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José Iturriaga y Aguirre

Biografía

Iturriaga y Aguirre, José. Azpeitia (Guipúzcoa), 23.XII.1699 – Pampatar, isla Margarita (Venezuela), 14.XII.1767. Marino, político, comerciante y explorador.

Nacido en Azpeitia en el seno de una familia perteneciente a la elite local, su padre, que ostentaba el título de licenciado, llevaba su mismo nombre, y su madre se llamaba Jacinta de Aguirre y Elizalde. De acuerdo con una tradición regional que privilegiaba ante todo la vinculación con el mar, que era también una forma de adaptación a la escasez de recursos naturales y al exceso de población, encaminó sus pasos hacia la Real Armada y el comercio. En febrero de 1718, al mismo tiempo que su hermano Agustín, sentó plaza de guarda marina y comenzó una carrera naval, que le llevaría a obtener los más altos empleos y honores. En una etapa inicial, sin embargo, tuvo una destacada actuación en su tierra natal. Así, fue alcalde de Azpeitia y diputado general de Guipúzcoa en 1727. A partir de entonces, su trayectoria vital quedó indisolublemente unida al mundo americano.

Ello fue consecuencia, siquiera en parte, de la política de modernización impulsada por la Corona, que pretendió reformar el gobierno de algunos Reinos de Indias estableciendo un compromiso entre lo público y lo privado, como se pudo observar en la fundación de la Real Compañía Guipuzcoana del Cacao en 1728.

El 19 de enero de 1733 Iturriaga había acumulado méritos suficientes para ser ascendido a teniente de navío, y poco después, además de contraer matrimonio en su tierra natal, debió dejar la Armada para consagrarse a la organización y servicio de los convoyes transatlánticos de la Guipuzcoana, que introducían en la lejana Capitanía General de Venezuela toda clase de artículos de consumo y manufacturas, y traían de vuelta a España el precioso cacao, el único fruto de la provincia capaz de insertarla en las redes de la economía atlántica.

El 27 de septiembre de 1739, el mismo año que se declaró la guerra con Gran Bretaña llamada de la “oreja de Jenkins”, por la supuesta tropelía que se habría infligido a un marino de ese nombre, Iturriaga fue investido como capitán de fragata graduado, y en 1740 se hizo cargo de dos navíos de la Compañía, el Nuestra Señora de Coro y el San Sebastián, que condujeron a Caracas a trescientos hombres en seis piquetes del Regimiento de la Victoria, además de armas y pertrechos de guerra para reforzar la defensa de la desguarnecida costa venezolana. Para entonces, el conde de Clavijo lo consideraba “un oficial que puede rayar con los mejores”. Poco después, tuvo sobrada ocasión de demostrarlo. En diciembre de 1741 fue nombrado comandante de cinco navíos de la Guipuzcoana, San Ignacio, Nuestra Señora de Coro, San Joaquín, San Sebastián y San Antonio, destinados a transportar, desde el puerto guipuzcoano de Pasajes a Cuba, dos regimientos, el de Infantería de Portugal y el de Dragones de Almansa, que acudían a reforzar su defensa y hacer frente al bloqueo inglés. A pesar de un combate de nueve horas con el enemigo surgido en el curso de la travesía, logró cumplir con la misión encomendada.

A continuación, Iturriaga condujo los navíos a Caracas, donde su artillería reforzó la defensa de los puertos de La Guaira y Puerto Cabello, atacados poco después por la escuadra del almirante Knowles.

El 2 de marzo de 1743, éste acometió la primera de las plazas con un total de diecinueve embarcaciones; gracias al oportuno aviso y las disposiciones de Mateo Gual, castellano de la fortaleza, los cuerpos de la guarnición y milicias estaban esperándolos. A Iturriaga le correspondió dirigir la defensa naval, que se prolongó hasta el día 6, cuando los británicos se retiraron con grandes pérdidas a Curaçao. Allí, repuestos de víveres y municiones, optaron por dirigir nuevos ataques a Puerto Cabello el 27 de abril y el 5 de mayo. Pese a la heroica resistencia, hubo momentos de verdadero peligro, pero la llegada del gobernador Zuloaga con las milicias de Aragua hizo posible una nueva victoria.

