable legal de esa función, se encontrara sumido en una fuerte crisis desde el inicio de una visita en 1567, facilitó que Zúñiga acumulara poder, sobre todo desde 1571, cuando su hermano fue nombrado gobernador de Milán, Granvela virrey de Nápoles y su también aliado Carlo d’Aragona Tagliavia, duque de Terranova, presidente —virrey interino— de Sicilia. Todos ellos actuaron de forma coordinada y autónoma respecto a la corte, sobre todo en los nombramientos de cargos judiciales, lo que produjo en 1572 la tardía reacción de Espinosa. La muerte de éste reforzó aún más la influencia de Zúñiga y Granvela como responsables últimos de todos los asuntos italianos y mediterráneos. Así lo demostró su enérgica defensa de la jurisdicción regia frente a la pontificia en la junta reunida en 1574 en Roma sobre esa polémica, o su intervención a favor del bando proespañol, sin atender la mediación papal, en la guerra civil genovesa de 1576.

En ese año la muerte de su hermano Luis de Requesens en Bruselas, donde había sido nombrado gobernador en 1573 —ocasión en la que Juan redactó las cartas al rey con las que Luis intentó negarse a aceptar tal cargo—, permitió a Zúñiga heredar su influencia y, al morir también el hijo de aquel, Juan, en 1578, asumir el título de comendador mayor de la Orden de Santiago en Castilla que Luis había detentado. Por otra parte, desde que Granvela fue nombrado virrey de Nápoles, Zúñiga actuó como su más estrecho colaborador en Roma, informándole de las maniobras de sus adversarios, lo que el cardenal le agradecería en marzo de 1574 y en otras ocasiones.

En 1572 Zúñiga contrajo un ventajoso matrimonio con la heredera de una de las más antiguas familias sicilianas, Giulia Dorotea Barrese Santapau, princesa de Pietraperzia. Su hermano, Pietro Barrese, había conseguido que Felipe II convirtiese su título de marqués en el de príncipe el 26 de diciembre de 1564 y murió sin hijos en septiembre de 1571. En julio de 1572 el cardenal Espinosa envió a don Juan un informe sobre la que pronto se convertiría en su esposa, afirmando que era “viuda, de edad de cuarenta y dos años. Es muy noble, de casa antigua de Branchiforte, fue casada con el conde de Mazarino de quien le quedó un hijo que hoy es conde y por ser primogénito ha de suceder en el principado, que vale 12 mil ducados de renta, aunque tiene empeñados los seis mil; tiene ella de dote cincuenta y cuatro mil de los cuales puede disponer en los hijos que habrá del segundo matrimonio, demás de lo que les tocare del dote del otro principado. Y si el hijo que ahora tiene que es conde de Mazarino falleciere sin hijos sucederá ella y sus descendientes en el principado de Petropercia y del de Butera, que es también primo hermano suyo della y le hereda si falleciere sin hijos”. Francesco Santapau, príncipe de Butera, era uno de los nobles sicilianos en los que se apoyó Marco Antonio Colonna durante su virreinato en la isla, por lo que el matrimonio de su prima sirvió para acercar a Colonna a su antiguo rival Zúñiga, hasta el punto de que éste recomendaría a aquel la ampliación de su grupo de apoyo aristocrático en Sicilia con otros parientes de su nueva esposa como Fabricio Branciforte, marqués de Militello, y Giuseppe Branciforte, conde de Raccuia. El embajador reforzó así su red clientelar en Italia al tiempo que alcanzaba un preciado título nobiliario, si bien no tendría descendencia y, a su muerte, su viuda dirigiría una ambiciosa estrategia familiar que convertiría en el principal feudatario siciliano al hijo de su anterior matrimonio, Fabrizio, casado con una hija natural de don Juan de Austria.

