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Diego de Quiroga

Biografía

Quiroga, Diego de. Quiroga (Lugo), 16.VIII.1574 – Madrid, 10.X.1649. Capuchino (OFMCap.), diplomático, confesor real.

Aunque hay dudas sobre su familia, parece que era hijo de Gaspar de Somoza y Quiroga, de la ilustre Casa de Pol en el Reino de Galicia. Desde temprana edad orientó su vida hacia la carrera militar, en concreto, en los Tercios de Flandes. Fue en los Países Bajos donde sería distinguido como alférez en razón de su gran audacia.

Así lo describe el teólogo Juan Caramuel, que debió de conocerlo y tener una estrecha relación con él: “Siendo alférez y, teniendo que pasar por el campo enemigo, vestido de labriego, fue sorprendido y capturado como espía y luego condenado a la horca por Enrique IV de Francia, por no querer, ni a fuerza de tormento, revelar los secretos que se le habían confiado.

Después de sufrir con gran constancia de ánimo los tormentos que le infligieron, cuando era llevado al suplicio, el general español que mandaba las fuerzas que sitiaban a la plaza de La Fère, envió un trompeta a decir al francés, que, si no dejaba en libertad al condenado, pasaría por las armas a cuantos franceses tenía en su poder. Con tal intimación fue puesto en libertad, pero le quedó para toda su vida un triste recuerdo de su heroísmo, un intenso dolor de cabeza originado por los tormentos a que lo sometieron”.

Sin saber muy bien porqué, cuando se preveía para él una brillante carrera de armas, que ya había comenzado a dar sus primeros frutos, la abandonó y decidió ingresar en la Orden Capuchina que, desde hacía algunos años, había fundado sus primeros conventos en el Reino de Aragón. Ingresó en el Convento de Figueras el 3 de junio de 1598, y profesó un año más tarde, el 30 de julio de 1599. Concluido el noviciado canónico realizó los estudios de Filosofía y Teología, que le condujeron a la ordenación sacerdotal que tuvo lugar en 1605. En 1609 con motivo de la primera fundación real capuchina en la Corte, el padre Quiroga fue trasladado al nuevo Convento de San Antonio del Prado, donde llegó con el título de predicador y con grandes dotes para la oratoria. Así lo prueba el hecho de que sus hermanos de hábito siempre lo escogieran a él para predicar ante los Reyes cuando éstos asistían a alguna celebración o conmemoración importante de los capuchinos. Así ocurría con motivo de la toma de hábito de los primeros novicios en Castilla en el año 1610, o al comenzar las obras de edificación del Convento de El Pardo, el 13 de febrero de 1613.

En marzo de 1611, en razón de sus singulares cualidades, fue enviado a Toledo para promover la nueva fundación en aquella ciudad imperial que iba a ser sufragada por el cardenal Sandoval y Rojas. Se trataba de un cigarral, distante dos kilómetros de la urbe, propiedad de dicho cardenal, donde el padre Quiroga levantaría el convento. Su habilidad gestora llevó a que se le encomendara idéntica tarea en la edificación del Convento de El Pardo y, de igual manera, sucedió con la fundación de Salamanca, que había sido aprobada por el Consejo con fecha del 14 de enero de 1614. También en ambas ciudades sobresalió singularmente por su predicación, lo que llevaba a los cabildos a invitarle a predicar en sus templos.

Sus dotes y gran fama llevaron a la provincia capuchina de Valencia en su octavo capítulo provincial, celebrado en enero de 1615, a elegir al padre Quiroga como su provincial. De esta manera, aunque la fundación salmantina no había sido todavía concluida, el padre Diego se trasladó a Valencia, “donde fue recibido con general aplauso de toda ella por sus muchas y singulares prendas”. Permaneció en la ciudad del Turia, para cumplir el ejercicio de gobierno, hasta el 7 de diciembre de 1618. Concluido el trienio que le había sido encomendado, se trasladó a Murcia, donde permaneció hasta 1621. Aunque no se sabe muy bien el motivo que le llevó a no regresar a Madrid, se puede intuir que fuera debido a alguna dificultad existente con la fundación murciana, que él mismo había puesto en marcha el 25 de junio de 1616, y que podría ahora impulsar, liberado de otros servicios y trabajos más apremiantes.

