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Juan Tomás Enríquez de Cabrera Toledo y Sandoval

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Biografía

Enríquez de Cabrera Toledo y Sandoval, Juan Tomás. Duque de Medina de Rioseco (VII). Génova (Italia), 21.XII.1646 – Estremoz (Portugal), 29.VI.1705. Almirante de Castilla, gobernador de Milán y ministro de Carlos II.

Pertenecía a un ilustre linaje castellano, el de los Enríquez, cuyo origen se remontaba a don Fadrique, hermano de Enrique II. Hijo de Juan Gaspar Enríquez de Cabrera y Sandoval, X almirante de Castilla, VI duque de Medina de Rioseco, VIII conde de Melgar, conde de Módica, y de Elvira de Toledo Osorio, nació el 21 de diciembre de 1646 en Génova. De inteligencia notable, recibió una educación acorde con su condición nobiliaria, que incluía instrucción en armas y en letras. Su padre le inculcó el gusto por las artes y por el valor del mecenazgo. Hombre de ingenio agudo y facilidad de palabra, acompañó estas cualidades con una sólida formación humanística. Escribió algunas coplas como las que envió a su amigo el jesuita Álvaro de Cienfuegos y en su casa se celebraron frecuentes tertulias y reuniones culturales. Hasta que heredó el almirantazgo, utilizó el título de conde de Melgar que le cedió su padre. En su juventud participó en frecuentes reyertas callejeras como la protagonizada en compañía del conde de Cifuentes. Intentó servir en la Armada de la Mar Océano, pero su progenitor logró disuadirlo y promovió en 1662, cuando tenía poco más de diecisiete años, su matrimonio con Ana Catalina de la Cerda y Enríquez de Ribera, hija del duque de Medinaceli. En 1664 la reina madre Mariana de Austria le nombró gentilhombre de Cámara. Por estas fechas quiso incorporarse al ejército de Flandes, a lo que se opuso también el almirante, quien apoyó su ingreso en la recién creada Guardia Real. Su vida cambió cuando asumió el mando de un tercio de la Lombardía como maestre de campo en 1670. Pasados cinco años volvió a Madrid con licencia y obtuvo el cargo de general de Caballería de Milán, pero pronto sorprendió a todos por sus aspiraciones no ya militares sino diplomáticas y políticas. En 1676 se le nombró embajador extraordinario en Roma para la elección del nuevo Pontífice tras la muerte de Clemente X. A continuación fue designado gobernador y capitán general de Milán de forma interina, en sustitución del príncipe Ligne, y a la muerte de éste, obtuvo el cargo en propiedad. Por esta época había triunfado en la Corte madrileña Juan José de Austria, el hermanastro del rey Carlos II, que desterró a la reina madre Mariana de Austria y a todos los que la apoyaban, como al almirante de Castilla don Juan Gaspar. La situación de los Enríquez mejoró tras la repentina muerte de don Juan José y el regreso de la reina madre, que pese al matrimonio de su hijo con María Luisa de Orleans, pudo recobrar su influencia anterior. También benefició al conde de Melgar la promoción de su cuñado el duque de Medinaceli al frente del gobierno de Carlos II. Como gobernador de Milán, mejoró la administración y promovió reformas económicas. También invirtió en fortificaciones y reorganizó las tropas del Estado lombardo. Especialmente fue elogiada la ayuda que consiguió enviar a Génova con motivo de la amenaza francesa de 1684. Su etapa milanesa, de 1678-1686, calificada como de “feliz gobierno”, le dio un creciente prestigio.