La eficacia demostrada por Zúñiga en su embajada romana se proyectó sobre los más diversos aspectos de la corte pontificia, en estrecho contacto a su vez con la pugna por el poder en la corte madrileña. A la muerte de Pío V en 1572 Zúñiga trabajó junto a Granvela para que fuera elegido nuevo pontífice el cardenal Ugo Boncompagni, Gregorio XIII, que él mismo venía recomendando a Felipe II desde tiempo antes como el mejor candidato posible. Sin embargo, como el mismo embajador había también previsto, el recién nombrado pontífice dio pronto muestras de su rigidez en las debatidas materias jurisdiccionales que culminaron en la polémica sobre los derechos regios dimanados de la llamada Monarquía de Sicilia, origen desde 1574 de largas negociaciones. En ese mismo año el embajador intentó intervenir en la política matrimonial de la familia del Papa neutralizando las maniobras que en tal sentido venía realizando el príncipe de Éboli. También, siguiendo las órdenes del rey, se opuso con energía a que el reputado teólogo Martín de Azpilcueta, sospechoso por haber apoyado al Papa en los continuos litigios jurisdiccionales con la Monarquía, fuera nombrado cardenal.

La abundantísima correspondencia mantenida por Zúñiga durante este período refleja su concepción integral de los intereses de la Monarquía, la cual le llevaría a escribir a Felipe II en 1573, ante un eventual viaje real a Italia o los Países Bajos, que “no basta que se entienda que esta jornada sería de provecho para cosas de Italia o de Flandes, si no lo es para toda la máquina universal que de Vuestra Majestad depende”. Llevado por esa idea, fundada en un confesionalismo español autónomo respecto a la política pontificia, el embajador propondría la eliminación física de presuntos herejes refugiados en Roma, así como del filósofo protestante francés Peter Ramus y, en 1574, del propio príncipe Guillermo de Orange. Asimismo, en febrero de 1576 apoyaría el plan de un grupo de católicos ingleses en Roma para enviar una fuerza expedicionaria a Liverpool y poner a María Estuardo en el trono de Isabel I.

Entre 1577 y 1578 Zúñiga volvió a denunciar las pretensiones pontificias de condicionar la política de la Monarquía en función de sus intereses temporales, que contaban con el apoyo en la corte madrileña del grupo reunido entorno a don Juan de Austria. Al producirse la caída del poder de ese grupo en 1579 con la detención de uno de sus más significados miembros, el secretario Antonio Pérez, Zúñiga creyó llegado el momento de su regreso a la corte para asumir la privanza del soberano pero, en lugar de ello, fue nombrado virrey de Nápoles en noviembre de ese año. Desde hacía tiempo pedía ser relevado en la embajada de Roma y llegó a proponer como sucesor a su estrecho amigo Juan de Silva, aunque finalmente sería nombrado en su lugar el marqués de Alcañices. La ida de Juan de Zúñiga a Nápoles, en sustitución del marqués de Mondéjar, Iñigo López de Mendoza, fue achacada por aquél a una maniobra de su antiguo aliado el cardenal Granvela, que sí marchó a Madrid como nuevo privado, ocupando la presidencia del Consejo de Italia desde 1579. El cardenal, definitivamente distanciado de su antiguo aliado Zúñiga, tendría que contener los recelos de este ante el comportamiento de los consejeros y la compleja canalización de los asuntos italianos a través de unos mecanismos administrativos en los que continuaban primando las redes de intereses y relaciones personales. A partir de entonces, Zúñiga encabezó la oposición al prelado borgoñón, acrecentada por su discrepancia con los criterios de éste en cuanto a la promoción política de los súbditos italianos de la Monarquía.

La entrada de Zúñiga en Nápoles se produjo el 11 de noviembre de 1579 por tierra y no como era habitual por el puerto debido al mal tiempo. El gesto de donar al Hospital de los Incurables el importe del costoso puente baldaquino con el que eran ritualmente recibidos los virreyes difundió una imagen de piedad y austeridad en su gobierno napolitano que, junto a la eficaz ejecución de las directrices de la Corona, constituiría el eje de la visión positiva de su gobierno transmitida por los cronistas posteriores. Sin embargo, su virreinato se vio condicionado por múltiples intereses particulares que Juan sabría utilizar con habilidad para preparar su regreso a la Corte. Su predecesor en Nápoles, el marqués de Mondéjar, pidió a Zúñiga que protegiera la extensa red familiar que había tejido en el reino, mientras nombraba a su hijo lugarteniente hasta la llegada de don Juan. Por otra parte, la “prisa y secreto” del nombramiento de éste impidieron que las instrucciones regias que solían acompañar a cada nuevo virrey se encontraran disponibles a tiempo, por lo que el monarca le ordenó que siguiese las anteriores y recopilase toda la información disponible sobre el gobierno del reino. En febrero de 1581 Zúñiga, a su vez, sería el encargado por el Rey de instruir a su sucesor, el I duque de Osuna, en los asuntos de gobierno.