El 16 de diciembre de 1621 llegó a Madrid el capuchino italiano Jacinto de Casale, que había sido enviado a la Corte de Felipe IV en calidad de embajador extraordinario del emperador Fernando II y, al mismo tiempo, como legado pontificio para los asuntos de la Liga Católica. La intención era asegurar el apoyo del Monarca católico para la elección de Maximiliano, duque de Baviera, como elector palatino. Días más tarde comenzaron las gestiones en la Corte española, que tenían una dificultad añadida, puesto que a Maximiliano le había sido ya otorgado el electorado, y las gestiones debían ser hechas de tal manera que dicha noticia no llegara a conocerse en Madrid.

Para tarea tan delicada el padre Casale mandó venir a Madrid a Quiroga, con el fin de que le pudiera ayudar en su pretensión de conseguir de Felipe IV nuevos socorros para Alemania. Mientras en Madrid se realizaban lentamente las gestiones, llegó noticia de que en Alemania las cosas se complicaban. Ante esta eventualidad, Casale envió a Múnich y Viena al padre Quiroga, puesto que su presencia en las negociaciones de Madrid era imprescindible. Para ello le facilitó las cartas necesarias, en las que daba cuenta de la gran valía de su enviado: “Es hombre de gran talento y la mejor cabeza conocida; es español de nación, pero un verdadero israelita de corazón; habla el francés y sabe todos los secretos de la corte donde es estimadísimo de los principales ministerios; no digo más sino que vuestra Alteza puede creerle y confiar como a sí mismo”. Su actuación diplomática consistía en dar a conocer al Emperador y al duque las gestiones llevadas a cabo por el padre Jacinto en Madrid y de los logros ya obtenidos. A mediados de mayo de 1622 Casale abandonó Madrid con cartas de Felipe IV, que no dejaban de ser meras buenas intenciones, aunque sí había logrado la aprobación de Maximiliano para el palatinado. A su regreso a España, el padre Quiroga siguía en Madrid las gestiones del padre Casale, con el que se escribía asiduamente.

Diego de Quiroga reapareció en los ambientes ministeriales y palaciegos con motivo de la llegada del príncipe de Gales a Madrid, el 7 de marzo de 1623, con intención de obtener la mano de la infanta María de Austria, hermana de Felipe IV. El hecho de ser el de Gales protestante se convertía en una dificultad añadida, que fue estudiada en junta de teólogos el 23 de mayo de 1623; entre los cuarenta convocados se encontraba también el padre Quiroga, que fue contrario al matrimonio. Después de los intentos de convertirlo a la fe católica, el príncipe regresaba a Inglaterra el 9 de septiembre sin haber logrado su propósito.

Al mismo tiempo, la vida del capuchino discurría también entre los medios propios de su familia religiosa. Así, en diciembre de 1622, fue su propia provincia de Castilla la que le eligió como provincial, y permaneció en este cargo hasta el 18 de mayo de 1627. Se trataría de tres gobiernos consecutivos, que era lo máximo permitido. Fue precisamente durante su gobierno cuando se constituyó la custodia de Andalucía, que quedó separada de la provincia de Castilla en 1625. Sus hermanos, concluida su etapa de gobierno provincial, lo nombraron el 17 de junio de 1628 superior del Convento de San Antonio del Prado de Madrid. Para fines de ese año llegó a Madrid el ministro general, por lo que tuvieron nuevamente capítulo, en el que el padre Diego fue nombrado definidor o consejero del provincial. Pero a lo largo de estos años, había desarrollado también otros servicios como calificador de la Suprema Inquisición o predicador de Felipe III.

Con motivo del enlace de la infanta María de Austria con el archiduque Fernando, en 1628, se puso en marcha la máquina oficial para designar confesor para la infanta, puesto que el suyo había fallecido unos meses antes. Después de las debidas deliberaciones, teniendo en cuenta el parecer de la propia María de Austria, así como el hecho de que el confesor acompañaría a la futura consorte a Baviera, el 15 de agosto de 1628 fue firmado el nombramiento real en que se escogía para tal ministerio al fraile capuchino, por considerarlo el más idóneo, en razón de las constantes negociaciones que se tenían que realizar entre las Cortes de Madrid y Hungría. Aún teniendo en cuenta que la opinión general se orientaba hacia el nombramiento de un miembro de la Compañía de Jesús. Lo acertado de la decisión lo demuestra la felicitación que el embajador de Alemania hizo al condeduque de Olivares por la elección del padre Diego para este servicio.

