Ayuda

Juan de Quevedo

Biografía

Quevedo, Juan de. Vejoris (Cantabria), s. m. s. xv – Barcelona, 1519. Religioso franciscano (OFM), gran orador y primer obispo de Tierra Firme en Indias.

Se sabe que en los años 1500-1502 era guardián del Convento de San Francisco de Sevilla, al que dotó de una gran biblioteca, al par que el cardenal Cisneros creaba (1502) en el mismo Convento una Universidad como la de Alcalá. Fue además guardián de los Conventos de la Alhambra en Granada y del de Córdoba.

El 28 de octubre de 1502 era elegido definidor provincial. En 1503 ministro provincial, dando gran impulso a los estudios. Fue gran colaborador de Cisneros en la reforma de los conventos de la zona. De nuevo era elegido ministro provincial en 1507, y en 1510 otra vez guardián del Convento de San Francisco de Sevilla, pero en 1513 se encontraba ya en la Corte como predicador real.

Las maravillas que narraban al Rey las cartas de Vasco Núñez de Balboa (20 de enero de 1513) y sus compañeros sobre la opulencia de las tierras recién descubiertas por ellos, movieron al rey Fernando el Católico a solicitar del Pontífice la creación de un patriarcado para esa región, cuyo primer patriarca sería el capellán del propio Rey, Juan Rodríguez de Fonseca, y el primer obispo “el reverendo y devoto padre fray Juan de Quevedo, obispo electo de Santa María del Antigua, de la provincia del Darien, que es en la Tierra que se solia llamar Firme y agora mandamos llamar Castilla del Oro” (26 de julio de 1513).

El papa León X accedía a la petición real el 9 de septiembre de 1513, y concedía además amplísimas facultades a Quevedo (similares a las ya concedidas por el Rey en el orden civil), que era consagrado en Sevilla en 1513 por el arzobispo fray Diego de Deza.

La expedición fue preparada con exquisita meticulosidad y esplendidez por el propio Rey, que había puesto en ella todo su interés. Con el padre Quevedo iban trece clérigos seculares (arcediano, charte, maestrescuela, canónigos, etc.) y seis franciscanos. Iba al frente de la expedición Pedrarias Dávila (Pedro Arias de Ávila), como gobernador y capitán general. Después de una salida en vano (26 de febrero de 1514) a causa de las tormentas, volvieron a zarpar del mismo puerto de Sanlúcar el 11 de abril de 1514, llegando a su destino el 29 de junio de 1514. Se iniciaba enseguida la construcción de una modesta iglesia, hospital, Casa de Contratación, etc., para empezar cuanto antes las tareas ordinarias de la vida social y de la instrucción y atención a los nativos y españoles en todos los órdenes. Para facilitar la labor de los expedicionarios el Rey solicitó del provincial franciscano de la isla La Española (28 de enero de 1514) el envío a Darién de uno de sus frailes, indio nativo del propio Darién, y, asimismo, ordenó a Diego Colón el envío de diez indios oriundos de Tierra Firme.

Sus primeras impresiones sobre aquellos territorios, si se ha de creer a los propios escritos de los protagonistas, no podían ser mejores en todos los aspectos, pero aquella paradisíaca impresión del primer momento no tardó en ser suplantada por otra realidad muy diferente, fruto ésta en buena parte del desgobierno y mal comportamiento de Pedrarias y sus incondicionales colaboradores con el resto de la expedición, con los nativos y en especial con el descubridor y anterior gobernador de aquellas tierras, Vasco Núñez de Balboa, quien había gobernado justamente, viviendo en paz con todos los caciques y nativos de la zona.

Esas dos realidades contrapuestas vienen reflejadas ya en el año 1515 en las Instrucciones dadas por escrito al maestrescuela, Toribio Cintado, por el obispo Quevedo, enviado por el propio obispo, para que informara personalmente a la Corte.

En efecto, no tardó Pedrarias en extralimitarse en sus atribuciones, especialmente contra Balboa, y dejarse arrastrar por su gratuita e irracional animosidad contra él, pues al margen del proceso de residencia, ordenado por el Rey, Balboa fue a la vez encausado por supuesta rebeldía. Pero entre tanto (20 de marzo de 1515) dos carabelas llegaban a Darién con dos despachos reales, en los que Balboa era nombrado gobernador de Panamá y Coiba, y además adelantado del Mar del Sur, aunque bajo la dependencia de Pedrarias.

