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García de Loaísa y Mendoza

Biografía

Loaísa y Mendoza, García de. Talavera de la Reina (Toledo), 1479 – ¿Sevilla?, 21.IV.1546. Maestro general de los dominicos (OP), obispo de Osma y Sigüenza, arzobispo de Sevilla, cardenal, confesor y consejero de Carlos V, presidente del Consejo de Indias, inquisidor general.

Los Loaísa (o Loaysa) dejaron muy buen recuerdo y fama dentro y fuera de la Orden de Predicadores (o dominicos) a lo largo del siglo XVI. De entre los más conocidos descuella, sin duda, García de Loaísa y Mendoza, quien alcanzó títulos y dignidades de gran responsabilidad política y eclesiástica en tiempos de Carlos V.

 García nació en Talavera de la Reina, en la actual provincia de Toledo, probablemente en 1479. La casi tesis del año natalicio se desprende de la fecha de su elección a maestro general de los dominicos, ocurrida en Roma el 10 de mayo de 1518, “siendo así que entonces no pasaba de treinta y nueve años”. Sus padres fueron Pedro de Loaísa y Catalina de Mendoza.

Aficionada la familia Loaísa-Mendoza a la Orden de Santo Domingo, un hermano de García, Domingo de Mendoza, lo precedió en la toma del hábito blanquinegro de los Predicadores, en cuya Orden entró también un sobrino de ambos, Jerónimo de Loaísa y Carvajal, primer arzobispo de Lima. Nada hace constar que perteneciera a esta rama de la familia fray Alonso de Loaísa, provincial de España entre los años 1511 y 1516, e inmediato predecesor de nuestro personaje en dicho oficio.

De la niñez y juventud de tan insigne personaje no se está en condiciones de aportar noticias, excepto —si cabe— que no debió de gozar de una excelente salud, como luego se dirá. Ingresó en el convento salmantino de San Esteban, llamándose García de Mendoza (apellido de la madre) y adoptando después el de Loaísa (que era el del padre). En San Esteban recibió el hábito el 25 de noviembre de 1496. Debido, quizás, al rigor con que se vivía entonces en el célebre convento, pronto comenzó a enfermar, hasta el punto de cuestionarse los superiores la permanencia del noble novicio en la Orden. Seguramente su apellido y la influencia de su hermano Domingo de Mendoza, que ya llevaba cinco años de fraile, facilitaron el traslado de García de Loaísa al convento de San Pablo, en Peñafiel (Valladolid), de mejores aires que los salmantinos y de vida menos rigurosa. Y así fue.

Terminado el año de noviciado y hecha la profesión religiosa, comenzó los estudios en el real convento abulense de Santo Tomás, dando muestras de excelente capacidad para los estudios. Ésta fue la razón de que le enviaran para terminarlos al ya conocido y estimado colegio de San Gregorio, en Valladolid, fundación del obispo dominico Alonso de Burgos. Aquí fue lector (licenciado) en Artes, regente y, a pesar de su juventud, dos veces rector.

Pero Loaísa no estaba llamado ni para la docencia ni para el estudio. Dotado para el gobierno, fue elegido prior del convento abulense de Santo Tomás y después del vallisoletano de San Pablo: era el entrenamiento de lo que enseguida vendría. El 19 de abril de 1516, en el Capítulo celebrado en San Ildefonso, de Toro, fue elegido provincial de la provincia dominicana de España, oficio que mantuvo sólo dos años, pues en 1518 fue elevado a la dignidad de maestro de toda la Orden en el Capítulo General celebrado ese año en el convento romano de Santa María sopra Minerva. Todavía presidió el celebrado en Valladolid en 1523, pero tampoco pudo terminar este oficio. Hacía ya un año que era confesor de Carlos V, misión en la que se mantuvo hasta 1536, y por si fuera chica la tarea, a mediados de junio de 1524 fue consagrado obispo de Osma, sede que mantuvo hasta el año 1532. Ambos nombramientos lo obligaron a renunciar al oficio de maestro general. Cuando por la edad y el cansancio tuvo que dejar también el cargo de confesor imperial, Carlos V aceptó para dicha tarea a los frailes que su consejero le recomendó.

No hay duda de que el Emperador se aficionó a Loaísa y por eso le fue encomendando tareas cada vez más elevadas a medida que iba conociendo la fidelidad y competencia de su confesor. Ya fue un gesto muy honroso que el propio Monarca asistiese a la consagración episcopal de su confesor y consejero, en la iglesia conventual de San Pablo, de Valladolid. Después lo hizo presidente del Consejo Real de Indias (agosto de 1524), miembro del Consejo de Estado (1526), comisario general de la Cruzada e inquisidor general (1546), cargo éste en el que sucedió al cardenal Juan de Tavera, arzobispo de Toledo.

