Ximeno de Lobera, Jaime. Ojos Negros (Teruel), p. s. XVI – Teruel, 12.XII.1594. Obispo de Teruel (1579-1594) y virrey de Aragón (1590-1591).
Nacido en la localidad turolense de Ojos Negros, Jaime Ximeno de Lobera fue hijo de Juan Ximeno de Lobera, natural de Calamocha (Teruel), y de Ana Martínez, matrimonio que procreó otros dos niños y dos niñas. Estudió en la Universidad de Huesca, donde fue rector en el curso 1566-1567, y comenzó su carrera eclesiástica ejerciendo de arcediano en la Catedral de dicha ciudad, oficio que también desempeñó más tarde en la Seo de Jaca. Además, durante sus estancias en ambas ciudades altoaragonesas fue comisario del Santo Oficio y en 1578 Felipe II le designó canciller de competencias, cargo que debía dirimir las cuestiones jurisdiccionales surgidas entre tribunales civiles y eclesiásticos. El 24 de noviembre de 1579 el Rey le encomendó el obispado de Teruel, diócesis creada dos años antes y en la que realizó una importante labor de organización. El Papa promulgó la bula de su nombramiento el 10 de abril de 1580 y su consagración tuvo lugar en la Seo de Zaragoza el 12 de junio de ese mismo año, presidida por el arzobispo Andrés Santos, a quien sucedía en la dignidad episcopal turolense. Tres días más tarde, Ximeno tomó posesión de su obispado mediante procurador y el 12 de julio de 1580 hizo su entrada solemne en Teruel. Por último, en abril de 1590 fue designado virrey de Aragón, cargo que permanecía vacante desde el cese del conde de Sástago el año anterior y que el obispo no ocupó de modo inmediato, pues juró su oficio el 15 de noviembre, siete meses después de su elección.
Hasta la fecha, y pese a que durante su virreinato se registró la rebelión aragonesa de 1591, la condición eclesiástica de Jaime Ximeno es la que mayor atención ha merecido por parte de sus biógrafos. Todas sus semblanzas subrayan su carácter de hombre de iglesia, lo que llevó al conde de Luna a lamentar que fue “un buen clérigo, y no para el oficio de Virrey ni gravedad de este caso”. Otros coetáneos le definieron como “hombre tan blando y fácil y desustanciado, que era como una estatua, que con cualquier cosa lo intimidaban y en nada tenía ejecución” y subrayaron su incapacidad y su subordinación al marqués de Almenara, a quien consideraban el virrey en la sombra. Siguiendo pautas similares, a fines del siglo XIX Cosme Blasco señaló que “visitó el Obispado dejando en todas partes memoria de su liberalidad y misericordia con los pobres”. Y los estudios más recientes, debidos al también sacerdote turolense Juan José Polo Rubio, destacan que “vivió en unas circunstancias irrepetibles para la historia eclesiástica turolense, jugó un papel importante en las labores de la composición diocesana y con razón puede otorgársele el título de verdadero organizador”.
En cuanto a su actuación política, los autores citados se limitan a recordar que su virreinato coincidió con la crisis de 1591, sin atribuirle ningún protagonismo en ella. No en vano, hasta la fecha su proceder se ha explicado a la luz de su incapacidad política y su falta de decisión, rasgos intrínsecos a su condición religiosa y que, además, habrían provocado su sustitución y su posterior retiro a su diócesis, donde se entregó de lleno a la labor pastoral. Su desapego por las cosas terrenales, además, se habría hecho patente el 3 de mayo de 1593, momento en que presentó su renuncia a ejercer cualquier tipo de oficio del reino. Ahora bien, no está de más advertir que Ximeno tomó esta decisión al final de su vida y tras su traumático paso por el virreinato. Y, por otro lado, la documentación sugiere que, tras el motín del 24 de mayo de 1591, que provocó la muerte de Almenara a comienzos del mes siguiente, el obispo virrey auspició varios intentos de resolver el conflicto, pues “su carácter conciliador y el temor que despertó en él la situación por la que atravesaba el reino le llevaron a desaconsejar la adopción de medidas de fuerza a la vez que animaba los intentos negociadores de los diputados”.