Éste retuvo los despachos con intención de no entregarlos a Balboa, pero la presión del obispo, amenazando con notificarlo al Rey, le obligó a mudar de parecer. Entonces Pedrarias, esperando que algún accidente bélico pudiera acabar con la vida de su odiado enemigo, le encomendó una peligrosa expedición a Dabayle que Balboa realizó con éxito, y a los treinta días ya estaba de vuelta. Éste entonces se planteó su partida para la región de su gobierno, solicitando del Rey para ello ciento cincuenta hombres, petición que fue apoyada por el obispo Quevedo (siempre dispuesto a favorecer a Balboa frente a las arbitrariedades de Pedrarias), quien en su carta al Rey a tal efecto le indica: “Pero queda la duda si el gobernador le dará gente que vaya a adelantamiento y gobernación, porque según la que se ha muerto e ido, no quedan trescientos de los que fueron en la armada”. Balboa, ante la imposibilidad de obtenerlos todos en Darién, los buscó en las Antillas durante una ausencia de Pedrarias.

Éste a su regreso interpretó el hecho como un intento de sublevación contra su persona, y Balboa fue procesado de nuevo. Por fortuna la elocuencia y los razonamientos de Quevedo y la actitud de la esposa de Pedrarias consiguieron en esta ocasión, no sólo la reconciliación, sino que se concertara el matrimonio de Balboa con la hija mayor de Pedrarias, matrimonio que se celebró por poderes ante el obispo Quevedo en marzo o abril de 1516. A finales de 1516 partía Balboa por mandato de Pedrarias al frente de ochenta hombres para proceder a la repoblación de la villa de Acla, a fin de convertirla en punto de apoyo para otra gran expedición de mucho mayor alcance al Mar del Sur e islas perlíferas, pero Pedrarias le marcó un corto plazo para la culminación de esta importante empresa, que diversas circunstancias le impidieron cumplir a su tiempo. Esto, junto con algunas imprudencias de Balboa, fue suficiente para que éste fuera de nuevo acusado de conspiración y condenado a ser decapitado, sentencia que se ejecutó a finales de enero de 1519.

Por desgracia el obispo no pudo esta vez interponer su valimiento en favor de Balboa, pues cuando se inició este proceso, Quevedo ya no estaba en Darién.

En efecto, los asuntos de la gobernación se habían deteriorado en todos los aspectos de modo alarmante y la situación del obispo se iba tornando insoportable.

Sus habituales reconvenciones al gobernador y a su grupo de colaboradores a causa del desgobierno habían creado un clima enrarecido, que enfrentaba a ambas autoridades, por lo que Pedrarias, que detentaba la fuerza, ya prescindía descaradamente de Quevedo en las decisiones y asuntos de gobierno, contra lo ordenado y encarecido por el Rey. Ese ambiente de soledad, de asfixia moral y material viene reflejado en las citadas Instrucciones. Según ellas, ya en 1515 el obispo se encontraba materialmente solo, “porque (de los trece clérigos) siete son muertos de los que vinieron, i çinco se fueron”; además pasó literalmente hambre, como la gran mayoría de los escasos colonos que todavía quedaban, por lo que le dijo al Rey que estaba dispuesto a trabajar en cualquier granjería, si la hubiera, y en lo que su ancianidad se lo permitiera. Por eso, aunque estaba dispuesto a obedecer en lo que el Rey le mandase, indicó al mestrescuela: “Aveis de hablar en lo que Su Alteza mas fuere servido porque me trasladen en Santo Domingo o en Castilla”. En 1518, no pudiendo soportar más aquel estado de ansiedad e incertidumbre constante sin vislumbrar una solución a corto plazo, el obispo se trasladó a la isla La Española (se desconoce si con la venia del Rey, ya Carlos V, o sin ella) con la intención de preparar con más sosiego sus escritos o notas de denuncia y las soluciones pertinentes, para presentarlos personalmente al Rey.