En el orden interno, don Juan tuvo que hacer frente en Nápoles al envío a la corte de embajadas de los seggi de la capital, motivo continuo de litigios con los virreyes. Tras las graves tensiones surgidas al respecto bajo los gobiernos de Granvela y Mondéjar, en 1579 la ciudad envió a un representante especial, el marqués de Padula, para transmitir sus quejas al monarca. Este último dio unas instrucciones a Zúñiga que, aun confirmando formalmente las prerrogativas reclamadas por la nobleza de la capital en cuanto al envío de embajadas a la Corte, en la práctica las subordinaba a la voluntad virreinal. Más grave aún fue la crisis política y económica desatada por la quiebra de la banca genovesa Ravaschieri en 1579, la cual dio lugar a que el nuevo virrey impulsara el establecimiento de un polémico monopolio financiero en junio de 1580, a cargo de cuatro bancos —Olgiati, Grimaldi, Citarella y Calamazza, con sus socios— que se comprometían a comprar las rentas hipotecadas por la Corona a cambio de la prohibición de que pudieran actuar otras instituciones financieras en la capital, salvo el Monte de Piedad. Las fuertes protestas despertadas por la medida, la subida de los precios que provocó y la escasa disponibilidad de capital de los bancos agraciados, llevaron a Felipe II a anular la provisión virreinal en marzo del año siguiente, aunque Zúñiga no vio afectado por ello su prestigio en la Corte.

La reputación de Zúñiga se vio, de hecho, reforzada por su eficacia al servicio de la reputación de la Monarquía que, de acuerdo con los propios planteamientos del virrey sobre la misión y estrategia expansiva de ésta, se plasmó en la gestión de los recursos económicos y militares demandados por las grandes campañas atlánticas de la década de 1580. Poco después de llegar al reino organizó el envío de la flota napolitana —preparada por su predecesor con destino a un ataque contra Argel— para participar en la campaña de Portugal: diecisiete naves con seis mil soldados al mando del prior de Hungría Vincenzo Carafa y de Carlo Spinelli. El Parlamento del Reino, reunido en septiembre de 1580, concedió un donativo extraordinario de 1.200.000 ducados, utilizados en gran parte para financiar la campaña portuguesa, mientras Zúñiga conseguía neutralizar las peticiones de la asamblea para limitar el control de los principales cargos de la administración por los españoles. La noticia del triunfo portugués fue celebrada en Nápoles en noviembre de ese año con grandes festejos organizados por el virrey durante tres días. Poco después, volvió a organizar otra fuerza militar y naval, veintitrés galeras y dos galeazas con otros seis mil soldados al mando de Francesco Carafa, con destino a la campaña de las islas Terceras, que terminó cuando los efectivos napolitanos estaban aún en Génova, por lo que estos se dirigieron finalmente a Flandes.

Zúñiga debió enfrentarse también a la revisión de los oficios y tribunales del reino a que dio lugar la llegada, el 29 de octubre de 1581, de Lope de Guzmán para iniciar una visita que se prolongaría hasta 1584, tras la partida del virrey. La inspección respondía a un programa de saneamiento de la administración en los territorios italianos impulsado por Granvela que, nuevamente, dejó a salvo el prestigio de don Juan y le permitió desarrollar una intensa acción de gobierno. Entre las principales medidas de éste, reflejadas en 33 pragmáticas, destacaron la lucha contra la delincuencia, la inauguración de una enfermería en las cárceles del Tribunal de la Vicaría en 1580, la terminación del nuevo arsenal en 1582 y, en ese año, la introducción en el reino de la reforma del calendario, con el nuevo cómputo gregoriano, en agosto de 1582.