Por añadidura, no está de más apuntar algunos hechos que sugieren que Jaime Ximeno observó una actitud ambigua durante el conflicto. En primer lugar, la escasa presteza con que atendió los requerimientos de bastimentos y pertrechos que le dirigieron Alonso de Vargas y otros oficiales del ejército enviado a Aragón por Felipe II, circunstancia que bien pudo estar motivada en parte por la crítica situación en que se encontraba el Reino. No obstante, es preciso advertir que, a poco de comenzar su virreinato, ya se comportó de modo similar cuando el capitán Juan de Anaya de Solís, al mando de más de seiscientas lanzas que debían dirigirse a Perpiñán, “se resolvio de entrar en esse Reyno sin commisarios, pareçiendole que, pagando todo lo que se tomasse y con la buena disçiplina que llevaria la gente, passaria con quietud”. La razón de semejante decisión, aprobada por Felipe II, fue la demora del virrey en el envío de comisarios que alojasen a la tropa, lo cual hizo que el monarca le reconviniese.
Por otro lado, las fuentes confirman que Ximeno se esforzó por mantener el orden y facilitar la entrega de Antonio Pérez al Santo Oficio, si bien no es menos cierto que la corte censuró su pasividad ante la entrega de las armas de la ciudad de Zaragoza a los sediciosos, y que los miembros del Consejo de Guerra y otros oficiales del ejército formado por el Justicia de Aragón adujeron en su defensa que el obispo virrey les había animado a aceptar sus nombramientos. En definitiva, según escribieron el duque de Villahermosa y el conde de Aranda, “también el Virrey y otros Ministros de S.M. contemporizan y aprueban muchas cosas que nos confiesan no deberse hacer”.
En otro orden de cosas, sería interesante constatar si la actividad de Ximeno como canciller de competencias responde a la imagen de ineficacia política que sobre él se ha proyectado. Y tampoco estaría de más conocer su ideario político, asunto sobre el que aún no es posible emitir juicio alguno, por mucho que su comportamiento ante la entrada del capitán Anaya, el talante conciliador que muestra en su correspondencia y su afán contemporizador permitan sospechar que, cuando menos, sentía profundo respeto por los fueros aragoneses. Quizá por ello, aunque es innegable que su nombramiento obedeció al intento de hacer de él un hombre de paja en manos de Almenara, ninguno de los pasquines conservados contiene ataques contra él. Y, por otro lado, en las fuentes consultadas hasta la fecha no se hallan indicios de que el obispo virrey se integrase en la red clientelar tejida por el noble castellano a instancias de Diego Fernández de Cabrera y Bobadilla, III conde de Chinchón, cosa que sí hizo su sucesor en el virreinato, Miguel Martínez de Luna, el II conde de Morata.
Fuentes y bibl.: Archivo de la Diputación Provincial de Zaragoza, Cuentas, ms. 262, fols. 220-221; Archivo General de Simancas, Guerra y Marina, leg. 297, fol. 344; D. Murillo, Fundacion Milagrosa de la Capilla Angelica y Apostolica de la Madre de Dios del Pilar, y Excellencias de la Imperial Ciudad de Çaragoça, Barcelona, Sebastián Matenad, 1616, pág. 158; V. Blasco de Lanuza, Ultimo tomo de historias eclesiasticas y seculares de Aragon, desde el año 1556 hasta el de 1618, Zaragoza, Juan de Lanaja y Quartanet, 1619, págs. 188 y 286; L. Leonardo de Argensola, Informacion de los sucesos del Reino de Aragon, Madrid, Imprenta Real, 1808, págs. 92 y 106 [ed. facs., Zaragoza, Edizions de l’Astral y El Justicia de Aragón, 1991]; C. Blasco, Historia de Teruel, Teruel, Imprenta de José Alpuente, 1870, pág. 21; F. de Gurrea y Aragón, conde de Luna, Comentarios de los sucesos de Aragón en los años 1591 y 1592, Madrid, Imprenta de Antonio Pérez Dubrull, 1888, págs. 59, 102 y 150; J. J. Polo Rubio, Jaime Jimeno de Lobera (1580-1594). Organizador de la Diócesis de Teruel, Zaragoza, Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja, 1988; “Ocho personajes eclesiásticos turolenses del siglo XVI-XVIII”, en Aragonia Sacra, vol. vi (1991), págs. 172-174; J. Gascón Pérez, La rebelión aragonesa de 1591, tesis doctoral, vol. II, Zaragoza, Universidad, 2000, págs. 1274-1277 (ed. electrón., Zaragoza, Universidad, 2001).
Jesús Gascón Pérez