Así lo hizo en 1519, viniendo a España, a Molins de Rey, donde Carlos V estaba de paso, huyendo de la peste declarada en la cercana Barcelona, y donde también se encontraba el entonces clérigo Bartolomé de Las Casas. Allí el obispo Quevedo se vio forzado a exponer al Rey, no en privado, según su petición y deseo, sino en público ante su Corte y otros asistentes, el lamentable estado de cosas de los territorios a él encomendados. Pero Las Casas (y a continuación un innominado franciscano antiguo misionero en La Española, y Diego Colón, con palabras que Las Casas pone en boca de cada uno) lo rebatió (aunque, si, en realidad, fueran las palabras que Las Casas transmite, no se sabe qué era lo que tenía éste que rebatir) a lo largo de “buenos tres cuartos de hora”, negándosele también al final por la Presidencia el derecho de réplica al obispo Quevedo, quien además, algún día después, también según Las Casas, se vio forzado a admitir, aunque en privado a un particular, que éste (Las Casas) “traia justicia y andaba por los caminos de Dios”. Añade Las Casas que, salido de Palacio, el obispo escribió dos memoriales: en el uno describía las matanzas que había visto perpetrar, “y en que había él tenido parte, al menos en el oro robado y aún en las muertes que se perpetraban”; en el otro proponía los remedios adecuados. Por desgracia, no se ha logrado localizar ninguno de estos memoriales.

Poco después de estos incidentes, a finales de este año 1519 o principios del 1520, moría fray Juan de Quevedo, al parecer alcanzado por la epidemia. Por de pronto el 17 de mayo de 1520 el Rey notificó ya a su embajador en Roma el fallecimiento del obispo Quevedo, presentando a Vicente Peraza para sucederlo.

El relato de estos supuestos hechos acaecidos en Molins de Rey, sólo ha sido transmitido, que se sepa, por Bartolomé de Las Casas, por lo que, no siendo el obispo Quevedo precisamente santo de su devoción, y dada la animosidad nada velada de Las Casas hacia Quevedo (tan semejante hasta cierto punto a la de Pedrarias hacia Balboa), hay que tomarlo, por lo menos, con una gran precaución. Más aún, habiendo sido escrito exactamente cuarenta años después de muerto Quevedo y cumplidos ya por el narrador de estos hechos los ochenta y cinco de edad, éste tenía el campo totalmente despejado para desfogar a sus anchas sus más nobles sentimientos hacia su oponente dialéctico (al que repetidas veces acusó sin el menor pudor ni circunloquio nada menos que de numerosos crímenes de sangre) ya sin el más mínimo temor de que éste pudiera saltar a la palestra, no tanto para defenderse, cuanto para contraatacar. Esa pudo ser también la razón por la que Las Casas, para mayor seguridad, dejó ordenado a los rectores y comisarios actuales y posteriores del Colegio de San Gregorio, donde esto escribiera, que estos manuscritos de su Historia no se publicaran, ni siquiera se dieran a leer a nadie “por tiempo de cuarenta años desde este de sesenta, que entrará”, cuando por ley natural ya no quedara vivo ninguno de los testigos, difamados o calumniados, etc.

en su escrito, que pudieran rebatirlo con rotundidez.

Claro que todo eso, añade el autor, era “para gloria de Dios y manifestación de la verdad principalmente”; de “su” verdad; como si la verdad fuera como los vinos que con el tiempo y protegidos de los cambios bruscos de temperatura mejoran y se ennoblecen. Esas verdades que necesitan para tenerse en pie y prosperar que desaparezcan previamente los testigos, que las puedan contrastar, son verdades de invernadero.

No hay aquí espacio para hacer siquiera un elemental análisis de este largo pasaje lascasiano, pero al menos se puede ofrecer alguna observación: Por de pronto resulta verdaderamente extraño que siendo Quevedo la primera autoridad religiosa del Darién tanto en el tiempo como en la categoría con grandes atribuciones civiles, delegadas por el propio Rey; que vino de tan lejos ex profeso a dar cuenta como testigo cualificado del preocupante estado de cosas en aquellas lejanas tierras, que preocupaba también y grandemente a la Corte [...], que ésta no aceptase su petición de oírlo en privado, sino como a uno de tantos.

Pero resulta todavía más extraño el que al final de todas las intervenciones de los oradores, de que habla Las Casas, se le negase también al obispo el derecho de réplica por él solicitado, cuando al clérigo sin representación alguna, como no fuera la suya propia, se le ha oído, según él mismo dice, “durante buenos tres cuartos de hora”.

Por otra parte Las Casas da gran importancia a este su supuesto “triunfo” sobre Quevedo, tanto que él lo califica nada menos que de “terrible combate”, por lo que le dedica seis largos capítulos (Las Casas, 1957- 1958: 530-543).

Para ello Las Casas, a fin de ir ya de entrada minando ante el lector el prestigio de su supuesto oponente, afirma: “Dijose —que cuando pasó a Cuba el dicho Obispo— [...] se ofreció a hacer que lo echasen [a Las Casas] de la corte —esa simple sospecha suya es sin duda el gran delito de Quevedo, que no le perdonará el visceral clérigo— [...] que anda por los caminos de Dios —y la razón, para que éste lo trate con esa gran amabilidad y deferencia— [...] también se presumió que Diego Velazquez le había untado las manos [al Obispo Quevedo] ayudandole para el camino” de venida a España, etc.