En palabras del propio Iturriaga, “en los dos sangrientos ataques que dio [el inglés] fue tan gallarda, tan constante y valerosa la defensa que hicieron la guarnición de aquel puerto, las milicias del país y la gente que tenía allí la Compañía, que si en la primera empresa fue vencido el enemigo, no lo quedó con menos afrenta y quebranto en estas dos”.

Aunque los méritos de la Guipuzcoana y del propio Iturriaga fueron discutidos tanto por Gual, que se convirtió en adelante en un feroz adversario, como por todos aquellos que se oponían a los excesivos privilegios y exacciones de la Guipuzcoana, que con lógica comercial pretendía vender caros los artículos de importación y comprar el cacao a ínfimo precio, lo cierto es que sus mayores enemigos eran los ingleses y holandeses, acostumbrados al contrabando y el dominio incontestable de la costa venezolana. De ahí que las disposiciones de Iturriaga en 1744 dirigidas a aumentar la provisión de tropas (hasta ochocientos soldados de refuerzo), pólvora, armas y demás pertrechos, así como a aumentar la actividad de los corsarios y mejorar las fortificaciones de Puerto Cabello, distaran de aumentar su popularidad en el Caribe no hispánico.

Al fin, sus méritos fueron reconocidos por la Corona el 10 de abril de 1745, cuando fue ascendido a capitán de navío graduado. Por entonces, en un giro que marcó para siempre su trayectoria, Iturriaga empezó a interesarse en el interior de Venezuela. Esta circunstancia parece ligada al propio acontecer de la guerra y la reevaluación táctica de las posibilidades de defender con éxito la Capitanía de los británicos, que atacaban desde el mar, y los holandeses, que gracias a una secular alianza mercantil y bélica con los holandeses del Esequibo controlaban su ruta fluvial más importante, el río Orinoco. Guerra y comercio una vez más se entrecruzaban. Así, al reforzamiento de la defensa terrestre y el corso, propugnado por Iturriaga, que contaba en la Corte con grandes valedores, se sumaron los proyectos de reforma económica y comercial de la América española. Con toda lógica, si uno de los objetivos que se buscaban era que el comercio del Orinoco fuera hecho en vez de por los holandeses de Esequibo y los franceses de Cayena por guipuzcoanos y catalanes, el problema que se suscitaba era cómo lograrlo. En 1747 Iturriaga dedicó parte de sus esfuerzos a este empeño, y preparó un plan de fundación de pueblos de españoles en el Orinoco. Aunque más bien expresó en él un estado de opinión generalizado entre quienes barruntaban la futura importancia del interior continental, como jesuitas, comerciantes o soldados experimentados, su trayectoria inmediata coincidió de manera extraña con el giro de las relaciones internacionales españolas y acabó por convertirlo a él, que carecía de dotes diplomáticas, en el personaje central de una función cortesana, proyectada de manera insólita sobre la selva del Nuevo Mundo. No obstante, antes de que ello aconteciera, Iturriaga se vio envuelto en otro grave conflicto, la rebelión acaudillada por el cosechero canario Juan Francisco de León en 1749 contra el “poder despótico” de la Guipuzcoana.

Ésta distaba de encontrarse en su mejor momento, pues, a las cuantiosas pérdidas sufridas en la guerra, se sumaban la baja de las exportaciones de cacao a España y la reducción de las importaciones a Venezuela, estancadas en torno a un 20 po ciento del promedio anual anterior. Su reacción fue torpe, pues aumentó la presión sobre los naturales del país y los pequeños cultivadores, muchos de ellos canarios, considerados “contrabandistas consuetudinarios”, y a ello sumó una buena dosis de soberbia. De ahí que desde el valle de Panaquire donde vivía León y acompañado de toda clase de agraviados, empujados sin duda por la poderosa oligarquía local, el mantuanaje, se produjera un movimiento rebelde que fue liquidado sin mayores concesiones. El papel jugado en ello por Iturriaga fue sobresaliente, y correspondió tanto al propagandista como al político de altos vuelos. Cuando la noticia de la rebelión llegó a España, Iturriaga se encontraba en ella, seguramente dedicado a los negocios de la Compañía y a tareas de asesoramiento militar y político de los asuntos de Indias, pues formaba parte de las juntas presididas por el antiguo virrey de Nueva Granada, Sebastián de Eslava. El 11 de octubre de 1749 apareció publicado el Manifiesto que con incontestables hechos prueba los grandes beneficios que ha producido el establecimiento de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, sin licencia y escrito, según se afirmaba, para acallar los rumores esparcidos en la metrópoli por sus enemigos. La obra constituyó un gran elogio de la Guipuzcoana, y la averiguación sobre su autor, puesta en marcha por el marqués de la Ensenada, mostró que era Iturriaga. Éste señaló, al ser requerido por el fiscal, que lo había publicado para contrarrestar una injusta campaña de descrédito, y pretendió que sus adversarios lo eran también de la Monarquía española. En suma, el Manifiesto mantenía que la reciente rebelión probaba la necesidad de mantener la Compañía, opuesta a los intereses de los peligrosos criollos, los contrabandistas y los extranjeros.