Finalmente, relevado en febrero de 1581 por el I duque de Osuna, Zúñiga preparó su regreso a España pero, ante el retraso de su sucesor, permaneció en Nápoles desempeñando el oficio virreinal hasta que el 11 de noviembre de 1582 embarcó rumbo a España. Durante su mandato napolitano había consolidado una red clientelar empezada a tejer en sus años de embajador en Roma y encuadrada en el reparto de influencias que se estaba produciendo entre las distintas facciones cortesanas, origen a su vez de un sistema de amistad y dependencia extendido a su relación con otros virreyes. Así se desprende, por ejemplo, de la correspondencia mantenida con el virrey de Cerdeña Miguel de Moncada. Este, antiguo compañero de armas de Luis de Requesens, apeló a esa amistad para medrar en la corte y abandonar un oficio que consideraba menor y nocivo para sus intereses familiares. Según el virrey de Cerdeña, la primacía del escenario cortesano sobre los gobiernos territoriales era indiscutible para cualquier noble y se elevaba sobre las ventajas que pudieran acarrear algunos virreinatos especialmente codiciados, como el de Nápoles. Por eso manifestó su alegría ante la noticia de que su protector, Juan de Zúñiga, había sido llamado a servir al rey en la corte. Caballero de Santiago y señor de Vilamarxant, Moncada, que había sido virrey de Mallorca entre 1575 y 1578, año en que marchó a Cerdeña, consiguió que el Monarca le autorizara a volver a España sólo en 1584, para regresar a la misma isla en 1586, en un segundo mandato virreinal que duraría hasta 1590. La muerte de su protector, Juan de Zúñiga, impediría que viera cumplidos sus deseos de lograr un cargo estable en la Corte, al igual que sucedería con las expectativas del extenso número de amigos y criados reunidos por don Juan durante sus sucesivos oficios de gobierno. Entre esos amigos dependientes del príncipe de Pietrapezia, Moncada no fue el único que detentaba un cargo virreinal. También sus relaciones con el ya citado virrey de Sicilia Marco Antonio Colonna, antiguo adversario, asumieron rasgos de dependencia mientras Zúñiga ocupaba el virreinato de Nápoles. Cuando en 1579 éste sustituyó al marqués de Mondéjar, Colonna le felicitó calurosamente y le pidió que interviniera a su favor en el pleito que mantenía con su sobrino Pedro de Toledo, yerno del anterior virrey, además de solicitar que protegiese los intereses de su hermana en el Reino de Nápoles y, en abril de 1582, que favoreciese un ventajoso enlace matrimonial entre su sobrina y el príncipe de Stigliano. Asimismo, mientras que la red de relaciones del príncipe de Pietrapezia siguió teniendo otro de sus puntos neurálgicos en la corte de Roma desde su época de embajador, tras su distanciamiento de Granvela don Juan utilizó sus múltiples influencias en Italia y España para compensar el alejamiento forzoso de la Corte con una red faccional que acabaría siendo decisiva para su posterior promoción a la privanza del Soberano.

Al igual que en Nápoles, el alcance de las influencias y amistades de Zúñiga se pondría de manifiesto en 1582, al conocerse su marcha a Madrid, llamado por Felipe II para ayudarle en el gobierno de la Monarquía. Se movilizaron entonces intereses y alianzas que reflejan la amplitud de los contactos mantenidos por el virrey y su papel crucial en el conjunto de la política italiana. Así lo expresa, por ejemplo, un personaje tan relevante en la corte pontifica como Luis de Torres, al comunicar a Zúñiga los rumores que circulaban en Roma sobre la reestructuración del gobierno de la Monarquía augurada por el ascenso de don Juan. No en vano, durante su gobierno napolitano siguió en estrecho contacto con los movimientos de los grupos cortesanos en Madrid, sobre todo con el conde de Chinchón y Mateo Vázquez, así como, aunque en menor grado, con Idiáquez. Serían ellos los principales artífices de su llamada a la Corte para sustituir al frente de los asuntos de Italia y la política exterior al cardenal Granvela, con el que los citados consejeros habían acabado enfrentándose. Zúñiga actuó entonces con extrema habilidad, estrechando lazos de amistad y dependencia con ministros como los citados y disimulando su ambición de alcanzar la privanza en exclusiva. De esa forma, a lo largo de 1582 se rumoreó su próximo nombramiento como presidente del Consejo de Castilla o del de Italia en sustitución del prelado borgoñón.