El discurso que el entonces todavía clérigo Las Casas pone en boca del obispo Quevedo ante el Emperador, prescindiendo del proemio y del epílogo, se reduce a lo siguiente: “Y como fuimos (al Darién) mucha gente y no llevábamos qué comer más de lo que hobimos menester para el camino, toda la más de la gente que fuemos murió de hambre, y los que quedamos, por no morir como aquellos, en todo este tiempo ninguna otra cosa hemos hecho sino robar y matar y comer [...] y en lo que toca a los indios, según la noticia que de los de la tierra donde vengo tengo y de los de las otras tierras, que viniendo camino vide, aquellas gentes son siervos a natura, los cuales precian y tienen en mucho el oro, y para se lo sacar es menester usar de mucha industria, etc.”. O sea, que, según se colige de esas palabras, puestas por Las Casas en boca del obispo, la mayoría de los expedicionarios, no sólo era buena gente (contra la opinión habitual del escritor, que en circunstancias similares calificaría sin más en bloque a los expedicionarios de criminales y asesinos de masas, pero aquí no ha caído en la cuenta, porque lo único que le interesa es incluir al obispo en el bloque de los perversos), sino auténticos santos y verdaderos mártires, puesto que se dejaron morir lentamente de hambre antes que matar (se supone indios), ni siquiera robar para comer, cosa que en tales circunstancias no sería robo. Sin embargo, el pequeño resto, y a la cabeza el obispo Quevedo, reconoce y, casi se diría, presume que toda su actividad apostólica y civil y la de los pocos supervivientes de la expedición durante los cinco años de su estancia en el Darién se redujo únicamente a “robar y matar” indígenas.

No es posible extenderse en hacer exégesis de todo este pasaje, pero sencillamente no es necesario ser muy perspicaz, ni demasiado inteligente, ni mucho menos mal pensado, para descubrir, en todo ese supuesto discurso de Quevedo ante el Rey, el subconsciente del escritor disfrazado de fraile francisco y revestido anticipadamente con capisayos de obispo.

Según Las Casas, Quevedo consideraba a los indios americanos como siervos a natura, es decir, casi como simples animalitos; esto es lo que le ha hecho decir, y bien claro, al obispo en su discurso ante el Rey, que ha sido transcrito. Pero, por si ello no bastara, “esto parecerá —añade Las Casas— por un tractado que compuso en latín e dedicó a un licenciado Barrera, medico, muy su amigo, el cual me lo dio a mí”; “tractado” sin título y del que extrañamente no ha quedado ni rastro de su existencia entre los bibliógrafos, franciscanos o no. Pero al margen de ello, el propio Las Casas transcribe dos fragmentos, en los cuales lógicamente debería de demostrarse eso: que los indios eran siervos a natura. Pero es el caso que en el único fragmento, supuestamente de Quevedo, donde éste trataría el tema, el segundo, Quevedo afirma categóricamente lo contrario: “quod non sint servi natura, probatur” (por varios argumentos, que expone a continuación).

Sin embargo, Las Casas, se empeña con lascasiana tozudez a lo largo de más de un capítulo en convencer al paciente lector de que Quevedo admite que los indios son siervos a natura, basado, al parecer, únicamente en la supuesta fragilidad de los argumentos esgrimidos por el obispo, lo cual no pasa de ser un sofisma; pues por lógica la más elemental, aún admitiendo esa supuesta fragilidad de argumentos, no se puede concluir que el obispo considerara a los indios como siervos a natura.

Esto ni lo admite aquí Quevedo teóricamente, ni mucho menos en sus obras a lo largo de sus años de vida apostólica entre los indios, a los que se dedicó en cuerpo y alma (a pesar de las terribles circunstancias que le tocó vivir) y defendió cuanto le fue posible, no sólo de palabra y desde la lejanía, que es muy cómodo, fácil y gratificante, sino estando a su lado día a día en los momentos difíciles, compartiendo sus problemas, sus penas y sus alegrías. Pues uno de los timbres de gloria del padre Quevedo en ese orden de cosas es haber ideado e intentado poner en práctica las reducciones, antes del padre Luis de Bolaños y mucho antes de los jesuitas en el Paraguay.