Con gran inteligencia, Iturriaga señaló que la revolución “no fue furor repentino y arrebatado del pueblo”, sino una empresa planeada con premeditación en la cual el gobernador y los factores y almacenes habían sido extrañamente respetados, lo que mostraba una conducción no popular. Además, atribuyó la visible prosperidad de Venezuela y el aumento de cosechas, ganados y poblaciones a la actividad de la Guipuzcoana, pues antes era para España “una heredad inculta, abandonada y desierta”, cuyo beneficio era extraído por los holandeses. Por eso, concluía, habían promovido las quejas y desórdenes, de modo que era imprescindible apoyarla en horas de dificultad.

En cierto modo, el siguiente y decisivo paso seguido por José de Iturriaga, ligado a su nombramiento como 1.er comisario y jefe de la Expedición de Límites al Orinoco, constituyó la prueba de que sus opiniones y argumentos habían sido escuchados en las más altas instancias. El 13 de enero de 1750 España y Portugal firmaron el Tratado de Madrid, que pretendió fundar una nueva etapa de entendimiento ibérico, mediante la resolución de los seculares contenciosos limítrofes en Asia y América. El Tratado concedió a España el reconocimiento de la posesión de Filipinas, pero, ante todo, fue un asunto americano. Su base conceptual fue la permuta legal, ya que de facto Brasil había extendido sus dominios mucho más allá de la línea del Tratado de Tordesillas de 1494, hasta crear el paíscontinente que es hoy, del Amazonas por el Plata, cuyo control daba a España la posibilidad de acabar con el lesivo contrabando a través de Colonia Sacramento y Buenos Aires, que drenaba grandes cantidades de metal precioso altoperuano. No es difícil adivinar, junto al beneficioso realineamiento internacional de la Monarquía, que la alejaba de la estéril alianza francesa y de las guerras que tanto detestaba Fernando VI, la presencia de un reformismo borbónico que vinculaba la política imperial con los intereses locales americanos, los del consulado y los comerciantes de Lima, en lucha con el contrabando de Sacramento, y también los de la Compañía Guipuzcoana. En este sentido, sólo la intervención de Iturriaga, su mirada estratégica, permiten comprender algunas decisiones sin lógica aparente. El ministro de estado José de Carvajal, que era un gran partidario de las compañías de comercio, lo llamó a su servicio por ser un “hombre conocido entre aquellos bárbaros”, en referencia a los caribes aliados de los holandeses, que infestaban el interior de Venezuela. Su talante experimentado y su conocimiento de los asuntos americanos iban aparejados de un interés por la ciencia y la técnica, que era imprescindible para la dirección de la Expedición. En una ocasión, el sucesor de Carvajal, Ricardo Wall, se dirigió a Iturriaga en estos términos: “Me dicen que V. S. tiene gusto y genio aplicado a la historia natural, especialmente en la parte que puede conducir al progreso de las artes y aumento del comercio”. Desde luego, la influencia de Iturriaga en los planes expedicionarios fue bien patente. Para empezar, se hizo cargo de los honores inherentes a su nueva posición, que debían equivaler a los de su futuro oponente, el comisario portugués Francisco Javier de Mendonça Furtado, nada menos que el hermano del marqués de Pombal. El 9 de septiembre de 1750 obtuvo el hábito de caballero de Santiago, y el 1 de diciembre de 1752 ascendió a jefe de escuadra de la Real Armada.

El año siguiente lo pasó dedicado a labores de organización y, por fin, el 14 de diciembre de 1753 una Real Cédula creó la Expedición de Límites del Orinoco y designó, además de a Iturriaga, a otros tres comisarios.