En diciembre de 1582 Zúñiga desembarcó en Barcelona y permaneció allí —donde tenía fuertes intereses familiares— a la espera del regreso del Rey a Madrid tras su jornada portuguesa. Aunque su llegada a la Corte se vio paralizada por Granvela hasta abril de 1583, el cardenal no pudo impedir su ingreso en los Consejos de Estado y Guerra en 1582, un hecho que reforzó la posición de don Juan y su alianza con el potente secretario regio Juan de Idiáquez. Su privanza se vería confirmada cuando el 19 de enero de 1585 fue nombrado ayo y mayordomo mayor del príncipe Felipe. A lo largo del año anterior Zúñiga se había ido haciendo con la dirección de todas las discusiones sobre las grandes líneas de la política diplomática y militar. A finales de 1585, durante el viaje del Rey a la Corona de Aragón, a lo largo del cual se consumaría su definitivo distanciamiento de Granvela, Zúñiga empezó a presidir las reuniones de la llamada Junta de Noche que, con la asistencia de Chinchón, Vázquez —emergentes patronos cortesanos—, Moura e Idiáquez, analizaba diariamente la principal documentación recibida por el Monarca. Don Juan veía así institucionalizado su poder como privado del Monarca y con él triunfaban los planteamientos más agresivos en la dirección de la Monarquía.

De acuerdo con esos criterios políticos, en junio de 1584, al conocerse la muerte del duque de Anjou y la posible sucesión de Enrique de Navarra al Trono francés, Felipe II encargó a Zúñiga un plan para impedirlo. El consejero —que inicialmente se había mostrado partidario de concentrar los esfuerzos en el frente mediterráneo y terminar cuanto antes con el conflicto flamenco, frente a las prioridades septentrionales de Granvela— recomendó la partición de Francia como el mejor objetivo a perseguir en esa coyuntura. Hasta que esa intervención fuera posible, don Juan propuso una alianza secreta con los católicos franceses, así como el matrimonio del duque de Saboya, probable pretendiente al Trono de San Luis, con una de las hijas de Felipe, trazando así la estrategia de intervención en el país vecino que el Rey Prudente seguiría en los próximos años. Tras el ataque de Francis Drake a La Coruña en octubre de 1585, el rey volvió a recurrir a Zúñiga para que realizase un análisis de las prioridades defensivas de la Monarquía. De los cuatro grandes enemigos de ésta, turcos, franceses, holandeses e ingleses, don Juan consideraba a los últimos los más peligrosos por afectar las maniobras de Isabel I a todos los territorios españoles y, por tanto, proponía una invasión de la isla que atajara la raíz del problema. A mediados de 1586 Zúñiga volvió a encargarse de la empresa de Inglaterra, una vez asumida su opinión por el Rey, quien le encomendó que examinara los distintos proyectos militares de invasión y coordinara los preparativos.

Desde abril de 1586 don Juan tuvo que acudir a las reuniones del Consejo de Estado en una litera por su precario estado de salud. Su brillante trayectoria, reflejada por su extensa red clientelar, se vio truncada por su muerte en el Alcázar madrileño el 17 de noviembre de 1586, según diría Cabrera de Córdoba, “tan bien quisto y apreciado que sus altezas vistieron algunos días de negro y bajaron a visitar y consolar a la Princesa”. Siguiendo sus disposiciones testamentarias, su cuerpo fue llevado a la iglesia de San Jerónimo y, de allí, a la capilla familiar del Palau en Barcelona, para cuya dotación dejó la mayor parte de su hacienda al no haber tenido descendencia. Don Juan nombró testamentarios a Cristóbal de Moura, el marqués de Velada, Gaspar Pons, el conde de Miranda, Juan de Idiáquez y García de Loaysa, que recibieron el encargo de quemar una parte de sus numerosos documentos, lo que, junto a la discrepancia por el cumplimiento de otras mandas testamentarias, produjo un conflicto con su viuda, Giulia Barrese. Zúñiga, que llegó a ser el personaje de mayor talla política y el principal patrón cortesano de la Monarquía en la década de 1580, reunió una de las mayores colecciones de documentos oficiales en poder particular, ya que a los papeles heredados de su hermano Luis sumó la ingente correspondencia producida por su intensa carrera política. La documentación superviviente, tras pasar a poder del marqués de Velada en 1586, confluiría en el archivo Altamira y seguiría la suerte de éste tras su dispersión entre Madrid, Londres y Ginebra en el siglo XIX.

