Siloe, Gil. ¿Amberes o Urliones? (Bélgica), m. s. XV – Burgos, 1505. Escultor.
Se desconoce la ciudad en la que nació, se formó y trabajó, antes de llegar a Burgos atraído por la gran actividad artística que se desarrollaba en la ciudad, que afectaba a la totalidad de los templos con obras de todas las artes y géneros, promovida por nobles, obispos, cabildos catedralicio y parroquiales y, de manera destacada, ricos mercaderes. Que el artista firmara algunas veces “Gil de Enberres” ha dado pie a considerarlo originario de Amberes, y que, en otras ocasiones, su nombre aparezca como “Gil de Urliones” apoya la hipótesis de que el lugar de procedencia fue Urliones, en Francia.
Lo cierto es que, al margen de cuál pudo ser el lugar de partida, cuando llegó a Burgos lo hizo en posesión de un estilo y una técnica completos, sin fisuras ni dudas. Una formación y modo de hacer, arraigados y convertidos ya en manera personal, que se refleja en todas sus obras, de tal forma que se acerca a un juego casi de imaginación la búsqueda de cambios sustanciales en sus trabajos, ya que los apreciables en los detalles no permiten en rigor hablar de evolución. Esta es la razón por la que hay escasas dudas en la atribución de las obras salidas de su mano e incluso de su taller, hasta el punto de que, cuando se han planteado, al final se han resuelto asignando la autoría a otro artista, más o menos cercano a su estilo, pero no a Gil Siloe. Tal ha ocurrido con la estatua yacente de San Lesmes, en la iglesia de su nombre en Burgos, el retablo de la Adoración de los Magos de Covarrubias y, como último ejemplo, la imagen de Santo Domingo de Guzmán del monasterio de monjas dominicas de Caleruega.
Gil Siloe, en virtud de lo anterior, presenta la peculiaridad de ser uno de los pocos artistas venidos de fuera que se sale de la norma, al no ser atraído en ningún momento por el ambiente castellano, como lo fueron otros muchos y grandes artistas. No modificó en ningún momento “lo que dice y su modo de decirlo”, con una tan rotunda plenitud nórdica, que no sólo es apreciable en la forma, sino también en el contenido, como tendremos ocasión de ver, de modo que puede decirse que estuvo, vivió y trabajó en Burgos, en Castilla, sin que los clientes ni el ambiente le influyeran de modo suficiente como para hacerle cambiar su arte.
A Gil Siloe corresponde el mérito de haber sido el creador del foco artístico burgalés de escultura que, desde fines del siglo XV, irradió su actividad e influencia a todo el territorio castellano. Un triunfo lógico en su intensidad y extensión y que, a la vez, puede parecer extraño por la brevedad de su duración, porque, a pesar del éxito que lograron sus obras, su estilo tuvo una influencia muy limitada en el tiempo, al carecer prácticamente de seguidores y, sobre todo, debido a que ya en los primeros años del siglo XVI las formas renacentistas italianas, en general mal conocidas por nuestros artistas, se unieron con las góticas formando un arte ecléctico sin relación con el de Gil Siloe. Además, su preciosismo decorativo en las imágenes no estaba de acuerdo con el concepto hispano, más dado al empleo de tales excesos en la arquitectura que en la escultura, en la que se prefirió concentrar la atención en la expresión.
En Burgos vivió siempre en unas casas en la calle de la Calera, donde se registra su presencia ya el año 1488, pocos años después de su llegada cuando ya gozaba de indudable prestigio social, por cuanto las casas le fueron cedidas por el Cabildo, extramuros de la ciudad en la huerta de Santa María, en el barrio de Vega, que comenzaba a urbanizarse en estas fechas formando la calle Calera que desde el primer momento adoptó un evidente tono aristocrático, por lo que el Cabildo cuidó mucho la condición de los residentes a quien cedía solares o viviendas. Gil Siloe tuvo su taller en estas casas hasta su muerte, según la opinión más extendida en el año 1505, aunque el censo siguió constando como pagado por Gil Siloe hasta 1508, siendo este año en el que los herederos comenzaron a pagarlo hasta que, en el año 1544, se convirtió en propietario único su hijo Diego de Siloe, que las vendió el año 1545.