Éstos fueron el coronel de infantería Eugenio de Alvarado y los capitanes de fragata Antonio de Urrutia y José Solano y Bote. En etapas sucesivas, y atendiendo a las múltiples necesidades que se preveían, se añadió más personal. Destacaron el capitán de fragata Juan Ignacio de Madariaga —el traidor ayudante de Iturriaga—, los cosmógrafos Ignacio Milhau, Nicolás Guerrero y Vicente Doz, el piloto Santiago Zuloaga, el botánico sueco Pedro Loefling —discípulo de Linneo—, los médicos botánicos Benito Paltor y Antonio Condal, el astrónomo jesuita Francisco Javier Haller y el instrumentario Apolinar Díez de la Fuente.

Las “Instrucciones para la demarcación de la línea divisoria en la parte del norte”, que fueron emitidas en junio de 1752, constituyeron la ordenanza reguladora de los fines y procedimientos de la Expedición.

Iturriaga y sus subordinados debían dirigirse a Cumaná, capital de la Nueva Andalucía, gobernación del oriente venezolano, y allí organizarían, con el apoyo de las autoridades locales, el desplazamiento hacia el Amazonas, donde se encontrarían con los comisarios portugueses para dar comienzo a las tareas de fijación de la línea divisoria. Es evidente que la elección de esta ruta se debió a una iniciativa de Iturriaga. Éste sabía que en 1744 el jesuita Manuel Román, navegando por el Orinoco, se había encontrado con los portugueses de río Negro; con ello había quedado probada la existencia de un singular fenómeno fluvial, el caño Casiquiare, que conecta el Orinoco con el Amazonas.

La arriesgada decisión de tomar esta ruta, en teoría, presentaba para los españoles dos ventajas: evitar la dependencia logística de los portugueses, y forzar el paso por el interior de Venezuela y Nueva Granada de la Expedición, con el fin de satisfacer diversos propósitos secundarios, ligados al deseo de Carvajal de promover una visita política del territorio recorrido.

De esta manera, quedó patente que junto al fin principal, el trazado del límite, existían otros objetivos, algunos de ellos absolutamente deseables para la Guipuzcoana.

Entre ellos destacan los de tipo político —expulsión de los holandeses de Surinam y atracción de los negros cimarrones que vivían en el interior del continente—, científico —estudios de la canela, la quina y el cacao silvestre con vistas a poner en marcha su producción y comercialización— y económico —conocer el estado de las misiones de jesuitas y capuchinos catalanes y valorar las posibilidades de fomento de la Guayana—.

No resulta extraño que, ante lo numeroso de la comitiva expedicionaria y la gran cantidad de pertrechos, la fragata Inmaculada Concepción, que se había comprado para el traslado a América, resultara insuficiente.

Pero aún menos llamativo resulta que, al fin, fuera la Santa Ana, un navío de la Guipuzcoana, el que transportó a buena parte del personal y carga.

Al fin, el 15 de febrero de 1754 los expedicionarios al mando de Iturriaga partieron de Cádiz, y el 10 de abril, tras cincuenta y cuatro días de navegación, llegaron a Cumaná. Allí tuvieron que continuar haciendo frente a un clima de sospecha derivada de la conmoción producida por la guerra guaranítica, que había enfrentado en Paraguay a indígenas y jesuitas, opuestos a la entrega de sus reducciones a sus enemigos tradicionales, los portugueses, en cumplimiento del Tratado. Pero además, en Venezuela existía una dinámica propia, no precisamente favorable a sus objetivos.

El gobernador de Nueva Andalucía era Mateo Gual, enemigo de la Guipuzcoana y de Iturriaga, y nada dispuesto a entregarle sus escasos hombres y recursos, por muchas reales órdenes que le mostraran.

Pese a todo, inicialmente concedió algunas tropas de escolta, indios de servicio, piraguas, canoas y víveres.

El plan de Iturriaga era que todos navegaran hasta la desembocadura del Orinoco, remontaran su curso hasta alcanzar Santo Tomé y luego avanzaran hacia el interior. Durante los meses siguientes, parte de los expedicionarios trabajaron en el apresto de embarcaciones, otros continuaron con sus labores de instrucción, e Iturriaga mantuvo su vieja disputa con Gual.

Al fin, éste se negó a entregarle embarcaciones que consideraba imprescindibles para el abastecimiento de la gobernación, o indios que eran necesarios para la agricultura, de modo que sólo le ofreció soldados, si les pagaba de sus fondos, y algunas embarcaciones.