En 1685 el conde de Oropesa sustituía al duque de Medinaceli en la dirección de los asuntos de la monarquía y al año siguiente finalizaba el gobierno del conde de Melgar en Milán. Se pensó entonces encomendarle la embajada de Roma, pero Juan Tomás prefirió volver a España. Su regreso a la Corte, sin licencia regia, le costó un destierro en el castillo de Coca. Gracias a la influencia de parientes y amigos obtuvo el perdón real. El 13 de marzo de 1687 se encontraba ya en Madrid. Comenzaba a partir de ahora un nuevo y decisivo período de su vida, con una presencia activa en la Corte, que le llevó a convertirse en uno de los personajes más importantes de los últimos años del reinado de Carlos II. Con ese claro objetivo, inició una política de acercamiento a los reyes. El conde fue nombrado virrey de Cataluña en 1688 por decisión de Carlos II y juró el cargo en Barcelona el 9 de junio. Su mandato fue breve, pues duró sólo unos meses, pero consiguió apaciguar la situación en el Principado tras las alteraciones populares desencadenadas en la etapa del marqués de Leganés, su predecesor en el cargo. En noviembre pidió licencia por enfermedad y regresó a Madrid. Por esta época inició el expediente de ingreso en la Orden de Calatrava. Poco después de su vuelta a la Corte falleció María Luisa de Orleans, el 12 de febrero de 1689. Ese mismo año, el rey se casó con Mariana de Neoburgo en Valladolid. El conde comenzó a hacerse imprescindible a los reyes y sobre todo trató de ganarse a la nueva reina con suma habilidad: ponía los cimientos de su ascenso político. Parece que tomó parte en las intrigas cortesanas como las que acabaron con Oropesa, que tuvo que retirarse a su casa de Montalbán el 24 de junio de 1691. Poco después, por Decreto de 26 de junio el conde de Melgar fue nombrado consejero de Estado. Su relación con los reyes le dio pronto una autoridad similar a la de un primer ministro. Ese mismo año, el 25 de septiembre, falleció su padre en Madrid. Carlos II por Cédula del Buen Retiro de 22 de octubre concedió a Juan Tomás, VII duque de Medina de Rioseco, el almirantazgo de Castilla, con voz y voto en la veinticuatría de la ciudad de Sevilla, anejo a dicho oficio. Se declaraba consumido el almirantazgo de Granada como en el caso de su padre, pero conservaba los derechos en los demás oficios. El XI almirante de Castilla recibió la herencia del ducado de Medina de Rioseco y le fue atribuida la encomienda de Piedrabuena de la Orden de Alcántara que había disfrutado su padre. El nuevo título de almirante reforzó la posición y el prestigio de Juan Tomás en un momento en el que se planteaba con toda su gravedad la sucesión de Carlos II.

Durante los cuarenta años del reinado, la falta de descendencia del rey español planeó como un fantasma en la Corte madrileña e influyó inevitablemente en las relaciones de poder existentes entre los grandes, los embajadores y el resto de las camarillas cortesanas. En este contexto, el ya almirante de Castilla tuvo un papel destacado próximo a Mariana de Neoburgo. A partir de la caída de Oropesa no hubo realmente un gobierno organizado. El Rey se asesoraba con las personas que le parecía oportuno. Esta situación permitió el dominio de la camarilla alemana de la Reina, que actuaba siempre en beneficio propio. La falta de coordinación en las altas instancias del Estado llevó a Carlos II a aceptar la propuesta del embajador imperial Lobkowitz de crear cuatro distritos, con un teniente general al frente, para el gobierno de los reinos de España. Al almirante le correspondió inicialmente Andalucía y Canarias, y tras la retirada de Monterrey, se añadió a su competencia Extremadura. Muy pronto la nueva distribución dio paso a una lucha por el poder entre los dos hombres fuertes de la Corte: el duque de Montalto y el almirante. Los abusos de la camarilla alemana provocaron una reacción del Consejo de Estado a finales de 1694. Sólo el almirante defendió a los colaboradores de la Reina y se inició la caída de Montalto. El almirante defendía las ideas que había expuesto durante su etapa de Milán, “en el menoscabo de Francia estriba el mayor interés de la patria”. Una actitud que por estas fechas, en las que España estaba en guerra con el país vecino, eran bien acogidas por Carlos II, que le nombró caballerizo mayor el 9 de enero de 1695. A mediados de este año, el almirante parecía ser el hombre más poderoso de los círculos políticos de la Corte. En junio consiguió que su protegido Juan Larrea fuese nombrado secretario del Despacho Universal. Unos meses después, en enero de 1696, el almirante logró sustituir al gobernador del Consejo de Castilla Manuel Arias por Antonio Argüelles: “el Almirante, se dijo entonces, iba rodeando al rey de hechuras suyas”. Una de las pocas personas que podían amenazar su posición era el conde de Oropesa, pero permanecía aún fuera de la Corte.