Zúñiga fue un modelo de comportamiento cortesano por su habilidad para repartir mercedes y guardar secretos, tal y como refleja la encomiástica epístola latina que le dirigió Juan de Verzosa durante su embajada en Roma, “No repartes a muchos pocas cosas; sino pródigo das mucho entre pocos. Fiel guardián del secreto confiado, no hay quien falto de auxilio te lo pida, que no haya recibido de tu diestra el socorro inmediato de tus dones o el consejo oportuno en una carta”. Esa actitud se prolongó en la atención brindada a los festejos y demás manifestaciones de magnificencia durante su etapa como virrey de Nápoles, celebrada por diversos autores napolitanos, como Pietro Campollonio, que en 1580 le dedicó un libro de poemas donde se reflejaban las cualidades ideales del gobernante a partir de un código de virtudes proyectado en el esplendor de la Corte. En Nápoles, con fecha de 10 de junio de 1580, apareció también dedicada a Juan la obra de Giovanni Battista Carrafa, Dell’Historie del regno di Napoli, del signor Giovan Battista Carrafa. Nelle quali descrivesi pienamente tutte le cose in esso successe dall’anno I di Christo insin a i 1570. E nel fine un breve Discorso del medesimo Autore ove s’ha certa e vera cognitione della origine delle famiglie Nobili della Città di Napoli e di alcune altre Città circonvicine. La formación recibida en la Academia palatina del duque de Alba infundió en Zúñiga un interés por las letras y las artes que conservaría toda su vida, como parte de la magnificencia aristocrática indisociable de los sucesivos oficios de representación de la Monarquía que desempeñó, aunque, como él mismo reconocería en varias ocasiones, sus conocimientos artísticos fueran insuficientes y le obligaran a recurrir a la opinión de expertos. Durante su embajada romana don Juan actuó como agente artístico de Felipe II —para el que tramitó el envío de libros y objetos de arte con destino a El Escorial e incluso llegó a recomendarle un alquimista en 1574—, asesorado en esas materias por el cardenal Granvela y diversos artistas de la Ciudad Eterna. En 1568 se encargó de organizar las exequias del príncipe don Carlos en Santiago de los Españoles, con un túmulo decorado por epitafios de Juan de Verzosa. Además de con éste y su secretario Benito Girgós, Zúñiga mantuvo también estrechos contactos con Arias Montano durante la estancia romana del humanista, en el marco de una acción de mecenazgo que ampliaría en sus posteriores etapas de virrey en Nápoles y principal consejero del rey tras su vuelta a la Corte.

 

Bibl.: P. Campollonio, Stanze alla eccellenza dell’illustrissimo et excellentissimo signor don Giovanni di Zúñiga, commendatore Maggiore di Castiglia, principe di Pietra Pertia, viceré, luogotenente e capitano generale di sua Maestà Católica nel Regno di Napoli. Dove si tratta dela idea, et ottime qualità d’un Principe che governa Regni, le quali parti si veggon tutte risplendere nella Eccellenza di detto illustrissimo, ed eccellentissimo Signore, Napoli, Horatio Salviani, 1580; D. A. Parrino, Teatro eroico e político de’governi de’Vicerè del Regno di Napoli [...], vol. I, Napoli, Parrino, 1692, págs. 319-332; M. S alvá y Marqués de Fuensanta del Valle (eds.), Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. 102, Madrid, Viuda de Calero, 1842-1895; J. de Zúñiga, Cartas y avisos dirigidos a Don Juan de Zúñiga, virrey de Nápoles, en 1581, Madrid, M. Ginesta Impresor, 1887; L. 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Carlos José Hernando Sánchez

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