El 26 de diciembre de 1629 la futura Reina abandonó Madrid con todo su séquito, entre los que se encontraba también su confesor, y llegó a Viena el 1 de marzo de 1631. Si la relación entre la infanta y su confesor ya era grande, más lo debió de ser después de tan largo viaje, en el que, a su paso por tierras de Italia y Alemania, y ante las frecuentes visitas de cortesía, el padre Quiroga hacía de intérprete oficial. De esta manera y, durante el resto de la vida de la emperatriz el padre Quiroga fue la persona de confianza de Felipe IV y de Olivares en la Corte de Viena. Por otra parte, sus dieciocho años de servicio en este cargo aseguraban para Madrid una estabilidad y confianza que llevaban su tiempo, máxime en situaciones tan especialmente delicadas como fue la segunda época de la Guerra de los Treinta Años.

El papel preponderante que el capuchino ocupó en este delicado asunto vino determinado por la relación que mantuvo con el general Alberto Wallenstein.

Quiroga se convirtió en diversas ocasiones en el medio oportuno para que el embajador español y Wallenstein pudieran realizar otras gestiones ante el Emperador y los príncipes católicos. Así, entre las preocupaciones y encargos hechos a Quiroga por Felipe IV, por su relación con el general alemán, estaba la formación de una nueva liga y conseguir que los príncipes católicos se mantuviesen unidos. Al mismo tiempo, el religioso mantenía informados de todas las gestiones al Monarca y al Consejo. El papel preponderante ocupado por el capuchino en los asuntos centroeuropeos le creó ciertas dificultades con el marqués de Castañeda y embajador de Viena, que se veía suplantado en muchas decisiones, puesto que contaba más la opinión de Quiroga en Madrid que la suya propia. Pero su papel en la política europea no se limitó únicamente a los entresijos de las Cortes y negociaciones sino que, en dos ocasiones y ante la vacante de embajador, Felipe IV le encomendó de manera directa los asuntos ante la Corte de Viena. Al mismo tiempo, y desde su salida de Madrid con la infanta en 1631, mantuvo una frecuentísima correspondencia con el conde-duque, que se convirtió en crucial para los intereses españoles en los conflictos europeos.

En distintos años se le vio también como consejero de los diversos embajadores españoles en Viena. Por las consultas del Consejo se sabe todavía más: ningún embajador era enviado a Alemania o a Hungría sin haber consultado antes el nombramiento con el padre Quiroga. Con todo y haciendo balance de sus gestiones, cabe decir que muchos de sus intentos fueron fallidos, puesto que la actitud y comportamiento de muchos de los que también dependían las gestiones no correspondían de la misma manera con el hacer del viejo capuchino.

El 4 de junio de 1648 Felipe IV le nombró confesor de la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, futura consorte de Luis xiv de Francia, pero su regreso a Madrid no tuvo lugar hasta el año siguiente, en que lo hizo acompañando a la archiduquesa Mariana de Austria, prometida de Felipe IV.

El cronista capuchino de la época, Juan de Monzón, describe su llegada al convento y los últimos días de su vida con un lenguaje barroco y propio de la época, pero que también da cuenta de la importancia y singularidad del personaje: “Llegó a esta corte, miércoles, 6 de octubre de 1649, a las cinco de la tarde; el gozo que causó el verle a todos los religiosos, fue el que merecía el amor que le tenían y los deseos con que le habían esperado […] Pareció a todo este convento, cuando le vieron entrar por sus puertas, que le amanecía un día alegre y festivo, después de una noche tan larga de una prolija ausencia. Vieron los que le conocían a su padre; los que no lo habían alcanzado, al que deseaban los tuviese por hijos, el decoro de la religión, el apoyo de ella, el hombre mayor que tendrá largas edades. Éste, pues, varón insigne, cuando más le habíamos menester, nos le quitó Dios; porque habiéndole el sábado, 9 del mismo mes, a las dos de la tarde, correspondido a la cuarta terciana y pasado hasta las cuatro sin que el accidente mostrase malicia considerable, a esta hora se agravó de manera que puso en gran cuidado, y lo médicos declararon luego el peligro por haberse vuelto sincopal, en que hubo de tratar de la última disposición con el fervor y sentimientos que de su gran religión y talento se podía esperar. Recibió todos los sacramentos con grande devoción y ternura, sacrificando aquella vida en la eterna voluntad. Apresurábansele los términos por instantes; con que el domingo, a la una y media de la mañana, a diez del dicho mes, trocó esta vida temporal por la eterna y los trabajos presentes por los descansos y gozos perpetuos, siendo de edad de 75 años, un mes y 25 días, y de religión, 51 años. Antes se supo su muerte que su enfermedad. El sentimiento del rey y de sus mayores ministros fue tal, que llegó a demostraciones de grande, por lo que todos le amaban y por verse privados de su consejo y de las noticias que podía dar quien por veinte años había en el Imperio tratado los mayores negocios de Europa”.