Al igual que su origen, que está lleno de dudas y sin ningún dato de plena certeza, ocurre lo mismo con el inicio de la actividad del artista en Burgos. No se sabe con certeza cual pudo ser la fecha de su llegada, ni cual fue la primera obra que hizo. Algunos autores aceptan la opinión de Mayer y consideran posible que su primer trabajo en Burgos fuera la estatua yacente del obispo don Alonso de Santamaría, con la que se completaba el sepulcro del prelado en la capilla de la Visitación de la catedral, que desde hacía tiempo tenía hecha el arca, labor que se data hacia el año 1447, en tanto que la estatua se considera que pudo ser labrada hacia el año 1475, fecha que, aceptándola, estaría próxima a la de su llegada e instalación en Burgos.
No se conoce ningún dato documental que pruebe tal extremo que, además, resulta un tanto extraño cuando se considera que el tiempo transcurrido desde tal año, 1475, hasta el de 1486 en que se documenta el encargo de la reina Isabel de los sepulcros de sus padres, transcurre un período de inactividad impensable en un artista de tal categoría, sin nadie capaz de suplir su trabajo en la ciudad. Tal consideración nos inclina a pensar que la llegada de nuestro artista fue posterior y que, en consecuencia, si la estatua yacente del obispo Santamaría salió de su mano, hay que asignarle una fecha de ejecución más tardía.
Se considera que la primera gran obra de Gil Siloe en Burgos fue el retablo del Árbol de Jesé, el mayor de la Capilla del Condestable, en la Catedral de Burgos.
Acabado en el año 1483, según Yarza, es el primer retablo hecho en Burgos que se concibió con la idea de unir las tres artes mayores con objeto de ofrecer un mensaje, en el que la realidad presentada con elegante detallismo sirviera de apoyo visual a la idea. El resultado fue un conjunto de gran originalidad en el que, al igual que en las fachadas retablo, la proliferación de escenas, imágenes y detalles producen en el contemplador una inicial sensación de abigarramiento y confusión, que desaparece en cuanto se inicia el análisis destacando la precisa claridad y justificada presencia de cada elemento, aun cuando dentro de una precisa complejidad compositiva acorde con los distintos planos de significación presentes en el conjunto. Algo que, como es fácil comprobar, se hace presente en todas las obras de Gil Siloe.
En este retablo de la Concepción encontramos también en su momento inicial la labor del artista que debe encontrar formas, que los grandes intérpretes convierten en fórmulas, para hacer visibles ideas ajenas, incluso las que están en discusión, como ocurría en este caso en el que se discutía si la Virgen María merecía el título de Inmaculada por su concepción.
Asunto difícil de resolver y tema problemático de representar, que Gil Siloe resolvió, de acuerdo con el redactor de la iconografía del retablo, con la bellísima escena del Abrazo en la Puerta Dorada, enmarcada por las ramas y frutos del árbol de Jesé.
Por estas fechas, debió de hacer las hojas de la puerta de entrada al claustro desde el crucero en la Catedral de Burgos, igualmente por encargo del obispo Acuña, que con esta obra completaba su actuación de embellecimiento del interior del templo, con la renovación de las arquerías del triforio hecha por Simón de Colonia.
Cada hoja, labrada en madera sin policromar, se divide en dos sectores dentro de un marco decorativo enriquecido por pequeñas esculturas. Los espacios de la zona inferior se llenan con la representaciones sedentes de San Pedro y San Pablo, en tanto que, las del sector superior, presentan las escenas, en la derecha, de la Entrada de Cristo en Jerusalén, y en la opuesta, la de Cristo en el Limbo. No ha sido generalmente admitida la autoría de Gil Siloe, porque el estilo de las figuras de los relieves, en especial el segundo, ofrecen cuerpos desnudos, de carnes enjutas, resecas, expresiones dramáticas y composiciones más movidas de las que son habituales en el arte del maestro, que prefiere envolver a sus personajes en amplios ropajes, como vemos en las figuras del plano inferior de la puerta. Gil Siloe se vio en la necesidad de dejarnos en estas escenas las muestras más expresivas y dramáticas de su arte, que aumenta la ausencia de policromía, cuya presencia en otras tallas, cual es el caso del expresivo Crucificado del retablo de la Cartuja de Miraflores.
Como hemos señalado, en el año 1486 se datan las primeras noticias documentadas de la actividad de Gil Siloe en Burgos, que ya no se interrumpirán hasta su muerte unos veinte años después en relación con numerosas y, sobre todo, importantes realizaciones.
