Garro Arizcun, Nicolás Ambrosio de. Marqués de las Hormazas. Madrid, 7.VII.1747 – 1825. Caballero de Santiago, financiero y alto funcionario de la Administración central, varias veces ministro con Carlos IV y Fernando VII.
Era hijo de Ambrosio Agustín del Garro, que fue tesorero del infante cardenal, y de Josefa María Arizcun.
Su padre había sido asentista en general y aprovisionador de víveres para el Ejército, en concreto; de familia de comerciantes y financieros. Su madre era hija de Francisco de Arizcun, II marqués de Iturbieta, también familia entregada a los negocios con el Gobierno y a las finanzas en general, muy asentada en la Corte. Los Iturbieta están directamente relacionados, tanto por lazos familiares como mercantiles, con familias de negociantes tan importantes como los Goyeneche o los Mendinueta. Nicolás Ambrosio fue rigurosamente contemporáneo de Goya y vivió toda la vida ligado a sus negocios y a los puestos elevados que consiguió en la Administración central. Tenía propiedades inmobiliarias en Madrid, era accionista de la Compañía Guipuzcoana de Caracas y del Banco de San Carlos, y también comprador de títulos en las emisiones de deuda relacionadas con la renta del tabaco.
En 1774 era miembro de la Sociedad Bascongada de Amigos del País.
Fue nombrado caballero de Santiago el 15 de marzo de 1765. Dos años después, el 29 de octubre de 1767, se casó con Marina Joaquina Robles, de la cual le vino, como consorte, el título de marqués de las Hormazas, merced en la que ella sucedió a su padre Joaquín Robles (el origen del título es de la época de Felipe V, concedido a Andrés Robles). En 1769, Nicolás Ambrosio de Garro era consiliario de la Congregación de San Fermín de los Navarros, en Madrid. Sus relaciones familiares y financieras le ligaron al Banco de San Carlos desde el primer momento de la institución, pues fue uno de los consejeros nombrados por el Rey. Desde entonces, formó parte de las juntas de gobierno y fue varias veces presidente bienal y presidente encargado del asiento de provisiones, cuando lo disfrutó el banco. Lógicamente fue protagonista de los avatares de la dirección del banco, como cuando dimitió como director de la provisión al estar en desacuerdo con el secretario de Hacienda sobre admitir a banqueros en la dirección del banco a fines de 1786, o en los problemas que tuvo Cabarrús en 1788. En esta ocasión, Garro estuvo con Cabarrús. Entretanto, el 15 de enero de 1785 fue también nombrado consejero de capa y espada del Consejo de Hacienda.
El prestigio que tenía Garro era el de un administrador muy eficiente. Como señala Tedde, cuando se discutió en 1790 la continuación de los suministros de la Armada, Lerena comunicó a Valdés, secretario de Marina, que la provisión de víveres podía seguir en manos de Garro, “único en su concepto capaz de desempeñarlo, como lo ha evidenciado en esta ocasión, que a no haber sido por su actividad y el crédito que tiene su casa en toda Europa, no habría podido en el corto tiempo que ha mediado, aumentar el repuesto de raciones ordinarias de la armada en los tres departamentos a 3.600.000, después de tener completos todos los buques con tres meses de víveres”. En efecto, en 1790, Hormazas aparece nuevamente como director de provisiones. Luego siguió trabajando con el Banco de San Carlos y en 1791 fue director extraordinario del mismo, con encargo de liquidar el ramo de provisiones.
En los años posteriores entró más de lleno en los organismos propios de la Administración. En enero de 1795 fue tesorero general. Todavía en 1796 liquidó las cuentas del fallecido tesorero en alternancia, Francisco Montes. En junio de 1797 fue nombrado secretario de Hacienda, con lo que alcanzó un punto culminante de su carrera, por el que es más conocido, pero sólo estuvo en el cargo cinco meses, pues fue sucedido en noviembre por Francisco Saavedra. En opinión de Merino, en medio de una época complicada para la Hacienda (se refiere a los años 1796-1798), adoptó la única medida importante del período: un nuevo préstamo en bonos, con un nominal más bajo que en la edición anterior, lo que facilitó colocar la emisión. Por lo demás, trató de salir de los apuros urgentes como pudo, al igual que todos los secretarios de Hacienda del momento. Su sustitución lo fue más por motivos ideológicos, pues Cabarrús, entonces en el apogeo de su fuerza, consiguió el nombramiento de un equipo más liberal: Saavedra y Jovellanos.