La Reina y el almirante parecían controlar la situación política, pero la pérdida de Barcelona en agosto de 1697 ante las tropas francesas del duque de Vendôme obligó a Mariana de Neoburgo a aceptar un triunvirato en el gobierno compuesto por el cardenal Portocarrero, el almirante y el duque de Montalto. Se trataba de una especie de gabinete de crisis, ante el conflicto con Francia. La Paz de Rijswick, que ponía fin a la guerra de la Liga de Augsburgo iniciada en 1689, llegó enseguida, en septiembre de 1697, con una calculada generosidad de Luis XIV y el triunvirato se disolvió. El almirante era el principal consejero e incluso pasó a residir en el palacio real, debido a una maniobra de sus enemigos de la que salió beneficiado, porque su nueva situación le permitió estar más cerca aún del Rey. Entre 1697 y 1700 la actividad diplomática en las Cortes europeas y en la madrileña en torno a la sucesión de Carlos II fue intensa. El almirante apoyó inicialmente al candidato bávaro, el príncipe José Fernando, y tras su muerte, aunque en ocasiones tuvo una posición ambigua, se inclinó por el archiduque Carlos frente a la opción del duque de Anjou. Una representación del cardenal Portocarrero y de otros nobles hizo que Carlos II llamase a la Corte al conde de Oropesa, que fue nombrado presidente del Consejo de Castilla por segunda vez. El almirante mantuvo su puesto de caballerizo mayor y fue nombrado general de la Mar. En 1697 falleció su esposa sin haber tenido hijos y ese mismo año Juan Tomás se casó con otra Medinaceli que se llamaba igual que la primera, Ana Catalina. Pero su nueva esposa murió pronto, apenas un año después, y tampoco con ella tuvo descendencia. Los enemigos de la reina Mariana de Neoburgo y de su camarilla, así como del almirante y de Oropesa, continuaron su acoso. El almirante todavía estaba de luto por el fallecimiento de su segunda esposa cuando el martes 28 de abril de 1699 estalló el motín madrileño conocido como “el motín de los gatos”. El levantamiento popular, motivado por el hambre, la carestía y los precios, fue hábilmente aprovechado por la oposición política, y provocó la caída del conde de Oropesa y el destierro del almirante. El cardenal Portocarrero se hizo con las riendas del poder y contó con la estrecha colaboración del embajador francés en Madrid, marqués de Harcourt. En los meses siguientes el obispo de Segovia, amigo del almirante, fue nombrado inquisidor general, lo que supuso una victoria de la Reina. Pero el personaje más importante en la etapa final del reinado de Carlos II fue el cardenal Portocarrero que el 29 de octubre de 1700 fue nombrado regente.

Con los planes de reparto de la Monarquía hispánica como telón de fondo y la división de la Corte de Madrid sobre el candidato más idóneo para conservar su integridad territorial, Carlos II hizo testamento a favor del duque de Anjou en los primeros días de octubre de 1700 y falleció el 1 de noviembre. El almirante, que se había retirado a Granada, recibió en la ciudad andaluza la noticia de su indulto y de la muerte del Rey y enseguida regresó a la Corte. Felipe V entró en Madrid el 18 de febrero de 1701. El almirante aceptó al nuevo monarca de la Casa de Borbón y prestó juramento de fidelidad. Tras la proclamación del Rey, Portocarrero reorganizó la Corte y lo destituyó de su puesto de caballerizo mayor así como de otros cargos y honores que había disfrutado, como teniente general de Andalucía o general de la Mar y le retiró la llave de gentilhombre, pero siguió como consejero de Estado. Felipe V, poco antes de embarcar hacia Nápoles en abril de 1702, firmó un decreto en el que le nombraba embajador extraordinario en París para alejarlo de la Corte. El cardenal Portocarrero redujo el cargo a embajada ordinaria, lo que suponía una afrenta, además de una reducción de sus ingresos. El almirante salió de Madrid el 13 de septiembre con todo su séquito y sus joyas. La víspera se despidió de la reina María Luisa Gabriela de Saboya, primera esposa de Felipe V, a la que pidió una carta de recomendación para el rey de Francia. En Medina de Rioseco se despidió de su hermano Luis, marqués de Alcañices. Después, en lugar de dirigirse hacia París, en el camino cambió de rumbo y se trasladó a Portugal. Desde Lisboa envió a la Reina un conocido Manifiesto explicando las razones de su exilio, entre las que figuran los principales motivos de queja de la aristocracia española en los primeros años del reinado de Felipe V. En la decisión de este aristócrata castellano desempeñó un papel importante su rivalidad personal con el cardenal Portocarrero, que se agudizó con la llegada de la nueva dinastía. El rey Pedro le dio asilo y recibió con todos los honores al almirante de Castilla en su Corte. Don Juan Tomás se puso inmediatamente en contacto con el embajador imperial conde de Waldstein. El emperador Leopoldo I y el rey de Portugal consideraron inmediatamente al almirante como una figura clave del partido austríaco. En su exilio estuvo acompañado por el padre Álvaro de Cienfuegos, autor de una breve biografía sobre el almirante. Una vez se estableció don Juan Tomás en Lisboa, amparó a los españoles que llegaban al país lusitano procedentes de la monarquía borbónica. Levantó un regimiento con armas compradas en Inglaterra y dio el mando a don Juan de Ahumada, capitán de caballería de Carlos II, quien al finalizar la Guerra de Sucesión tuvo un regimiento a su cargo en Hungría.