No obstante, con los socorros obtenidos en Margarita y Trinidad, Iturriaga organizó un primer convoy, que partió hacia Santo Tomé el 15 de agosto. En Cumaná sólo permanecieron Iturriaga y el equipo de naturalistas, que hicieron el viaje por tierra al año siguiente.

Por fin, el 22 de abril de 1755 Iturriaga abandonó Cumaná y se dirigió a Churiapo, San Felipe, el río del Pilar y la isla de Trinidad, donde llegó el 20 de mayo.

Allí se aprestaron catorce champanes y cuatro piraguas para navegar el Orinoco, y el 1 de julio Iturriaga y Solano partieron de Puerto España hacia la Guayana.

Su llegada a la insalubre y peligrosa Santo Tomé el 22 del mismo mes, “derrotados de los aguaceros y crecientes del río y dejando atrás la mitad de su convoy”, con multitud de enfermos y desertores, constituyó un verdadero drama. No resulta extraño que el avance hacia el interior aprovechando la bajante del Orinoco en noviembre fuera el objetivo primordial de Iturriaga, que tuvo que desplazarse a las misiones de Caroní y Aguacagua para restablecerse.

La Expedición se encontraba por entonces en una situación pésima, pues, como señaló el instrumentario Díez de la Fuente, “hemos quedado la mitad, unos mancos y otros tullidos y los demás muriéndose”.

Esta situación fue achacada por el comisario Alvarado menos a la influencia de una naturaleza tropical y maligna que a la inacción de Iturriaga. No le faltaba cierta razón, pues el 1.er comisario parecía haber abandonado el plan general, para concentrarse en lo que consideraba prioritario, tanto para la Corona como para el sueño tropical de la Guipuzcoana: acabar con el poder de los caribes. De ahí que simultaneara dos estrategias, una de presencia armada en el Orinoco y sus afluentes de la vertiente sur, con otra de construcción de una red de alianzas con caciques indígenas al margen de los misioneros. A un jefe del río Caroní, Tumutu, y a Tacabapura, del Moriche, llegó a entregarles bastones de capitanes de población, lo que menoscababa el liderazgo de Patacón, el cacique “amigo” de los capuchinos; éstos se quejaron por sus incesantes peticiones de alimentos e indios de servicio. Al fin, el 27 de junio de 1756 Iturriaga salió del Caroní para dirigirse a Muitaco, un establecimiento franciscano observante, del Orinoco medio, de gran importancia estratégica, desde el cual pensaba que podría desplegar su plan de sujeción de los caribes. Allí volvió a enfrentarse con los misioneros y dispuso la construcción de barracas y almacenes, pues el invierno se acercaba.

Aquel año, de todas maneras, marcó el desarrollo futuro de la Expedición. En febrero habían partido de Santo Tomé los comisarios Alvarado y Solano, con el designio de alcanzar cuanto antes el curso alto del Orinoco. El primero de ellos se estancó en un terrible conflicto con los jesuitas, a los que maltrató con toda clase de exacciones y vejaciones. Poco después, acusó a Iturriaga de estar de acuerdo con ellos para retrasar su avance. Solano, en cambio, aprovechó la oportunidad para convertirse en el primer gran explorador ilustrado de la selva amazónica, y en un destacado experto en política indígena. El 28 de marzo de 1756 logró cruzar el raudal de Atures y poco después el de Maipures, y se presentó ante los sorprendidos nativos como un “español del rey”, distinto a los que habían conocido y dispuesto a establecer alianzas duraderas sobre la base del mutuo beneficio. Su retorno al cuartel general de la Expedición en Muitaco —rebautizado como “Puerto Sano” tras tantas calamidades— el 14 de octubre obedeció tanto a su necesidad de rendir informes como a la de conseguir hombres y pertrechos.