Dicho año, respondiendo a un encargo de la reina Isabel la Católica, hizo el proyecto de los sepulcros de sus padres, los reyes Juan II e Isabel de Portugal, y de su hermano el príncipe Alfonso, por cuya muerte ella ocupó el trono. Los dos sepulcros estaban destinados a ocupar un lugar de privilegio en la nave de la iglesia de la Cartuja de Miraflores de Burgos, donde se encuentran desde que, el año 1493, fueran terminados.
Parece que al mismo tiempo, en mayo de 1486, presentó el modelo para el sepulcro del príncipe don Alfonso, para ocupar un lugar en el muro del Evangelio, junto al de sus padres, y para completar el conjunto, labró el retablo mayor, formidable conjunto que llena el muro del testero y, junto con los sepulcros, hace que el presbiterio del templo sea un cántico visual de la Monarquía. Intención matizada porque a los ojos admirados del contemplador parece más el resultado del acopio de obras para hacer un museo, que el de una reflexiva unión de tan magníficas piezas en un espacio religioso, cuya presencia se explica exclusivamente por la función de cada una en dicho lugar bajo la decorada bóveda con que lo cubrió Simón de Colonia que, una vez más, une su arte al de Gil Siloe.
El sepulcro de los reyes don Juan y doña Isabel se levanta en el centro de la cabecera del templo. Ubicación un tanto insólita no por el lugar sino por su proximidad al altar y por su altura. Se trata de un sepulcro exento de original y compleja traza de planta octogonal formada por dos cuadrados que se superponen, el primero orientado en el sentido del eje longitudinal al de la iglesia. Traza con la que Gil Siloe, posiblemente sin la habitual intervención de algún eclesiástico experto en iconografía, representó en los dos cuadrados las vidas terrenales de los Reyes —la de la reina Isabel de Portugal imbricada en la de su marido, don Juan— que con la muerte acceden al gozo celestial, representado en el octógono. La decoración, como ocurre en todas las obras de Gil Siloe, es tan abundante que resulta excesiva y abrumadora en ciertos aspectos, sobre todo en la impresión de acumulación y falta de sentido en sus múltiples imágenes y motivos. Exceso, a primera vista, que no es obstáculo, sino que más bien contribuye a su aumento, para llevar al contemplador de asombro en asombro cuando presta atención a la minuciosidad y perfección de la talla que, al igual que en los coetáneos maestros italianos del mármol, convierten el alabastro en maleable cera mediante una técnica del más depurado virtuosismo que, sin embargo, no impide la consecución de admirables resultados gestuales, expresivos, en las imágenes salidas de la mano de maese Gil Siloe, como vemos en las figuras de los Evangelistas y, como ejemplo singular, en la cabeza y el rostro del evangelista Mateo.
Muy diferente es el enterramiento del príncipe don Alfonso, para el que Gil de Siloe adoptó la forma de sepulcro mural o de arcosolio, con el arca y sobre ella la estatua orante del difunto en un espacio abierto en el muro enmarcado por un arco de profusa decoración colgante de caireles formados por figuras de ángeles y, en las jambas, con pilastras de profusa molduración con las imágenes de los apóstoles por parejas, distribuidas en cuatro zonas, con la imagen de San Miguel en el remate. El frente del arca funeraria se llena con unos heraldos o escuderos que tienen escudos con el campo desnudo, sin las acostumbradas armas heráldicas. La figura del Príncipe más que una representación semeja una verdadera presencia en la actitud orante con el cuerpo erguido, las manos en oración y el rostro de serena expresión realzados por la riqueza del vestido, en la que el maestro muestra su tendencia a valorar las figuras mediante las telas envolventes con preferencia, que a veces semeja desprecio, sobre el cuerpo, cuya visión limita al rostro y las manos, con escasas excepciones.
La actividad de Gil Siloe se extendió a Valladolid donde hizo, por encargo del obispo de Palencia, el dominico fray Alonso de Burgos, y casi es obligado apuntar que según costumbre, más de una obra, para el Colegio de San Gregorio fundado por el obispo. La primera, realizada antes que las de la cartuja burgalesa, fue el desaparecido retablo de la capilla, terminado el año 1489, que a pesar de que se señaló que el modelo a seguir debía ser el retablo de la Concepción, en la Catedral de Burgos, no debía tener gran semejanza con él en la mazonería, debido a que estaba formado por una serie de veintidós escenas dedicadas a la vida de Cristo y la Virgen, aunque como en el citado modelo y en el de la Cartuja de Miraflores, una escena central con la Deposición de Cristo en tamaño superior al resto presidía el conjunto.