El gobierno borbónico publicó un edicto por el que se le concedía un plazo de tres días para presentarse en el castillo de la Alameda. Poco después, el Consejo de Castilla inició las diligencias de la causa contra el almirante y se ordenó de inmediato el embargo de sus bienes. Su sobrino, Pascual Enríquez, regresó a la Corte manifestando su lealtad a la nueva dinastía borbónica para salvar el patrimonio de la familia. Entre tanto, había empezado ya la Guerra de Sucesión española. Las provocaciones de Luis XIV sacaron a la Corte de Viena de su aislamiento y el emperador Leopoldo I consiguió formar una alianza con Inglaterra y las Provincias Unidas en contra de Francia y en apoyo del archiduque Carlos como rey de España. Poco después se unían Portugal y Saboya. Quincy atribuye al almirante de Castilla la inclinación de Portugal a favor de los aliados. De las deserciones iniciales de la nobleza española a Felipe V, la del almirante de Castilla fue la más notoria por tratarse de un personaje que había obtenido las más altas dignidades y empleos en la Corte y en el gobierno de la Casa de Austria. El archiduque cuando llegó a Lisboa lo nombró general de Caballería del ejército aliado. El proclamado rey Carlos III en la Corte de Viena desembarcó en tierras portuguesas acompañado de su preceptor el príncipe Antonio de Liechtenstein. Enseguida, el príncipe Antonio hizo causa común con el también príncipe Jorge de Hesse-Darmstadt, que había sido virrey de Cataluña, en contra del almirante de Castilla, a quien ambos veían como rival. De este modo, se formaron dos partidos en la Corte del archiduque en Lisboa: los que seguían al almirante y los que se agruparon en torno al príncipe de Darmstadt. Las intrigas y las facciones que caracterizaron el entorno del archiduque Carlos en España aparecen ya apuntadas en Lisboa. El almirante participó en el decisivo consejo de guerra que estableció la estrategia del desembarco peninsular aliado de 1705. En aquella reunión se decidió que la flota se dirigiera con el archiduque a bordo a las costas catalanas, en contra del parecer del almirante de Castilla, porque, en su opinión, “nunca obedecería Castilla a rey que entrase por Aragón, porque ésta era la cabeza de la Monarquía”. Del mismo parecer fue el brillante militar inglés Peterborough, quien apuntó que la guerra sería más rápida entrando por Castilla. Pero Darmstadt, apoyado por el príncipe Antonio, supo convencer a los aliados de que se debía ir a Barcelona.

El almirante murió en aquellos días, el 29 de junio de 1705. Algunos dijeron que las disensiones en la Corte del archiduque lo habían matado. El rey de Portugal se ocupó de las exequias y el almirante fue enterrado en la capilla mayor del convento de San Francisco de Estremoz. El testamento que se abrió en Lisboa el 10 de julio había sido otorgado el 20 de abril en el Monasterio de San Jerónimo. Los bienes que poseía en Portugal se destinaron a la futura casa noviciado de la Compañía de Jesús en Lisboa. El resto de la herencia de Juan Tomás fue legada a su familia.

No obstante, se dijo, y así fue recogido por algunos historiadores, que había nombrado heredero al rey Carlos III de Austria cuando tomara posesión de los reinos de España, manifestación hasta el final de su afecto a la Augusta Casa. Por Decreto de El Pardo de 12 de enero de 1726, Felipe V decidió no proveer más la dignidad de almirante, declarando a Juan Tomás último almirante de Castilla. Se puso así fin a tres siglos en los que el almirantazgo de Castilla había estado vinculado a los Enríquez, desde el reinado de Enrique III en 1405, un hecho estrechamente relacionado con la oposición de su último titular a la instauración de la Casa de Borbón en el trono de España.

 

Fuentes y bibl.: Real Academia de la Historia, Colección Salazar y Castro, Testamento de don Juan Thomas Enríquez, k. 26, fols. 184-188.

Lágrimas que derramó Marín sobre el cuerpo difunto de su señor don Juan Tomás Henríquez de Cabrera, Sevilla, 1705 (Folletos Bonsoms, n.º 2955); C. Fernández Duro, El último Almirante de Castilla, Don Juan Tomás Enríquez de Cabrera, Madrid, M. Tello, 1902; L. Pfandl, Carlos II, Madrid, Afrodisio Aguado, 1947; V. Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe, Comentarios de la guerra de España e historia de su rey Felipe V, el Animoso, Madrid, Atlas, 1957; M.ª T. Pérez Picazo, La publicística española en la guerra de Sucesión, Madrid, Escuela de Historia Moderna, 1966, 2 vols.; H. Kamen, La guerra de Sucesión en España, 1700-1715, Barcelona, Grijalbo, 1974; T. Egido, “El motín madrileño de 1699”, en Investigaciones Históricas, 2 (1980), págs. 253-294; L. A. R ibot García, “La España de Carlos II”, en J. Jover Zamora (dir.), Historia de España Menéndez Pidal, XXVIII. La transición del siglo xvii al xviii, Madrid, Espasa Calpe, 1986, págs. 130-155; I. Atienza Hernández, Aristocracia, poder y riqueza en la España moderna.

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Virginia León Sanz

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