En el discurso ante el Emperador, que Las Casas pone en boca de un supuesto e innominado fraile franciscano, antiguo misionero en La Española, éste afirma que por mandato de sus superiores estuvo “con otros” (frailes) contando los indios de la isla “y hallamos que había tantos mill —y al cabo de dos años repitieron la faena— [...] y hallamos que habían perecido en aquel tiempo tantos mill que había de menos”.

Resulta por lo menos chocante, si no cómico, que en aquellas circunstancias de los primeros años del siglo xvi, en una sociedad primitiva y analfabeta, cuyos habitantes en su práctica totalidad vivían desperdigados en selvas y montañas..., aquellos frailes franciscos, con aquella angustiosa escasez de personal para atender a los trabajos diarios, sintieran de pronto esos extraños pujos por la estadística pura y, desprendiéndose sine die por lo menos de tres frailes, se lanzaran éstos selva a través por montañas y llanuras (naturalmente a pie, como lo manda la Regla de San Francisco en su capítulo III), sin medios de ninguna clase, a contar uno a uno, como a las ovejas, aquella “infinidad de gentes que había en aquella isla” en constantes desplazamientos, y al cabo de tan corto espacio de tiempo hubieran recorrido felizmente los setenta y siete mil seiscientos veintidós kilómetros cuadrados, que tiene de superficie esa montañosa isla, sin equivocarse omitiendo muchos, o repitiendo muchos más...

Esa tarea, aún suponiendo que fuera parcial (¡Las Casas claramente da a entender que se refiere a la totalidad de la isla!), en aquellas circunstancias y con aquellos medios (¡incluso hoy!) nada tenía de posible (ni siquiera para una proporción aceptable), menos aún de fácil y mucho menos de útil, siendo todo ello lo más parecido a una pura invención del escritor muy posterior, para hacerla encuadrar sin escrúpulo en sus propios, apriorísticos, obsesivos y gratuitos esquemas y postulados. Por eso el autor de ella (que comienza por callar el nombre del fraile, que, si fuera verdad, debería conocer), en lugar de indicar por lo menos cifras concretas (se trataba lógicamente de un recuento matemático), o más o menos aproximadas, tiene que recurrir a “tantos mill”, y a “la infinidad de gentes que había en aquella isla”, es decir, a la nada.

De ahí que nada digan de ese interesantísimo y portentoso hecho los numerosos documentos contemporáneos de la Orden Franciscana, o extraños a ella, ni los historiadores de la época, hecho, que, de haber llegado a realizarse así en aquel entonces y en aquellas circunstancias, habría sido todo un colosal milagro del padre san Francisco, una florecilla más.

 

Bibl.: Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, vol. III, Madrid, Imprenta de la Academia de la Historia, 1851-1855, lib. XXIX-XXXI; F. Fita, “El primer obispo del continente americano”, en Boletín de la Real Academia de la Historia, 21 (1892), págs. 235-240; A. Altolaguirre y Duvale, “Instrucciones dadas por Fr. Juan de Quevedo [...]”, en Vasco Núñez de Balboa, apéndice 53, Madrid, Academia de la Historia, 1914, págs. 99-108; A. Ortega Pérez, “Las Casas de Estudio en la provincia de Andalucía”, en Archivo Ibero Americano (AIA), 4 (1915), págs. 52-54 y 161-181; M. Serrano Sanz, Orígenes de la dominación española en América, Madrid, Casa Editorial Bailly Baillière, 1918 (col. Nueva Biblioteca de Autores Españoles, vol. I); P. Álvarez Rubiano, Pedrarias Dávila. Contribución al estudio de la figura del “Gran Justador”, Gobernador de Castilla del Oro, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1944; B. de las Casas, Obras escogidas de fray Bartolomé de las Casas, est. crítico prelim. y ed. de J. Pérez de Tudela Bueso, Madrid, Atlas, 1957- 1958 (col. Biblioteca de autores españoles, vol. 96), parte II, cap. CXLVII-CLII, págs. 530-543; H. Zamora Jambrina, “Contenido franciscano de los Libros Registro del Archivo de Indias de Sevilla hasta 1550”, en AIA, 48 (1988), págs. 1-83; J. Gil Fernández, “Los años sevillanos de Fray Juan de Quevedo: Nuevos documentos”, en AIA, 48 (1988), págs. 741- 753; J. García Oro, “Fray Juan de Quevedo, OFM, primer Obispo de Tierra Firme”, en Archivum Franciscanum Historicum, 85 (1992), págs. 38-75.

 

Hermenegildo Zamora Jambrina, OFM