La segunda gran obra vallisoletana, acabada el año 1496, es la fachada del Colegio que, en opinión de Yarza, “destaca, aún por encima del famoso claustro”. Se trata de una de las fachadas que se labraron a fines del siglo XV y principios del XVI conocidas como fachadas retablo, telón, tapiz, colgada... aludiendo a que, sin detrimento del simbolismo que suelen ofrecer en su compleja composición y abundante escultura, su función es esencialmente decorativa, sin relación con el espacio que “tapan”.
El problema es que no resulta fácil atribuir tan excelente obra a un determinado autor. Se barajan los nombres de tres grandes artistas: Juan Guas, Simón de Colonia y Gil Siloe. El análisis de los componentes del conjunto inclina a asignar su ejecución a Gil Siloe en lo tocante a la traza y a la profusa decoración escultórica, aunque hay aspectos que inclinan a considerar la intervención de Simón de Colonia y una mayor actuación del taller que en otras obras, explicable porque el maestro Gil estaba ocupado en la Cartuja de Miraflores.
Sólo se conserva la imagen de San Andrés, cuya hechura contrató el 3 de octubre de 1493, con Pedro de Padilla, mayordomo de la iglesia parroquial de San Esteban de Burgos, al mismo tiempo que la de un retablo para el mismo templo. Obras que hizo a continuación de los sepulcros. Se desconocen las características del retablo, en el que también intervino su colaborador el pintor Diego de la Cruz en las labores de dorado y policromado, pero es correcto suponer que se trataba de un conjunto típico del maestro, de amplia superficie adaptada a la cabecera de la iglesia, densa iconografía y profusa decoración, a tono con su estilo y con la importancia de la feligresía de la parroquia que, en aquellos momentos, estaba formada por las familias más ilustres y adineradas de la sociedad burgalesa.
En el retablo mayor de la Cartuja de Miraflores de Burgos, el maestro Gil Siloe dejó el sello definitivo de su arte, en el que se funden caracteres que parecen contradictorios.
El conjunto puede considerarse un paradigma de la indefinición de las formas y funciones de la arquitectura y la escultura, y de la disposición de los elementos iconográficos que parece ser norma de finales del siglo XV, cuando el gótico llega a su máxima complejidad conceptual y consiguiente expresión formal, con el resultado de una composición que sí, en principio, sorprende por la sensación de abigarramiento y de exceso surgida de la visión de tan heterogéneo conjunto, con la presencia de elementos diversos; sin embargo, a continuación, en cuanto se aplica el método de lectura adecuado, surge la sorpresa ante la claridad conceptual y rigor doctrinal que caracterizan el mensaje que ofrece la que, en una primera visión, nos pareció que no era sino una composición cuya densidad de formas se diluía en la mera decoración.
El retablo se forma mediante dos amplios campos. En el inferior, se desarrolla el plano histórico con las figuras de los reyes, escoltados por sus santos patronímicos y los escudos de Castilla y Portugal, orantes ante las escenas en relieve de La Última Cena y El Prendimiento de Cristo, entre las que se muestran imágenes de bulto de los santos patronos de los reyes y de Castilla y Portugal.
El plano superior, acogido en un amplio marco con figuras de santos, ofrece en composición concéntrica un riguroso tratado teológico eucarístico y eclesial, a partir del Crucificado que ocupa el centro del conjunto en la doble persona del Hijo en unión del Padre y el Espíritu Santo, figurado como un joven, dentro de una gran corona formada por ángeles, con cuatro escenas de la Pasión, y de Jesucristo con la Virgen y San Evangelista formando la escena del Calvario. En registros concéntricos aparecen las representaciones de los Evangelistas transmisores de la doctrina de Cristo, los Padres de la Iglesia Occidental, encargados de fijarla y, finalmente, en el amplio marco guardapolvos figuras de santos, como ejemplos del triunfo de la doctrina de Cristo Al parecer, cuando estaba haciendo los sepulcros reales de la Cartuja se le encargó hacer el de don Juan de Padilla, para su enterramiento en el monasterio jerónimo de Nuestra Señora de Fresdelval, próximo a Burgos, sobre el que su familia ejercía el patronato. El difunto era un joven doncel, escudero de la reina Isabel, que le tenía especial aprecio.
Muerto a los diecinueve años, en 1491 en un encuentro con los moros en el sitio de Granada. La Reina dispuso que se le hiciera este sepulcro, que costeó la madre del difunto, cuya ejecución se demoró hasta el año 1500, sin duda por estar el escultor ocupado en otros trabajos.