La situación de Iturriaga era lamentable. Su secretario Madariaga lo había encontrado el 22 de julio “con apariencia más de difunto que de vivo, en una choza acompañado de dos frailes franciscanos, un cirujano y ocho soldados”. El agotamiento de los expedicionarios se intentó solventar con diferentes estrategias, que mostraron en todo caso la capacidad de Iturriaga, en aquel momento crucial, de compartir su liderazgo con todos menos con el intrigante Alvarado. Así, su secretario Madariaga partió a España a dar explicaciones (los portugueses llevaban cuatro años esperándolos en río Negro) y obtener auxilios, dinero y refuerzos (José Diguja fue designado para sustituir en Nueva Andalucía al despechado Mateo Gual), mientras Solano tomó el camino de Santafé de Bogotá, donde logró el apoyo del virrey Solís y la entrega de dinero y soldados de escolta. Él optó, para desesperación de sus superiores, por establecerse en Cabruta, la “capital” de las misiones jesuitas, y entregó a Solano el mando de la exploración del alto Orinoco y el avance hacia el Amazonas. Pese a la incomprensión suscitada por sus acciones, hay que decir que su lógica fue impecable.

No podía existir una Venezuela interior sin control hispánico del Orinoco. Y para lograrlo, había que destruir la alianza caribe-holandesa, y establecer pueblos de españoles en el Orinoco medio, que impidieran su paso tanto hacia el virreinato de Nueva Granada como hacia el alto Orinoco.

Con este designio, el primer paso dado por Iturriaga fue encargar a los guarda marinas Doz y Guerrero la exploración del río Apure, para abrir una ruta de comunicación con los llanos de Barinas. Entre abril y mayo de 1757 ambos cumplieron con la misión encomendada.

Poco después, combinando de nuevo las expediciones de castigo contra los caribes (que se replegaban lentamente hacia el interior del continente) con las exploraciones dirigidas a encontrar áreas para fundar pueblos de españoles, mandó a Doz, varios criollos e indígenas cabres y guaqueríes aliados, el reconocimiento del territorio comprendido entre los ríos Cuchivero y Caura. El resultado fue la fundación de Ciudad Real y Real Corona a finales de 1757. Iturriaga se trasladó de inmediato a Ciudad Real, radicada junto al caño Uyape, y la localidad se convirtió en el cuartel general expedicionario. A partir de entonces, la transformación regional como efecto de las nuevas estrategias fue extraordinaria. Gracias a la paz con los grandes jefes indígenas del alto Orinoco, José Solano estableció una red de pueblos que se extendía hasta la frontera con los portugueses, a través de San José de Maipures, San Fernando de Atabapo, Santa Bárbara, Buena Guardia de Casiquiare, San Felipe y San Carlos de Río Negro. Como consecuencia de ello, se emprendieron diversas exploraciones hacia las fuentes del Orinoco, las más importantes hasta 1951, cuando al fin se alcanzó su nacimiento. Además, en octubre de 1759 el sargento Francisco Fernández de Bobadilla logró atravesar la línea divisoria y se presentó en Mariuá, donde tuvo noticia de que, tras cinco años y medio de espera, “el general y los matemáticos” lusos se habían marchado. En enero de 1760 partió hacia Ciudad Real con un mensaje para Iturriaga, según el cual en seis meses podría empezar el trabajo que en verdad los había llevado a todos allí, el trazado limítrofe. El mundo selvático había quedado por fin integrado a la Capitanía General de Venezuela, mediante la acción de oficiales reales: Fernández de Bobadilla tardó sólo cuarenta y dos días en su viaje de retorno.