Así, después de una incansable vida, fallecía el padre Quiroga, junto a aquellos con los que había comenzado su vida regular.

Los cronistas de la época refieren que, en el pontificado de Urbano VIII se le propuso el capelo cardenalicio, al que renunció por su condición de menor capuchino. Autores de la época que le conocieron durante largos años, como es el caso de Juan Caramuel, dice que “por haber confiado toda su ciencia a la memoria, muy portentosa por cierto en tan avanzada edad, y no haber dejado nada escrito, murió y con él todo su saber”. Sólo han llegado hasta hoy las referencias hechas en diversos consejos a sus cartas y memoriales.

En el Museo Provincial de Salamanca se conserva un cuadro que fue del Convento de Capuchinos de Salamanca, donde se puede leer la siguiente leyenda, que es una buena síntesis de su vida: “El Reverendísimo Padre Fray Diego de Quiroga, ilustrísimo en sangre, virtud, y letras. Fue fundador de este convento y su primer guardián y maestro de novicios; dos veces provincial una de la Provincia de Valencia, y otra de esta de Castilla. Predicador de su Majestad, consultor y calificador de la Suprema. Confesor de la señora emperatriz Doña María de Austria. Renunció dos veces al capelo. Fue del consejo privado de su Majestad, fue confesor de la serenísima infanta Doña María Teresa de Austria que después fue Reina de Francia. Fue embajador de Alemania, e interino dos veces de España. Fue del Consejo de Estado del señor emperador Ferdinando III, etc.”.

 

Bibl.: J. Caramuel, Theologia moralis fundamentalis, vol. I, Lugduni, Laurentii Anisson, 1657; B. de Ciudad Rodrigo (ed.), Documentos para la crónica de los Frailes Menores Capuchinos de Castilla, Salamanca, La Minerva, 1910; H. Lonchay, Correspondence de la Cour d’Espagne sur les affaires des Pays Bas au xviie siècle, Bruxelles, 1927; A. Teetaert, “Quiroga, Diego de”, en Dictionnaire de Theólogíe Catholique, vol. XIII, Paris, Letouzey et Ané, 1936, págs. 1598-1599; B. de Carrocera, “El Padre Diego de Quiroga, diplomático y confesor de reyes (1574-1649)”, en Estudios Franciscanos, 50 (1949), págs. 71- 100; “Didacus a Quiroga”, en Lexicon Capuccinum. Promptuarium Historico-Bibliographicum OFMCap (1525-1950), Romae, Biblioteca Collegii Internationalis S. Laurentii Brundusini, 1951, págs. 502-503; D. Albrecht, Die auswärtige Politik Maximilians von Bayern 1618-1635, Göttingen, Vandenhoeck Ruprecht, 1962; L. de Aspurz, “Quiroga, Diego de”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. III, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1973, pág. 2039; H. Ernst, Madrid und Wien 1632-1637: Politik und Finanzen in den Beziehungen zwischen Philipp IV und Ferdinand II, Münster, Aschendorff, 1991; “Quiroga, Diego de”, en Kirchenlexikon, vol. VII, Herzberg, 1994, págs. 1133-1135; V. Criscuolo, “Tre diplomatici cappuccini al Kurfürstentag di Regensburg del 1636-1637: Valeriano Magni, Francesco Rozdrażewski e Diego de Quiroga”, en Laurentianum, 45 (2004), págs. 59-107.

 

Miguel Anxo Pena González, OFMCap.

 

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