Este detalle nos proporciona una adecuada idea sobre la personalidad y conducta profesional del maestro, caracterizada por el cumplimiento estricto de los compromisos contraídos, al contrario de la seguida por otros artistas, en los que era habitual abandonaran en manos de oficiales o traspasaran a otros artistas de menor calidad alguna de las obras que habían convenido, cuando tenían ocasión de contratar otras que les rindieran mayor beneficio. Conducta seria y responsable que sirve también para explicar la razón de la igualdad de estilo y calidad técnica que se aprecia en todas sus obras, sin detrimento de que sean apreciables las partes hechas de mano del maestro de las de los oficiales.
En el sepulcro de Juan de Padilla cumplió rigurosamente el deseo de la Reina de rendir homenaje al joven difunto, colocando una estatua orante semejante a la del príncipe Alfonso, en tanto que en el resto hizo algo totalmente distinto. El monumento funerario, labrado en alabastro, el material pétreo predilecto del escultor, acaso porque su homogeneidad en la dureza y constitución, sin fibras ni vetas como la madera, le permitían mejor que ésta recrearse en la ejecución virtuosista de los detalles. Se trata de un conjunto mural, incluido dentro de un arcosolio de poca profundidad rodeado por un enmarcamiento arquitectónico rigurosamente gótico que, en los lados, se forma con pilastras coronadas con imágenes y, en la zona superior sobre el arco alcanza gran desarrollo subrayando la verticalidad del conjunto. La amplia superficie está totalmente cubierta de imágenes exentas y escenas y figuras en relieve organizados de acuerdo con el esquema de un sepulcro-retablo, pero con la diferencia de que no es posible establecer diferencia alguna entre ambas partes, por lo cual puede igualmente considerarse un sepulcro de gran desarrollo iconográfico y decorativo. A primera vista, no se sabe si nos encontramos ante una fachada, un retablo o un sepulcro, ya que la única nota diferencial o, mejor, distintiva la aporta la presencia del orante. En el interior del arco se encuentra el arca funeraria, con dos escudos con las armas de los Padilla Manrique sostenidos por tres ángeles y, en ambos lados, dos pajes tienen las armas y coraza del caballero. Sobre el sepulcro y acogido al espacio entrante del arcosolio, destaca la figura arrodillada del difunto en actitud orante, con lujosas vestiduras cuyos pliegues se amontonan en la aparte baja al uso del gótico final, dejando ver la armadura bajo el amplio manto y sobre el pecho un collar con cadenetas ligadas en forma de corazones y colgantes en forma de bellotas y bolas. Tiene las manos juntas en actitud de oración, cubiertas con guantes y con una sortija, y una larga melena rizada enmarca su rostro con los ojos abiertos, y se cubre con un gorro recogido en el lado izquierdo. El caballero se encuentra ante un reclinatorio cubierto con lujosas telas, a juego con las que él viste, sobre el que se encuentra un libro abierto en el que lee.
Gil Siloe murió cuando labraba el retablo de santa Ana, que dejó sin terminar, por encargo de la condestablesa doña Mencía de Velasco. En la composición utiliza el esquema habitual, con banco, dos cuerpos y tres formando un espacio cóncavo coronado por un amplio remate a modo de dosel, y completado por una nueva calle en el lateral visible. La peculiaridad de la iconografía es que todas las representaciones son de santas mujeres, algunas hechas por Diego de Siloe, por corresponder este retablo a la mujer, doña Mencía, a juego con el otro retablo colateral, obra de Bigarni y Diego de Siloe, que sólo presenta imágenes de santos varones.
Obras de ~: Retablo del Árbol de Jesé, Capilla de la Concepción, Catedral de Burgos, 1483; Puertas de madera, Entrada al claustro, Catedral de Burgos, c. 1485; Retablo de la capilla, Colegio de San Gregorio, Valladolid, 1490; Sepulcro de Juan II y doña Isabel, Cartuja de Miraflores, Burgos, 1489-1493; Sepulcro del infante Alfonso, Cartuja de Miraflores, Burgos, 1489-1493; San Andrés, Iglesia de San Esteban, Burgos, 1496; Fachada, Colegio de San Gregorio, Valladolid, 1496; Retablo mayor, Cartuja de Miraflores, Burgos, 1499; Sepulcro de Juan de Padilla, Museo de Bellas Artes, Burgos, 1500-1505; Retablo de Santa Ana, Capilla del Condestable, Catedral de Burgos, 1501.
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Alberto C. Ibáñez Pérez