En 1803 aparece como miembro del Consejo de Estado, si bien en calidad de “ausente”. Se supone que siguió siempre ligado al Banco de San Carlos, pues en 1807 fue nuevamente presidente de la Junta, pero no dejó la Administración tampoco, pues luego fue ministro en la Contaduría Mayor de Cuentas y en la Junta de Montepíos de oficinas.
Los acontecimientos de 1808 le trajeron algunos cambios y parece que le produjeron dudas, pues tras ser uno de los vocales del Congreso de Bayona, aparecer también como uno de los firmantes de la Constitución y haber jurado a José Bonaparte como consejero de Estado, finalmente no aparece como afrancesado, sino que a finales de 1809 está en Sevilla, con el Gobierno patriótico, como secretario interino del Despacho de Hacienda y superintendente general de la Real Hacienda de Indias. En 1810 fue también secretario interino, por pocos meses, del Despacho de Estado y secretario interino del Despacho de Marina.
Fue entonces cuando ocurrió el incidente que recoge Caro Baroja de la orden de 17 de mayo por la que se autorizaba el comercio directo de todos los puertos de América con otros países y sus colonias.
La orden, de hecho, rompía el sistema hasta entonces establecido y fue derogada. Algunos culparon a Hormazas.
Aunque se vio que el culpable directo no había sido él, al menos se le podía acusar de negligencia. La cosa no debió de ir a mayores, pero coincidió que el 2 de julio de 1810 fue sustituido en las dos interinidades que administraba. No obstante, siguió su carrera sin más problemas, pues en 1814 fue nuevamente vocal de la Junta de Gobierno del Banco de San Carlos, donde siguió por lo menos hasta 1819.
El restablecimiento definitivo de Fernando VII parece que le trajo otra vez mejores oportunidades políticas, pues en 1815 fue elegido para el Consejo de Estado, un órgano formado por todos los secretarios y algunos consejeros, casi todos antiguos ministros, al que se consultó sobre materias graves. El marqués de las Hormazas era el cuarto consejero por antigüedad.
Todavía formaba parte del Consejo de Estado en 1820 y actuó en la sesión de 6 de marzo, previa a la aceptación por parte de Fernando VII de la vuelta al régimen constitucional. Posiblemente por su prestigio también en el régimen vigente obtuvo la concesión de la Orden de Carlos III en 1819.
Superado el Trienio Liberal y vuelto el régimen autoritario, en 1824 fue uno de los llamados para las purificaciones, pero consta que no se presentó. Seguramente no estaba en condiciones de hacerlo porque falleció en 1825.
Bibl.: M. Costa y Turell, Catálogo de los Grandes de España y Títulos del Reino, Madrid, Liberia Española, 1858; J. Caro Baroja, La hora navarra del XVIII (Personas, familias e ideas), Pamplona, Príncipe de Viana, 1969; J. Fontana, La quiebra de la monarquía absoluta, 1814-1820, Barcelona, Ariel, 1971; F. Suárez Verdeguer, Documentos del reinado de Fernando VII. Vol. VII. El Consejo de Estado (1792-1834), Pamplona, EUNSA, 1971; J. P. Merino Navarro, “La Hacienda de Carlos IV”, en J. M.ª Jover Zamora (dir.), Historia de España Menéndez Pidal, t. XXXI-I, Madrid, Espasa Calpe, 1987, págs. 853-911; V. Cadenas y Vicent, Extracto de los expedientes de la Orden de Carlos III, t. V, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Salazar y Castro, 1988; J. M. Cuenca Toribio y S. Miranda, El poder y sus hombres. ¿Por quién hemos sido gobernados los españoles? (1705-1998), Madrid, Actas, 1988; P. Tedde de Lorca, El Banco de San Carlos, Madrid, Alianza-Banco de España, 1988; S. Aquerreta, Negocios y finanzas en el siglo XVIII. La familia Goyeneche, Pamplona, EUNSA, 2001; A. Gil Novales, Diccionario biográfico de España (1808-1833). De los orígenes del liberalismo a la reacción absolutista, Madrid, Fundación Mapfre, 2010, pág. 1282.
Agustín González Enciso