Contra la opinión de muchos y hasta de la misma Emperatriz, Carlos V aceptó el consejo de su confesor, y en su compañía partió para Italia recibiendo en Bolonia la Corona imperial de manos del papa Clemente VII el 24 de febrero de 1530. En la misma ceremonia e iglesia (la de San Petronio, de Bolonia) recibió Loaísa el capelo cardenalicio. Mientras el Emperador estuvo por tierras del Imperio, comisionó a su confesor para arreglar asuntos en Roma. Allí se dio tanto a conocer que no le faltaron propuestas y promesas para llegar a ceñir la tiara. “Sólo parece que le faltaba la silla de S. Pedro, y aún ésta, no faltó quien se la propusiese posible”. Pero el cardenal se debía a su amo: “Yo soy hechura del Emperador”, les respondió, y con Carlos V regresó a España. Vacante la sede arzobispal de Sevilla, el Emperador propuso para ocuparla a Loaísa (1539-1546), quien, como quedó dicho, había tenido antes la de Osma (1524-1532) y después la de Sigüenza (1532-1539). Marchó a su nueva sede y en ella estuvo algún tiempo haciendo de solícito pastor y caritativo obispo. Pero pronto le echó en falta el César y lo hizo volver a su lado, a pesar de quienes se lo desaconsejaban.

 Hora es ya de decir que tanto poder e influencia no podían silenciar dimes y diretes ni dejar de despertar envidias y recelos, a pesar de que era difícil recriminar al alto personaje, o precisamente por eso mismo. Era claro que Loaísa tenía enemigos en la Corte, y parece que su “promoción” a la silla hispalense fue el modo de alejarlo del Emperador. Pero éste conocía bien a su cardenal y, dejándole la mitra hispalense, lo reclamó de nuevo a su lado. La inquina contra el valido venía de lejos, y ya en cierta ocasión, años atrás, Carlos V respondió a un interlocutor: “No puedo negar sino que quiero bien al Cardenal Loaísa, que me ha consolado y asistido en muchos trabajos”. Sin duda, recordaría entre otros servicios la actitud enérgica, a favor del joven Emperador, que tuvo García de Loaísa, siendo maestro general, en el tema de la Guerra de las Comunidades, como refiere Colmenares en su Historia de Segovia.

Hombre de elevada cuna y de cualidades excepcionales, a Loaísa, un tanto áspero de carácter y a veces algo colérico, no se le subió el poder a la cabeza. Siguió siendo esencialmente fraile y perteneciendo a la corriente reformadora de su Orden, evidenciada en conventos nuevos, como los de Atocha (Madrid), Santo Domingo (Ocaña) y San Ginés (Talavera), invirtiendo en éste fuertes sumas el generoso cardenal. No hizo oídos a lisonjas ni a mentiras, fue independiente y honesto en su servicio, leal a su amo, quien lo estimó y valoró largamente.

Fue un eclesiástico llamado a la política, cosa muy corriente en un tiempo en que Iglesia-Estado “corregentaban” los destinos históricos. Sirviendo a la Corona se servía también a la Iglesia, aunque en este caso, como en tantos otros, nuestro obispo y cardenal escasamente pudiera ejercer su ministerio episcopal. No lo desestimó ni descuidó, sencillamente no podía estar al mismo tiempo en Flandes y en Osma, en Roma y en Sigüenza. Siendo presidente del Consejo de Indias se ocupó de enviar numerosos y buenos misioneros al Nuevo Mundo, como en la expedición de 1529, en la que iban veinte dominicos, entre ellos los después famosos Tomás Ortiz y Jerónimo de Loaysa y Carvajal, su sobrino, quien llegará a ser el primer arzobispo de Lima.

Su alta graduación le proporcionó muchas rentas, y fue espléndido en repartirlas. En su casa se daban limosnas a diario. Invirtió miles de ducados en la iglesia y convento de su patria chica; sin que fuera notorio, se supo que ayudó al cardenal Cayetano y, sin que apenas se supiera, hizo otro tanto con un noble caballero venido a menos por su implicación en el asunto de los Comuneros. Otras limosnas fueron más visibles y mejor conocidas, como la renta perpetua de 600 ducados que dejó al colegio de Santo Tomás, de Alcalá. Poco antes de morir, destinó el doble para casar a doncellas huérfanas de Talavera y una fuerte suma de dinero para pobres de la misma villa. Cercana la muerte, ordenó que sus restos fueran depositados en la iglesia del convento dominicano de San Ginés de Talavera, en el que reposaban los de sus padres.

Los autores coinciden en que murió el día de Jueves Santo de 1546, que ese año cayó en el 21 de abril, pero discrepan en cuanto al lugar del fallecimiento, inclinándose unos por Sevilla y otros por Madrid.

 

Bibl.: J. de la Cruz (OP), Coronica de la Orden de Predicadores [...], Lisboa, 1567 (ms.); A. Mora (OP), Historia Annalistica del Convento de San Esteban de Salamanca, t. II, Salamanca, s. f. (ms.); J. Cuervo (OP) (ed.), Historiadores del convento de San Esteban de Salamanca, I-II, Salamanca, Imprenta Católica Salmanticense, 1914; I. Taurisano (OP), Hierarchia Ordinis Praedicatorum, Romae, 1916; G. Arriaga (OP), Historia del Colegio de San Gregorio de Valladolid, Valladolid, 1928 (ed., corr. y aum. por M. M.ª de los Hoyos, 1928-1940); M. Olmedo Jiménez, Jerónimo de Loaysa, O.P. Pacificador de españoles y protector de indios, Salamanca, San Esteban, 1992; M. Fernández Álvarez, Carlos V, el César y el hombre, Madrid, Espasa, 1999.

 

José Barrado Barquilla, OP

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