Para entonces, incluso que Eugenio de Alvarado hubiera logrado alcanzar Santafé de Bogotá y retornara por una nueva ruta de suministro a través de los llanos, había dejado de tener importancia. El 12 de febrero de 1761 los monarcas de España y Portugal firmaron el Tratado de El Pardo, que señaló casi como único argumento que todo debía ser “como si el referido Tratado de 13 de enero de 1750 con los demás que de él se siguieron nunca hubiesen existido”. Ya a mediados de 1760, Iturriaga había recibido la orden de reagrupar los comisarios, oficiales subalternos, tropas de escolta e indios peones y bogas (remeros), un total cercano a ochocientas personas, en Ciudad Real, para proceder a su licenciamiento y traslado a Caracas o la Península. A pesar de todo, era la hora de los honores y las recompensas. De ahí que por una gestión del nuevo ministro de Indias fray Julián de Arriaga, que era un buen amigo suyo, recibiera la tentadora oferta de convertirse en capitán general de Quito. Para asombro de todos, decidió quedarse en Ciudad Real, sirviendo el cargo de comandante de Nuevas Poblaciones. Su objetivo en los escasos años que le quedaban de vida fue consolidar la presencia española en la Guayana frente a la agresiva frontera luso-brasileña y dar continuidad a la Venezuela interior que desde la década de 1740 se había convertido en su sueño más preciado. Libre de cualquier limitación, y con el sólido apoyo de José Solano, nombrado en 1763 capitán general de Venezuela, Iturriaga volvió a mostrar hasta qué punto los años de servicio directo a la Corona no habían cambiado su personalidad, y la prosperidad de la Compañía Guipuzcoana era también su máxima preocupación. Por eso, Ciudad Real se convirtió en el lugar de una experiencia piloto. Bajo su atenta mirada, algunos pobladores voluntarios, pero también “pícaros, vagabundos, ladrones, familias y mujeres malentretenidas y reos de cárceles” de las gobernaciones vecinas se agruparon para dar vida a una utopía particular, que pretendió hacer del Orinoco una isla azucarera del Caribe. De ahí que Iturriaga pidiera a España el envío de un trapiche para beneficiar la caña, así como de esclavos, pues, según su experiencia, los indígenas no servían, por su aversión al trabajo, para el fin propuesto: la producción de azúcar en grandes haciendas y destinada al mercado atlántico. Aunque el resultado económico del experimento fue negativo, en términos estratégicos y políticos fue colosal. El conocimiento de las rutas selváticas amazónicas y la permanencia de los pueblos de españoles, como Ciudad Real —en realidad una aldea criolla poblada por mulatos y pardos en su mayoría, más algunos indios de otras regiones, pero todos considerados españoles por vivir bajo protección real y hablar la lengua española—, fundaron la realidad de la Venezuela profunda de hoy; a pesar de que Iturriaga —que el 28 de enero de 1767 resignó su mando en el nuevo gobernador de la Guayana, Manuel Centurión, y sólo salió del Orinoco con destino a Margarita, paralítico del lado derecho, ciego y casi sordo— acabara por dejarse la vida en el empeño.

 

Obras de ~: Manifiesto que con incontables hechos prueba los grandes beneficios que ha producido el establecimiento de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, y califica cuán importante es su conservación al Estado, a la Real Hacienda, al bien público y a los verdaderos intereses de la misma Provincia de Caracas, Madrid, 1749.

 

Bibl.: D. Ramos Pérez, El Tratado de Límites de 1750 y la Expedición de Iturriaga al Orinoco, pról. de A. Melón y Ruiz de Gordejuela, Madrid, Gráficas Versal, 1946; F. Morales Padrón, Rebelión contra la Companía de Caracas, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1955; V. Amezaga Aresti, Hombres de la Compañía Guipuzcoana, Caracas, 1963; M. Lucena Giraldo, Laboratorio Tropical: la expedición de límites al Orinoco, 1750-1767, Caracas-España, Monte Ávila Latinoamérica- Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1993; R. Aizpurúa, Curazao y la costa de Caracas: Introducción al estudio del contrabando en la provincia de Venezuela en los tiempos de la Compañía Guipuzcoana, 1730-1810, Caracas, 1993; M. Lucena Giraldo, “Los Jesuitas y la Expedición de Límites al Orinoco, 1750-1767”, en Paramillo (San Cristóbal), n.os 11-12 (1992-1993); E. Amodio, “El dorado ilustrado: las expediciones al Parime (Guayana), 1770-1777”, en Revista de Indias (Madrid), n.º 55, n.º 203 (1995); M. Lucena Giraldo, “El Reformismo de Frontera”, en A. Guimerá (ed.), El Reformismo Borbónico. Una visión interdisciplinar, Madrid, Alianza Editorial, 1996; M. Lucena Giraldo, “Gentes de infame condición. Sociedad y familia en Ciudad Real del Orinoco (1759-1772)”, en Revista Complutense de Historia de América (Madrid), n.º 24 (1998); G. Vivas Pineda, La aventura naval de la Compañía Guipuzcoana de Caracas, Caracas, 1998; M. Lucena Giraldo, Viajes a la Guayana Ilustrada: el hombre y el territorio, Caracas, Banco Provincial, 1999; I. Elorza, “José de Iturriaga”, en Azpeitian Zer, Azpeitia, 2003; M. Lucena Giraldo, “Imperios confusos, viajeros equivocados. Españoles y portugueses en la frontera amazónica”, en Revista de Occidente (Madrid), n.º 260 (2003).

 

Manuel Lucena Giraldo